A vueltas con el exilio (de Juan José Domenchina a Gerardo Deniz)
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A vueltas con el exilio (de Juan José Domenchina a Gerardo Deniz)

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A vueltas con el exilio (de Juan José Domenchina a Gerardo Deniz)

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Según Ramón Gaya, pintor y poeta refugiado en México, la situación del exiliado "no está mal..., es como una habitación con los balcones abiertos". Si tal parecer resulta duro de aceptar, no pocos poetas llegados al exilio al borde de su madurez la alcanzaron de lleno gracias a él, aunque fuese de forma dolorosa, prueba de que la paradoja es certera. Es el caso de Domenchina, Prados y Cernuda, a los que este libro dedica la mayoría de sus páginas. Las restantes se ocupan de Max Aub en cuanto poeta, Altolaguirre editor de los clásicos, y una rara avis, Gerardo Deniz, quien, después de unos viajes tempranos que lo alejaron de su origen, apenas volvió a moverse más que con su poderosa imaginación.

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Información

Año
2015
ISBN
9786074628999
Categoría
Historia
1. LA LITERATURA DEL EXILIO
En el concepto de exilio, como en el de toda palabra sobada, hay unas connotaciones inevitables, gratas o ingratas según se mire. El escritor exiliado, en principio, despierta simpatías, es alguien que sufre una situación injusta. Si uno dice, por ejemplo, que la novela Niebla de cuernos, de José Herrera Petere, publicada en México por la editorial Séneca en 1940, es detestable, está haciendo un juicio tal vez atinado literariamente, pero políticamente incorrecto. Otro tanto se podría decir de algunas cosas de Aub, Alberti, Rivas Panedas o Sender. Porque lo que brota del sufrimiento humano, bueno o malo, ¿cómo no va a suscitar nuestra aquiescencia, nuestra generosidad? En tales casos se admite que ni siquiera es procedente un juicio objetivo. Ahora bien, ¿todo lo escrito por un exiliado brota de su sufrimiento, tiene con él una relación directa, consciente o inconsciente, y debe ser considerado sin más literatura del exilio? Las páginas que siguen intentarán plantear esta pregunta atendiendo a su complejidad, porque tan útil puede ser aclarar lo que está turbio como enturbiar lo que está engañosamente claro.
La denominación literatura del exilio, derivada de un criterio geopolítico, solo cuando uno entra en detalles se percata de que no es nada unívoca. Exilios, con o sin literatura, los ha habido siempre. El provocado por la guerra civil española comenzó hace más de setenta años y, en efecto, fue uno de los más duraderos y fecundos en escritores de fuste: viejos, maduros y jóvenes. He ahí un primer criterio de clasificación. Si el consabido concepto engloba por igual a León Felipe y a Gerardo Deniz —quien dijo del primero que se había pasado veinte años ­calentando sillas de cafés mexicanos—, estamos metiendo en el mismo saco a quienes podrían ser abuelo y nieto, es decir, autores en quienes la incidencia del exilio es máxima y mínima. Pero aun en escritores de la misma generación, como el propio León Felipe y Juan Ramón Jiménez, ambos ausentes de España antes de la guerra misma, resulta que el exilio es literariamente dispar a más no poder: algo monotemático en la obra de Felipe (español del éjodo y del llanto, le llamó Deniz con una jota muy malintencionada, Gatuperio, México: Fondo de Cultura Económica, 1978, p. 102), y algo invisible en la obra de Jiménez, al menos en su poesía. Hay, pues, autores que pertenecen al exilio porque salieron de España y se sintieron afectos a la causa republicana, pero siguieron haciendo lo mismo que antes de salir. En ese caso está un poeta que fue muy activo durante la contienda, y cuya obra de madurez, compuesta en México, carece, como la de Jiménez, de toda referencia histórica y casi geográfica: Emilio Prados. Este poeta, muy significativamente, nada más llegar a México reunió dos libros suyos de 1927-1928 y los publicó bajo el título Memoria del olvido en 1940, como quien pasa página. Los 23 años restantes que aún vivió en la ciudad de México, se dedicó a escribir una obra considerable y, según antes se dijo, ajena a cualquier realidad histórica: en cierto modo, por lo que luego veremos, solo responde al dictado del exilio su primer libro, Mínima muerte, de 1944, y aun de él rescató su principal poema, “Tres tiempos de soledad”, para incluirlo en el siguiente. Esto se puede interpretar como que Prados salió de España en 1939, pasó en el exilio cuatro o cinco años, y se asentó en la soledad el resto de su vida. Hay “nostalgias” de vez en cuando, claro es, pero no sabemos a qué se refieren. Este sería, entonces, otro criterio de clasificación, que pondría aparte, con Jiménez y Prados, a Salinas, ­Guillén, acaso Gil-Albert, Jarnés, Concha Méndez, Altolaguirre, con ciertos matices diferenciales.
También en la fidelidad al exilio geográfico hubo diferencias notables: Gil-Albert, por ejemplo, vivió pocos años en México y regresó a la España de Franco, donde no parece haber sufrido mayores molestias. Lo mismo le sucedió al gran poeta catalán Carles Riba tras su breve exilio francés. El propio Guillén, salido de zona nacionalista, regresó a España en 1949, al morir su padre, y tampoco tuvo tropiezos con el régimen. Bien es verdad que hasta esas fechas solo había escrito Cántico, donde ni siquiera con lupa se encontraría alusión a nada político, frente a libros suyos posteriores y netamente inferiores como Maremágnum y Guirnalda civil. También Altolaguirre viajó a España en 1959 para morir allí en accidente de tráfico. Bergamín, después de un primer exilio en México y otros países, vivió en España varios años, y volvió a expatriarse. E incluso Max Aub no esperó a la muerte del dictador para hacer un viaje en el que había de comprobar cuán lejos estaba aquel país del imaginado en sus Vueltas dramáticas o en sus relatos. Huelga decir que si un escritor va a España y regresa a su residencia habitual, podrá seguir siendo antifranquista implícito o explícito, pero su condición de exiliado ­queda, cuando menos, en entredicho, se va desvirtuando al pasar de exiliado a simple emigrado disconforme o disidente. Recuérdese que no es lo mismo el concepto de exiliado que el de deportado; en el primero hay siempre un componente de voluntariedad. Por el contrario, hubo quienes, como José Rubia Barcia, se negaron a volver a España, aun muerto Franco, por ­fidelidad republicana o por otras razones igual de sutiles: caso, pues, de virtuosismo en quien considera el exilio como una religión. Luego está Juan Rejano, que murió casi con los boletos en el bolsillo para regresar a una España soñada y evocada en toda su obra: él fue el único, al parecer, que llegó a escribir un poemario sobre los maquis, es decir, la resistencia armada que subsistió varios años en la misma España de Franco, tema que también trató un joven novelista del interior, Julio Llamazares.
Pero acerquémonos ahora a los que sí se ocupan del exilio mismo y veamos cómo lo hacen: Francisco Ayala, por ejemplo, reflexiona tempranamente sobre el asunto como ensayista y sociólogo; en cuanto narrador, evoca la guerra, intentando ser ecuánime, en relatos de La cabeza del cordero. En otros, pinta con extrema habilidad el ambiente y los tics de la política hispanoamericana en esas novelas magistrales que son Muertes de perro y El fondo del vaso. Ramón Sender, que pasó algún tiempo en México, hizo lo mismo: alternar sus recuerdos de preguerra en Crónica del alba, El lugar de un hombre o El verdugo afable, con los de la propia guerra civil, en Los cinco libros de Ariadna, El rey y la reina y Requiem por un campesino español, entre muchas más. Pero también ahonda en el tema americano de modo creciente: Mexicayotl, Epitalamio del prieto Trinidad, Novelas ejemplares de Cíbola, incluso se ocupa de la América remota: Hernán Cortés, Aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Curiosamente, de todos los escritores de la España peregrina, Sender es el único que, quizá por su amistad con Valle-Inclán, se había sentido interesado en el nuevo mundo, hasta el punto de escribir un libro sobre la guerra cristera: El problema religioso en México: católicos y cristianos, de 1928. He aquí un nuevo criterio taxonómico: el de quienes hicieron un esfuerzo por incorporar América a su obra de creación. En ese grupo entran también Moreno Villa, Salinas, Cernuda, Rejano, Giner de los Ríos y el más fecundo de todos, Max Aub, con sus Crímenes ejemplares, El zopilote y otros cuentos mexicanos, Ensayos mexicanos y otras obras. En alguna ocasión hemos sostenido que, por irreverente que parezca decirlo, a Max Aub la guerra civil le vino al pelo, fue el detonante que le permitió encontrar su camino cuando estéticamente andaba algo desorientado. Su Laberinto español, conjunto de cinco largas novelas y un guión cinematográfico, su Teatro de la España de Franco, Cuentos ciertos, Ciertos cuentos, No son cuentos y numerosos ensayos, dan vueltas y vueltas al mismo asunto: la guerra civil, sus precedentes y sus consecuencias. Un relato paradigmático del ambiente vivido aquí en los primeros años del exilio es La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, historia de un mesero mexicano que, harto de aguantar las discusiones de los refugiados, viaja a España y mata a Franco, pero ni aun así consigue librarse de sus vociferantes parroquianos. El humor y sobre todo el poder de mixtificación de Aub se muestran en su mejor momento, como lo harán poco después en la biografía imaginaria del pintor Jusep Torres Campalans, cuyos cuadros, pintados por el propio novelista, ilustran el libro. Pero aún puede llegar más lejos. En 1956 Max Aub publicó en México, con membrete de la Academia Española (el escudo de la Real Academia de la Lengua, no bajo la corona real sino la mural o republicana, valga la paradoja), su propio discurso de entrada en dicha institución, con respuesta de otro exiliado, Juan Chabás, ya difunto en la realidad, y asistencia de cuantos escritores ilustres se quieran imaginar, enumerados al final del volumen cada uno con su asiento correspondiente (y alguno con nombre equivocado, como Castelao): baste citar el sillón A, ocupado por Federico García Lorca, quien habría ingresado en la docta casa en 1942, o sea, seis años después de ser asesinado. Ahí, en los paratextos de esa obra, Max Aub lleva al paroxismo la negación misma del exilio, puesto que recrea la España que podría haber sido, sin guerra civil, a mediados del siglo XX, y pinta una Academia en la que conviven amistosamente tirios y troyanos. Tampoco faltó en la España de Franco quien, acaso espoleado por su ejemplo, hiciera un relato ucrónico de lo que habría sucedido si el bando republicano hubiera ganado la guerra: así la novela En el día de hoy, de Jesús Torbado. Unos y otros, pues, dentro y fuera de la piel de toro, se dedicaron a evocar y a fabular.
Aub sufrió un exilio previo y más duro en un campo de concentración africano, del cual se defendió como pudo, en especial vertiendo su bilis en poemas o poemoides luego publicados como Diario de Djelfa. El libro viene a demostrar, por decirlo con términos cervantinos, que la de poeta es la gracia que no quiso darle el cielo. Pero tiene un interés subido: frente a quienes viven de espaldas al exilio, frente a quienes, como el propio Aub, hurgan sin cesar en las causas de la diáspora, los poemas de Djelfa, con toda su torpeza, son una especie de Diario de Anna Frank, textos que muestran en directo cómo el dolor sin sentido, descargado en forma de improperios, sirve para conjurar la desesperación.
Porque el exilio mismo, que todos sufrieron en su carne (con la excepción de Alberti, que parece haberlo vivido como un paseo triunfal terminado en apoteosis), supuso una fuente de amargura que se fue secando poco a poco. El caso de Luis Cernuda es muy representativo. Cernuda, como Barea, Garfias o Salazar Chapela, fue a parar inicialmente a Inglaterra, lo que significó pelear con una lengua extraña en edad madura. Por si eso no bastara, a Cernuda el clima le resultó no menos hosco, en especial el de Escocia, y a ello vinieron a sumarse pronto las calamidades derivadas de la segunda guerra mundial. Cuesta trabajo creer que en tales circunstancias Cernuda escribiera lo mejor de su obra, pero así es; de ellas brota Ocnos, libro donde el poeta vuelve sus ojos a la niñez sevillana, y también a momentos posteriores. El título de la antología de Cernuda que publicamos en el Fondo de Cultura Económica, Poesía del exilio (Madrid, 2003), intentaba mantener esa ambigüedad entre poesía hecha desde y sobre el exilio, un exilio que curiosamente iba a aliviar el encuentro del poeta con México, a partir de 1949, y que daría lugar a un libro similar a El contemplado de Salinas (inspirado, como se sabe, por el mar de Puerto Rico): las Variaciones sobre tema mexicano, canto de amor y agradecimiento, inesperado en alguien habitualmente huraño y descontentadizo, y libro que, a pesar de sus virtudes, fue ninguneado en el país que pinta y donde se publicó. Aparte de ese hecho, y de sus reflexiones sobre algunos rasgos mexicanos o hispanos que Cernuda contrapone al afanoso y para él aborrecible mundo anglosajón, ahora nos interesa la paradoja de que, mientras México supuso para muchos el exilio y vivir sin deshacer las maletas, para Cernuda representó en cierto modo lo contrario: la lengua y la patria recobradas. Pero también Ocnos plantea un problema adicional en nuestra taxonomía: su segunda edición, algo censurada, apareció en Madrid en 1949, de manera que, según las épocas, hay autores exiliados en su persona y en su obra, otros solo en su persona, y quizá alguno solo en su obra, como sería Salvador de Madariaga, considerado monárquico e inofensivo, pero que en su novela Sanco Panco (1964) se burla del dictador. Por otra parte, es bien sabido que los libros impresos en México apenas llegaban a España, a diferencia de los editados en Argentina, aunque en los últimos años del franquismo algunas obras de exiliados se vendían sin problema en la sucursal madrileña del Fondo de Cultura Económica, mientras que otras escritas en España tenían que imprimirse fuera. Hay, pues, mucho que matizar.
En el grupo de aquellos a quienes el exilio sirvió de espoleta es forzoso citar un caso raro: el de Juan Larrea. Este hombre, que vivió en París antes de la guerra, fue amigo de Picasso, César Vallejo y Gerardo Diego, conoció de cerca a los surrealistas, escribió poesía en francés, y coleccionó antigüedades incaicas que luego donó a la República Española, se asentó en México, y fundó la revista y editorial Cuadernos Americanos, donde publicó numerosos libros, entre ellos varios del propio Larrea, antes de su traslado a Argentina. Larrea dedicó un enorme esfuerzo a lo que denomina Teleología de la cultura, una construcción esotérica que parte del romanticismo alemán, integra al surrealismo, y en especial varios de sus casos más llamativos, como el del pintor rumano Brauner, pasa por la guerra civil española, y de alguna forma culmina en el exilio americano, uno de cuyos signos más crípticos y luminosos sería el Jardín cerrado, de Emilio Prados, contrariamente a lo que antes suponíamos. Sin considerar a Larrea un entusiasta del exilio, no cabe duda de que tal hecho, en su rompecabezas teleológico, es pieza fundamental a la que no renunciaría por nada del mundo.
Entre ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL
  3. ÍNDICE
  4. 1. LA LITERATURA DEL EXILIO
  5. 2. EL GONGORISMO INVOLUNTARIO DE JUAN JOSÉ DOMENCHINA
  6. 3. LA NEGRA SOMBRA DE JUAN JOSÉ DOMENCHINA
  7. 4. EMILIO PRADOS, POETA DE LA AUSENCIA
  8. 5. EMILIO PRADOS: LÍMITES DE LA POESÍA Y LIMITACIONES DE LA CRÍTICA
  9. 6. LA CONSTRUCCIÓN DEL LIBRO Y DEL POEMA EN EMILIO PRADOS
  10. 7. LA FORMACIÓN DEL CANON EN LA OBRA POÉTICA DE EMILIO PRADOS
  11. 8. LA ETAPA MEXICANA DE EMILIO PRADOS
  12. 9. LA POESÍA ÓRFICA EN MÍNIMA MUERTE DE EMILIO PRADOS
  13. 10. EMILIO PRADOS: LAS DOS VERSIONES DE JARDÍN CERRADO
  14. 11. PRADOS-CELA: HISTORIA DE UNA AMISTAD EPISTOLAR
  15. 12. LUIS CERNUDA, CRÍTICO
  16. 13. LA OBRA MAESTRA DE CERNUDA: COMO QUIEN ESPERA EL ALBA
  17. 14. VARIACIONES SOBRE TEMA MEXICANO, Y AFINES
  18. 15. LUIS CERNUDA: “HABLANDO A MANONA”
  19. 16. RASGOS FORMALES EN LA POESÍA DE MAX AUB
  20. 17. MANUEL ALTOLAGUIRRE, EDITOR DE LOS CLÁSICOS
  21. 18. VISITA SIN GUÍA: ALUSIONES RECÓNDITAS EN LA POESÍA DE GERARDO DENIZ
  22. ÍNDICE ONOMÁSTICO
  23. COLOFÓN
  24. CONTRAPORTADA