Discursos III. Discursos julianeos.
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Este volumen incluye los discursos de Libanio dirigidos o referidos al emperador Juliano (el Apóstata para los cristianos), cuya política de restauración pagana respaldaba plenamente.Libanio (314-h. 393 d.C.), retórico y sofista griego nacido en Antioquía (Siria), es un claro exponente de la posibilidades de ascensión social que abría el hecho de destacarse literariamente en el siglo IV. Estudió en Atenas y ejerció la enseñanza de la retórica en Constantinopla y en Nicomedia (Bitinia, actual Turquía). En el 354 obtuvo una cátedra de retórica en su ciudad natal, donde permaneció el resto de su vida. De formación y creencias paganas, tuvo sin embargo a varios cristianos destacados como alumnos: Juan Crisóstomo, Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno... Libanio disimuló sus sentimientos paganos durante los reinados de Constante y Constancio, y los pudo liberar en el periodo de Juliano (llamado el Apóstata por los cristianos, debido a su retorno a los cultos y las prácticas del paganismo); a pesar de ello, pudo ganarse el favor de los emperadores cristianos posteriores Valente y Teodosio: este último llegó a nombrarle prefecto honorario.En los discursos incluidos en este volumen se manifiesta el entusiasmo pagano de Libanio por el emperador Juliano y su política de recuperación cultual y de templos; algunos tratan de congraciar a sus conciudadanos antioqueños con el emperador, tras una crisis política motivada por un levantamiento insurgente. La Monodia a Juliano y el Epitafio a Juliano, el más extenso de sus discursos, expresan el pesar de Libanio por la frustración del proyecto de restauración pagana julianeo.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2016
ISBN
9788424933203
XVIII
DISCURSO FÚNEBRE POR JULIANO
Hubiera sido preciso, público mío, que se hubiese cumplido [1] todo aquello que esperábamos, no sólo yo, sino todo el mundo: que el Imperio Persa en estos momentos estuviese arruinado, que gobernadores romanos, y no sátrapas, administrasen su territorio1, que nuestros templos estuviesen adornados con los despojos traídos de allí y que el autor de la victoria recibiese los epinicios sentado sobre el trono real. Porque, a mi parecer, esto hubiera sido justo, adecuado y digno de los sacrificios sin cuento que él ofreció. Sin embargo, [2] dado que la envidiosa divinidad fue más poderosa que nuestras razonables esperanzas y, ya cadáver, es transportado desde los confines de Babilonia el que muy poco se apartó del cumplimiento de su empresa, y que todos los ojos vertieron ríos de lágrimas, como era natural, pero no es posible impedir su fallecimiento, hagamos lo único que nos queda y lo que más le hubiera gustado a él: contar algo de su vida a otros oyentes, ya que a él mismo le ha sido truncada la posibilidad de escuchar el encomio de sus actos. Pues, [3] en primer lugar, lo trataríamos injustamente, si él se atrevió a todo para recibir alabanzas pero nosotros le privásemos de los laureles. En segundo lugar, sería lo más vergonzoso de todo no concederle, cuando ya está muerto, los honores que le hubiésemos tributado en vida. Porque, aparte de que sería una muestra de la más extrema bajeza adular a quienes todavía existen y echarlos en el olvido cuando ya se han ido, a los vivos, si no con un discurso, se les podría complacer de otras muchas maneras. Pero, con respecto a los difuntos sólo nos queda una: los encomios y los discursos que inmortalizan sus actos virtuosos.
[4] Debo reconocer que, en mis sucesivos intentos de escribir su panegírico, descubrí que mi elocuencia era inferior a la magnitud de sus gestas, y ¡por los dioses! jamás me disgusté si la virtud de mi amigo el Emperador superaba la capacidad del rétor que lo amaba. Porque yo consideraba que era ganancia común para las ciudades el que la persona que recibía el poder para la salvación del Imperio no permitiera que la elocuencia de nadie se pudiese equiparar a sus hazañas. Pues, quien no fue capaz de ponderar como merecían tan sólo sus bravas gestas junto a Océano2, ¿cómo iba a serlo hoy, que tengo la obligación de transmitir a la posteridad, en un único discurso, aquellas proezas además de su [5] expedición contra los persas3? Pienso que, si él encontrase el modo de que los dioses subterráneos le permitiesen subir para ayudarme a componer este discurso de ahora y, sin que todos los demás lo pudiesen ver, participar conmigo de esta empresa, ni aun así daría la medida exacta de los hechos, sino que la forma de exponerlos sería más bella que la actual, pero tampoco tanto como sería justo. Por consiguiente, ¿qué debemos pensar que me ocurrirá al hacerme cargo de tamaña empresa sin una colaboración como la suya? Si no me [6] hubiese dado cuenta de que antes tampoco ignorabais que la victoria se la llevaban sus gestas pero, con todo, os solazabais con mis discursos, más me hubiera valido guardar silencio. Pero, como también entonces os mostrabais resueltos a ensalzar mis composiciones y no cejabais en vuestro amor por ellos, trataré de hacer justicia a mi Emperador y amigo considerando que no existe una justa excusa para el silencio.
Hubo, en efecto, no pocos emperadores nada malos en [7] entendimiento, pero que no eran ilustres por su linaje, y otros que eran diestros para preservar el Imperio, pero que se avergonzaban de decir de qué familia procedían, hasta el punto de que sus panegiristas tenían que esforzarse mucho para curar esta herida. En cambio, nada hay en Juliano que [8] no ofrezca materia para el elogio. Empezando por su prosapia, su abuelo fue emperador4, el cual, a fuer de despreciar las riquezas, se ganó especialmente el afecto de sus súbditos. Su padre5 fue hijo y hermano de emperador, y con más derecho a poseer la realeza que el que en realidad la detentaba6. Con todo, permaneció en paz, lo felicitó cuando usurpó el trono y se pasó la vida honradamente, manteniéndose [9] fiel en su afecto. Tras casarse con la hija de un noble y juicioso prefecto7, a quien su victorioso enemigo mostró sus respetos y exhortó a sus propios funcionarios a que gobernaran tomándolo como modelo, engendró a este excelso varón y honró a su suegro dándole su nombre al hijo. Una vez [10] que Constantino hubo perecido a resultas de una enfermedad, fue pasada a cuchillo casi toda su familia, padres e hijos por igual. Sólo él y su hermano paterno, mayor que él, escapan a la masacre, librando al segundo una enfermedad que hizo pensar que bastaría para su muerte y al primero su edad, pues hacía poco que había acabado su lactancia8. Mientras que Galo se aplicaba más a otros menesteres que a [11] los discursos, por considerar que, de esa manera, se granjearía menos envidia, a Juliano, por el contrario, su dios particular lo empujaba a aficionarse por la retórica y se ocupó de su estudio acudiendo a la escuela en la segunda ciudad en importancia detrás de Roma9. Él, que era nieto, sobrino y primo de emperador10, iba a clase sin caminar orgullosamente, sin causar desórdenes, sin pretender que se le mirase con admiración entre una nube de sirvientes y el alboroto que ello lleva aparejado. Muy al contrario, un magnífico eunuco11 era el guardián de su moderación, así como otro pedagogo al que no le faltaban estudios. Su ropa era modesta, no miraba a los demás por encima del hombro, se adelantaba a dirigirle la palabra a los demás, no desdeñaba al pobre, acudía cuando se le ordenaba, esperaba hasta que se le llamara, se quedaba allí donde tenían que estar los demás, escuchaba las mismas lecciones que el resto, salía como uno más y en ningún momento buscaba un trato de favor. Hasta tal punto fue así, que, si alguien de fuera hubiera entrado y echado una mirada al grupo de alumnos sin saber quiénes eran ni su procedencia, no habría podido descubrir por señal alguna su superior fortuna.
[12] Sin embargo, no era igual a ellos en todo, ya que, en lo tocante a seguir y comprender las explicaciones, a guardarlas en la memoria y a no cansarse de trabajar, se distanciaba enormemente del resto. Como me daba cuenta de ello, me dolía en mi interior por no poder sembrar yo mismo en un espíritu como el suyo. Pues un sofista incompetente12, como pago por denostar a los dioses, tenía a su cargo al joven, que también había sido educado en aquella creencia sobre los dioses y soportaba la mala calidad de sus discursos, a causa de la guerra que su maestro hacía a los altares. Ya era un [13] adolescente, y el carácter regio de su naturaleza se evidenciaba por numerosas e importantes pruebas. Este hecho no dejaba conciliar el sueño a Constancio, quien, por temor a que una ciudad importante y con gran influencia, que se equiparaba con Roma en todos los aspectos, se viera arrastrada a la virtud del joven y le causara luego disgustos a él, lo envió a la ciudad de Nicomedes pensando que no era tan peligrosa, y le dio libertad para formarse. Él no acudió a mí, aunque ya daba allí mis clases y había preferido aquella tranquila ciudad a la que estaba llena de peligros, pero no dejaba de ser alumno mío, ya que compraba mis discursos13. La razón de que renunciase a mis discursos y evitara a [14] su autor era que aquel «admirable» sofista lo había sujetado firmemente con numerosos e importantes juramentos, para que ni se convirtiera, ni fuese llamado alumno mío, ni fuera inscrito en la lista de mis discípulos. Él, aunque le reprochaba [15] que le hubiese obligado a dar su palabra, no quiso transgredir sus juramentos, pero, como estaba ansioso por mí, encontró la manera de no perjurar y, a la vez, no perderse mis discursos, ganándose, a cambio de importantes regalos, los servicios de un barquero que le traía las explicaciones diarias. Sin duda, su carácter manifestó en este asunto de modo especial su fortaleza. Pues, aunque apenas si tenía trato personal conmigo, me imitaba mejor que los que asistían regularmente a mis clases; por un camino más oscuro, sobrepasaba en la producción de frutos el luminoso que aquéllos seguían. De ahí que, según creo, exista cierto parentesco entre mis discursos y los que posteriormente fueron compuestos por él, y que diera la impresión de que se trataba de uno de mis antiguos discípulos.
[16] Mientras él se ocupaba de estos menesteres, a su hermano le tocó en suerte participar de la realeza en calidad de César. Pues, como a Constancio se le alzó una doble contienda, primero la guerra pérsica y, a continuación de ésta, la que sostuvo contra el tirano14, le hacía falta sin dilación un colega en el mando. Galo fue enviado desde Italia para hacerse cargo de la protección de la parte oriental, y lo que antes le ocurrió a su padre, ahora le estaba pasando a él: que era [17] hermano de un emperador. Así pues, Galo atravesó Bitinia con su escolta y ambos se entrevistaron15. Mas el destino de su hermano no transformó su carácter, ni tampoco tomó el hecho de que aquél vistiese la púrpura como excusa para la indolencia, sino que aumentó el deseo que tenía por la oratoria e intensificó los esfuerzos que hacía en su afán por alcanzarla. Porque consideraba que, si se mantenía en la condición de particular, en lugar de la realeza poseería la sabiduría, una posesión más divina, y, si era conducido al cetro, con la sabiduría adornaría la monarquía. Por eso aprovechaba [18] la luz solar para sus estudios y, al caer la noche, hacía uso de las antorchas, y no hacía que sus riquezas fuesen mayores, aunque era fácil, sino más honesto su ánimo. Y un día que coincidió con los que estaban imbuidos de la filosofía de Platón16 y escuchó hablar elogiosamente de los dioses y démones, que son los que, en verdad, han creado y preservan todo este mundo. También se informó acerca de qué cosa es el alma, de dónde viene y a dónde se dirige, con qué acciones se hunde y con cuáles se levanta, con cuáles es arrastrada al suelo y con cuáles se alza al cielo, qué es lo que la encadena y lo que la libera, cómo se podría evitar lo primero y conseguir lo segundo. Entonces fue cuando
con un discurso potable lavó las amargas enseñanzas que había escuchado17
y, tras expulsar toda la cháchara anterior, en su lugar penetró su espíritu la hermosura de la Verdad, como si a un gran templo regresaran estatuas de dioses que, previamente, habían sido ultrajadas en el fango. Con respecto a estas cuestiones [19] era otra persona, pero fingía las creencias anteriores, ya que no le era posible manifestarlas en público. En ese momento, Esopo habría compuesto una fábula, no haciendo que el asno se ocultara bajo la piel de un león, sino el león bajo la de un asno18. También él sabía lo que era mejor saber, pero daba la impresión de que pensaba lo que era entonces [20] más seguro. Como el rumor se extendía por doquier, todos los discípulos de las Musas y de los demás dioses se ponían en marcha o se hacían a la mar ansiosos de contemplarlo, de relacionarse con él, de hacerle preguntas y escuchar sus respuestas. Pero no era fácil para los que venían volverse a marchar, ya que la sirena los retenía, no sólo por sus palabras, sino por su natural disposición para la amistad. Pues, con su enorme capacidad para dar afecto, enseñaba a los demás a corresponderle, de modo que no sin dificultad se separaban de él, si habían intimado sinceramente.
[21] Juliano tenía una extensa cultura que había almacenado y solía desplegar: poetas, rétores, escuelas de filósofos, y estaba muy versado en la lengua griega y no poco en la otra19. En efecto, se preocupaba de ambas. Y una misma súplica salía de la boca de las personas sensatas: que aquel joven se convirtiese en señor del Estado, que detuviera la ruina de la civilización y se pusiera al frente de personas enfermas [22] quien sabía sanar tales dolencias. Evidentemente, no me atrevería a afirmar que él hiciera ascos a estas súplicas, ni voy a jactarme de ello para defenderlo, sino que también él lo deseaba, pero no por afán de lujo y poder, ni por ostentar la púrpura, sino para devolver a las pr...

Índice

  1. Anteportada
  2. Portada
  3. Página de derechos de autor
  4. Introducción
  5. Discrepancias con Respecto a la Edición de Foerster
  6. Bibliografía
  7. XII. Al Emperador Juliano Cónsul
  8. XIII. Discurso de Bienvenida a Juliano
  9. XIV. A Juliano, en Defensa de Aristófanes
  10. XV. Discurso de Embajada de Juliano
  11. XVI. A Los Antioqueros, Sobre la Cólera del Emperador
  12. XVII. Canto Fúnebre Por Juliano
  13. XVIII. Discurso Fúnebre Por Juliano
  14. XXIV. Sobre la Venganza Por la Muerte de Juliano
  15. LX. Monodia Por el Templo de Apolo en Dafne
  16. Índice