Antonio Larrea
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Antonio Larrea

  1. 140 páginas
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Antonio Larrea

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Primer folletín de Eduardo Gutiérrez. «Antonio Larrea: Un capitán de ladrones» (1886) narra las aventuras y desventuras del bandido español Antonio Larrea y sus compañeros, los mejores y más célebres saqueadores de Buenos Aires.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726642209
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

XXVII

Entretanto los interrogatorios del preso seguían con actividad, los careos se sucedían uno después de otro y el sumario iba ya tomando unas dimensiones colosales: de Montevideo y del Janeiro habían venido agentes de policía reclamando al criminal, con largos sumarios de los que hemos extractado los robos que Larrea cometió en aquellas capitales y que hemos narrado ya.
En todos los interrogatorios y en todos los careos, el bandido negó redondamente todas las acusaciones que se le imputaban.
Las sirvientes que declaraban, eran antiguas queridas despechadas, y sus víctimas, gentes que se habían venido á la Policía para perderlo con falsas declaraciones y fábulas de pésima invención y de todo punto inverosímiles.
A Larrea ofrecieron una prueba y cuerpo de delito que tenía que anonadarlo, haciéndolo abandonar el camino de negarlo todo, que había adoptado; y este cuerpo de delito, formidable, ineludible, eran las cartas dejadas por él, firmadas de su puño, en cada casa donde había cometido sus latrocinios.
Al ver aquellas pruebas que lo anonadaban, Larrea no palideció, ni tembló, ni se demudó, como se esperaba; las leyó con toda tranquilidad una por una, y sonriendo al devolverlas dijo:
—Es verdad, todas estas cartas son mías.
—¿Luego se reconoce usted culpable en todas las acusaciones que se le hacen?
—¿Y cómo he de negar mi propia firma? dijo el bandido con un cinismo inaudito; desde que yo lo declaro en esos papeles, debe ser verdad, sino no hubiera sido tan imbécil paraescribirlos; todo eso es cierto y mucho más aun que no se conoce y que yo lo revelaré en algún rato de buen humor.
La audacia inaudita de Larrea, tenía sorprendidas á todas las personas que presenciaban este curioso interrogatorio, que tomamos fielmente de uno de sus tantos procesos instruidos en diferentes épocas.
—¿Y por qué ha negado usted antes para confesar después?
—He negado primero para ver de qué medios se valía la Policía para probar mis delitos, y segundo para que trabajen algo estos escribientitos que se muestran tan entretenidos: algún trabajo ha de valer el conversar con un hombre como yo, haciéndole decir lo que no uiere ó no tiene ganas: si ustedes no me hubieran puesto en el caso de negar mi propia frima, los hubiera entretenido por lo menos un mes más, antes de confesar.
—¿Luego se reconoce autor de todos esos robos y crímenes que han de ser castigados ejemplarmente?
—Me reconozco, puesto que lo he firmado; la única acusación que rechazo y que rechazaré siempre, es la del crimen cometido en casa del señor Lanús, atentado que aseguro no haber pensado en cometer.
Larrea negó siempre esta acusación, aun en sus momentos locuaces en que solía narrar sus aventuras con sus más graciosos y picarescos detalles.
El interrogatorio más curioso que se hizo á Larrea, y más cómico por las audaces respuestas del bandido, fué el que le hizo el provisor de la Curia, delante de sus dos mujeres, en la causa que por delito de bigamia le seguía la Curia.
Cuando concurrió el provisor á la pieza donde estaba encerrado Larrea, acompañado de Amalia y la castellana, pidió que lo acompañaran agentes de confianza, pues tenía temor de quedarse á solas con el bandido, pensando muy cuerdamente que aquel hombre era muy capaz de apretarle el pescuezo para escaparse vestido con su traje.
Larrea reía alegremente al ver los recelos que abrigaba el reverendo provisor y lo invitaba á pasar adelante, dándole plenas seguridades de que no iba á atentar contra su vida.
El Jefe de Policía facilitó al provisor eclesiástico, la custodia que pedía y principió el curioso interrogatorio y careo, que extractamos casi al pie de la letra:
—¿Sois Juan Martín Larrea, natural de Valladolid?
—No sólo Juan Martín, sino Miguel, Antonio y Antonio Miguel, con que me he solido disfrazar á veces.
—¿Os habéis casado con estas dos mujeres, incurriendo en el criminal delito de bigamia?
—No sólo con estas dos, sino con algunas otras que ustedes no conocen y que yo me guardaré muy bien de delatar.
Y era verdad, pues, después ha figurado en el sumario una tercer mujer de Miguel Larrea.
—¿Qué objeto habéis tenido al hacer esto, desafiando la cólera de Dios y la justicia de los hombres?
—Un objeto que no quiero revelar á Vd: primero, porque no le importa; segundo, porque no me da la gana.
—Responded con más respeto y no agravéis vuestros feos delitos con insolencias groseras.
—No me pregunte usted lo que no le importa, y en paz: yo contesto como se me antoja y no conozco derecho para hacerme responder de otro modo: si no quiere usted oir insolencias, no me pregunte impertinencias.
El provisor se mordió los labios de despecho y Larrea sonrió al ver la ira que empezaba á dominar á aquel hombre.
—¿Cuál de estas dos mujeres es la vuestra? volvió á preguntar dominándose apenas: ¿ácuál reconocéis por vuestra legítima esposa?
Larrea miró á la castellana de una manera suprema: había un poema en aquella mirada del bandido, que hizo temblar á aquella mujer extraordinaria, y volviendo sus azules ojos al provisor, replicó lleno de soberbia:
—La que usted no le importa: ya le he dicho que ni quiero ni tengo que dar á usted cuenta de los actos de mi vida. Puede usted retirarse y dejarme en paz, que este sermón es muy largo y siento que ya me duele la cabeza.
En vista de esto, el provisor salió seguido de Amalia; la castellana se había quedado allí, á pedido de Larrea.
Lo que pasó entre aquellos dos seres no se ha podido saber, porque ninguno de ellos lo ha revelado después; sólo se sabe que la castellana salió del cuarto llorosa y conmovida. Larrea quedó con los ojos inyectados de sangre, demostrando que había llorado mucho y amargamente.
¿Qué había conmovido tan poderosamente el alma del bandido? ¿la idea de que su fin se aproximaba o el dolor de perder á su mujer?
Misterio que ha quedado hoy sepultado en el corazón de la castellana y en la tumba de aquel hombre extraordinario.
Larrea permaneció aquel día negándose á responder á todo lo que se le preguntó: dijo que estaba fatigado y quería descansar, por lo que pedía no se le incomodara de nuevo.
Al día siguiente permaneció sumido en el mismo silencio, negándose á tomar alimento alguno y diciendo que le dolía la cabeza de una manera que le impedía coodinar ideas y someterse á un nuevo interrogatorio.
La acusación sobre el crimen en casa del señor Lanús, la rechazó de una manera enérgica.
Pidió que se citase para el día siguiente á su mujer, la castellana, con quien necesitaba hablar de asuntos de familia, referentes al sumario que se le instruía en la Curia, por separado.
Se le notificó que al día siguiente volvería el provisor á tomarle un nuevo interrogatorio, y manifestó que aquello era completamente inútil, pues repugnándole sobremanera aquel asunto, tenía el inquebrantable propósito de responder siempre al provisor con el tono y palabras que había empleado durante su primer interrogatorio, loque se comunicó á la Curia.
Fué citada entonces la mujer de Larrea, que concurrió al otro día, tan llorosa como había salido: traía la fisonomía enfermiza y pálida, y sus ojos abatidos por el llanto y el sufrimiento, estaban surcados por profundas ojeras y sumidos dentro de las órbitas.
Aquella mujer se había arrepentido tarde de su acción: su amor por Larrea había crecido por las contrariedades, y se había despertado poderoso, irresistible en aquella naturaleza ardiente y voluntariosa.
Comprendía que había obrado contra ella, obrando contra el bandido y al ver á éste preso y amenazado, había sentido decaer por completo su espíritu y desfallecer toda la fuerza moral de que tanto alarde había hecho al principio.
La castellana fué introducida á la pieza que habitaba Larrea, donde tuvo lugar una escena tierna y tocante: desde que el bandido había confesado todos sus crímenes, se le había levantado la incomunicación y podía hablar libremente, aunque todos sus actos eran vigilados y escuchadas sus palabras por el eterno centinela que le guardaba la puerta, pues no se creía en la conformidad del bandido, sino por el contrario, que había de intentar escaparse en la primera oportunidad; temor que hizo registraran á la castellana antes de ser introducida, por si llevaba algun arma ú objeto peligroso, pues la habían visto desmayar y no seguir adelante en su proyecto de venganza contra su marido.
Apenas se vieron aquellas dos personas, cuya conducta de los últimos días les había estrechado más en su cariño, cayeron uno en brazos del otro, permaneciendo así muchos minutos, en que no se les oyó la menor palabra. Ambos gemían como dominados por el mismo dolor y como si después de aquel abrazo debieran separarse para siempre.
Larrea se desprendió por fín de los brazos de su mujer y empujándola suavemente hasta la única silla que había en el cuarto, le dijo: — Siéntate y escucha; permaneció así algunos minutos absorbido en la contemplación de aquella hermosa cabeza agobiada por el dolor; sacudió después la suya como arrancándose de aquella contemplación arrobadora, y con un reposo extraño é imponente, la habló así:
—Es necesario que te vayas á Europa de nuevo: ya has cumplido el propósito que te trajo á América y debes regresar para no aumentar mi sufrimiento y para que no te sigan tomando por un instrumento de perdición mía, arrancándote nuevos datos que agregar á este largo sumario que me anonada y contra el de la Curia, que me molesta y me irrita sobremanera. Ya basta, pues, de sufrir.
—Yo no me voy, dijo la castellana gimiendo —mi puesto es aquí á tu lado y no puedo desertarlo para que lo ocupe esa mocosa.
—Tu puesto á mi lado no lo puede ocupar nadie, te he demostrado últimamente cuánto te he amado y te amo, puesto que por tí he renunciado voluntariamente á mi libertad: estando tú aquí yo estoy amarrado á una fatalidad invencible que arrolla y avasalla todas mis fuerzas: necesito la libertad de mi espíritu, para proceder con eficacia: yo tengo que huir de aquí, pues sabes que no he nacido para galeote y no lo intentaré mientras tú estés en América: vete á Europa y me habrás dado una prueba seria de tu amor.
—Yo no me voy, replicó llorosa, pero altiva la castellana—no me voy porque aún tengo celos y creo que tú me alejas para alejar el único y poderoso estorbo que te separa de esa muñeca; yo quedaré á tu lado hasta que huyamos juntos y no se hable más.
—Sí, te irás, dijo amargamente Larrea; te irás porque yo creeré que te quedas para gozarte en tu cruel venganza, para estorbarme la huída y darte el placer de verme vestir el traje de galeote y verme subir al banquillo.
Te irás porque no querrás exponerte á verme en esa situación, tal vez maldiciéndote y renegando de tu amor, por el odio que en mí habrá engendrado tu acción.
La castellana se sintió desmayar; aquellas palabras la habían conmovido de una manera poderosa, y un espíritu que se conmueve no niega nada, y mucho más al ser que se ama sobre todas las cosas; y aquella mujer amaba al bandido con delirio, lo amaba de una manera poderosa, como aman las mujeres ardientes al hombre que les ha inspirado el primer amor de niña y que ha llegado áser en ellaun ídolo, un culto innato, cuyo encanto no hay acción capaz de hacer borrar.
Ciertas acciones como las de Larrea, llegarán á hacer dormir en el seno de una mujer una pasión de este género, sueño que es mantenido por la venganza, pero á un ruego del hombre, á uña lágrima, al temblor de su voz suplicante, la pasión despierta más fresca, más poderosa, más incisiva, y el hombre vuelve á ocupar un sitio en el corazón de la mujer, recobrando todo su imperio, todo su encanto, todo su dominio, porque la mujer no obedece jamás á la razón fría, sino al impulso de sus sentimientos más delicados y más tiernos que en el hombre.
En el hombre la razón es mucho más fuerte: es la fuerza á que obedecen todos sus actos.
En la mujer es siempre el sentimiento el móvil que la impulsa.
He ahí la razón de esa abnegación sublime y sin límites que se encuentra en la madre que nos cubre de todo peligro sin mirar para atrás, y que no se encuentra en el severo cariño del padre que nos indica el camino del honor, á pesar del peligro, á pesar de todo.
Lo mismo puede conservarse en los amantes, cuyo amor, al lado del paterno, es un amor en segunda escala.
El hombre abandonará á una amante, cediendo á mil razones á las reflexiones de padre, al frío y severo razonamiento del amigo íntimo, á cualquier razón poderosa.
La mujer no conocerá razón suficiente á hacerla abandonar su amante ni aún el desprecio que le rodea, porque sus sentimientos son superiores á la razón que guía las acciones del hombre que no es bastante á obrar sobre las de la mujer.
Larrea había renacido en el corazón de la castellana, y la había vencido,—había conmovido sus sentimientos y se había apoderado de ella, que si había resistido á las razones del bandido, no pudo resistir á su lenguaje tierno y apasionado.
La castellana lloró y prometió al bandido que se embarcaría en el primer vapor que saliera para Europa.
—No tardaré en juntarme contigo, le dijo Larrea—ahora quiero hablar dos palabras con el hombre que te acompaña.
La castellana se asomó á la puerta, llamó y en seguida se presentó en el cuarto de Larrea el terne que la acompaba.
Era este un hombre fuertemente simpático —su fisonomía viril y un tanto feroz, estaba endulzada por un par de ojos negros y traviesos y adornada por unas tupidas patillas que los españoles llaman de chuleta, por sus formas.
El aspecto de aquel hombre era picaresco y resuelto.
Tenía el hábito de rascarse siempre la patilla izquierda con gran sorna, caricias que prodigaba con más ó menos frecuencia, según lo embarazoso de las circunstancias.
Era un mozo criado en la casa del padre de Larrea, célebre organista de Valladolid, y había venido acompañando a la castellana á quien tenía un profundo cariño, resuelto á evitarla toda desgracia aun á costa del mismo Larrea.
El terne entró á la pieza donde estaba el preso, con su ancho sombrero en la mano interrogando á la castellana con una mirada inteligente, como diciéndole ¿qué quiere que haga? ¿por qué me llamas?
—Entra, Balloch, le dijo el bandido, quiero hablar contigo cuatro palabras y hacerte una recomendación: Tú has venido acompañando á ésta y acompañándola es preciso que regreses á Valladolid: es necesario que la evites todo peligro, pues tal vez la persigan, y la dejes en casa de mi padre sin que e...

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