La regla del juego
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La regla del juego

Testimonios de encuentros con el psicoanálisis

  1. 328 páginas
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La regla del juego

Testimonios de encuentros con el psicoanálisis

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Información del libro

Este volumen consiste en una serie de testimonios, diversos y complementarios, acerca del papel y la importancia del psicoanálisis en la búsqueda de espacios de libertad.Pese a su juventud, surgido hace apenas un siglo, el psicoanálisis ha marcado con huellas imborrables la cultura occidental. Sigmund Freud y Jacques Lacan abrieron este saber para preguntarse por aspectos hasta entonces insondables de la religión, la autoridad patriarcal, el derecho, la ley, el arte y la literatura.El siglo XXI asiste a una conversión de las sociedades, en la que se impone el criterio evaluador y las imágenes asumen el fundamento de la ciencia. En el cerebro radica la verdad de lo psíquico y a través de las IMR (imágenes por resonancia magnética) se cree acceder a lo singular de cada sujeto; se trata de un campo propicio para lanzar una ofensiva contra el psicoanálisis que intenta invalidar una presencia y una influencia insoslayables.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2018
ISBN
9788424937997
Categoría
Psychology
Categoría
Psychoanalysis

ISABELLE ADJANI

Actriz

DEL LADO DE LA VIDA

Durante años, en la búsqueda ambivalente de un analista que hiciera «hablar» mi análisis, aprendí que no hay buen o mal analista. Hay verdaderos psicoanalistas y otros que no lo son. Yo estoy en cura analítica con un analista freudiano desde hace ya cierto tiempo.
En Francia, en el ámbito de los actores y de las actrices, me doy cuenta de que todavía es cosa corriente «temer» la cura analítica e identificarla con una cura de desensibilización. Desensibilización de los síntomas, de su motor negativo, verdadera falsificación psíquica del impulso vital y de su complejidad, que un día, sin embargo, todo artista puede decidir no confundir con el don, el talento y hasta la inspiración y la gracia, si fuera el caso.
A menudo escucho decir: «Yo me curo actuando», «Ponerme en la piel de un personaje es mi terapia, así nunca soy yo mismo», y muchas otras declaraciones de resistencia contra un inconsciente que hace trampa ante cada logro, es cierto, pero que nos hace trampa cuando retorna, ese famoso retorno del rechazo, reforzando todo lo que no va más cuando se trata de ser uno mismo, más aún cuando se trata de respirar por uno mismo.
Antes de deshacerme de esta superstición, hasta diría de esta religión de los síntomas, y de correr el riesgo de desplazarme, porque por supuesto es un riesgo, hacia el lado de la simbolización, el lado de la socialización, necesité tiempo, ese tiempo de la necesidad real de ponerme... del lado de la vida.

LAURE ADLER

Periodista, escritora

UNA DIGNIDAD NECESARIA

Fue por un libro que tomé prestado en la biblioteca del liceo de niñas de Clermont-Ferrand que tuve la revelación de la existencia del psicoanálisis. Revelación. La palabra no es tan fuerte como la impresión física, psíquica que me causó La interpretación de los sueños, llevándome lejos, al interior de lo que creía ser.
Ciertamente, los tormentos de la adolescencia nos llevan inevitablemente a sentirnos acosados por la obsesión de la identidad, los contornos de fronteras, a enfrentarnos con la opacidad de lo real. Banalidad, pues, del desconcierto —¿quién soy yo para el otro?, ¿quién soy yo verdaderamente para mí?, ¿hasta dónde llegan los contornos de mi cuerpo?, ¿qué lugar puedo autorizarme a tomar en el mundo?, y ¿estoy allí verdaderamente?—. Período propicio para las arenas movedizas, el suelo que vacila, los deseos de borramiento. La lectura constituía una fuente de sosiego. Lecturas febriles pero apresuradas, porque estaban saturadas de deseos de introspección de los caminos de la libertad, recogimiento ante las páginas aprendidas de memoria de Simone Weil con, en sordina siempre, ese deseo de huir. Pero ¿adónde? De desaparecer. Pero ¿cómo?
La interpretación de los sueños me salvó de ese halo mortífero que yo atribuía al hecho mismo de la existencia, me forjó una arquitectura general de lo que podía significar estar en el mundo, encendió la luz en el fondo de los fondos donde yacían seudosecretitos de los que pensaba que me protegía, pero que no eran más que acumulaciones y sedimentaciones de vanidades y de mentiras elaboradas desde la tierna infancia.
Ése fue el inicio de la revelación. El psicoanálisis, para mí, fue en primer lugar la incorporación de textos de Freud, el descubrimiento de la terra incognita, la posibilidad de construirse a sí mismo, el método para escuchar a los otros, una manera de recordar los sueños, un cuidado, un respeto, una dignidad necesaria y vital acordada al reconocimiento del Otro. Toda una marcha solitaria. Por otra parte, no deseaba hablar de eso, que salga de mí con palabras. Era un ensamblado de meditaciones, de reflexiones que se sedimentaban aquí y allá en el interior. Se construía, construía no sé qué. Poco importaba. No se trataba ni de la introspección ni de machacar.
Tuve la suerte de formar parte de una generación que tuvo la impresión de descubrir a Winnicott, Melanie Klein y Jacques Lacan leyendo a maestros que no dudaban en hablar de clínica y en permitirnos entrar en el laboratorio de sus conceptos a partir del sufrimiento.
Quizá por eso el psicoanálisis nunca ha sido para mí algo etéreo, complicado, disimulado. Por el contrario, de lo que se trataba era de revelación y despliegue del mundo. A riesgo de parecer ridícula, me atrevería a confesar que esperábamos los textos de Jacques Lacan como un encauzamiento, una serie de enigmas, de frases para rumiar. Muchas nos parecían de una luminosa claridad, a otras no conseguíamos quitarles el cerrojo. Estábamos del otro lado de la puerta, pero poco importaba. Porque de los Escritos de Jacques Lacan hablábamos entre estudiantes. Lacan era el principal tema de discusión, el motivo para encontrarnos, la ocasión de largas marchas por París, donde, gracias a él, surgían cuestiones que no siempre nos atrevíamos a plantearnos. Algunos pretendían comprenderlo. Comprender todo en él. Yo no los envidiaba. A veces, me gustaba mucho no entender nada. Y fue a partir de este conocimiento de lo incomprensible cuando se operó el vuelco. El deseo de entrar en psicoanálisis. Yo digo entrar en análisis. Porque de eso se trataba exactamente. De un comienzo.
Me acuerdo de la hora —siempre la misma— de la luz del día en ese momento —de las mañanas en que tenía sesión y no me despertaba y no dormía de la misma manera en que los días sin ella—. Porque durante todos esos años, había los días con y los días sin. Las noches antes, en que los sueños proliferaban, y las noches de después, en que los sueños se escapaban pero se chocaban. Era una buena paciente. Seguramente demasiado. Una máquina de soñar, una obsesiva de la interpretación. Ella no tardó en hacérmelo saber... Ella, era una mujer, la había elegido mujer y por supuesto lacaniana.
Pero muy pronto tuve la impresión de que era ella quien me había elegido en la manera de acompañar mi existencia sin decirlo nunca, en su presencia-ausencia, en esa voluntad con la que ella me alentaba a soltar prenda finalmente. Aquel tiempo forma parte de un ciclo de vida. En efecto, toda mi vida estaba teñida por el psicoanálisis que hacía. Entre una sesión y otra no pensaba en eso en particular. Venía, se iba, venía, así, sin avisar. Y muy a menudo en el momento oportuno.
Una vez quise abandonar. Esa mañana me había armado, había preparado las palabras para decirlo. Ella me dejó hablar, no respondió y al terminar la sesión solamente dijo: «Hasta la semana que viene». Comprendí que era demasiado pronto. Pero ¿no es siempre demasiado pronto?
Como una soldado que comprende que ciertos obstáculos deben imperativamente ser afrontados, el martes siguiente por supuesto acudía a la cita. Durante años, tres veces por semana, tres cuarto de hora. Recuerdo el lugar, el aspecto del camarero del café, los porteros lavando la acera en esa calle tranquila. Cuando leo un libro de Patrick Modiano, siento esa misma impresión de hipersensibilidad, de tentativa de ajuste conmigo misma, de estar de sobra, pero de estar.
Un día, sin haberlo decidido, le dije que se había terminado. Ella me dejó partir con una luminosidad en la mirada que yo interpreté como una aceptación.
Años después, ella publicó un libro que me envió, yo estaba en la lista de prensa. Mi trabajo era entrevistar a gente que me enviaba ese tipo de libros. Dudé. Ella aceptó venir. En el plató por primera vez, hablaba ella. Yo no podía mirarla y menos hacerle una pregunta. Ella entendió y se autoentrevistó.

AGNÈS AFLALO

Psiquiatra, psicoanalista

LA SUERTE DE UN ENCUENTRO

Yo encontré a Freud, leyéndolo, cuando tenía doce años, y no es excesivo decir que a él debo desde entonces mi decisión de querer ser psicoanalista. Yo encontré el deseo de Lacan a los veinticinco años y creo legítimo reconocer que la suerte de ese encuentro cambió mi vida.
Sin embargo, la primera interpretación, que fue la que decidió la elección de mi nombre, y construyó mi destino, la debo a mi padre. En el París pobre de posguerra, para ellos extraño, mis padres habían perdido una hija al poco tiempo de nacer. En la clínica, para afrontar los riesgos reales de un nuevo embarazo, la invocación materna salmodiaba, en un semisueño, el nombre de un santo varón, dueño del milagro que debía salvarla: «Rabbi Meir Baal Hanes». Mal oído, ese dicho se le apareció como el llamado a una Agnès enigmático para ella. El padre, convocado, interpreta el equívoco translinguístico Agnès-Hanes, lo promueve al rango de oráculo milagroso, lo decreta marca de una suerte divina, y decide que si es mujer, la llamará Agnès. Así es como mi nombre, heredado del santo varón, se convirtió en síntoma: adueñarse del milagro encarnando la suerte de otro caído en desgracia. No faltarían ocasiones.
Endosar los hábitos del milagro fue juego de niños. Pero el milagro era caprichoso, tomaba cuerpo sobre todo con la llegada de los más pequeños. Además, no impedía ni las ausencias de un padre imantado por otros deseos ni la hipocondría materna que envolvía a cada hijo en una angustia deletérea y apelaba constantemente a la renovación del milagro de la vida por salvar dejando de lado todo lo demás. La elección paterna y la bendición divina marcaban al niño providencial refugiado en el amor del padre. Sin embargo, la creencia, quebrada ya por la preferencia materna por el hijo mayor, fue seriamente cuestionada, a los doce años, con el nacimiento del menor. Por su propia defensa y con la muerte en el alma, el niño elegido debió rendirse ante la evidencia, el saber paterno, por más divino que fuera, estaba marcado por el sello de la impotencia. La verdad enclavada en el cuerpo no dejaba de interrogar al oráculo. El divino azar convertido en necesidad multiplicaba inexplicablemente la suerte con la desgracia. ¿Cómo adueñarse del milagro?
Aprender a leer y a escribir el idioma del milagro no fue suficiente. La delicada tarea de traer suerte necesitaba un saber más extenso. Pasó por el de otras lenguas escuchadas en la casa, y el amor se dijo amor. Los sonidos de esas lenguas marcaban el cuerpo y sellaban las paradojas de ese destino sin dar las claves. Era necesario entonces otro saber cuyo real estuviera más asegurado. Y en ese momento encontré a Semmelweis y a Freud sucesivamente. La lectura de sus descubrimientos dio un vuelco a mi vida. Semmelweis descubrió la ley de la asepsia que cura la fiebre puerperal fatal para la madre y el niño. El cumplimiento del milagro de la vida salvada concordaba muy bien con la ciencia. La mirada y el saber del científico doblaban a los del padre, con el agregado de la demostración que llevaba consigo la convicción: el saber faltante podía complementarse con un plus de saber que lo haría consistir y haría comprender la verdad del oráculo. Decidí ser médico.
¿Qué remordimientos debía adormecer para tomar semejante decisión? Al descubrir a Freud, poco después, se reveló bruscamente el cuerpo del delito: el milagro de la vida salvada para la madre y el niño estaba fantasmatizado. La ley científica necesaria era sólo universal. La causa, porque era singular, la había suplantado. Mejor la verdad incandescente que la mentira tibia. Esta exigencia imponía a partir de allí el recurso del saber del psicoanálisis. Éste pasaría por la medicina y sus fallas, y por Freud.
Las proscripciones alimentarias y la relativa libertad parental en lugar de los ritos religiosos desplazaban la batalla al campo de los desórdenes de alimentación. Luego, el encuentro con los maestros religiosos hizo fracasar la fascinación por la renuncia jansenista y las tentaciones de la religión. El encuentro con un maestro filósofo y sus impasses, al final de la adolescencia, fue la primera oportunidad para hacer consistir el milagro del saber salvador fuera de la casa: él había sabido ver, él también, la preciosa verdad, pero puesta por escrito en el cuerpo del texto. Convertida en Diotima, yo esperaba enseñar el Sócrates por venir.
El despertar de la primavera puso en jaque, una primera vez, al imperativo de producir el saber que falta al Otro para encarnar su suerte, y la otra cara de la moneda tomó cuerpo por el lado del gran sueño. Despierta para dormir mejor en el milagro, y con el bachillerato en el bolsillo, la facultad se hacía accesible. Por desgracia, Freud quedaba demasiado lejos y el deseo del hombre, demasiado cerca. La muralla de don Juanes acumulados empezaba a desmoronarse. Para convertirme en psiquiatra, once años en firme y el aburrimiento ante todo. Los intentos por encontrar el saber del psicoánalisis en la universidad se saldaban con un fracaso: «ciencia de los textos» demasiado oscura, y la psicología oscurantista. Un día, al empujar por casualidad la puerta de un curso, escuché a un joven profesor que comentaba un texto arduo sobre la sexuación escrito por un psicoanalista cuyo nombre me era apenas conocido, Lacan. Cada frase desplegaba una luz incandescente. Allí sí está Freud: el mismo rigor lógico, la misma exigencia de demostración, el mismo acento de verdad. Un ejército de autores de los que en muchos casos escucho su nombre por primera vez. Ese día de otoño de 1975, en Vincennes, Lacan hizo su entrada en mi vida, y el deseo de este enseñante me hacía saber que después de tantos años Freud tenía un sucesor. Jacques-Alain Miller acababa de presentármelo.
En el extranjero, el encuentro con quien hizo advenir la mujer precipitó la primera cita con un psicoanalista. Dos rasgos lo marcaban: debía ser lacaniano y estar dentro de mi precio. ¡Qué encuentro: no me decía nada y anotaba todo! Así con el oráculo reducido a silencio, el milagro de la transferencia fue el de «divanes profundos como tumbas». La búsqueda del ser se hizo letra muerta, y el goce de la bella durmiente ocupó toda la escena durante meses: estirarme en el diván, dormir los veinte minutos rituales, despertarme, pagar e irme. Apareció la idea de que el psicoanálisis y los psicoanalistas eran dos. Conocer las consecuencias de este descubrimiento llevaría un tiempo. Poco después, el encuentro c...

Índice

  1. Prefacio
  2. La regla del juego
  3. Notas