Damas galantes
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Damas galantes

  1. 377 páginas
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Información del libro

En Damas galantes se nos introduce a las biografías de varias mujeres que a lo largo de la historia europea llegaron a convertirse en princesas, reinas, parejas más o menos reconocidas del rey, etc., en ocasiones cayendo en desgracia y levantándose a pesar de todo. María del Pilar Sinués recurre nuevamente a un género que era muy de su agrado. Entrelaza las descripciones de hechos y contextos históricos con la ficcionalización de diálogos y monólogos interiores, dándole al grupo un acento intimista que les confiere a estas figuras una inesperada familiaridad.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726882032
Categoría
History

FRANCISCA DE FOIX, CONDESA DE CHATEAUBRIANT.

I.

El reinado del terrible Luis XI, que hemos conocido en la leyenda anterior, pasó sin que ninguna mujer imperase ni en la córte ni en su corazon.
Es verdad que áun se duda si habia corazon en aquel pecho de roca, donde vivian en odioso consorcio la supersticion, la venganza, el disimulo y todas las pasiones más bajas y más terribles: el amor, semejante al sol, todo lo dora y todo lo embellece; el sensualismo tiene tambien sus encantos, pues algunas veces se apoya en el alma y en la complacencia de lo hermoso; pero Luis XI tenía amurallado el corazon para todo sentimiento que no fuera el de la venganza, para todo placer que no fuera la ambicion y la avaricia.
Sucedióle su hijo Luis XII, príncipe tan bueno que mereció el dictado de padre del pueblo; muy superior á todos los soberanos de su tiempo, fué bueno sin debilidad y justo sin rigor. La prosperidad pública fué su único móvil, y ante todo, se preocupó de la dicha de sus pueblos.
—Mejor quiero, — decia, — ver reir á mis cortesanos de mis economías, que ver llorar á mi pueblo por mis gastos excesivos.
Ya anciano el Rey, casó con la bella y frívola María de Inglaterra, hermana de Enrique VIII, y esta princesa no le guardó ninguna fidelidad, aunque aparentaba quererle apasionadamente. Enamorada ciegamente del Duque de Angulema, sobrino del Rey, era tanto lo que la dominaba esta pasion, que se hizo pública á los ojos de toda la córte.
Luis XII, ya viejo para tan jóven esposa, iba caminando hácia el sepulcro, y viuda María, debia abandonar el trono de Francia, pues no tenía hijos del Rey; pero si hubiera existido uno solo, éste debia heredar la corona en perjuicio de Francisco, Duque de Angulema, el más seductor y galante de todos los príncipes de Europa.
La bella inglesa, que ya cerca de cumplir los cincuenta y nueve años de edad, habia sentado el Rey de Francia en el trono, pensaba sin duda en esta eventualidad y la deploraba, cuando se apercibió del amor que la profesaba el jóven Duque de Angulema: mostróse muy sensible á esta aficion; eran los dos jóvenes, amables, hermosos, y el desenlace no debia hacerse esperar, cuando uno de los nobles descubrió el primero la gentil novela de la Reina, y avisó á toda prisa á la madre de Francisco, la altanera y ambiciosa Luisa de Saboya.
—¡Oh, Dios mio! ¡Qué gran desgracia! exclamó la Duquesa. ¡Ese insensato va á perder la corona por un capricho de algunos meses!
—No será así, señora, repuso el hábil cortesano; yo le haré abrir los ojos para que no vea más que el cálculo donde él cree ver el amor.
—Si haceis eso, Mesaire Grignaux, exclamó la Duquesa, toda mi vida os estaré agradecida, y os respondo tambien de la gratitud de mi hijo.
En efecto, la primera vez que Grignaux pudo acercarse al Duque, le habló del asunto.
—¡Por Dios, monseñor, exclamó, que no comprendo por qué quereis ser siempre Duque de Angulema, y jamas rey de Francia!
Francisco le miró asombrado.
—¡Guardaos, monseñor, de las caricias de la Reina, prosiguió el cortesano, y pensad en que vais á daros un dueño; un accidente llega pronto, y podeis haceros un rey (1)!
El Príncipe se echó á reir de estas advertencias, y contestó:
—Tanto me contentaria el ver reinar á mis hijos, como el reinar yo mismo.
Y continuó haciendo la misma córte asidua y apasionada á María, que no ocultaba tampoco cuánto le agradaba el jóven Duque.
Éste se hallaba ya casado con la débil y dulce Claudia de Francia, hija de Luis XII y de su segunda esposa, Ana de Bretaña; se habia unido á ella cuando esta princesa contaba solos quince años de edad, y aunque distaba mucho de ser hermosa, poseia un encanto indecible; su tez era tan blanca y delicada, que su marido la dió por divisa una luna, con este lema al derredor: Candida Candidis .
Francisco de Angulema tenía por su esposa un amor especial; aunque durante los diez años que vivió con ella galanteó á muchas mujeres, nunca le faltó á las atenciones más delicadas y á la más alta consideracion.
Claudia murió de parto á los veintinueve años, dejando á su esposo, ya entónces Rey de Francia, siete hijos de su enlace, tres príncipes y cuatro princesas.
Lidsa de Saboya supo poner de su parte á la esposa de su hijo, y la persuadió de que debia proseguir la empezada obra del buen señor de Grignaux, y en efecto, la madre y la esposa hicieron de modo que despertaron la ambicion en el corazon del jóven príncipe.
La ilusion huyó del corazon de Francisco, y de amante que habia sido de la Reina, se convirtió en espía incansable de sus pasos, temiendo que algun otro, ya que no él, se encargase de dar á Luis XII un hijo.
La Reina era el objeto de una vigilancia muy incómoda para sus gustos; mas la muerte del Rey la libró de todos aquellos argos interesados. Se casó con el Duque de Suffolk, su antiguo amante, que la habia seguido á Francia, y volvió con él á Inglaterra.
El Duque de Angulema se sentó al fin en el trono de Francia, por haber sabido dominar sus deseos una vez en su vida, y léjos de cambiar sus costumbres galantes, jamas la córte de Francia se ha visto engalanada con una cohorte más numerosa de damas hermosas, donde el Rey elegia cada dia la reina de sus pensamientos.

II.

En la noche del 1.° de Enero de 1515, y á la hora misma en que el año empezaba, el buen rey Luis XII exhaló el último suspiro en el palacio de las Tournelles, no léjos de la puerta de San Antonio, y en la misma mañana los cortesanos saludaron al duque Francisco con el título de Rey de Francia.
La Historia ha tratado siempre á este Príncipe como a niño mimado. Muerto se le prosiguió alabando como cuando vivia, y ha conservado el título de El Rey caballero y de Restaurador de las cieneias y de las artes.
Entre las muchas damas hermosas de la córte habia aún algunas elegidas como las más bellas, las más jóvenes y las más coquetas, á las que el Rey mismo llamaba la pequeña banda; más que todas las otras, las jóvenes de aquella amable cofradía eran las favoritas de Francisco I. Con frecuencia dejaba el Rey la córte con ellas y desaparecia durante semanas enteras, encerrándose en alguna residencia real, donde se cazaba, se bailaba, y se divertian nocbe y dia. Jóven, libre, todopoderoso, el Rey amaba mucho; iba de una en otra, y el mismo número de las queridas impedia que durasen y que tuvieran importancia y estabilidad.
Un dia el Rey vió por primera vez á Francisca de Foix, condesa de Chateaubriant.
Era esta jóven déscendiente de grande y noble raza, y su familia estaba aliada á las casas Reales de Francia y de Navarra, habiéndose hecho célebre, despues de muchos años, en los fastos de la caballería.
Su padre era aquel Gaston de Foix, que debió á la hermosura de su rostro y á sus largos cabellos rubios y rizados el sobrenombre de Febo.
Su madre era Juana de Aydie, hija mayor y heredera de Odet de Aydie, conde de Comminges.
En el año de 1495, es decir, veinte años ántes del advenimiento al trono de Francisco I, habia gran agitacion en el castillo hereditario de la casa de Foix. La castellana tocaba al término de su embarazo, y se esperaba el alumbramiento de un instante á otro.
Febo de Foix, que creia, como todo su siglo, en la influencia de los astros, habia mandado llamar un astrólogo de gran reputacion en el Mediodía de la Francia.
—Maese, le dijo, vos sabréis lo que deseo de vos.
El sabio se inclinó.
—Mi esposa va á darme un hijo, continuó el Príncipe, y deseo saber, sea hembra ó varon, cuál será su destino; satisfaced, pues, mi curiosidad.
—Procuraré leer el porvenir, monseñor, y creo que me será fácil.
—Estais como en vuestra casa, maese, dijo Febo; usad de este castillo y de mis criados como si todo fuera propiedad vuestra, para todas las cosas de vuestro arte; cada uno de mis criados ha recibido órden de obedeceros como á mí propio; contad ademas con una buena recompensa.
Dichas estas palabras, el señor de Foix despidió al sabio y se fué al departamento ocupado por su esposa.
El astrólogo se instaló en una de las torrecillas del castillo y pasó la noche en interrogar al cielo, miéntras la castellana daba á luz una niña.
Cuando despuntó el alba, la Condesa de Foix descansaba ya de sus pasados dolores, y dormia apaciblemente en el vasto lecho de columnas, cerrado por espesas draperías, que ocupaba casi enteramente uno de los lados del aposento; la niña dormia en una suntuosa cuna.
Febo amaba tiernamente á su mujer; el placer de ser padre le ocupaba por completo, y encargó á un paje fuese á llamar al astrólogo.
Pero el paje volvió solo.
—No he hallado á ese hombre, monseñor, dijo, ni rastro alguno de él en el recinto de la torre; pero sobre un escabel, puesto en medio de la estancia, he hallado este pergamino.
Febo alargó la mano; era una grande hoja extrañamente recortada y cubierta de dibujos extraños y de figuras cabalísticas; un clavo habíale sujetado sin duda al escabel, porque se veia en el centro un pequeño agujero.
El señor de Foix miró apresuradamente el pergamino, y no sin dificultad consiguió descifrar esta oscura prediccion, rimada como era costumbre entónces:
«Por su belleza, y suceda lo que suceda,
Al fin ella será reina.»
Una sonrisa de satisfaccion iluminó las facciones de Febo.
—No me sorprende esto, dijo, porque nuestra casa, es casa soberana.—Y continuó su lectura.
«Tendrá la Reina, de cierto,
Dura censura y malos hechos.»
Febo volvió á interrumpirse, buscando, sin duda, el sentido de esta frase oscura, pero no hallánlo, prosiguió:
«Por parte del Rey tendrá amor
Y despues mucho dolor.»
Aquí terminaba la prediccion. Monseñor de Foix volvió el pergamino por todos lados, le leyó mil veces y examinó con atencion cada signo; nada más habia. Espantado, sin duda, de lo que habia leido en los astros, el astrólogo habia juzgado prudente quedarse allí. Semejante interrupcion equivalia al anuncio de una gran desgracia.
Tal fué, á lo ménos, el pensamiento de Febo.
Llamó en seguida y dió órden de buscar al sabio por todas partes y de conducirlo á su presencia.—Escuderos, lacayos y pajes se pusieron al instante en movimiento; pero en vano se registraron todos los rincones del castillo; en vano se recorrió el país y sus alrededores; el astrólogo permaneció invisible; habia huido sin dejar ningun rastro, ningun indicio, y nadie le habia visto.
Esta singular desaparicion inquietó á Febo; en las fiestas que tuvieron lugar cuando el bautismo de su hija, contó á un amigo suyo lo sucedido, y y le mostró el oscuro horóscopo, pero este último era muy poco crédulo y se rió.
—Si quereis creerme, arrojad al fuego ese horóscopo y no penseis más en él.
Febo, que ya contaba una edad avanzada, aunque su esposa era jóven, no escuchó este consejo; envolvió el pergamino cuidadosamente y le encerró en el cofre donde guardaba sus objetos más preciosos.
La pequeña Francisca, que así se llamó la niña, por llamarse así su padre, creció rápidamente á la sombra del techo paternal. Corria por los grandes bosques, se ejercitaba en la caza, y montaba á caballo, aprendiendo á lanzar en los aires el gerifalte.
Tales eran entónces, con la lectura de los libros de caballería, las distracciones de las castellanas de la Edad Media. Solas en sus castillos, rodeadas solamente de algunas camaristas y de un pequeño número de escuderos y de pajes, permanecian algunas veces años enteros sin noticia de sus esposos, ocupados en guerrear en alguna provincia lejana.
Francisca tenía alrededor suyo hábiles cazadores para perseguir el ciervo; su padre, Nemrod que contaba ochocientos perros, y sus tres hermanos, Odet, vizconde de Lautrec; Lesparro, al que llamaban tambien Asparrot, y Lescun, valientes soldados los tres, habian hecho sus pruebas en las guerras italianas de Luis XII, é iban á ser generales de Francisco I.

III.

No se puede imaginar nada más noble, grande y suntuoso que la morada de los señores de Foix. La córte no habia aún atraio con su brillo á los representantes de las más ilustres familias de Francia; los grandes señores no teman aún la costumbre de ir á gastar sus rentas, algunas veces más que sus rentas, al lado del Soberano, á fin de contribuir con su lujo al brillo de la corona.
Los reyes no llamaban á su lado á la nobleza más que á la hora del peligro; cuando era menester cubrirse con el casco y ceñir la espada, los nobles mismos acudian; pero en los tiempos de paz, los gentiles-hombres vivian en su casa y en medio de sus vasallos como pequeños soberanos, y algunas veces, como verdaderos tiranos.
Cada provincia poseia entónces algun señor, que más rico ó más poderoso que los otros, atraia á su lado toda la nobleza de los alrededores, y se formaba así una córte que rivalizaba con la del soberano, y de esta clase era Febo conde de Foix; cada dia llegaba á su castillo un huésped nuevo, seguro de hallar allí una regía hospitalidad.
Una turba de nobles, de valientes caballeros, de altas y poderosas damas, so agrupaba en los patios del castillo cuando llegaba la hora de la caza ó de alguna alegre cabalgata.
Los festines sucedian á las danzas, las danzas á los festines; habia ademas justas de armas corteses en una pradera vecina sombreada de árboles seculares, y rodeada de estrados para las damas.— Esta era la distraccion preferente de la época, heroico y peligroso pasatiempo, del cual muchos cacaballeroa volvian al castillo magullados y sangrientos.
La gentil Francisca era desde su adolescencia la gloria yel ornato de todas estas fiestas; al cumplir catorce años, era, al decir de todos, un milagro de hermosura.—Cuando su padre la veia pasar, graciosa y vestida de una manera maravillosamente rica, no podia ménos de murmurar los dos primeros versos del horóscopo:
«Por su belleza, y suceda lo que suceda,
Al fin ella será reina.»
Reina era ya en efecto por su beldad, por su talento, por su estirpe, y si ningun soberano le habia dirigido aún sus homenajes, los más valientes y los más nobles se disputaban sus miradas y sus sonrisas y demandaban su mano.
Juan de Laval, señor de Chateaubriant, en la Bretaña, fué el esposo que entre todos eligió Febo de Foix para su bija adorada.
¡Laval! ¡Qué terribles recuerdos de sangrienta venganza, se agolpan en la imaginacion al escribir ó al pronunciar este nombre! ¡Qué sombrío reflejo le rodea!
Era un señor de altanero y orgulloso aspecto el Conde de Chateaubriant; se le tenía por uno d...

Índice

  1. Damas galantes
  2. Copyright
  3. INTRODUCCION.
  4. INES SOREL.
  5. FRANCISCA DE FOIX, CONDESA DE CHATEAUBRIANT.
  6. ANA DE PISSELIEU, DUQUESA DE ETAMPES.
  7. DIANA DE POITIERS, GRAN SENESCALA DE NORMANDÍA, Y DUQUESA DE VALENTINOIS.
  8. MARIA TOUCHET, SEÑORA DE BELLEVILLE.
  9. GABRIELA DE ESTRÉES, DUQUESA DE BEAUFORT.
  10. SobreDamas galantes
  11. Notes