—VII —
Vida de Lacan no podría dejar pasar el hecho de que Lacan era analista. ¿Vamos a poner a los analistas a Lacan como ejemplo? Es necesario que mida esto con la mayor justeza posible, puesto que los rasgos que subrayaré no dejarán de tener en muchos de ellos un efecto de identificación, positivo para algunos, para otros en sentido opuesto –«contraidentificación», se dice.
No hay analista ejemplar, si es verdad que los analistas son dispares, son, según la expresión del último escrito de Lacan, esparcidos desparejos (épars désassortis). A diferencia del proyecto clásico de la Vida, no se puede querer hacer de Lacan un ejemplo, ni un contraejemplo. Es un caso singular, que no responde a ninguna regla general, una excepción. Pero como «todos» los analistas son excepciones, y Lacan es una mucho más evidente, más incandescente que las otras, se vuelve ejemplar, paradigmática. Un paradigma no quiere decir que todos los casos sean parecidos, o que se esfuercen en serlo: entiendo por un paradigma un caso diferente de todos los demás, pero que los aclara por su diferencia misma. Estamos aquí en el filo de una cresta.
Está claro que Lacan quiso ser una excepción, y se asumía como tal. «¡Juntos, todos juntos, sí!» —este eslogan bien francés, era poca cosa para él. El suyo era más bien el lema que él mismo había forjado para el neurótico: «Todos salvo yo». Terminó por decirlo abiertamente en su seminario, poco después de su carta del 5 de enero de 1981 que indicaba su intención de disolver la Escuela que había fundado. Evocaba su vida, escuchen bien, como «una vida dedicada a querer ser Otro a pesar de la ley».
Esta frase sensacional hace surgir en mí el eco de lo que Lacan me había dicho diez años antes, y que rápidamente fue anotado por François Regnault, mi amigo muy querido. Fue tres años después de mayo de 1968, cuando yo mismo era un muchacho rebelde, y Lacan me hablaba de su rebelión, me la ponía como ejemplo. Él, decía, su rebelión, la de un burgués —asumía eso, sin falsa vergüenza, a diferencia de los izquierdistas— la hizo pasar al psicoanálisis. No es que el psicoanálisis le haya hecho pasar su rebelión, sino que él la había puesto en marcha en el psicoanálisis, y, por lo mismo, me invitaba a hacer algo de mi rebelión, algo que no fuera luchar contra molinos de viento, o correr tras el trapo rojo, como el toro sacrificado en la arena. Me predecía una muerte segura si me enfrentaba a personas de otra especie: «Usted nunca será un asesino», me decía.
Si bien Lacan da pie a la calumnia, a diferencia de la Madre Teresa —de hecho, se dicen pestes de la Madre Teresa, por supuesto—, si se difama tan fácilmente a Lacan, es por su rebelión contra lo que vale para todo x, su rebelión contra un universal perezoso. La posición de un hombre rebelado contra el universal no deja de tener afinidad con la de las mujeres. Eso se demuestra en el álgebra de Lacan.
La vida de las mujeres ilustres fue escrita sobre todo al modo libertino de un Bussy-Rabutin, o emparejándolas con Las damas galantes, como Brantôme. Lacan lo plantea como principio, universal precisamente: «A la mujer, se la difama».1 Es de estructura. De hecho, durante mucho tiempo, para que uno se interesara por una mujer era necesario, en efecto, que hubiera perdido más o menos su reputación, y las cosas solo empezaron a cambiar, lentamente, en el giro del siglo XVI, y luego en el siglo XVII. Mme. de Scudéry no es solamente la autora de Clélie, donde figura la famosa Carte du Tendre, sino de una recopilación de las Mujeres ilustres. Lacan, contra Molière, estaba a favor de las Preciosas ridículas y de las Mujeres sabias. Desde entonces, el «segundo sexo» se ha puesto a la tarea con energía. Pero no por ello la figura de la mujer ilustre se ha convertido en un pilar de la cultura humanista que, en verdad, promueve al hombre como el feminismo promueve a la mujer.
¿Qué quiere decir ese «a pesar de la ley», tomándolo en serio? Lacan se confiesa orgullosamente transgresor, y juega al delincuente, al bribón, al gamberro. Genet, o incluso Rimbaud, tenían con todo otras credenciales para ello. Lacan es, pues, aquel que inventa de entrada, al comienzo de su enseñanza, el «Nombre-del-Padre» como pivote de la ley del Edipo, pero no quiere desaparecer sin haber dicho que era también un a-pesar-de-la-ley.
Lacan es en efecto alguien que desafiaba a la ley, incluso en las cosas más pequeñas.
A ustedes no les ha sucedido conducir un coche con Lacan al lado como pasajero, pero tienen que saber que si había algo que le resultaba «absolutamente intolerable» era tener que detenerse en los semáforos en rojo. Yo no llegaba a saltármelo por él, como lo hacía él cada vez que conducía, intentaba tener siempre el semáforo verde. Pero, una vez, yendo por los quais, no lejos de la rue de Lille, resulta que tropiezo de todas formas con un semáforo en rojo. Lacan tenía entonces 75 o 76 años. Abre la puerta, pone el pie en el suelo, sube la acera, y continúa caminando solo, poniendo la directa como era su costumbre. Era del signo de Aries, y la descripción de los que han nacido bajo ese signo, tal como aparece en obras de astrología, le va como un guante. Conseguí, al otro lado del semáforo, que volviera a subir al coche. Pero ese comportamiento aparentemente irracional muestra bien que su «a-pesar-dela-ley» no era solo una fórmula: había en él como una intolerancia pura y simple a la señal stop en tanto tal. Allí estaba, se podría decir, su imposible de soportar, su real, el de él.
Y esto es lo que me contó su hija.
Un día, ella lo llevaba desde el norte de Italia a Estocolmo, donde tenía que realizarse el Congreso de la Asociación Internacional de Psicoanálisis. Estamos en 1963, el Congreso trata sobre la sexualidad femenina; en la sesión administrativa, el caso Lacan será zanjado por el Ejecutivo, en compañía del caso Dolto, y se producirá su «excomunicación», como dirá Lacan al año siguiente. Judith conduce muy bien, a una velocidad media constante, su padre se siente satisfecho, está contento. Sabe que él no soporta los semáforos en rojo y se las arregla así para no tropezar con ninguno. Durante 500 kil...