Los libros que nunca he escrito
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Los libros que nunca he escrito

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«Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos.»George SteinerEn esta obra, extremadamente audaz y original, George Steiner habla de siete libros que no escribió. Porque las intimidades y las indiscreciones eran demasiadas. Porque el tema acarreaba excesivo sufrimiento. Porque el desafío intelectual o emocional que suponía parecía estar más allá de sus capacidades. Los temas concretos versan sobre cuestiones muy variadas y desafían tabúes convencionales: el tormento que padecen las personas de talento que viven entre los grandes cuando se comparan con ellos; la experiencia del sexo en diferentes idiomas; el amor por los animales que supera al amor por los seres humanos; el costoso privilegio del exilio; una teología del vacío… Sin embargo, en esta diversidad subyace una percepción unificadora. Lo mejor que tenemos o que podemos producir no es más que la punta del iceberg. Detrás de todo gran libro, como una sombra, está el libro que se ha quedado sin escribir.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2016
ISBN
9788416964185
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

Cuestiones educativas

Repetidas veces he sido invitado por los relevantes servicios de la Unesco, por la Comisión Europea en Bruselas y por fundaciones culturales, para realizar un estudio comparativo de los ideales y resultados de la enseñanza media y superior en el continente europeo, Gran Bretaña y Estados Unidos. Estas invitaciones se han debido a mi curriculum vitae. He estudiado y enseñado en cada uno de estos tres sistemas. Esto es quizá una experiencia poco habitual.
Nacido en París y educado en tres lenguas, me crié en Manhattan en la época de la guerra; allí primero asistí a un instituto americano de prestigio pero después volví al lycée francés. Mis años de universidad me llevaron a la de Chicago, entonces en una etapa estelar, y a Harvard. Posteriormente, y en una vena un tanto anárquica, terminé la carrera en Oxford. Di clase en Cambridge y, durante un cuarto de siglo, en la Universidad de Ginebra, en la cátedra más antigua identificable de literatura comparada (finamente denominada littérature générale). He sido profesor invitado en Princeton, Stanford y Yale y en la cátedra Eliot Norton de Poética en Harvard. Soy miembro fundador de un college de Cambridge y miembro honorario de dos colleges de Oxford. He dado conferencias en Glasgow y en la Universidad de Londres. En la Sorbona y en el Collège de France. En las universidades de Bolonia y Siena y en la Academia Francesa de Roma. En las décadas de la guerra fría visité universidades y academias del Este de Europa y he dado seminarios en Berlín Oriental (sin el heroico alboroto que luego pondría de moda esas visitas). He enseñado en la mágica universidad española de Gerona, en China y Japón, y también en Johannesburgo. El Trinity College de Dublín ha sido mi anfitrión. Mis recuerdos incluyen audiencias declaradamente hostiles durante las rebeliones estudiantiles en Frankfurt y tumultuosamente sensibles en las abarrotadas universidades mexicanas. Una conferencia semiclandestina sobre Kafka en una Praga estrangulada sigue siendo una hora talismánica. Recientemente he dado charlas y me he reunido con escolares de enseñanza media siempre que me ha sido posible, sobre todo en Italia. En Copenhague y en las ornamentadas salas de Coimbra, en Portugal, me han dado la bienvenida teólogos y filósofos.
Esta variedad no sólo refleja mi condición de políglota y mi vida en movimiento, en parte elegidas y en parte debidas a presiones históricas. Es producto de mi pasión casi vergonzosa por la enseñanza y de la naturaleza híbrida de mis intereses: la literatura comparada y la interfaz entre la poética y la filosofía, los repletos espacios en los que Platón pone en entredicho a los poetas y Paul Celan busca a Martin Heidegger. Por consiguiente, he enseñado textos americanos en Europa del Este y en Extremo Oriente, clásicos ingleses en Francia o Italia, romanticismo alemán en Estados Unidos. He dado conferencias sobre Lukács y hermenéutica marxista y sobre las críticas político-morales de las bellas artes en presencia de Gombrich, en el Courtauld Institute de Londres. Umberto Eco, el sumo sacerdote del oficio, me ha permitido, con un amistoso gruñido, ser tal vez el único estudioso itinerante (o desde luego uno de los poquísimos que hay) que da conferencias, enseña y publica en cuatro lenguas. Una vez más, las razones son en parte biográficas, en parte dependientes de mi formación y opciones profesionales. Pero sí equivalen a una posible base para una evaluación comparativa.
Sin embargo, existen obstáculos formidables, acaso insuperables. Dentro de cada uno de los tres paradigmas que se me ha pedido que examine hay múltiples variantes. ¿Qué tienen en común un instituto rural de Arkansas, un colegio de una zona deprimida de Los Ángeles y una academia patricia de Nueva Inglaterra? ¿O un junior college1 o un land-grant college 2 en Alabama y el MIT? ¿Cómo puede aplicarse legítimamente cualquier generalización a clases que reúnen a alumnos de todos los niveles en Hull o Hackney y a Eton o Winchester? ¿Qué relación hay, si es que hay alguna, entre la escuela de un barrio bajo siciliano y un renombrado liceo de Pisa? Los criterios de admisión y certificación varían enormemente entre las universidades-monstruo del Ruhr y las selectas facultades de, por ejemplo, Tubinga. Entre los populosos campus urbanos de las afueras de París y la École Normale. Además, mi experiencia personal como estudiante está anticuada; la de mis enseñanzas empieza a estarlo. Ha habido cambios poco menos que catastróficos en las estructuras educativas. Lo que ahora se considera una crisis de los niveles educativos en la totalidad del mundo occidental se ha desarrollado con celeridad. Viene a continuación de la crisis, más amplia, de las sucesivas guerras mundiales, la emigración masiva, la americanización y la erosión de las tradicionales relaciones de poder en la sociedad. Es inseparable de la compleja fenomenología de la decadencia de la religión en una era tecnológica y de mercado de masas. En demasiados aspectos soy ya un espectador arcaico. ¿Cómo debe proceder un análisis comparativo serio?
Los estudios estadísticos son innumerables. Las gráficas son impresionantes. Pero tantos datos son sospechosos y a menudo tienen motivaciones ideológicas. La información, incluso la que ofrecen los más cualificados, es inevitablemente impresionista y fragmentaria. Las teorías y la práctica empírica, las plataformas políticas y la realización ejecutiva, se separan rápidamente. Las diferencias económicas, los determinantes sociales, las intenciones ideológicas y cívicas no sólo separan la enseñanza pública y la privada, sino que además generan complejos remolinos dentro de un constructo exteriormente normalizado. Sólo recientemente se ha dado la bienvenida a las chicas y a las jóvenes en public schools [colegios privados] ingleses o en departamentos universitarios de ciencias e ingeniería. Sus oportunidades como profesoras en la enseñanza superior han tardado en dar fruto. La situación sigue siendo hostil en Alemania, al igual que en Italia. Mujeres de talento son expulsadas de la profesión o relegadas a sus márgenes. Añádanse a esto la revolución tecnológica, el papel cada vez mayor del ordenador, la Red, Internet, en todas las facetas de la educación y la alfabetización. En un capítulo anterior he aludido a lo que es una metamorfosis en la formación y el desarrollo de los recursos mentales. Se abre un abismo entre las personas educadas de la época preinformática, como yo, y las de la nueva era. Hay conceptos fundamentales, únicamente en parte modificados desde la Antigüedad clásica en Occidente, que ahora están, por decirlo así, en tránsito. La memoria fue la madre de las Musas. ¿Qué relación tiene este mito didáctico con los bancos de memoria del ciberespacio, qué probabilidades realistas hay de hacer una investigación comparativa fiable, no digamos integral?
Durante mucho tiempo he soñado con organizar una olimpiada internacional de educación y «conocimiento general» en la línea de la famosa olimpiada de matemáticas. Se invitaría a estudiantes elegidos, de diferentes edades, a realizar exámenes homogéneos, a hacer redacciones sobre temas idénticos y a participar en competiciones orales. Estos estudiantes representarían a instituciones educativas del ámbito angloamericano y del continente europeo, incluyendo a Rusia. Las dificultades prácticas son considerables. La formación media y avanzada en distintas naciones y en distintas jerarquías sociales es tan diferente que la competencia y la comparación en términos de igualdad parece ser casi imposible (la universalidad, la objetividad de las tareas y soluciones matemáticas elimina en buena medida este impedimento). ¿Qué habilidades, aparte de las básicas, se enseñan en común? La fase preliminar de valoración y cotejo tendría que hacerse con la máxima precisión y justicia. ¿Se podría enfrentar a un alumno de sixthform3 de una escuela británica con un discípulo de la première de un lycée francés, y con un chico o una chica del grupo de Matura de un Gymnasium alemán o austríaco? Cabe la posibilidad de que esto se pudiera conseguir entre la élite. Cuando se cuenta con una enseñanza secundaria menos selectiva, menos «académica», los obstáculos a la concordancia recíproca son tal vez insuperables. En el contexto de la enseñanza superior, la barrera a una comparación justa parece menos obvia. En la realidad son casi igual de intimidatorios. A pesar de los ideales comunes y de los intercambios, Oxbridge o la London School of Economics no tienen en lo esencial ningún equivalente en la Ivy League estadounidense o entre las instituciones de talla mundial de la Costa Oeste americana. No es la Sorbona la que encarna la crema de los estudios superiores franceses: son las Grandes Écoles, una singular constelación de medidas centralizadoras napoleónicas y jerarquías dominantes republicanas. Tanto en Italia como en Alemania, facultades concretas, departamentos específicos e incluso estrellas académicas individuales pueden representar la excelencia y lo selecto dentro de una extensión con frecuencia caótica. Considérese la metafísica en Tubinga, los clásicos en Pisa o la semiótica en Bolonia. Los requisitos previos y estándares de licenciatura en demasiados colleges y universidades norteamericanas rayan en la formación profesional o peor. Se permiten semianalfabetismos de todo tipo en instituciones cuya verdadera finalidad es la integración cívica. ¿Cómo se puede llegar a una norma equitativa? ¿Quién constituiría un jurado imparcial? Una vez más, las matemáticas gozan del lujo de unas certidumbres mensurables.
Con todo, sí me veo imaginando una sesión de exámenes, redacción y respuestas orales en la que los participantes provinieran, por ejemplo, de Harvard, Stanford y el MIT; de Oxford, Cambridge y el Imperial College; de la École Normale, la Polytechnique y la de Sciences Politiques; que hubieran sido escogidos entre los estudiantes de historia de Múnich y entre los sociólogos en ciernes de Frankfurt; que vinieran de la Scuola Normale de Pisa y fueran los mejores alumnos de las universidades de Moscú y San Petersburgo. Añadamos a los delegados de la educación de adultos y de la educación continuada, de la troisième âge, que tienen un papel cada vez más estimulante en la pedagogía. ¿Cómo se compararían? He tratado de imaginar un grupo de miembros premiados de All Souls compitiendo con un conjunto de estudiantes de Harvard y de jóvenes agrégés de la legendaria Rue d’Ulm en París. ¿Cómo prevalecerían los lógicos de Varsovia y Princeton contra los de Tubinga o Tartu? Es un juego fascinante. Mi intuición es que en las disciplinas basadas en los clásicos encabezarían la clasificación un contingente angloescocés de una de las austeras academias de Edimburgo y otro de Pisa. En teoría política podría resultar difícil derrotar a Harvard y a la London School of Economics. ¿Quién superaría a Chicago en econometría o a Stanford en las fundamentales interacciones entre derecho, sociología y ciencias naturales? Por lo que se refiere a las lenguas extranjeras y a una educación verdaderamente cosmopolita, algunos centros de Europa del Este como Praga o Budapest quedarían probablemente por encima de sus rivales occidentales, más privilegiados. Un cierto provincianismo pone casi en desventaja las cumbres mismas de la educación americana.
En términos generales, mi experiencia y recuerdos personales son observaciones hechas sobre la marcha, evidentemente subjetivas. No he tenido nunca alumnos más exigentes y más originales que los de mis clases nocturnas de la Universidad de Nueva York. La mezcla multirracial en torno a la mesa, de hombres y mujeres de las más diversas procedencias sociales, de jóvenes y viejos, de jubilados y gente de distintas profesiones, contribuyó a formar un elenco implosivo. La alegría del descubrimiento –«¡Dostoievski es sencillamente maravilloso!»–, de la sorpresa intelectual y emocional, la resistencia a lo meramente oficial y magisterial, la cruda vehemencia del debate, han ilustrado lo mejor de la historia americana. Yo pondría a algunos de estos alumnos y oyentes a competir contra cualquier élite. Incluso contra la que convirtió un seminario de doctorado en Stanford y algunas tutorías en Cambridge, ocasiones en las que aprendí mucho más de lo que podía aspirar a enseñar. Incluso si se mide con mi seminario de literatura comparada e historia intelectual, más o menos continuado durante un cuarto de siglo en la Universidad de Ginebra y una inolvidable audiencia en Gerona. Pero se trata de unas impresiones provisionales, inaccesibles a un análisis cuantificado. El recuerdo nunca es más que una lámpara de flash.
Hablar de educación francesa es tocar algo fundamental en las estructuras profundas de la historia y la sociedad francesas. Es, en su formato post-siglo XVIII, considerar un unísono burocrático, una meritocracia jerárquica que sólo tiene rival en la China imperial. Muchas veces se tiene la impresión de que durante la III República, conocida también como la République des professeurs, media Francia estaba más o menos perpetuamente dedicada a enseñar y examinar a la otra media. El rendimiento académico ha sido –sigue siendo, aunque cada vez en menor medida– un asunto de interés público y objeto de la atención general. Se publican los resultados de los exámenes. En mi juventud, una sucia calle de París se llenaba de trémulos padres que acudían con sus hijos a ver los carteles que anunciaban los resultados del baccalauréat. Anualmente, la prensa informaba de quienes se desmayaban, ya de alivio, ya de desolación. Aún se hace pública la clasificación exacta de los que aprueban la agrégation. La gloria puede depender de una fracción de punto. Pero ¿no debería ser así en un juicio competitivo que ha colocado primero a Bergson o a Sartre o a Raymond Aaron y sólo después a Simone de Beauvoir (los que suspendían, a veces repetidamente, constituyen una galaxia aparte)? La prensa de calidad publicaba los temas de los candidatos al baccalauréat. Estos temas, a su vez, eran discutidos por expertos. El papel de los philosophes y los publicistas durante la Ilustración y la Revolución Francesa fue vital. Napoleón decidió hacer de la educación y la investigación científico-tecnológica francesas un instrumento de prestigio y capacidad de control. Tras la derrota de 1870-1871, Francia se obsesionó con el deseo de igualar el rigor pedagógico alemán en la enseñanza media y superior. La proliferación de una politizada intelligentsia en torno al caso Dreyfus –se libraron batallas callejeras alrededor de la Sorbona–, junto con los tumultos y polémicas de 1968, calaron muy hondo en la teoría y en la praxis de la educación. Convirtieron el aula y el auditorio universitario en una discutida matriz de la identidad nacional francesa. No menos que los políticos más destacados, por su parte muy cultos en su mayoría, no menos que escritores o eminentes empresarios, ha sido el gurú, el docente inspirado (Alain), el carismático profesor del Collège de France (Barthes, Foucault) que ha estado en el centro del interés nacional. ¿En qué otro lugar condecora un gobierno a los profesores con palmes académiques o pone a las calles los nombres no sólo de poetas y mariscales sino también de orientalistas innovadores, lógicos escolásticos y matemáticos puros? Un paseo por el Barrio Latino de París es una excursión por la historia del intelecto. Está muy justificado, por lo tanto, que la lengua francesa haya importado y naturalizado la denominación china de «mandarín».
La educación en Francia ha estado caracterizada por su insistencia en la lengua. Es el genio de la lengua francesa, que se considera superior a todas las demás en cuanto a precisión, claridad y eufónica elegancia, lo que ha de grabarse en el alumno desde la escuela primaria en adelante. El niño tiene que comprender la decisiva primacía de la lengua para definir y sustentar el destino de la nation. Este credo lleva consigo una carga, tanto explícita como interiorizada, de retórica, una confianza en la elocuencia, una veneración por el estilo escrito y oral. «El estilo es el hombre.» Más de una vez –De Gaulle nos ofrece un ejemplo– es la alta retórica lo que ha ocultado la realidad y ha mantenido a raya el desastre. Desde su temprana edad se ejercita al colegial francés en las artes de la presentación verbal, la composition. Estudia e imita el tesoro léxico y gramatical de los clásicos nacionales (la explication de texte, también el pastiche, el ejercicio favorito del joven Marcel Proust). Ante todo se le hace aprender de memoria pasajes de extensión y densidad crecientes. Primero La Fontaine, más adelante Valéry. La memorización es clave. Despierta y nutre los músculos de la atención, pues atención y concentración son, como enseña Malebranche, la «piedad natural» del espíritu. Inicia una comunidad de referencias compartidas, una escritura abreviada de una herencia reconocida. Almacena en nuestro interior unos recursos de sentimiento que nunca pueden ser censurados ni saqueados. La cita exacta y oportuna, el orgullo mimético por el legado de los grandes textos, la ornamentación retórica de todos los aspectos de la vida cívica, establecen una directa continuidad entre el colegio y la nación. Los lycées llevan los nombres de eminentes escritores y pensadores. Las recientes transformaciones sociales y la globalización sólo han debilitado en parte este eje definitorio.
Otro rasgo distintivo de la educación francesa tradicional es el de la enseñanza de la filosofía ya en el nivel de la enseñanza secundaria. Antes del baccalauréat se ha introducido al alumno en los clásicos de la argumentación y la controversia filosófica. Se ha familiarizado, aunque sea de una manera básica, con los conceptos metafísicos de Platón y Descartes, con algunos aspectos del positivismo de Comte y quizá del existencialismo moderno. Distinguidos profesores han optado por enseñar en estas clases «terminales» y no en la universidad. Las preguntas que se plantean en exámenes públicos, en el concours para la admisión en la École Normale pueden versar sobre Rousseau y Hegel, no menos que sobre Bergson o Sartre. ¿Existe otro sistema educativo que pida a los adolescentes que hablen de «si se puede denominar “conocimiento” a la ética», o de «si todas las pruebas de la existencia son circulares»? Como encarnación titular de este corpus de pensamiento y literatura canónicos, hasta en un lycée provinciano o mal equipado, un profesor se beneficiaba de una estima, de unas convenciones de respeto cívico sólo comparables a las que se daban en la Alemania anterior a 1914 o en el Imperio austrohúngaro. Tener invitado en casa a Monsieur o Madame le Professeur era un privilegio que no se podía utilizar a la ligera. Bergson, Sartre, Simone Weil enseñaban a los jóvenes. Al igual que Mallarmé.
¿Qué ha quedado de todo esto? ¿Qué incursiones se han hecho en unas críticas siempre urgentes de un clasicismo retrógrado, de la grandilocuencia retórica, de las inmaduras sofisterías y el chismorreo de altura generados por ciertos ideales de la educación francesa tradicional? La relativa decadencia de Francia en ciencias –no en matemáticas puras ni en determinadas ramas de la ingeniería– refleja quizá una educación saturada de valores humanistas, incluso arcaicos. Las artes de la memoria ¿ahogan la espontaneidad, desalientan las innovaciones, las herejías que son cruciales para el progreso en la ciencia? La inmersión en su lenguaje icónico ha puesto a la defensiva a la vida intelectual francesa. La ola angloamericana está llegando tierra adentro. A la cultura francesa le está resultando difícil arreglárselas. Incluso en las bellas artes. ¿Se están atrofiando las abstracciones y conformidades inherentes al mandarinato académico francés? Debo a mis profesores del lycée buena parte de lo que ha hecho mi vida digna de ser vivida. Pero puede que el trastabillante Míster Chips fuera una guía más útil para la supervivencia humana que el Monsieur Teste de Valéry.
Los cambios en la enseñanza media y superior en el Reino Unido durante estas últimas décadas han sido trascendentales y confusos. Los planes de reforma presentados por comisiones oficiales, por grupos de especialistas de todos los ma...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Nota del autor
  4. Los libros que nunca he escrito
  5. Chinoiserie
  6. Invidia
  7. Los idiomas de Eros
  8. Sión
  9. Cuestiones educativas
  10. Del hombre y la bestia
  11. Petición de principio
  12. Notas
  13. Créditos