Más Europa, !unida!
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Más Europa, !unida!

Memorias de un socialista europeo

  1. 400 páginas
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Más Europa, !unida!

Memorias de un socialista europeo

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Enrique Barón nos ofrece en este libro el recuento de una vida dedicada a la acción política a la vez que un dibujo bien estructurado y contextualizado de una época crucial y una reflexión certera y en profundidad acerca de aspectos de la práctica política, el cambio en España y la construcción europea como una unidad económica y una democracia social de carácter supranacional. Diputado en las cortes constituyentes, entró en el primer gobierno de Felipe González como ministro y, tras su salida del ejecutivo en 1985, inició un largo periplo en el Parlamento europeo que lo llevó a su presidencia entre 1989 y 1992, los años apasionantes que siguieron a la caída del muro de Berlín.Premio Gaziel de Biografías y Memorias 2012.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2014
ISBN
9788490563076

1

EN EL MUNDO
«Al revolver una esquina se volvieron a encontrar...». Purita y Rafael, mis padres, se dieron de bruces en Santander a principios de abril de 1939. Acababa de terminar la Guerra Civil, mi padre había viajado desde Madrid en el tope de un atiborrado tren tras enterarse de que mi madre había conseguido trasladarse a la capital cántabra. Ella no sabía si él, con el que había estado a punto de casarse tres años antes, estaba vivo, aunque guardaba siempre una llama de esperanza. Se casaron de inmediato, con la inmensa fuerza de haber sobrevivido a la hecatombe. Recuperaron el tiempo perdido engendrando ocho hijos. Fui el tercero.
Nací el 27 de marzo de 1944 en el quinto piso de un inmueble sito en la calle Don Ramón de la Cruz, en pleno barrio de Salamanca en Madrid. Fui el último de mis hermanos que nació en casa; los demás nacieron en la clínica. En España, 1944 fue un año de hambre, uno de los más duros de una larga posguerra. Afuera, el mundo era aún menos apacible. La segunda parte de la Gran Guerra que ocupó la primera mitad del siglo XX europeo avanzaba, con sangrienta saña, hacia su fin. En Italia se libraba la batalla de Montecassino, que abría las puertas de Roma; en Gran Bretaña seguían los bombardeos sobre Londres, mientras se preparaba el desembarco de Normandía, y en el Lejano Oriente la batalla del Pacífico se iba endureciendo. Hacía un mes que Primo Levi había ingresado en el campo de concentración de Auschwitz.
De todas esas cosas me fui enterando mucho más tarde. El exterior apenas existía para una generación que había vivido el cruel trauma de una guerra civil, en la década de 1930, una de las más dramáticas de su historia. Su horizonte era la lucha por la vida cotidiana. El mundo que fui descubriendo era de calles casi vacías, donde pasaba de vez en cuando un auto con gasógeno, tranvías y autobuses de dos pisos —el de arriba era un paraíso para los niños—. Conocía de memoria los escasos coches de mi barrio, casi todos de antes de la contienda, con marcas como Adler, Tatra, Studebaker, Delage..., estacionados en la calle a distancia unos de otros como esculturas.
El lugar más mágico en la calle más importante del barrio, Conde de Peñalver (antes Torrijos), era el Bazar Horta, una juguetería cuyo escaparate lamíamos con ansia infantil, contemplando los juguetes que podíamos pedir en la carta a los Reyes Magos, coches o trenes de Payá de lata para los chicos o, como máximo, un Meccano, y para las chicas una Mariquita Pérez. Con todo, lo que más me sirvió fue la construcción del parque Eva Duarte de Perón al final de la entonces calle de Lista (hoy Ortega y Gasset). Un regalo de la enjoyadísima presidenta de Argentina y a la vez lideresa de los descamisados que dejó una profunda huella en aquel gris Madrid. Huella que ha pervivido en el imaginario del siglo XX no solo en la comedia musical o el cine. Recuerdo cómo, en reuniones en Ginebra, los fornidos sindicalistas del SMATA argentino hablaban de ella como si fuera la Madonna.
El parque surgió en unos solares donde nos despellejábamos las rodillas y rompíamos los pantalones por los taludes. De la tierra pasamos al césped, un lujo para los hijos del clima mesetario. Aún hoy cuando piso la hierba en lugares húmedos me parece una transgresión y me viene a la memoria el cartel de PROHIBIDO PISAR BAJO MULTA DE CINCO PESETAS. Se construyó en un descampado al lado de los restos de una sala de fiestas, Villa Bolonia, por las que se trataba de evitar nuestra presencia para no ver a hombres y mujeres encontrándose recelosos y a escondidas, en lo que más tarde comprendí que se trataba de un lugar de prostitución.
La Argentina como cuerno de la abundancia tuvo un gran impacto en aquel momento. La llegada de barcos cargados de trigo y carne fue una gran noticia de portada. La visita de un primo de mi madre, Juan Areú Crespo, con su familia, completó el cuadro. Era secretario de juzgado en Posadas (Misiones), la tierra donde los jesuitas habían creado una república comunista mística cuyos restos visité años más tarde. No solo tenía coche, sino que además nos contaban como costumbres normales tirar carne o pan sobrante al tacho (cubo de la basura). En el caso de las mujeres, traían ropa interior de nailon, entonces desconocido en España. Era una tierra de promisión
El abastecimiento era una tarea cotidiana, y a menudo una batalla. En el mercado se podían comprar algunos alimentos perecederos que se guardaban en la fresquera (una alacena con rejilla metálica) un par de días, mientras que el aceite, el azúcar, la harina, el arroz o las legumbres secas se adquirían con la cartilla de racionamiento en la tienda de ultramarinos o en el economato, donde se podía comprar con descuento con la cartilla del Ejército, la Marina u otros cuerpos. Había algunos artefactos que llamaban poderosamente la atención a un niño: el dosificador de aceite, la bacaladera con su amenazador y desmesurado cuchillo de guillotina, las ruedas de arenques secos, el lápiz que los tenderos llevaban en la oreja, a veces acompañado por un pitillo, y chupaban para escribir con un tono violáceo. Colgaba un cartel difícil de entender a la primera: HOY NO SE FÍA, MAÑANA SÍ. Más tarde vi su versión francesa en una barbería: MAÑANA SE AFEITARÁ GRATIS. Muy apreciado era el chusco, un pan con una calidad y una densidad de harina incomparables, que conseguía la tía Josefina, que trabajaba de mecanógrafa en el Ministerio de la Guerra y nos tejía jerseys.
En la boca del metro de Lista, unas mujeres vestidas de negro con pañuelos en la cabeza —muy usuales entonces en los pueblos— asían una bolsa o capacho y ofrecían con mirada recelosa comida, cigarrillos, tabaco para liar y caramelos. Vendían productos del mercado negro bautizados como «estraperlo», un nombre que se decía italiano pero que en realidad era un acrónimo de los socios holandeses (Strauss, Perel y Lowann), inventores de un juego de ruleta eléctrica que generó un famoso escándalo de sobornos durante la Segunda República.
Había una vaquería enfrente de casa; entonces el ganado estaba estabulado en plena ciudad, y se podía contemplar al amanecer cómo el lechero procedía a bautizar generosamente la leche. La nata era un preciado manjar por el que fui castigado, ya que me levantaba por la noche para comérmela. El yogur se vendía en las farmacias y te lo daban solo cuando tenías problemas intestinales, lo cual me llevó a simular estar mal de la tripa dada mi pasión por tan maravilloso producto. Ayudábamos a cribar las lentejas o los garbanzos para quitar las piedras o los bichos o a hacer pan de higo con almendras e higos secos que enviaban parientes de mi madre desde Murcia.
La cocina era de carbón y el agua para el baño había que calentarla expresamente. Las restricciones de luz se mantuvieron hasta entrada la década de 1950, lo que dio lugar a la elaboración de ingeniosos sistemas de lámparas de pilas, en cuya construcción mi padre, electricista en su juventud, tenía mucha habilidad. Los objetos eléctricos o domésticos se reparaban y canibalizaban para aprovechar sus piezas. Las cacerolas se lañaban con soldaduras, cosa que volvería a ver en la India rural muchos años después. Se reciclaba todo.
Del grifo solo salía agua fría y los radiadores de calefacción tenían un valor decorativo tanto en casa como en el colegio, a pesar de que su importe figuraba con implacable regularidad en los recibos. Los inviernos eran más fríos, lo que se notaba aún más porque llevábamos pantalones cortos. Ponérselos largos formaba parte de los ritos iniciáticos de la adolescencia.
Desarrollé mi resistencia superando enfermedades. Además de las propias de la niñez en una familia numerosa como el sarampión, la varicela o la escarlatina, me tocaron algunas poco comunes hoy. Primero, la difteria, que te hinchaba como un personaje de Fernando Botero; no se cabía en el pijama, se curaba con gigantescas inyecciones de litro de suero de caballo, seguidas de las fiebres paratifoideas. Luego, el llamado reuma infeccioso, una fiebre persistente que me tuvo en cama durante casi medio año en 1951 con la preocupación por un posible soplo al corazón. El tratamiento eran unos horribles salicilatos por vía bucal que destrozaban el estómago y una dieta de leche recocida que me produjo una aversión felizmente superada a los lácteos. De paso, me sirvió para adquirir una completa cultura radiofónica con los seriales, los culebrones de la época, uno de cuyos autores era homónimo de mi padre. De vez en cuando aparecían por casa o llamaban radioyentes angustiados que producían un gran disgusto familiar.
Me leí todos los tebeos de la época, desde Roberto Alcázar hasta Capitán Trueno, pasando por Superman y el pato Donald, a lo que ayudó una actividad pionera de reciclaje, la venta como papelote de los periódicos viejos. Me acostumbré a leer la prensa diaria, que en aquella época se encarnaba en el ABC, periódico cuya máxima virtud era su formato considerado más fácil de leer y, según decían las tías, las esquelas.
También hacer recados me permitió cometer mis primeras sisas. La primera vez que me acusé de haber hecho cosas feas en la confesión, el padre me preguntó envolviéndome con su cargado aliento cuántas veces y con cuántos, lo que a mis siete años me llenó de desconcierto, ya que no comprendía la relación entre los dos reales que me había embolsado y una red de cómplices. Más tarde comprendí que la obsesión pertenecía a la esfera sexual e intuitivamente procedí a evitar, como muchos compañeros, ocasiones peligrosas con algunos portadores de sotana.
La otra fuente de información era la radio con su parte de información horario que acababa con los gritos patrióticos de rigor. Dominaba la copla, desde Concha Piquer a Antonio Molina, el bolero con Antonio Machín y sus «Angelitos negros», precursor himno antirracista. Disfruté en la cadena SER con el programa el «Hotel La Sola Cama» de Pepe Iglesias, «el Zorro», un inaudito ventrílocuo argentino.
La secuela del reuma fue un cambio de metabolismo por el que engordaba y no crecía, a lo que se añadió el tremendo descubrimiento de ser miope. Esto último me ocurrió en primero de bachiller, cuando dejé de ver la pizarra desde mi pupitre. Llegar a la adolescencia rechoncho y gafotas me acomplejó, pero lo combatí gracias al empeño de mi madre, a base de un severo régimen alimenticio y ejercicio físico de gimnasia sueca. Dos métodos para disciplinarme de gran utilidad para formar el carácter en una etapa decisiva de la vida.
Criatura urbana, descubrí la naturaleza en la huerta en Alhama de Murcia, un vergel rodeado de montañas desérticas. El verano era la ocasión para partir desde la Estación de Atocha. Las estaciones de ferrocarril son esos centros urbanos vitales que desde mediados del XIX animan el corazón de las ciudades. En este caso, se trata de un original conjunto donde todavía figura en relieves de forja sobre el tejado el nombre de la compañía original MZA (Madrid, Zaragoza, Alicante). Muchos años más tarde me tocó como ministro iniciar con un concurso de ideas su transformación en monumento y espacio cívico casi tropical y su ampliación al actual AVE.
En la década de 1940, el espectáculo de la estación era cautivador para un niño: negras y mastodónticas locomotoras negras con su gran ojo de Polifemo al frente, monstruos vivos que resoplaban vapor y despedían carbonilla, creando un ambiente entre amenazante y subyugador. Lo oscuro y gris dominaba en el ambiente y la indumentaria de las gentes que cargaban maletas de madera o cartón con cuerdas o correas y bultos variopintos o cargaban los mozos en carritos.
La familia, con un miembro más casi cada año, llenaba ella sola un compartimento de 2ª, aprovechando el descuento de familia numerosa, la única ayuda real que concedía el Régimen a las familias numerosas en opinión paterna. Un expreso de noche, que de tal solo tenía el nombre, en el que la máxima proeza era despertarse a media noche al grito de «navajas de Albacete» en su estación y levantando un ángulo de la cortinilla ver a la débil luz de una vacilante bombilla unas sombras con la pechera llena de los renombrados fierros de la tierra. A la mañana siguiente, tras tomar el tren de vía estrecha llegábamos a Alhama de Murcia, llenos de carbonilla, a una finca de regadío con tres cosechas al año, propiedad del tío Juan José, un señorito murciano que vivió en la desmesura toda su vida gracias a una sucesión de herencias encadenadas que dilapidaba en el juego y la juerga. Concretamente, esta finca la perdió en el casino. La última vez que le vi, su sentencia fue: «Hijo, ya no puedo ver ni las zagalas ni para injertar, así no vale la pena vivir».
En aquella finca aprendí a nadar en una balsa de riego a través del poco ortodoxo procedimiento de ser echado al agua y tener que salir sin ayuda, cosa peliaguda por el resbaladizo verdín de los bordes. También descubrí el maravilloso mundo de los animales de granja, gallinas, pollos, conejos, caballos, mulos, burros o los bueyes de Rodrigo, un gañán que nos hacía juguetes de caña con su navajilla, comí tomates o frutas recién cogidos, vi eras tapizadas de ñoras rojas. No faltó la aventura de explorar el castillo moro y sus pasadizos.
Un mundo desaparecido para la mayor parte de los niños de la sociedad urbana y desarrollada actual, donde se llega al extremo de creer que la leche o los huevos surgen de los anaqueles del supermercado. Tiene razón Michel Serres cuando dice que
el que muchos niños no hayan visto ni vivido de cerca ni una granja con un campo de cultivo es, sin duda, una de las mayores rupturas de la historia desde el Neolítico a efectos educativos y de comprensión del mundo.[1]
Todavía en la España de la década de 1950, la mitad de la población era campesina, de lo cual se desprende que la mitad de la actual es hija o nieta de gentes que venían de un mundo rural cuya esencia no había cambiado en milenios. Seguramente, las migraciones masivas que se producen con ocasión de cada puente o vacaciones en un país que se vació en la década de 1960 guardan relación con este fenómeno de desarraigo.
A comienzos de la década de 1950, la familia empezó a veranear en Fuengirola. Tras el viaje en tren de noche a Málaga, nos recogía en la estación un taxista llamado Salvador con un Ford de la década de 1930, que para ahorrar apagaba el motor cuesta abajo, una práctica considerada con razón suicida por los expertos en automovilismo; afortunadamente no pasó nada. El camino era desértico; en Torremolinos, un arrabal gitano en la época, destacaba, aislada, la gran villa de estilo oriental. Cada año al volver veíamos cómo los eriales vecinos a la costa se iban poblando de chalets y hoteles.
Fuengirola era un pueblecito de pescadores de bajura cuya mayor actividad era el copo, una red comunal que recogían al atardecer con un resultado más que aleatorio. Por la noche las pequeñas traíñas con sus luces puntuaban el mar con un lejano y asmático traqueteo de sus motores diésel. Las barcas tenían u...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. Cita
  5. Introducción
  6. 1. En el mundo
  7. 2. El colegio
  8. 3. Precursor Erasmus
  9. 4. Universidad y sociedad
  10. 5. Abogado de derechos humanos
  11. 6. La unidad socialista
  12. 7. Constitución de día, reforma fiscal de noche
  13. 8. Cuestiones constitucionales
  14. 9. Los electrochoques
  15. 10. El 23-F
  16. 11. Del golpe al gobierno
  17. 12. El Gobierno
  18. 13. Al Parlamento Europeo
  19. 14. La presidencia
  20. 15. Berlín, de muro a puerta
  21. 16. El Tratado de Maastricht
  22. 17. Ampliación-profundización
  23. 18. El euro y la cultura de la estabilidad
  24. 19. De la Constitución a Lisboa
  25. 20. Europa y la cultura
  26. 21. El español, activo de futuro
  27. 22. Europa en el mundo del G-20
  28. 23. ¿Más Europa?
  29. Pliego de imágenes
  30. Notas