La casa hechizada
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La casa hechizada

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La casa hechizada

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"La casa que es el tema de esta obra de Navidad no la conocí bajo ningunade las circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No había viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna, horrible o indeseable, que potenciaran su efecto."Esta es la casa escenario de la novela de Dickens en la que los amigos se reúnen para probar la existencia de lo sobrenatural. El periodo del año es la Navidad. Así pues, estamos ante una novela de fantasmas, es lo que uno podríapensar, pero estos fantasmas no son los fantasmas habituales de las novelas de misterio. En estas historias no tienen siquiera relación con la casa en la que aparecen, y sus historias son relatos de injusticias, arrepentimientos, terror...De la misma forma que no es tampoco una novela de un solo autor.Publicada por primera vez en el semanario que Dickens dirigía para laNavidad de 1858, es una novela colectiva en la que Dickens escribe juntocon otros 5 autores (entre ellos sus habituales W.Collins y E.Gaskell), un relato de misterio en el que no decepciona con la maestría de su pluma y habilidad para narrar. La historia que abre el relato, escrita por él mismo, "Los mortales de la casa", es el relato más sólido de todos. Además de éste, el maestro Dickens se encarga también de escribir los nexos de unión entre el resto de historias, a veces a modo de introducción, para que el total sea una pieza acabada y entera a la altura de su talento narrador.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726672824
La casa de cual esta obra de Navidad se trata, no la conocí́ bajo ninguna de las circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No había viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna, horrible o indeseable, que potenciaran su efecto. Más todavía: había llegado hasta ella directamente desde una estación de ferrocarril; no estaba a más de dos kilómetros de distancia de la estación, y en cuanto estuve fuera de la casa, mirando hacia atrás el camino que había recorrido, pude ver perfectamente los trenes que recorrían tranquilamente el terraplén del valle. No diré que todo era absolutamente común porque dudo que exista tal cosa, salvo personas absolutamente comunes, y ahí entra mi vanidad; pero asumo afirmar que cualquiera podría haber visto la casa tal como yo la vi en una hermosa mañana otoñal.
La forma en que yo la vi fue la siguiente.
*
Viajaba hacia Londres desde el norte con la intención de detenerme en el camino para ver la casa.
Mi salud requería una residencia temporal en el campo, y un amigo mío que lo sabía y que había pasado junto a ella, me escribió sugiriéndomela como un lugar probable. Había subido al tren a medianoche, me había quedado dormido y luego desperté y permanecí sentado mirando por la ventanilla en el cielo las estrellas del norte, y me había vuelto a dormir para despertar otra vez y ver que la noche había pasado, con esa convicción desagradable, habitual en mí, de que no había dormido en absoluto; a este respecto, y en los primeros momentos de estupor de esa condición, me avergüenza creer que me habría dispuesto a pelearme con el hombre que se sentaba frente a mí si hubiera dicho lo contrario. Ese hombre que se sentaba frente a mí había tenido durante toda la noche, tal como tienen siempre los hombres de enfrente, demasiadas piernas y todas ellas muy largas. Además de esta conducta irrazonable (que sólo cabía esperar de él), llevaba un lápiz y un cuaderno y había estado todo el tiempo escuchando y tomando notas. Me habría parecido que esas irritantes notas se referían a los traqueteos y sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara bajo la suposición general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando fijamente por encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos saltones y aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable.
La mañana era fría y desoladora (el sol todavía no estaba alto), y cuando miré hacia fuera y vi la pálida luz de los fuegos de aquella comarca del hierro,
así como la pesada cortina de humo que había estado suspendida entre las estrellas y yo, y ahora lo estaba entre yo y el día, me dirigí hacia mi compañero de viaje y le dije:
-Le ruego que me perdone, señor, ¿pero observa algo particular en mí? -pues en realidad parecía que estuviera tomando notas de mi gorra de viaje o de mi pelo con una minuciosidad que daba a entender que se estaba arrogando demasiadas libertades.
El caballero de ojos saltones dejó de fijar la mirada que tenía puesta detrás de mí, como si la parte posterior del coche estuviera a cien millas de distancia, y con una elevada actitud de compasión hacia mi insignificancia dijo:
-¿En usted, señor... B.?
-¿B, señor? -pregunté yo a mi vez, calentándome.
-No tengo nada que ver con usted, señor - replicó el caballero-. Le ruego que me escuche... O. Enunció esta vocal tras una pausa, y la anotó.
Al principio me alarmé, pues un lunático en el expreso, sin ninguna comunicación con el revisor, resulta una situación grave. Me alivió el pensar que el caballero podía ser lo que popularmente se llama un médium; perteneciente a una secta de la que algunos miembros me merecen un respeto máximo, aunque no crea en ellos. Iba a hacerle esa pregunta cuando me quitó la palabra de la boca.
-Espero que me excuse -dijo el caballero con, tono despreciativo-, si me encuentro muy avanzado con respecto a la humanidad común como par-, preocuparme por todo esto. He pasado la noche como en realidad paso ahora todo mi tiempo, en una relación espiritual.
-¡Ah! -exclamé yo con cierta acritud.
-Las conferencias de la noche empezaron con este mensaje -siguió diciendo el caballero mientras pasaba varias hojas de su cuaderno-: «las malas comunicaciones corrompen las buenas maneras».
-Es sensato -intervine yo-. ¿Pero te es absolutamente nuevo? -Es nuevo viniendo de los espíritus -contestó el caballero.
Sólo fui capaz de repetir mi anterior y agria exclamación y preguntar si podía ser favorecido con el conocimiento de la última comunicación.
-Un pájaro en mano vale más que dos en el busque -anunció el caballero leyendo con gran solemnidad su última anotación.
-Soy, verdaderamente, de la misma opinión -comenté yo-. ¿Pero ano debería ser bosque?
-A mí me llegó busque -replicó el caballero. Luego el caballero me informó que en el curso de la noche el espíritu de Sócrates le había hecho esa revelación especial.
-Amigo mío, espero que se encuentre bien. En este coche del tren somos dos. ¿Cómo está usted? Aquí hay diecisiete mil cuatrocientos setenta y nueve espíritus, aunque usted no pueda verlos. Pitágoras está aquí. No puede mencionarlo, pero espera que a usted le sea cómodo el viaje.
También se había dejado caer Galileo con la siguiente comunicación científica: «estoy encantado de verle, amico. ¿Cómo stá? El agua se congelará cuan do esté lo bastante fría. Addio!» En el curso de la noche se había producido también el fenómeno siguiente. El obispo Butler había insistido en deletrea su nombre, «Bubler», quien había sido despedid destempladamente por las ofensas contra la ortografía y las buenas maneras. John Milton (sospechoso de un engaño intencionado) había repudiado la autoría del Paraíso Perdido, y había introducido como coautores de ese poema a dos desconocidos caballeros llamados respectivamente Grungers y Scadging tone. Y el príncipe Arturo, sobrino del rey Juan d Inglaterra, había informado que se encontraba tolerablemente cómodo en el séptimo círculo, donde e: taba aprendiendo a pintar sobre terciopelo bajo la dirección de la señora Trimmer y de María, la Reina d los escoceses.
Si a todo esto le unimos la mirada del caballero que me favoreció con aquellas revelaciones confidenciales que se me excusará mi impaciencia por ver el sol naciente y contemplar el orden magnífico del vasto universo. En una palabra, estaba tan impaciente por ello que me alegré muchísimo de bajarme en la estación siguiente y cambiar aquellas nubes y vapore por el aire libre del cielo.
Para entonces hacía ya una mañana hermosa Mientras caminaba pisando las hojas que había caído de los árboles dorados, marrones y rojizos, mientras contemplaba a mi alrededor las maravilla de la creación y pensaba en las leyes inmutable inalterables y armoniosas que las sostenían, la relación espiritual del caballero me pareció de lo más pobre que podía contemplar este mundo. Y en ese estado de infiel llegué frente a la casa y me detuve para examinarla atentamente.
Era una casa solitaria levantada en un jardín tristemente olvidado: un cuadrado de unos dos acres. Pertenecía a la época de Jorge II; tan rígida, tan fría, tan formal y tan en mal estado como podría desear el más leal admirador del cuarteto completo de Jorges. Estaba des...

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