Por la parte de Swann
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Por la parte de Swann

En busca del tiempo perdido I

  1. 512 páginas
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Por la parte de Swann

En busca del tiempo perdido I

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En busca del tiempo perdido es la fascinante crónica del ocaso de un mundo elegante que de forma inevitable debe dar paso a la modernidad del siglo XX. Es imposible entender la evolución de la literatura moderna sin conocer la obra de Marcel Proust.El primer volumen que abre este gran ciclo novelístico, ya contiene la esencia y los grandes temas que se irán desarrollando con insólita maestría a lo largo de la rica y laberíntica narrativa proustiana: desde su lúcido examen del paso del tiempo y de los resortes de la memoria que llevan al individuo a evocar el pasado y reconstruirlo, hasta su particular concepción del amor como algo pasional pero también tormentoso; sin olvidar el exuberante retrato social del mundo de la aristocracia y la alta burguesía francesa que Proust conoció, o las agudas reflexiones sobre el arte como uno de los grandes logros del ser humano.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2014
ISBN
9788490561836
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

SEGUNDA PARTE

UN AMOR DE SWANN
Para formar parte del «pequeño núcleo», del «grupito», del «pequeño clan» de los Verdurin, bastaba una condición necesaria: había que adherirse tácitamente a un credo uno de cuyos artículos era el de que el joven pianista protegido por la Sra. Verdurin aquel año —y del que decía: «¡No debería estar permitido saber interpretar a Wagner así!»— «daba sopas con honda» a la vez a Planté y a Rubinstein y que el doctor Cottard dominaba mejor el arte del diagnóstico que Potain. Todo «nuevo prosélito» al que los Verdurin no pudiesen persuadir de que las veladas de quienes no iban a su casa eran aburridas como la lluvia quedaba inmediatamente excluido. Como las mujeres eran más rebeldes que los hombres a la hora de renunciar a toda curiosidad mundana y al deseo de informarse por sí mismas sobre el atractivo de los otros salones y, por otra parte, los Verdurin sentían que ese espíritu de examen y esa tentación de frivolidad podían resultar, por contagio, fatales para la ortodoxia de la pequeña iglesia, se habían visto obligados a rechazar sucesivamente a todos los «fieles» del sexo femenino.
Aunque la propia Sra. Verdurin fuera virtuosa y de una respetable y riquísima familia burguesa y por completo desconocida, con la que poco a poco había dejado de mantener relaciones, aquel año se reducían casi únicamente, aparte de la joven esposa del doctor, a una persona casi del mundo galante —la Sra. de Crécy, a la que la Sra. Verdurin llamaba por su nombre de pila, Odette, y consideraba «un amor»— y a la tía del pianista, quien debía de haber sido portera: personas ignorantes de la vida mundana y tan ingenuas, que había resultado muy fácil hacerles creer que la princesa de Sagan y la duquesa de Guermantes se veían obligadas a pagar a unos desdichados para tener asistentes a sus cenas y, si se les hubiese ofrecido la posibilidad de ser invitadas a las casas de esas dos grandes damas, la antigua portera y la casquivana se habrían negado, desdeñosas.
Los Verdurin no invitaban a cenar: en su casa se tenía siempre «el cubierto puesto». No había programa para la velada. El joven pianista tocaba, pero sólo si «le apetecía», pues no se forzaba a nadie y como decía el Sr. Verdurin: «Todo por los amigos: ¡vivan los compañeros!». Si el pianista quería tocar la cabalgada de La walkiria o el preludio de Tristán, la Sra. Verdurin protestaba —no porque esa música le desagradara, sino al contrario— porque le impresionaba demasiado. «Entonces, ¿quiere usted que me venga la migraña? Sabe de sobra que, siempre que toca eso, sucede lo mismo. ¡Ya sé yo lo que me espera! Mañana, cuando quiera levantarme, adiós: ¡no valdré para nada!». Si no tocaba, charlaban y uno de los amigos —la mayoría de las veces su pintor favorito de entonces— soltaba, como decía el Sr. Verdurin, «un gran disparate que hac[ía] desternillarse a todo el mundo», sobre todo a la Sra. Verdurin, a quien —de tan acostumbrada como estaba a tomar en sentido propio las expresiones figuradas de las emociones que experimentaba— el doctor Cottard, joven que empezaba en aquella época, hubo de volver a colocarle un día en su sitio la mandíbula, desencajada de tanto reír.
El traje negro estaba prohibido, porque estaban entre «amigos» y para no parecerse a los «aburridos», de quienes se apartaban como de la peste y a quienes sólo invitaban a las grandes reuniones, celebradas lo menos frecuentemente posible, y sólo si podían divertir al pintor o dar a conocer al músico. El resto del tiempo se contentaban con jugar a las charadas y cenar con traje de etiqueta, pero entre ellos, sin mezclar el pequeño «núcleo» con extraño alguno.
Pero, a medida que los «compañeros» habían ido ocupando un lugar cada vez mayor en la vida de la Sra. Verdurin, los aburridos, los réprobos, fueron toda persona o cosa que retuviera a los amigos lejos de ella, que les impidiese a veces estar libres: la madre de uno, la profesión del otro, la casa de campo o la mala salud de un tercero. Si el doctor Cottard consideraba que debía marcharse al levantarse de la mesa para volver junto a un enfermo en peligro: «A saber», le decía la Sra. Verdurin, «si no le sentará mucho mejor tal vez que no vaya a importunarlo; pasará bien la noche sin usted; puede ir mañana por la mañana y se lo encontrará curado». Ya a comienzos de diciembre, se ponía enferma al pensar que los fieles la «plantar[ía]n» el día de Navidad y el de Año Nuevo. La tía del pianista exigía que ese día fuera a cenar en familia a casa de la madre de ella:
«¿Se cree usted que se iba a morir su madre», exclamó, severa, la Sra. Verdurin, «si no cenara con ella el día de Año Nuevo, como en provincias?». Sus inquietudes renacían en Semana Santa:
«Un sabio, una mente lúcida como usted, doctor, vendrá, naturalmente, el Viernes Santo, como cualquier otro día, ¿verdad?», dijo a Cottard el primer año, con tono resuelto, como si no pudiera dudar de la respuesta, pero temblando, mientras esperaba a que la pronunciara, pues, si faltaba el doctor, podía encontrarse sola.
«Vendré el Viernes Santo... a despedirme de usted, pues vamos a ir a pasar las fiestas de Pascua en Auvernia».
«¿En Auvernia? ¡Para que se los coman las pulgas y los parásitos! Pues, ¡que les aproveche!».
Y después de un silencio añadía:
«Si al menos nos lo hubiera dicho, habríamos intentado organizarlo y hacer el viaje juntos y en condiciones confortables».
Asimismo, si un «fiel» tenía un amigo o una «asidua» tenía un cortejador por los que pudieran dejarlos «plantados» alguna vez, los Verdurin, a quienes no espantaba que una mujer tuviese un amante, siempre y cuando fuera en casa de ellos, lo amara en ellos y no lo prefiriese a ellos, decían: «Pues, sí, traiga a su amigo». Y lo tomaban a prueba, para ver si era capaz de no tener secretos para la Sra. Verdurin, si era apto para ingresar en el «pequeño clan». Si no lo era, se llevaban aparte al fiel que lo había presentado y le hacían el favor de malquistarlo con su amigo o su amante. En caso contrario, el «nuevo» pasaba, a su vez, a ser un fiel. Por eso, cuando aquel año la casquivana contó al Sr. Verdurin que había conocido a un hombre encantador —el Sr. Swann—, quien tendría mucho gusto —insinuó— en ser recibido en su casa, aquél transmitió acto seguido la solicitud a su mujer. (Nunca opinaba antes que su mujer, pues en la ejecución —con grandes recursos de ingenio— de los deseos de aquélla, como también de los de sus fieles, consistía su papel particular.)
«Aquí, la Sra. de Crécy, quiere hacerte una pregunta. Le gustaría presentarte a uno de sus amigos: el Sr. Swann. ¿Qué te parece?».
«Pues, ¡qué va a parecerme! ¿Acaso se puede negar algo a semejante joya? Calle, calle, que no le han preguntado su opinión: le digo que es usted una joya».
«Si se empeña», respondió Odette en tono afectado y añadió: «Ya sabe que no estoy fishing for compliments».
«Pues, si es agradable, tráigalo, a su amigo».
Cierto es que el «pequeño núcleo» no tenía relación alguna con la sociedad frecuentada por Swann y un hombre de mundo cabal habría considerado que no valía la pena ocupar una situación excepcional en él para que lo presentaran en casa de los Verdurin, pero a Swann le gustaban tanto las mujeres, que a partir del día en que había conocido a casi todas las de la aristocracia y habían dejado de tener algo que enseñarle, había considerado esas cartas de naturaleza, casi títulos de nobleza, que le había otorgado el Faubourg Saint-Germain, un simple valor de cambio, una carta de crédito, carente de precio en sí misma, pero apta para granjearle prestigio en determinado lugarejo de provincias o en determinado ambiente obscuro de París, donde la hija del terrateniente o del escribano le hubiera hecho gracia. Es que el deseo o el amor le devolvían entonces un sentimiento de vanidad del que estaba ya exento en su vida habitual —si bien había sido él seguramente quien en el pasado la había dirigido hacia esa carrera mundana en la que había desperdiciado con placeres frívolos sus dotes intelectuales y había utilizado su erudición artística para aconsejar a las señoras de la sociedad a la hora de comprar cuadros y amueblar sus quintas— y que le inspiraba el deseo de brillar —ante una desconocida de la que se hubiera prendado— con una elegancia que el nombre de Swann por sí solo no entrañaba. Lo deseaba sobre todo, si la desconocida era de condición humilde. Así como un hombre inteligente no temerá parecer necio a otro inteligente, así tampoco temerá un hombre elegante no ver apreciada su elegancia por un gran señor, sino por un patán. Las tres cuartas partes de las ostentaciones de ingenio y las mentiras vanidosas prodigadas desde que el mundo es mundo por personas que con ello se rebajaban han ido dedicadas a inferiores suyos. Y Swann, que era campechano y negligente con una duquesa, temblaba ante la idea de verse despreciado —y se daba tono— ante una doncella.
No era como tantas personas que —por pereza o resignación ante el deber que impone el prestigio social de no alejarse de determinada orilla— se abstienen de los placeres brindados por la realidad fuera de la posición mundana en la que viven acantonados hasta su muerte y se contentan —a falta de algo mejor— con acabar llamando placeres —una vez habituados a ellos— las diversiones mediocres o los aburrimientos soportables que encierra. Por su parte, Swann no procuraba considerar bonitas a las mujeres con las que pasaba el tiempo, sino pasar el tiempo con las mujeres a las que hubiese considerado bonitas en primer lugar, y con frecuencia se trataba de mujeres de belleza bastante vulgar, pues las cualidades físicas que buscaba sin darse cuenta estaban en completa oposición con las que le resultaban admirables en las mujeres esculpidas o pintadas por sus maestros preferidos. La profundidad, la melancolía de la expresión, paralizaban sus sentidos, que una carne sana, abundante y sonrosada bastaba, en cambio, para despertar.
Si de viaje conocía a una familia que habría sido más elegante no intentar conocer, pero en la que una mujer se presentara ante él adornada con un encanto que hasta entonces le hubiera resultado desconocido, guardar las distancias y eludir el deseo que le había inspirado, substituir por un placer diferente el que habría podido conocer con ella escribiendo a una antigua amante para que acudiera a reunirse con él, le habría parecido una abdicación tan cobarde ante la vida, una renuncia tan estúpida a un gozo nuevo, como si, en lugar de visitar la comarca, se hubiera recluido en su habitación a contemplar vistas de París. No se encerraba en el edificio de sus relaciones, sino que, para poder reconstruirlo a pie de obra sobre nuevas bases dondequiera que una mujer le hubiese gustado, lo había convertido en una de esas tiendas desmontables como las que llevan consigo los exploradores. Lo que no era transportable ni intercambiable por un placer nuevo lo habría dado por nada, por envidiable que hubiese parecido a otros. ¡Cuántas veces se había deshecho de buenas a primeras de su crédito ante una duquesa, debido al deseo de ésta, acumulado durante años, de serle agradable sin haber tenido la oportunidad de hacerlo, al reclamarle con un telegrama indiscreto una recomendación telegráfica que lo pusiera en relación, al instante, con uno de sus administradores en cuya hija se había fijado en el campo, como un hambriento que trocara un diamante por un trozo de pan! Incluso después lo divertía, pues había en él cierta chabacanería, redimida por delicadezas poco comunes. Además, pertenecía a esa categoría de hombres inteligentes que han vivido en la ociosidad y buscan un consuelo y tal vez una excusa en la idea de que ofrece a su inteligencia objetos tan dignos de interés como los que podría ofrecerle el arte o el estudio, que la «Vida» encierra situaciones más interesantes, más novelescas, que todas las novelas juntas. Así lo aseguraba al menos y convencía de ello a los más refinados de sus amigos mundanos, en particular al barón de Charlus, a quien con mucho gusto divertía relatándole aventuras excitantes que le sucedían, ya fuera porque, tras conocer en el tren a una mujer a quien después había llevado a su casa, hubiese descubierto que era la hermana de un soberano por cuyas manos pasaban en aquel momento todos los hilos de la política europea, con lo que se mantenía al corriente de ella de forma muy agradable, o porque —en virtud del complejo juego de las circunstancias— de la elección que iba a hacer el cónclave dependiera que pudiese o no llegar a ser el amante de una cocinera.
Por lo demás, no era sólo a la brillante legión de viudas virtuosas, generales, académicos, de los que era particularmente íntimo, a la que obligaba Swann con tanto cinismo a servirle de alcahueta. Todos sus amigos acostumbraban a recibir de vez en cuando cartas suyas en las que les pedía unas palabras de recomendación o presentación con una habilidad diplomática, que, al persistir mediante amores sucesivos y pretextos diferentes, revelaba, más que las torpezas, un carácter permanente y objetivos idénticos. Muchos años después, al empezar a interesarme por su carácter, en vista de las semejanzas que en otros aspectos muy distintos presentaba con el mío, insistí con frecuencia para que volvieran a contarme que, cuando Swann le escribía, mi abuelo, al reconocer en el sobre la escritura de quien aún no era su amigo (pues su gran relación comenzó —e interrumpió esas costumbres— hacia la época de mi nacimiento), exclamaba: «Seguro que Swann quiere pedir algo: ¡en guardia!». Y, ya fuera por desconfianza o por el sentimiento inconscientemente diabólico que nos mueve a ofrecer algo sólo a quienes no lo desean, mis abuelos oponían una negativa de lo más categórica a los ruegos más fáciles de satisfacer que les dirigía, como el de presentarle a una muchacha invitada a cenar en casa todos los domingos y a quien, siempre que Swann volvía a hablarles de ella, fingían haber dejado de ver, mientras que pasaban toda la semana preguntándose a quién podrían invitar junto con ella y muchas veces, por no avisar a quien tanto lo habría agradecido, acababan no encontrando a nadie.
A veces un matrimonio amigo de mis abuelos y que hasta entonces se había quejado de no ver nunca a Swann, les anunciaba con satisfacción —y tal vez en parte deseo de inspirar envidia— que se había vuelto de lo más encantador con ellos, que ya no se separaba de ellos. Mi abuelo no quería aguarles la fiesta, pero miraba a mi abuela canturreando:
Pues, ¿qué misterio es ése?
No consigo comprenderlo.
o:
Visión fugitiva...
o:
En esos asuntos
lo mejor es nada ver.
Unos meses después, si mi abuelo preguntaba al nuevo amigo de Swann: «¿Y Swann? ¿Siguen ustedes viéndolo tanto?», el interlocutor ponía una cara muy larga: «¡Nunca pronuncie ese nombre delante de mí!». «Pero yo creía que eran ustedes muy amigos...». Había sido, así, durante algunos meses, íntimo de unos primos de mi abuela y cenaba casi todas las noches en su casa. De repente, sin haber avisado, dejó de acudir. Creyeron que estaba enfermo y, cuando la prima de mi abuela iba a mandar a alguien a preguntar por él, encontró en la antecocina una carta suya olvidada en el libro de cuentas de la cocinera. Aquella mujer había sido su amante y, en el momento de romper, Swann sólo había considerado oportuno avisarla a ella, mediante aquella carta, de que iba a marcharse de París y no iba a poder seguir visitando aquella casa.
Cuando su amante de turno era, al contrario, una persona mundana o al menos una persona a la que, por no tener el impedimento de una extracción demasiado humilde o una situación demasiado irregular, podía presentar en sociedad, por ella volvía a ésta, pero sólo en la órbita particular en la que ella se movía o en la que él la había introducido. «No debemos contar con Swann esta noche», decían, «ya sabéis que es el día en que su americana va a la Ópera». Hacía que la invitaran en los salones particularmente cerrados, en los que él tenía sus...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Dedicatoria del traductor
  4. Dedicatoria
  5. Primera parte: Combray
  6. Segunda parte: un amor de Swann
  7. Tercera parte: nombres de países. El nombre