Flavio
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Flavio

  1. 141 páginas
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Un libro sobre amor desengañado, sensatez y libertinaje. Flavio es el protagonista que da nombre a la novela, un neurópata romántico que iría perdido por la vida si no fuera por Mara, una mujer sensata y huérfana que lo guía. Flavio, atormentado por el amor, siente la angustia existencial de las normas sociales que lo rodean. Poco a poco, el protagonista va entendiendo que su ideal de relación igual y equilibrada es imposible en una sociedad hipócrita que objetiviza a la mujer. Una novela descarnada, crítica y profunda. -

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726771268
Categoría
Literature
Categoría
Classics

- XX -

Todo estaba ya silencioso en la posada cuando Flavio, bajando al jardín, lo mismo que la noche anterior, se dirigió hacia la quinta.
El cielo estaba encapotado, empezaba a desprenderse de las nubes una lluvia fina y penetrante, y apenas en medio de la oscuridad de la noche podía distinguirse el camino.
El viento azotaba con furia el rostro del viajero; mugía entre los árboles, y era más grave y rotundo el murmullo que formaban las aguas del río, próximas a desbordarse por los campos. Pero Flavio siguió impávido su camino, como si la noche estuviese tan tranquila y serena como una alborada de mayo.
Y, en efecto, ninguna voz sepulcral llegó a su oído entre el sordo rumor del viento, ningún fantasma le detuvo en su camino; pero cuando después de saltar la muralla se halló en el bosque de la quinta, le pareció que una figura humana se movía arrimada a una de las paredes de la casa.
Flavio se detuvo un instante, sobrecogido, no por el temor, sino por otro sentimiento extraño, incomprensible, que se apoderó de todo su ser...
¿Quién era aquella sombra? ¿Por qué se hallaba allí, tan cerca de la habitación de Mara? ¿Qué buscaba?...
Sintiendo hervir su ardorosa sangre, que se agolpaba a su cabeza, encaminóse de pronto hacia aquella figura, que parecía huir a medida que él se acercaba; pero Flavio la siguió; púsose después ante ella, y aproximándose la miró fijamente.
Entonces pudo ver a un hombre que, envuelto en una larga capa, ocultaba el rostro bajo el embozo y las grandes alas de su sombrero.
-¿Qué buscáis aquí? -le preguntó Flavio con temblorosa voz, en la que se dejaba entrever la cólera.
El embozado lanzó al oírle una ahogada exclamación de sorpresa; pero nadie contestó.
Flavio volvió a interrogarle con voz más airada, dando un paso hacia él.
Adelantándose entonces el embozado, le dijo en voz baja, tocando casi su rostro con el ala húmeda de su sombrero:
-Yo busco lo que vos buscáis y no hallaréis. Antes que soñarais en aparecer en el mundo para civilizaros, antes que ningún hombre hubiese pensado en la inocente niña, ya Mara había oído de mis labios la palabra amor. ¿Comprendéis?...
-¡Comprendo!... -repuso Flavio con sorda voz, asiéndole con su mano de hierro y no dejándole concluir su frase.
-¡Ah! -exclamó el embozado, sintiendo que se ahogaba bajo la presión de aquellos dedos duros y fríos y forcejeando por desasirse-. ¡Sois un necio!... -le dijo, luchando como un desesperado-. ¡Y me las pagaréis bien caras!
Y logrando, por fin, libertarse de las manos de Flavio, huyó entre la oscuridad, sin que nuestro héroe intentase impedirlo.
-¡Cobarde! -rugió Flavio, viéndole alejarse, pero sin moverse para perseguirle.
-Yo no soy tan necio que me bata por una mujer con un salvaje -dijo el embozado con cinismo, al mismo tiempo que salvaba la tapia.
-Pero serás bastante débil para que yo te mate si vuelves a aparecer por estos lugares -repuso Flavio, acercándose a la muralla, como si aún quisiera hacerle oír su amenaza a través de las duras piedras de granito.
Pero los pasos del fugitivo resonaban ya lejos, y Flavio, dirigiéndose hacia la parra, se apresuró a trepar por ella antes que las blancas cortinas se corriesen sobre los cristales del aposento de Mara. Ella estaba allí; pero no meditaba, como la noche anterior. De pie en medio del pequeño aposento, retratada en el semblante una inquietud profunda, parecía escuchar atenta el más leve ruido. Flavio la vio estremecerse cuando una de sus manos tocó casualmente la ventana.
Mara oyó aquel nuevo ruido, hizo entonces un violento esfuerzo sobre sí misma, y abriendo de improviso la ventana, vio a Flavio...
-¡Mara! -pudo exclamar apenas el viajero, y permaneció inmóvil.
Por su parte, la joven retrocedió ante aquella aparición inesperada; ella reconoció aquel rostro moreno, aquellos cabellos negros y rizados, la expresión de sus ojos, que parecía implorar amor y compasión; y ya no tuvo valor ni para llamar en su auxilio.
-¡Él! -murmuró, cubriendo el rostro con las manos-. ¡Dios mío!... ¿Es esto un sueño?
-¡Mara! -repitió Flavio con quejumbroso acento.
-¡Bajad!... -contestó aquélla con voz turbada-. ¿Qué queréis?... No creí volver a veros escalando mis ventanas en medio de la oscuridad de la noche..., como un salteador de caminos... ¡Ah!..., despacio... -exclamó en seguida con inquietud, al ver que Flavio se dejaba caer con desesperación hasta el suelo.
-¡Me despreciáis porque os amo! -dijo éste con intensa amargura.
-¡Dios mío! -exclamó la joven-. ¿No es ésta una peligrosa locura? ¡Ah! ¡Huid..., huid!... -añadió, dirigiéndose a Flavio-. Que yo no os vuelva a ver en este sitio jamás...
-¡Me voy, Mara; me voy, pues lo queréis!... -murmuró Flavio con ahogado acento-; pero volveré, sí, no os irritéis... volveré, porque ya no me es posible vivir sin veros...
La ventana se cerró, desapareció la luz del aposento y sólo se oyó el ruido de la lluvia que en aquellos instantes empezó a caer a torrentes.
Flavio anduvo errante por los campos la mayor parte de la noche, a pesar del frío y del agua, que empapaba sus vestidos, y el día siguiente lo pasó encerrado en su aposento.
Inquieto, agitado después de aquella noche de tormenta, sus pensamientos eran nebulosos como el encapotado cielo que le cubría. Esperaba la noche como el único bien de su vida, temblaba al pensar que se acercaba ya, y él mismo no podía darse cuenta de lo que pasaba en el interior de su alma.
Pero cuando vio que las sombras del crepúsculo empezaban a cubrir la tierra, más impaciente que nunca, salió, encaminándose hacia la quinta con paso acelerado.
Era muy temprano aún; el recuerdo de las palabras de Mara severas e indignadas, le causaba terror; pero sintiéndose más que nunca impelido hacia ella, devorado de inquietud, no podía escuchar más que la voz de su corazón, imperiosa y doliente.
No atreviéndose a penetrar tan pronto en el bosque, se contentó con pasear en tanto, contemplando desde lejos la querida vivienda.
Notó entonces en el interior de la casa una agitación y un movimiento desusados; hallábanse en la sala principal más personas que las que de ordinario componían aquella reducida familia, y hasta le pareció reconocer a Mara entre ellas, vestida con un elegante y sencillo traje de baile.
Aguijoneado por la curiosidad, se fue aproximando cada vez más a la quinta, llegó hasta la puerta, y, oculto, pudo comprender, al fin, todo lo que pasaba.
Mara, con algunas jóvenes de las cercanías, se disponía a ir a un baile de confianza, con que las obsequiaba un buen tiempo.
-¡Maldición! -murmuró Flavio-. La lluvia que cae a torrentes no les permite, como en aquella noche de eterna memoria, tener las estrellas y el cielo por testigos de sus danzas... ¿A dónde irá, pues, que yo pueda seguirla?
Mara salió, al fin, rodeada de sus compañeras, que, bajo los inmensos paraguas y salvando con ligereza los profundos charcos que se hallaban a su paso, se reían de la lluvia, que refrescaba sus frescas mejillas.
Un hombre envuelto en una larga capa y dando el brazo a una anciana cerraba la animada comitiva, y les dirigía de cuando en cuando algunos chistes poco delicados, pero que ellas celebraban, sin embargo, con sin igual algazara.
Sin saber por qué, Flavio se estremeció al ver a aquel hombre. Quizá no era la primera vez que oía el eco de su voz, que tenía algo de atrevida y de melosa. Inquieto, siguió de lejos a la bulliciosa turba, que, precedida de un criado de aldea, marchaba pomposamente, alumbrada en su camino por un farol cuya luz agonizante amenazaba expirar de un momento a otro.
-Cuánto os vais a burlar hoy de las pobres lugareñas, caballeroRicardo -dijo una de las jóvenes-. Entre vos y Mara, segura estoy de que nos cortaréis un hermoso vestido a la moda de la ciudad, ¿no es cierto?
-No lo es -contestó Mara-; pero aunque lo fuera, vosotras me perdonaríais alguna de mis burlas inofensivas. En cambio, os reiréis también de mi alto peinado, diciendo, como decís, que se parece mi cabeza a la de un loco, y del apretado frac azul de Ricardo..., que aquí, para entre nosotros, bien lo merece, pues ya, por lo viejo, debía retirarse a una vida más tranquila y huir de las mundanales fatigas...
-¡Qué mala eres!... Siempre tan burlona, que hasta a ti misma no te perdonas -dijo una de ellas.
-Juicio, Mara, juicio -añadió la anciana con voz cariñosa.
-No, mamá; no creas que miento -respondió Mara-. ¿No es verdad, Ricardo, que vuestro frac cuenta ya tres años de continuas tormentas?
-Os engañáis -repuso el joven-. Este frac inapreciable es un objeto elegante, que ya hacía brillar sus blancos botones con majestad y esplendor hace cuatro años cumplidos...
-¡Tanto tiempo!... -replicó Mara con un acento que encerraba cierto misterio.
-Lució por vez primera la delicadeza de sus formas en aquella polca melancólica y pausada que bailé con vos el día seis de noviembre... ¿Os acordáis?...
-Sí, sí -contestó Mara-, ¡ya recuerdo!... Llovía como llueve en este instante, cuando salimos del baile...; terrible noche estaba...
-Para mí, deliciosa, y os aseguro que es uno de los recuerdos más gratos de mi vida...
-¡Eh!..., callad... -repuso Mara-. ¡Mentís tanto! No hacéis más que declarar eternamente palabras nuevas, que no encierran otra cosa que la falsedad...
-Gracias -dijo Ricardo, algo ofendido al parecer.
-¿Qué es eso? ¿Resentimientos tenemos? -murmuró con un tono en que se notaba cierta envidia una modesta señorita de treinta años.
-¿Resentimientos? ¿Y por qué? -preguntó Mara con frío acento.
-Sí, ¿querréis ahora negarnos...? ¡Bah!... Como si no dijeran nada las visitas que os hace, siguiéndoos de continuo como la sombra al cuerpo -dijo la misma.
-Eso nada prueba -añadió otra-. Recordad cuando os seguía a todas partes vuestro malogrado primo el de las largas narices, y de que jurabais, sin embargo, y perjurabais que todo era con la mayor sencillez y desinterés más grande del mundo.
-¡En verdad que tenéis ocurrencias peregrinas! -exclamó la dama-. Un primo tiene derecho a seguirnos hasta el último rincón de la tierra...; pero un extraño..., ya es otra cosa.
-Tenéis razón, señorita -dijo Ricardo con socarronería-; los primeros saben mejor los lugares que deben recorrer y tienen ya medio camino andado, en tanto que los últimos solemos quedarnos muchas veces más atrás de lo que nuestro corazón desea...
-¡Estos jóvenes del día tienen una audacia que sorprende! -murmuró la anciana con la más santa ingenuidad-. En mi tiempo era peligroso debatir estas cuestiones; pero hoy ya juguetean con ellas en sus labios niños en quien apenas se distinguen las primeras sombras del bozo.
Penetraron en aquel instante en una casa de mediana apariencia, quedando Flavio a la puerta, como el hambriento mendigo que espera las sobras del festín del rico.
Imposible sería explicar lo que pasaba en su alma después de haber oído aquel extraño diálogo. En medio de su inexperiencia, imaginábase haber sorprendido algo del oculto misterio, algo de lo que ligaba a Mara con semejante hombre, y aquel algo, aquel misterio que no podía comprender, torturaba cruelmente su pensamiento.
Así pasó la mayor parte de la noche, oyendo la loca algazara y ruido del baile, y hasta la misma voz de Mara, que reía y hablaba como una niña traviesa.
Veces hubo en que las ventanas se abrieron para que el fresco de la noche entrase a purificar el sofocador ambiente que se respiraba en el reducido aposento, y Flavio pudo ver entonces todo a su sabor. Mara no hablaba sólo con aquel hombre odioso; otros muchos la rodeaban; otros la asediaban con atenciones que laceraban el corazón de Flavio. Y ella contestaba a todos sonriendo, alentándolos; tenía para cada uno una palabra o un acento cariñoso; conversaba familiarmente con el que se hallaba más cerca; dirigía una dulce mirada al que estaba lejos, y escuchaba atenta a los que pasaban a su lado contemplándola con amorosos ojos.
El viajero sufría entonces los tormentos de un condenado.
Le daban intenciones de lanzarse en medio del pequeño salón, arrojar a aquéllos a quienes él llamaba necios del lado de la amada de su alma; cogerla en sus brazos y huir lejos, muy lejos, de aquella turba aborrecible; pero cierto sentimiento vergonzoso le retenía; el recuerdo de la pasada fiesta le retenía, resbalaba por su frente como un sarcasmo y como una amenaza, y aguardó con desesperada calma a que el maldecido baile concluyese.
Por fin, llegó un momento en que el pequeño salón fue quedando desierto, cesó el bullicio y Mara salió acompañada de su madre, a quien daba el brazo un hombre ya anciano.
La joven se adelantó y, como su paso era ligero, bien pronto se halló a bastante distancia de ellos.
Sin vacilar ya, Flavio se acercó entonces, y le ofreció el brazo, que ella aceptó sin mirarle siquiera.
-Mucho habéis tardado, Ricardo -le dijo-. Creí ya que no vendríais.
-¡No soy Ricardo! -murmuró Flavio con acento triste y enojado.
-¡Ah! -exclamó la joven, queriendo dejar su brazo; pero Flavio tenía ya cogida su mano y ella se resignó a seguir su camino.
-¿Me aborrecéis? -añadió Flavio.
-Pero, caballero, ¿por qué me hacéis esa pregunta? ¿Por qué de tan extraño modo os presentáis siempre ante mí?
-¿Lo sé yo por ventura? -dijo Flavio con un acento de verdad que no admitía réplica. Y volvió a guardar silencio.
-Y bien -repuso la joven, turbada a su vez, conmovida, quizás feliz en el interior de su corazón.
Pero tampoco pudo pronunciar una palabra más, y siguieron andando silenciosos, cual si temiesen turbar la dicha que experimentaba su alma.
-Vamos a llegar ya... -dijo Mara con inquietud, viendo que se aproximaban a la casa-, y mi madre va a veros...
-Vamos a llegar ya... -repitió Flavio sin contestar a lo que la joven le decía-. Voy a dejarte otra vez... ¿Cómo haría yo para no separarme ya nunca de ti, mujer?... No vivo ya sino viéndote...
-Pero ¿estáis loco?... -repuso Mara con una voz de amorosa ternura, que, en vano, trataba de hacer severa.
-¿Por qué no cesáis de pronunciar esa palabra odiosa? -Contestó Flavio con una expresión de triste severidad, que hizo grande impresión en la joven-. Pero voy a separarme de vos... ¿No comprendéis que esto es el infierno?... -a...

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  1. Flavio
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