Miguel Strogoff
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Miguel Strogoff

  1. 384 páginas
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Miguel Strogoff

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¿Quién podrá avisar a tiempo al hermano del zar del grave peligro que corre? Solo un hombre intrépido como Miguel Strogoff es capaz de atravesar media Rusia para cumplir con éxito esa arriesgada misión. Pero debe ir de incógnito. Si lo descubren, puede ser fatal para todos.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2018
ISBN
9788491871071
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

PRIMERA PARTE

I

UNA FIESTA EN EL PALACIO NUEVO

—Señor, un nuevo mensaje.
—¿De dónde viene?
—De Tomsk.
—¿Está cortada la comunicación mas allá de esa ciudad?
—Sí, señor, desde ayer.
—General, envíe un mensaje de hora en hora a Tomsk para que me tengan al corriente de cuanto ocurra.
—Sí, señor —respondió el general Kissoff.
Estas palabras se cruzaban a las dos de la madrugada en el momento en que la fiesta que se daba en el Palacio Nuevo, estaba en todo su esplendor.
Durante aquella velada la música de los regimientos de Preobrajensky y de Paulowsky no había cesado de interpretar sus polcas, mazurcas y chotis y sus valses escogidos entre los mejores del repertorio. Las parejas del baile se multiplicaban hasta el infinito a través de los espléndidos salones de aquel palacio levantado a pocos pasos de la vieja casa de piedra, donde tantos dramas terribles se habían desarrollado en otro tiempo y cuyos ecos parecían haber despertado aquella noche para servir de tema de conversación a los corrillos.
El gran mariscal de la corte estaba, por lo demás, bien secundado en sus delicadas funciones. Los grandes duques y sus edecanes, los chambelanes de servicio, los oficiales de palacio, presidían en persona la organización de los bailes. Las grandes duquesas cubiertas de diamantes, las damas de honor vestidas con sus trajes de gala, daban el ejemplo valerosamente a las mujeres de los altos funcionarios militares y civiles de la antigua ciudad de las blancas piedras. Así, cuando se oyó la señal de la polonesa, cuando los invitados de todas categorías tomaron parte en aquel paseo candencioso que en las solemnidades de este género tiene toda la importancia de un baile nacional, la mezcla de las largas faldas con volantes de encaje y de los uniformes cubiertos de condecoraciones de mil colores, ofrecían un golpe de vista indescriptible a la luz de cien arañas multiplicadas por la reverberación de los espejos.
El aspecto era deslumbrante.
Por lo demás, el gran salón, el más hermoso de todos los que poseía el Palacio Nuevo, proporcionaba a aquel cuadro de altos personajes y de señoras espléndidamente vestidas un marco digno de su magnificencia. La rica bóveda con sus doradas molduras ya matizadas por la pátina del tiempo, estaba como estrellada de puntos luminosos. Los brocados de las cortinas y visillos, llenos de soberbios pliegues, se coloreaban de tonos cálidos que se quebraban bruscamente en los ángulos de la espesa tela.
A través de los vidrios de las vastas claraboyas que circundaban la bóveda, la luz que iluminaba los salones, tamizada por una ligera nube, se proyectaba al exterior como el reflejo de un incendio y contrastaba vivamente con la oscuridad de la noche que desde hacía horas envolvía aquel fastuoso palacio. Este contraste llamaba la atención de los invitados que no bailaban. Cuando se detenían en los huecos de las ventanas podían ver perfectamente algunos campanarios confusamente dibujados en la sombra, que destacaban acá y allá sus enormes siluetas. Debajo de los balcones esculpidos se veían pasear silenciosamente muchos centinelas con el fusil al hombro, y cuyo puntiagudo casco llevaba un penacho o flama que brillaba con el esplendor de la luz que salía del palacio. Oíanse también las patrullas que marcaban el paso sobre la grava, con más ritmo que las parejas de baile en el encerado de los salones. De tiempo en tiempo el alerta de los centinelas se repetía de puesto en puesto, y algunas veces un toque de llamada dado por una trompeta, mezclándose con los acordes de la orquesta, lanzaba sus notas claras en medio de la armonía general.
Más lejos todavía, frente a la fachada, espesas sombras se destacaban sobre los grandes conos de luz que proyectaban las ventanas del Palacio Nuevo. Eran barcos que bajaban el curso de un río, cuyas aguas, iluminadas por la luz vacilante de algunos faroles, bañaban los primeros asientos de piedra de los malecones.
El principal personaje del baile, el anfitrión de la fiesta, y al cual el general Kissoff había llamado señor, calificación reservada a los soberanos, estaba sencillamente vestido con un uniforme de oficial de cazadores de la Guardia. Esto no era afectación por su parte, sino costumbre de un hombre poco amigo del boato. Su atuendo contrastaba con los magníficos trajes que se mezclaban a su alrededor, y así era como se presentaba la mayor parte de las veces en medio de su escolta de georgianos, cosacos, de lesguios, deslumbradores escuadrones espléndidamente ataviados con los brillantes uniformes del Cáucaso.
Este personaje, de elevada estatura, de aire afable, de fisonomía serena y de ceño, sin embargo, un poco fruncido, iba de un grupo al otro, pero hablaba poco y no parecía prestar más que una vaga atención, ya a las conversaciones alegres de los jóvenes convidados, ya a las palabras más graves de los altos funcionarios o de los miembros del cuerpo diplomático que representaban cerca de su persona los principales Estados de Europa. Dos o tres de aquellos perspicaces políticos, psicólogos por naturaleza, habían creído observar en la fisonomía de su anfitrión algún síntoma de inquietud cuya causa ignoraban, pero ni uno solo se permitió interrogarle sobre aquel asunto. En todo caso, la intención del oficial de cazadores de la Guardia era, a no dudarlo, que sus secretos cuidados no turbasen en manera alguna aquella fiesta; y como era uno de esos raros soberanos a los cuales casi todo el mundo está acostumbrado a obedecer hasta en el pensamiento, el esplendor del baile no decayó ni un instante.
Entre tanto, el general Kissoff esperaba que el oficial a quien había de comunicar el mensaje expedido de Tomsk, le diese la orden de retirarse, pero éste permanecía silencioso. Había tomado el telegrama, lo había leído, y su rostro se ensombrecía cada vez más. Llevaba la mano involuntariamente al puño de la espada, y después la subía hasta los ojos, tapándolos un instante como si el brillo de las luces le ofendiese y necesitara la oscuridad para reflexionar mejor.
—Es decir —repuso después de haber conducido al general Kissoff junto a una ventana—, ¿que desde ayer estamos sin comunicación con el gran duque mi hermano?
—Sin comunicación, señor, y es de temer que los mensajes en breve no puedan pasar la frontera de Siberia.
—Pero las tropas de las provincias del Amur y de Yakutsk, así como las de la Transbaikalia, ¿han recibido la orden de marchar inmediatamente sobre Irkutsk?
—Esa orden ha sido comunicada por el último mensaje que hemos podido hacer llegar más allá del lago Baikal.
—En cuanto a los gobiernos de Yeniseisk, de Omsk, de Semipalatinsk, de Tobolsk, ¿continuamos en comunicación directa con ellos desde el principio de la invasión?
—Sí, señor, reciben nuestros despachos y estamos seguros de que en este momento los tártaros no han avanzado mas allá del Irtych y del Obi.
—Y del traidor Iván Ogaref ¿no hay ninguna noticia?
—Ninguna —respondió el general Kissoff—. El director de la policía no puede afirmar si ha pasado o no la frontera.
—Que sus señas se transmitan inmediatamente a Nijni-Novgorod, Perm, Ekaterinburg, Kassimow, Tiumen, Ichim, Omsk, Elamsk, Kolyvan, Tomsk, a todas las estaciones telegráficas con las cuales mantenemos todavía comunicación.
—Las órdenes de Vuestra Majestad serán ejecutadas al instante —respondió el general Kissoff.
—¡No digas una palabra de todo esto!
Después el general, haciendo un ademán de respetuosa adhesión y una profunda reverencia, se confundió entre la multitud y en breve abandonó el baile sin que su ausencia fuese advertida.
El oficial permaneció pensativo algunos instantes, y cuando volvió a mezclarse entre los diversos grupos de militares y políticos que se habían formado en varios puntos de los salones, su fisonomía había recobrado la calma perdida hacía un momento.
Sin embargo, el caso grave que había motivado aquellas palabras rápidamente cruzadas entre los dos personajes no era tan ignorado como el oficial de cazadores de la guardia y el general Kissoff creían. No se hablaba oficialmente, es verdad, ni siquiera oficiosamente, pues las lenguas, por «orden superior», no podían desatarse, pero algunos altos personajes habían sido informados más o menos exactamente de los acontecimientos que se desarrollaban al otro lado de la frontera.
Pero lo que éstos ignoraban, aquello de lo que no hablaban ni siquiera los miembros del cuerpo diplomático, éstos lo conocían dos invitados que no se distinguían por ninguna condecoración en la fiesta del Palacio Nuevo, y hablaban de ello en voz baja como si hubiesen recibido acerca del asunto los informes más minuciosos.
¿Cómo, por qué vía y gracias a qué estratagema, estos dos simples mortales sabían lo que tantos altos personajes apenas sospechaban? Nadie hubiera podido decirlo. ¿Tenían el don de presciencia o de previsión? ¿Poseían un sexto sentido que les permitía ver más allá del horizonte limitado a que puede extenderse toda mirada humana? ¿Tenían un olfato particular para captar las noticias más secretas? ¿Se había transformado su naturaleza gracias a ese hábito que era ya connatural en ellos? Cualquiera se hubiera sentido inclinado a creerlo así. Uno de estos dos hombres era inglés, el otro francés, ambos altos y delgados; éste moreno como los meridionales de Provenza, aquél rojo como un gentleman del Lancashiere. El inglés, calmoso, frío, flemático, sobrio de movimientos y de palabras, parecía no hablar ni gesticular sino por medio de un resorte que funcionaba a intervalos regulares. El galo, al contrario, era vivo, petulante, se explicaba a un tiempo con los ojos, con la cabeza y con las manos, manifestando de veinte maneras su pensamiento cuando su interlocutor aparentaba no tener más que una sola estereotipada en su cerebro.
Estas diferencias físicas hubieran llamado la atención fácilmente del menos observador de los hombres, pero un fisonomista, fijándose detenidamente en estos dos personajes, hubiera determinado con claridad la particularidad fisiológica que les caracterizaba diciendo «que si e...

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