La carreta
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La carreta

  1. 260 páginas
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La carreta

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Información del libro

«La carreta» (1932) es probablemente la novela más conocida de Enrique Amorim. Narra la historia de una carreta de circo que, después un desafortunado robo, se detiene en su viaje. Para sobrevivir, las mujeres de la carreta cambian de profesión y se prostituyen. Desde entonces, la violencia y la muerte alcanzan a todos sus ocupantes.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726682632
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

CAPITULO 1

Matacabayo había encarado los principales actos de su vida como quien enciende un cigarrillo cara al viento: la primera vez, sin grandes precauciones; la segunda, con cierto cuidado y, la tercera,—el fósforo no debía apagarse — de espaldas al viento y protegido por ambas manos.
Llegaba la tercera oportunidad.
Viudo, con un casal “a la cola”, se dejaba estar en el pueblucho de Tacuaras.
En sus andanzas había aprendido de memoria los caminos, picadas y vericuetos, por donde se puede llegar a Cuareim. Cabellos, Mataperros, Masoller, Tres Cruces, Belén o Saucedo. Y en todos lados — boliches, pulperías y estanzuelas — se hablaba demasiado de sus fuerzas. Demasiado porque, menguadas a raíz de una reciente enfermedad, Matacabayo “no era el de antes”.
El tifus que lo había tenido “panza arriba” un par de meses, le trajo consigo una debilidad sospechosa. No era el mismo. Tenía un humor de suegra y ya no le daba por probar su fuerza, con bárbaros golpes de puño en las cabezas de los mancarrones.
El día que ganó su apodo ganó también un potro. Necesitaba lonja y recurrió a un estanciero, quien le ofreció el equino si lo mataba de un puñetazo. De la estancia se volvió con un cuero de potro y un apodo. Este último le quedó para siempre. Y aquella vez se alejó ufano, como era, por otra parte, su costumbre. Ufano de sus brazos musculosos, que aparecían invariablemente como ajustados por las mangas de sus ropas. Las pilchas le andaban chicas. Espaldas de hombros altos; greñosa la cabellera renegrida, rebelde bajo el sombrero que nunca estuvo proporcionado con su cuerpo; las manoplas caídas, como si le pesasen en la punta de los brazos; el paso lento y firme de sus piernas arqueadas de tanto domar, y su mirada oculta bajo el ala, habían hecho de Matacabayo un personaje singular en varias leguas a la redonda de Tacuaras.
Hombre malicioso, estaba siempre decidido a la apuesta, para no permitir que alguien tuviese dudas de su fortaleza, ni se pusiese en tela de juicio su capacidad. La pulseada era su débil y no quedó gaucho grandote sin probar. Los mostradores de las pulperías ya habían crujido todos bajo el peso de su puño, doblando a los hombres capaces de medirse con él. Andaban por los almacenes, un pedazo de hierro que había doblado Matacabayo y una moneda de a peso, hecha un arca con los dientes.
Pacífico y de positiva confianza, los patrones le admiraban y teníanle en cuenta para los trabajos de importancia. Durante mucho tiempo los caminantes que pasaban por Tacuaras preguntaban por él en los boliches y seguían contentos, después de ver el pedazo de hierro, la moneda arqueada y trabar conocimiento con “el mentao”.
Pero no le duró lo que era de desear la fama de vigoroso. De todo su pasado sólo era realidad el mote. Una traidora enfermedad le había hecho engordar y perder su célebre vigor. Ya no despachaba para el otro mundo ni potros, ni mancarrones, pero algo aprendió en la cama... Aprendió a querer a sus crías. Miraba con ojos que lamían a su hija Alcira. Y a Chiquiño, el “gurí”, no le perdía pisada. Debía encaminarlo, cuando se alzaba en sus quince años bien plantados.
El recuerdo de su primera mujer no lo visitaba jamás. “Ni en pesadilla me visita la finada”, solía decir. De ella le quedaban los dos hijos, como dos sobrantes del tiempo pasado. Su segunda mujer, Casilda, era una chinota desdentada, flaca, macilenta. Presentábale con razón o sin ella, diarias batallas. En cambio, era suave y zalamera con los hijastros, de quienes esperaba la alianza necesaria para vencer a su marido. Casilda se había encariñado con las criaturas, pero comprendía cuán lejos estaban las posibilidades de descargar contra su enemigo el asco que le inspiraba. Lo había fomentado infructuosamente en los hijos. Ellos renegaban de su madrasta, sobre todo el “gurí”, quien tenía una admiración estúpida por las fuerzas de su padre.
Ubicado estratégicamente a la entrada del pueblo, por la puerta de su rancho cruzaba el camino. Ya bajo la enramada haciendo lonjas, o sentado junto al tronco de un paraíso, se le veía invariablemente trabajar en algún apero. A su alrededor iban y venían las gallinas y los perros. Unas y otros apartábanse cuando pasaba la menuda Alcira con el mate. Las famélicas gallinas corrían allí donde Matacabayo arrojase el sobrante de yerba o el escupitajo verdoso. Y los perros, de tanto en tanto, venían a mirarle de cerca, como intrigados por el trabajo. A veces, una maldición echada al viento, como consecuencia de la ruptura de una lesna, atraía a los perros, atentos a su voz cavernosa.
Trabajaba sin cesar. Tan sólo hacía paréntesis para encender el pucho apagado, escupir y bajar de nuevo la cabeza.
Siempre había arreos para componer. Como estaba instalado a la entrada del pueblo, apenas llegaban los carreros le traían tiros rotos en el camino. Fácil era apreciar a la distancia el estado de los callejones. Manchones negros o parduzcos salpicaban el verde de los campos empastados. Los malos pasos se podían ver desde su rancho. Y en oportunidades hasta contemplar la lucha de los carreros empantanados.
Matacabayo estaba convencido que no había nadie como él para componer los tiros rotos y las cinchas y cuartas reventadas en el violento esfuerzo de los animales.
Fué explotador de aquel pantano, pero descubierta su treta, se resignó a usufructuarlo en sus consecuencias, más que en el propio accidente.
Cuando veía repechar una carreta, esperaba el paso de los conductores para ofrecerse. Así hizo relación y conoció a los “pruebistas” de un circo que marchaban hacia el pueblo vecino. Los vió venir en dos carros tirados por mulas. Los vió caer en el mal paso, encajándose uno tras otro en el ojo del pantano. “Peludiaron” desde las nueve de la mañana hasta la entrada del sol. Fué aquello un reventar de animales, de cinchas, de cuartas, de sobeos.
Como no se acercaban a pedir ayuda, no se molestó en ir a su encuentro. Por ello dedujo de que se trataba de gente pobre y forastera. Se las querían arreglar solos por lo visto.
De las once en adelante se abrió el cielo y cayó vertical un sol abrasador. Los accidentados viajeros no tomaron descanso hasta pasadas las doce, cuando, puesto en salvo el carretón mayor, pudieron pensar en el almuerzo.
Entre pitada y pitada, Matacabayo siguió cuidadosamente el andar de los forasteros. No se le pasó por alto el ir y venir de dos o tres figuras de colores. Al parecer, venían mujeres en los carretones. Y su impaciencia se calmó al ver a los viandantes trepar la cuesta.
Rechinantes ejes, fatigosas bestias, llantas flojas que, al chocar con las piedras del camino, hacían un ruido por el cual fácil era deducir lo desvencijados que venían los vehículos.
Ladraron sus perros y Matacabayo levantó la cabeza de su trabajo. Clavó la lesna en un marlo de choclo y, como hombre preparado a recibir visitas — seguro del pedido de auxilio —, colocó tras de la oreja su apagado pucho de chala.
Se abalanzaron sus perros, saliendo desafiantes al camino. Pasaba la caravana de forasteros y, cuando Matacabayo comprendió que seguían de largo, se adelantó y les hizo señas. Detuvieron su paso los carros, envueltos en una nube de polvo. Las mujeres que en ellos viajaban se taparon la boca con pañuelos de colores. A Matacabayo le pareció que le sonreían y dió pasto a sus ojos mirando con interés aquel racimo de mujeres. Poco le costó convencer al mayoral de su destreza en componer tiros, arreos reventados, cualquier trabajo de “güasca”. Cargó con los que pudo, prometiendo ir a buscar los restantes en uso aún sobre las bestias. Al arrancar los carros, Matacabayo quedó apoyado a un poste del alambrado, acomodando sobre sus hombros los arreos a reparar.
Vió alejarse la caravana de forasteros y le llamó la atención un hermoso caballo de blanco pelaje que seguía a los carros.
En la culata de uno de los vehículos, con las piernas al aire, iban cuatro mujeres. Le saludaron con los pañuelos, cuando estuvieron a cierta distancia. Parecían ir muy contentas. Aquella alegría inusitada, le chocó a Matacabayo, quien al girar los talones para regresar a su rancho vió enmarcada en la ventana, con ojos condenatorios, a Casilda. Su mujer había visto la escena de despedida.
* * *
Un día el pulpero le dijo:
— Mata, te veo montar en mal caballo. Sin estribos, al parecer.
Matacabayo — solían llamarlo, más brevemente Mata — comprendió la alusión. Vivía acosado por los amigos:
— No descuidés tu trabajo, Mata, pa ayudar a esa gentuza... Son pior que gitanos de disagradecidos.
El experto en “güascas” había abandonado su labor habitual, para inmiscuirse en los asuntos del circo. Amontonados en su cuartucho, estaban cabezadas, frenos y arreos de varias estancias vecinas. El nuevo negocio bien valía la pena de dejar a un lado el trabajo lento de hacer un lazo. Aquel circo de pruebas en la miseria, con sus carretones destartalados, iba a “clavar el pico” allí. No era posible de que saliesen de aquel atolladero de deudas, envidias y rencores viejos. El caso era sacarle partido al derrumbe. De todas aquellas tablas podridas, de todas aquellas raídas lonas y hierros herrumbrados podría surgir una nueva empresa. Se diría que le iba tomando cariño a los restantes cuatro trastos.
Como su actividad no menguaba, el hombre iba de un lado para otro, dentro del circo. Era la persona servicial, el hombre oportuno y solícito. Entraba en el carretón y no dejaba de dar charla a las cuatro mujeres que formaban la población femenina. Dos rubias, “Hermanas Felipe”, amazonas; una italiana obesa y cierta criolla, llamada Secundina, mujer cincuentona, rozagante y hábil, la cual terciaba aquí y allá, distribuyendo la tarea. Hacía en el circo el papel de “capataza” y, al parecer, no tenía compromiso alguno con los hombres de aquella comparsa.
Matacabayo puso sus hijos a disposición del circo. El director, Don Pedro, era un hombre raro, indiferente y hosco. Comprendiendo el estado calamitoso de la empresa, apenas si ponía interés en que no le engañasen en la administración y el reparto de los beneficios. Se decía en el pueblo que era el amante de una de las amazonas. Pero él se mostraba indiferente.
¿Que faltaba algo? Don Pedro encendía su pipa y prometía arreglar lo que no arreglaba nunca. Sin nacionalidad definida, dominaba dos o tres lenguas, maldiciendo en francés gutural y hablando en un italiano del Sur, “al flaco Sebastián”, el boletero, quien representaba la inquietud encerrado en la taquilla. Este se lo pasaba vociferando, echando maldiciones. Pero nadie le hacía caso, a excepción hecha de la segunda amazona, hermana de la supuesta mujer de Don Pedro.
Kaliso, que así se llamaba el italiano “forzudo” del circo, vivía con los pies en un charco de barro. Sus enormes pies sufrían al aire seco. Traía a su mujer y un oso. Ella, una sumisa italiana, y él — el oso — una apacible bestia. Formaban una familia. Comían juntos los mismos platos. Deliberaban poco y cuando lo hacían el oso subrayaba las palabras con su hocico, rozando la pared de madera de la jaula, con su balanceo idiota de animal mecánico.
Kaliso también se mostraba indiferente. Cuando se encolerizaba era al recordar cierta suma de dinero prestada a los que habían quedado presos, “los tres del trapecio”, unos borrachos empedernidos. Al dueño del oso poco le interesaba la suerte del circo. Sabía que con su oso y la mujer, haciendo de gitanos, podían ir “echando la suerte por los caminos”. Además, dada su vida económica, rayana en la avaricia, habían juntado algunos pesos. A Kaliso le tenían sin cuidado los preparativos de la primera función. Una vez levantadas las gradas entraría con su oso y asunto terminado.
Las amazonas, “Hermanas Felipe”, no podían llevarse de acuerdo. En una la tranquilidad era efectiva. En la otra, la compañera del boletero, había preocupaciones y razones serias para no saltar muy a gusto sobre las ancas de los caballos... El boletero sacaba muy poco partido de la función y se le debía dinero.
Las autoridades del pueblo les cobraban una suma absurda por el alquiler de la plazuela, pretextando que allí pastoreaba la caballada de la comisaría y que, al ser ocupado el campo por el circo, debían apacentar las bestias en prados ajenos. Don Pedro, el director, dispuso que se cobrase un tanto a las chinas pasteleras que desearan vender sus mercaderías en los intervalos de la función. Se trataba de una suma insignificante. Pero, al saberlo, el comisario impidió que se cometiese ese atentado a la libertad de comerciar de la pobre gente.
Aquello puso de mal talante a Don Pedro. Estuvo a punto de renunciar el contrato por cinco funciones. Contaba con la rentita que le podían producir aquel alquiler de los contornos del circo. Se sumaron a este contratiempo, seis u ocho más. Entre ellos, la repentina dolencia de Secundina, la chinota con quien se entendía Matacabayo para ordenar el trajín del circo.
Secundina, la criolla, tenía un carácter temerario. Desde su llegada marchó de acuerdo con Matacabayo. Por ella supo el hombre los pormenores de la compañía. Don Pedro, en realidad, comprendía el fracaso. Solamente se ponía de malhumor si la contrariaban y, sobre todo, cuando lidiaba con las autoridades.
Como buen sujeto sin nacionalidad definida, odiaba a todas las razas. Le repugnaban los criollos y hablaba mal de los “gringos”. Preocupábanle las resoluciones del italiano. Este era la atracción más importante y atrayente en el circo, desaparecidos los “hermanos del trapecio”.
Matacabayo por Secundina lo supo todo. Adivinó también que la mujer le admiraba con una pasividad de hembra aplastada. Y, para Matacabayo, el espectáculo de la salud física de Secundina era una fuerte sugestión. Así que, cuando después del almuerzo se puso mal, con unos cólicos terribles, Matacabayo hizo ir a la cabecera de su cama — cueros y mantas en el piso del carretón — a su hija Alcira. Allí la tuvo, horas y horas, alcanzando agua y cuidando en los más mínimos detalles el bienestar de la enferma. Mientras tanto, Matacabayo enviaba su hijo al otro lado del río por unas yerbas medicinales.
Los días se habían acortado. Amenazador, se avecinaba el invierno. A las siete de la tarde, los campos ya tomaban ese color verde oscuro que hace más húmeda y profunda la noche.
Sentado en unas piedras de la ribera, Matacabayo veía desnudar a su hijo. El muchacho, detrás de unas matas raleadas por las primeras heladas y la escarcha, íbase quitando resueltamente las prendas. Un gozo bárbaro, un temblor corría por las jóvenes carnes del muchacho. Se frotó los brazos, bajó a la ribera y entró en el agua. Con ella a las rodillas, mojó sus cabellos y, sin darse vuelta, resueltamente, tendió su vigoroso cuerpo en las hondas. A las primeras braceadas, dijo su padre, animándole:
— ¡Lindo, Chiquiño! — y encendió un pucho apagado.
Entre el ramaje se oyeron unos pasos. Volvió la cabeza Matacabayo y vió la figura menuda de su hija, dando saltos y apartando ramas.
— ¿Qué venís hacer? — la interpeló con violencia.
— La Secundina grita mucho, tata — dijo, deteniéndose repentinamente.
— ¡Vaya pa ya, le digo! — gritó el padre, poniéndose de pie. — ¡No se mueva de la cabecera canejo!
La chica dió media vuelta y salió corriendo. Cuando su padre la trataba de “usted” ya sabía ella que había que obedecer de inmediato, “sin palabrita”.
Matacabayo puso oído atento. Ya no se veía con claridad, pero fácil era percibir las brazadas de su hijo, como golpes de remos. Parecía contarlas con la cabeza gacha y la mirada fija en las piedras de la ribera.
Un silencio salvaje salía del boscaje, se alzaba del río, iba por los campos. Inmóvil el agua en la superficie, era signo de una seria correntada en lo profundo.
El río, de un ancho de trescientos metros de orilla a orilla, comenzaba a reflejar las primeras estrellas. Algunas luces de la otra costa cambiaban de sitio. Fijo los ojos en ella, Mata aguardaba a su hijo.
Se fué corriendo el nudo de las sombras y la noche se hizo cerrada y fría. El silencio se apretó más aun. Matacabayo hubiese querido escuchar dos cosas a un mismo tiempo: La voz de Secundina, quejándose, y las brazadas de Chiquiño al lanzarse al agua de regreso. Pero la primera señal del regreso de su hijo, fué una leve ola que sacudió los camalotes. La ondulación del agua y luego los golpes de remo de los brazos. Se oyó la respiración fatigosa del muchacho. Matacabayo gritó, para indicarle el puerto de arribo. Y aguardó.
No era fácil oir con claridad los golpes en el agua. No se acercaban tan rápidamente como para diferenciarlos de los golpes del oleaje en las piedras de la orilla. Por momentos el viento parecía alejarlos. Mata temió que su hijo errase el puerto y lanzó un largo grito. El eco abarajó la voz y se la llevó por los barrancos. Aguardó luego unos instantes. No podía demorar tanto. Cuando vió entre las sombras inclinarse los camalotes como un bote que se tumba, dió un salto y cayó entre la maleza. Puso oído atento. Un chapaleo de barro venía de su derecha. Se inclinó y pudo distinguir a pocos metros el cuerpo de su hijo, tendido entre los camalotes. Corrió a socorrerlo.
Desmayado de cansancio, en completa extenuación, Chiquiño apenas había podido llegar a la costa. En la nuca traía atada una bolsita con las yerbas medicinales.
Apretado contra su pecho, Matacabayo tuvo el cuerpo inánime de su hijo. La reacción fué rápida. Frotándole los brazos, golpeándole en la espalda, al cabo de unos instantes el ,,gurí” comenzaba a vestirse. Cuando su hijo pudo hacerlo solo, Matacabayo se alejó para dar lumbre a su pucho de chala. El primer ...

Índice

  1. La carreta
  2. Copyright
  3. CAPITULO 1
  4. CAPITULO II
  5. CAPITULO III
  6. CAPITULO IV
  7. CAPITULO V
  8. CAPITULO VI
  9. CAPITULO VII
  10. CAPITULO VIII
  11. CAPITULO IX
  12. CAPITULO X
  13. CAPITULO XI
  14. CAPITULO XII
  15. CAPITULO XIII
  16. CAPITULO XIV
  17. A propósito de las quitanderas.
  18. De Don Martiniano Leguizamón, en «La Nación».
  19. Sobre La carreta