A la sombra de las muchachas en flor
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A la sombra de las muchachas en flor

En busca del tiempo perdido II

  1. 624 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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A la sombra de las muchachas en flor

En busca del tiempo perdido II

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Información del libro

El elegante París y la tranquila localidad balnearia de Balbec son los dos grandes escenarios en los que se mueve A la sombra de las muchachas en flor, relato centrado en la iniciación del narrador en asuntos amorosos y pasionales, así como en la vívida descripción de sus primeros contactos con el arte y el acto creativo.Por los senderos de la memoria desfilan recuerdos, espacios, impresiones y un elenco de personajes inolvidables en el que la presencia femenina cobra una especial relevancia.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2014
ISBN
9788490561829
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

SEGUNDA PARTE

NOMBRES DE PAÍSES: EL NOMBRE
Cuando, dos años después, partí con mi abuela con destino a Balbec, había llegado a sentir una casi completa indiferencia por Gilberte. Al sentir la fascinación de un rostro nuevo, al esperar conocer las catedrales góticas, los palacios y los jardines de Italia con ayuda de otra muchacha, me decía con tristeza que nuestro amor, en cuanto que lo es a cierta persona, tal vez no sea algo muy real, ya que, si bien asociaciones de ensueños agradables o dolorosos pueden vincularlo durante un tiempo con una mujer hasta hacernos pensar que ha sido inspirado por ella de forma necesaria, renace, en cambio, si nos desvinculamos voluntariamente o sin saberlo de esas asociaciones, como si fuera, al contrario, espontáneo y procediese sólo de nosotros, para entregarse a otra mujer. Sin embargo, en el momento de aquella partida para Balbec y durante los primeros tiempos de mi estancia, mi indiferencia era aún sólo intermitente. Muchas veces —como nuestra vida es tan poco cronológica, al inmiscuirse tantos anacronismos en la sucesión de los días— vivía en aquellos —anteriores a la víspera o a la antevíspera— en que amaba a Gilberte. Entonces, no verla más me resultaba doloroso, como si hubiera estado en aquel tiempo. El yo que la había amado, substituido ya casi enteramente por otro, resurgía, traído mucho más a menudo por una cosa fútil que por una importante. Por ejemplo, en Balbec —por anticiparme respecto de mi estancia en Normandía— oí decir a un desconocido con el que me crucé en el malecón: «La familia del director del ministerio de Correos». Ahora bien, aquellas palabras —como entonces no sabía yo la influencia que aquella familia iba a tener en mi vida— deberían haberme parecido ociosas, pero me causaron un intenso sufrimiento, el que sentía en mí un yo, en gran parte abolido desde hacía mucho, por estar separado de Gilberte. Es que nunca había vuelto a pensar en una conversación que Gilberte había tenido delante de mí con su padre, relativa a la familia del «director del ministerio de Correos». Ahora bien, los recuerdos amorosos no son una excepción de las leyes generales de la memoria, regidas, a su vez, por las —más generales— de la costumbre. Como ésta lo debilita todo, lo que mejor nos recuerda a una persona es precisamente lo que habíamos olvidado (porque era insignificante y lo habíamos conservado, así, con toda su fuerza). Por eso, la mejor parte de nuestra memoria está fuera de nosotros, en una ráfaga lluviosa, en el olor a cerrado de una habitación o en el de una primera llamarada, donde quiera que recuperemos de nosotros mismos lo que nuestra inteligencia —por resultarle inútil— había desdeñado, la última reserva del pasado, la mejor, la que, cuando todas nuestras lágrimas parecen agotadas, sabe aún hacernos llorar. ¿Fuera de nosotros? En nosotros, mejor dicho, pero oculta a nuestras miradas, en un olvido más o menos prolongado. Gracias exclusivamente a ese olvido, podemos recuperar de vez en cuando la persona que fuimos, colocarnos ante las cosas como estaba aquella persona, sufrir de nuevo, porque ya no somos nosotros, sino ella, que amaba lo que ahora nos resulta indiferente. Con la claridad de la memoria habitual, las imágenes del pasado palidecen poco a poco, se borran, ya no queda nada de ellas, no las recuperaremos nunca más o, mejor dicho, no las recuperaríamos nunca más, si algunas palabras —como «director del ministerio de Correos»— no hubieran quedado cuidadosamente encerradas en el olvido, así como se deposita en la Biblioteca Nacional un ejemplar de un libro que, de lo contrario, podría llegar a ser inencontrable.
Pero aquel sufrimiento y aquel renacer del amor a Gilberte no duraron más que los que se dan en los sueños y aquella vez al contrario, porque en Balbec ya no estaba la costumbre antigua para hacerlos durar, y, si esos efectos de ésta parecen contradictorios, es porque obedecen a leyes múltiples. En París, Gilberte había ido resultándome cada vez más indiferente, gracias a la costumbre. El cambio de costumbre —es decir, su cese momentáneo— remató su obra cuando partí para Balbec. La costumbre debilita, pero estabiliza; origina la disgregación, pero la hace durar indefinidamente. Todos los días, desde hacía años, calcaba yo bien que mal mi estado de ánimo del de la víspera. En Balbec una cama nueva, junto a la cual me traían por la mañana un desayuno diferente del de París, debía dejar de sustentar los pensamientos que habían alimentado mi amor a Gilberte: hay casos —bastante raros, cierto es— en que, como el sedentarismo inmoviliza los días, el mejor medio de ganar tiempo es el de cambiar de sitio. Mi viaje a Balbec fue como la primera salida de un convaleciente que ya sólo esperaba eso para darse cuenta de su curación.
Seguramente hoy ese viaje lo haríamos en automóvil, creyendo que así resultará más agradable. Como veremos, realizado de ese modo, sería incluso —en cierto sentido— más verdadero, ya que seguiríamos más de cerca, en una más estrecha intimidad, las diversas gradaciones con las que cambia la superficie de la Tierra, pero, a fin de cuentas, el placer específico del viaje no es el de poder apearnos por el camino y detenernos cuando estamos cansados, sino el de volver la diferencia entre la partida y la llegada no tan insensible, sino tan profunda, como podemos sentirla en su totalidad, intacta, tal como era en nuestro pensamiento cuando nuestra imaginación nos llevaba desde el lugar en el que vivíamos hasta el centro de un lugar deseado, de un salto que nos parecía milagroso, más que por franquear una distancia, por unir dos individualidades distintas, de la Tierra, por llevarnos de un nombre a otro nombre y esquematizar —mejor que un paseo, en el que, como desembarcamos donde queremos, ya apenas hay llegada— la misteriosa operación que se realizaba en esos lugares especiales —las estaciones— que no forman parte, por decirlo así, de la ciudad, sino que contienen la esencia de su personalidad, así como en un letrero indicativo llevan su nombre.
Pero nuestro tiempo tiene en todos los ámbitos la manía de querer mostrar las cosas exclusivamente con lo que las rodea en la realidad y con ello suprimir lo esencial, el acto mental que las aisló de ella. Se «presenta» un cuadro en medio de muebles, chucherías, colgaduras de la misma época, decorado insulso en cuya composición, en los hoteles de hoy, destaca la señora de su casa más ignorante la víspera, quien ahora pasa los días en los archivos y las bibliotecas, y en medio del cual la obra maestra contemplada mientras cenamos no nos infunde el mismo gozo embriagador que en una sala de museo, símbolo mucho mejor —con su desnudez y su carencia de toda clase de particularidades— de los espacios interiores en que el artista se ha abstraído para crear.
Por desgracia, esos lugares maravillosos que son las estaciones, de las que se parte para un destino lejano, son también trágicos, pues, si bien se da en ellas el milagro gracias al cual los países que aún no tenían existencia salvo en nuestro pensamiento van a ser aquellos en los que viviremos, precisamente por esa razón hemos de renunciar —al salir de la sala de espera— a recuperar al cabo de un rato la habitación familiar en la que estábamos hace tan sólo un instante. Una vez que nos hemos decidido a penetrar en el antro infestado por el que se llega al misterio —en uno de esos grandes talleres acristalados, como el de Saint-Lazare, adonde iba yo a buscar el tren de Balbec y que desplegaba, por encima de la ciudad desventrada, uno de esos inmensos cielos crudos y preñados de amenazas acumuladas de drama, semejantes a ciertos cielos, de una modernidad casi parisina, de Mantegna o Veronese, y bajo el cual sólo podía materializarse algún acto terrible y solemne, como una partida en ferrocarril o la erección de la Cruz—, hemos de abandonar toda esperanza de volver a acostarnos en nuestra casa.
Mientras me había contentado con divisar desde el fondo de mi cama de París la iglesia persa de Balbec en medio de los copos de la tormenta, mi cuerpo no había puesto objeción alguna a aquel viaje. No aparecieron hasta que comprendió que también él participaría y que la noche de la llegada me conducirían a «mi» cuarto, que él no conocería. Su rebelión era tanto más profunda cuanto que la víspera misma de la partida me había enterado de que mi madre no nos acompañaría, pues mi padre, entretenido en el ministerio hasta el momento en que partiría para España con el Sr. de Norpois, había preferido alquilar una casa en los alrededores de París. Por lo demás, la contemplación de Balbec no me parecía menos deseable porque se debiera adquirirla al precio de un mal que parecía representar y garantizar, al contrario, la realidad de la impresión en pos de la cual iba yo y que no habría podido substituir ningún espectáculo supuestamente equivalente, ningún «panorama» que hubiera podido ir a contemplar sin por ello verme impedido de volver a dormir en mi cama. No era la primera vez que sentía yo que quienes aman y quienes gozan no son los mismos. Creía desear tan profundamente Balbec como el doctor que me trataba y que, extrañado, la mañana de la partida, de mi expresión triste, me dijo: «Le respondo que, si yo pudiera disponer tan sólo de ocho días para ir a tomar el fresco al borde del mar, no me haría rogar. Va usted a poder ver las carreras, las regatas: va a ser exquisito». Por mi parte, yo ya había aprendido —e incluso mucho antes de ir a ver a la Berma— que, fuera cual fuese la cosa que me gustara, nunca dejaría de estar situada al final de una persecución dolorosa durante la cual habría de sacrificar primero mi placer a ese bien supremo, en lugar de buscarlo en él.
Mi abuela concebía, naturalmente, nuestra partida de forma algo diferente y, tan deseosa como siempre de atribuir a los regalos que me hacían un carácter artístico, había querido —para ofrecerme una «prueba» en parte antigua de aquel viaje— que recorriéramos —la mitad en tren y la mitad en coche— el trayecto que había seguido Madame de Sévigné cuando había ido de París a «L’Orient», pasando por Chaulnes y por el «Pont-Audemer», pero se había visto obligada a renunciar a aquel proyecto, prohibido por mi padre, que sabía cuántas pérdidas de trenes y equipajes, cuántos dolores de garganta y contravenciones, se podían pronosticar, cuando ella organizaba un desplazamiento con vistas a hacer que rindiera todo el provecho intelectual que fuese de esperar. Mi abuela se alegraba al menos al pensar que nunca nos expondríamos —en el momento de ir a la playa— a vernos impedidos de hacerlo por la aparición intempestiva de lo que su querida Sévigné llama una «maldita de las que tanto abundan», pues, como Legrandin no nos había ofrecido una carta de presentación para su hermana, no íbamos a conocer a nadie en Balbec. (Abstención que no habían apreciado igual mis tías Céline y Victoire, quienes, por haber conocido de joven a quien hasta entonces habían llamado siempre —para indicar aquella intimidad de antaño— «Renée de Cambremer» y tenían aún regalos de ella que amueblan un cuarto y la conversación, pero ya no corresponden a la realidad actual, creían vengar nuestra afrenta no volviendo a pronunciar jamás en casa de la Sra. Legrandin madre el nombre de su hija y limitándose a congratularse, una vez que habían salido, con frases como: «No he aludido a quien tú ya sabes». «Creo que habrán entendido».)
Conque partiríamos simplemente de París en aquel tren de la una y veintidós que durante tanto tiempo me había complacido buscar en la guía de los ferrocarriles, en la que siempre me brindaba la emoción —casi la bienaventurada ilusión, de la partida— como para no imaginarme que lo conocía. Como el deslinde en nuestra imaginación de los rasgos de una dicha está más relacionado con la identidad de los deseos que nos inspira que con la precisión de nuestras informaciones sobre ella, creía yo conocer aquélla en sus detalles y no dudaba que experimentaría en el vagón un placer especial cuando el día empezara a refrescar, que contemplaría determinado efecto de luz al acercarnos a una estación, por lo que —como aquel tren despertaría siempre en mí las imágenes de las mismas ciudades que atraviesa y que yo envolvía con la luz de esas horas de la tarde— me parecía diferente de todos los demás trenes y había acabado —como hacemos con frecuencia con una persona a quien nunca hemos visto, pero cuya amistad imaginamos, complacidos, haber conquistado— atribuyendo una fisionomía particular e inmutable a aquel viajero artista y rubio que me habría llevado por su camino y del que me habría despedido al pie de la catedral de Saint-Lô, antes de que se hubiera alejado hacia el ocaso.
Como mi abuela no podía decidirse a ir «de la manera más tonta» a Balbec, iba a detenerse veinticuatro horas en casa de una de sus amigas, de la que yo partiría aquella misma noche para no molestar y también para poder ver durante el día siguiente la iglesia de Balbec, que —según habíamos sabido— estaba bastante alejada de Balbec-playa y a la que no podría ir después, al comienzo de mi tratamiento balneario. Y tal vez fuera menos penoso para mí sentir el objeto admirable de mi viaje situado antes de la cruel primera noche en la que entraría en una morada nueva y aceptaría vivir en ella, pero primero había habido que abandonar la antigua; mi madre había decidido instalarse aquel mismo día en Saint-Cloud y había adoptado —o fingido adoptar— todas sus disposiciones para trasladarse directamente allí después de habernos acompañado a la estación, sin tener que volver a pasar por casa, pues temía que yo quisiera —en lugar de partir para Balbec— volver con ella, e incluso —con el pretexto de tener mucho que hacer en la casa recién alquilada y disponer de poco tiempo, pero, en realidad, para evitarme la crueldad de esa clase de despedidas— había decidido no quedarse con nosotros hasta la partida del tren, momento en el que una separación, antes disimulada con idas y venidas y preparativos que no comprometen definitivamente, parece de pronto imposible de soportar, cuando, en realidad, resulta ya imposible de evitar, concentrada como está por entero en un instante inmenso de lucidez impotente y suprema.
Por primera vez sentía yo que era posible que mi madre viviese sin mí —y no para mí— en otra vida. Iba a vivir, por su parte, con mi padre, cuya existencia volvían un poco complicada y triste —tal vez considerara ella— mi mala salud y mi nerviosismo. Aquella separación me disgustaba más, porque probablemente fuera para mi madre —me decía— el fin de las sucesivas decepciones que yo le había causado, si bien ella no lo había traslucido, y después de las cuales había comprendido la dificultad de unas vacaciones en común y tal vez también el primer ensayo de una existencia a la que empezaba a resignarse con miras al futuro, a medida que pasaran los años para mi padre y para ella, una existencia en la que yo la vería menos, en la que ella sería ya para mí —cosa que ni siquiera en mis pesadillas se me había presentado nunca— un poco una extraña, una señora a la que se vería volver sola a una casa en la que yo no viviría y preguntar al portero por una carta mía.
Apenas pude responder al empleado que quiso coger mi maleta. Mi madre —para consolarme— procuraba recurrir a los medios que le parecían más eficaces. Consideraba inútil aparentar no ver mi pena, sino que bromeaba con cariño al respecto:
«Pero bueno, ¿qué diría la iglesia de Balbec, si supiera que nos disponemos a ir a verla con esa expresión afligida? ¿Se puede ser así el viajero arrobado del que habla Ruskin? Por lo demás, voy a saber si has estado a la altura de las circunstancias: aun lejos, seguiré estando con mi lobito. Mañana tendrás una carta de tu mamá».
«Hija mía», dijo mi abuela, «te veo como a Madame de Sévigné con un mapa ante los ojos y sin separarte de nosotros ni un instante».
Después mamá procuraba distraerme, me preguntaba qué iba a pedir para cenar, admiraba a Françoise, la felicitaba por un sombrero y un abrigo que no había reconocido, aunque en tiempos le habían inspirado horror, cuando se los había visto nuevos a mi tía abuela: uno con el inmenso pájaro que lo coronaba; el otro, recargado con horribles dibujos y azabaches, pero, como el abrigo estaba desgastado, Françoise había encargado que le dieran la vuelta y exhibía un revés de tejido liso y color precioso. En cuanto al pájaro, hacía mucho que se había roto y lo habían arrumbado y, así como a veces resulta conmovedor encontrar en una canción popular los refinamientos que procuran lograr los artistas más conscientes y en la fachada de una casa de campesinos una rosa blanca o azufrada que se abre encima de la puerta en el sitio oportuno, así también Françoise había colocado con gusto infalible e ingenuo —en el sombrero, ahora precioso— el nudo de terciopelo y el bucle de cinta que nos habrían encantado en un retrato de Chardin o Whistler.
Por remontarnos a un tiempo más antiguo, como la modestia y la probidad que con frecuencia infundían nobleza al rostro de nuestra vieja sirviente habían impregnado la ropa que —como mujer reservada pero sin bajeza, que «sabe estar y mantenerse en su lugar»— se había puesto para el viaje a fin de ser digna de acompañarnos sin dar la impresión de querer exhibirse, Françoise, con la tela de color cereza, pero desvaída, de su abrigo y el pelo sin rudeza de su cuello de piel, recordaba a una de esas imágenes de Ana de Bretaña pintadas en libros de horas por un antiguo maestro y en las cuales todo está tan bien situado, la sensación de conjunto se ha esparcido tan por igual por todas las partes, que la rica y desusada singularidad del traje expresa la misma gravedad pía que los ojos, los labios y las manos.
No se habría podido hablar de pensamiento a propósito de Françoise. No sabía nada, en el sentido total en que no saber nada equivale a no comprender nada, salvo las escasas verdades que el corazón puede alcanzar directamente. El inmenso mundo de las ideas no existía para ella, pero, ante la claridad de su mirada, ante las delicadas líneas de aquella nariz, de aquellos labios, ante todos aquellos testimonios inexistentes en tantas personas cultas en quienes habrían significado la distinción suprema, el noble desapego de una mente selecta, te sentías conmovido como ante la mirada inteligente y bondadosa de un perro, a quien sabemos, sin embargo, que son ajenas todas las concepciones de los hombres, y podías preguntarte si no habrá entre esos otros humildes hermanos, los campesinos, personas que son como los hombres superiores del mundo de los inocentes o, mejor dicho, que, condenados por un destino injusto a vivir entre los inocentes, privados de luces, pero, aun así, más natural, más esencialmente emparentados con los temperamentos selectos que la mayoría de las personas instruidas, son como miembros dispersos, extraviados, privados de razón, de la familia santa, parientes —que no han abandonado la infancia— de las inteligencias más elevadas y a quienes —como revela el brillo, imposible de confundir, de sus ojos, en los que, sin embargo, no se aplica a nada— tan sólo ha faltado —para tener talento— el saber.
Mi madre, al ver que me costaba contener las lágrimas, me decía: «Régulo acostumbraba en las grandes circunstancias... y, además, es que no está bien que le hagas esto a tu mamá. Citemos a Madame de Sévigné, como tu abuela: “Me voy a ver obligada a recurrir a todo el valor que tú no tienes”». Y, recordando que el afecto a los demás aparta de los dolores egoístas, intentaba agradarme diciéndome que el viaje a Saint-Cloud no iba a ser —le parecía— problemático, que estaba contenta del coche de punto que había reservado, que el cochero era atento y el coche cómodo. Yo me esforzaba por sonreír ante aquellos detalles e inclinaba la cabeza con expresión de aquiescencia y satisfacción, pero tan sólo me ayudaban a representarme con mayor exactitud la marcha de mamá y, con el corazón en un puño, la miraba como si estuviera ya separada de mí, bajo el sombrero de paja redondo que había comprado para ir al campo y con un vestido ligero que se había puesto para aquel largo recorrido en pleno calor y que la hacían parecer otra, perteneciente ya a la quinta de «Montretout», donde ...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. Primera parte: a propósito de la Sra. Swann
  5. Segunda parte: nombres de países. El nombre