Año Nuevo en Sudán
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Año Nuevo en Sudán

  1. 224 páginas
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Año Nuevo en Sudán

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"Sudán, tan ancho y bello, tan polémico en las alturas y tan humano a pie de calle". Existen territorios que, a pesar de su exuberancia, su riqueza histórica y su gran componente mítico, permanecen desconocidos para el gran público occidental. Sudán, el gigantesco país africano ubicado al sur de Egipto, es uno de esos territorios. Esta joya oculta atravesada por el Nilo de sur a norte y bañada por las aguas del mar Rojo es el destino ideal para huir de los convencionalismos artificiosos cada vez más arraigados en suelo europeo.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2015
ISBN
9788490566152
Categoría
Travel

MIÉRCOLES, 1 DE ENERO

Un año nuevo, como un libro abierto, tiene por fuerza que dar esperanza. Luego pasarán las páginas y las realidades y lo que todo el mundo quiere es que sean mejores que las del año enterrado. Ya veremos. Hoy, como si tal cosa, porque aquí no es fiesta, el mercado de Kassala rebosa de actividad, y hace el mismo calor que el año anterior. En mi hotel no hay restaurante, así que para desayunar cruzo la calle y voy a la freiduría de enfrente, por llamar de alguna manera a un sitio con dos mesas y dos sillas de plástico, regido por un joven desdentado, pero que suple su falta de dientes con una simpatía arrolladora. Es un gran freidor de tamiya, las oblongas empanadillas de pasta de alubias del país, pero me parece un poco pronto para meterme esa bomba, así que opto por algo más moderado, o eso me parece hasta que veo que usa el mismo aceite para freír dos huevos.
Mazin viene con su moto, que ha tuneado con una calavera (muy al estilo norteamericano), dispuesto a hacer un pequeño viaje por las afueras de Kassala. Hoy me va a llevar a Aweitila, donde se alza una montaña de piedra lisa, como Totil, acaso aún más elevada. En sus cavidades y repechos habitan muchos mandriles y algunos toman el sol a poca distancia de nosotros, ignorando a los humanos y sus afanes. Cerca de allí hay un par de rocas aisladas que se inclinan una sobre otra y dan la idea de que se besan. Por el camino de polvo pasan cada dos por tres pequeños rebaños de cabras, generalmente al cuidado de pastorcillos. Cerca fluye, cuando lo hace, el río Gash. En esta época, desde luego no corre nada: el lecho del río se limita a ser una rambla de arena muy ancha con guijarros con motas relucientes, como encerrando una promesa aurífera. Según calculo, su cauce puede alcanzar los cien metros en algunos tramos.
—Es una sinya —me dice Mazin cuando me sorprendo al ver una ardilla correteando delante de nosotros.
Luego la conversación recae en los campesinos que van montados en asnos.
Humar es asno, no buraq —me precisa Mazin, que será de ciencias, pero la base coránica no le falta—. Veo que sabes que Al Buraq era la montura de Mahoma para subir al cielo en Isra wal-Mi’raj, el Viaje Nocturno. Eso está bien.
Damos luego un paseo hasta una laguna medio seca. En la somera agua que le queda en el centro bandadas de pájaros de montaña (ter yebel) dan una nota espléndida de vida y potencia. Me gustan esos pájaros blancos y revoltosos y me evocan los charranes del mar distante en este primer día del año. Para otros augurios ahí está en medio del camino el cuero de una vaca muerta y sus costillas que el viento lija una y otra vez.
Las orillas al sur del Gash, y en especial una zona que aquí llaman Sawagi Janubiyya, son muy feraces incluso en esta estación seca. Veo huertos grandes de naranjos y cultivos extensos de cebollas y plataneras. Según Mazin, se dan bien hasta los mangos.
—Aquí se producen las mejores frutas y verduras de Sudán.
Ya le he explicado a Mazin que mi mayor interés sería visitar a gente tribal. No lo olvida y me lleva en poco tiempo por sendas rojas de polvo a una aldea, incluso a algo menos que eso, un aduar de casas desperdigadas. El sitio se llama Al Shamalía y es de gente hadendoa, los conocidos —y temidos— fuzzy wuzzies de tiempos ingleses. Hoy genéricamente se adscriben al gran grupo de los beja del Sudán nororiental. Ahí vive Tahir, un amigo de Mazin, y él supone que no le molestaremos a estas horas.
Mazin aparca la moto y se mete en un huerto de burtugal (portugal), que es como llaman en árabe a las naranjas. También tienen aquí parcelas plantadas de cebollas y otras hortalizas, mientras en derredor unos pájaros chicos verdes, unos kolea creo, no paran de piar y revolotear. También parecen estar hoy muy vivarachas unas gallinas y sus correspondientes spring chickens, o pollos de primavera, aunque estemos en Año Nuevo. Pero para mi sorpresa quien es aquí todo un spring chicken es el dueño de esta casa, ennoblecida por ser su padre un hajj o peregrino a La Meca. Tahir tendrá la edad de Mazin, en torno a veinticinco años, pero vaya porte que se gasta con su delgadez y altura cuando se levanta del angareb, el camastro que ha sacado al porche, tal vez para remediar una Nochevieja en blanco.
Mazin pregunta a su amigo si podría enseñarme su espada tribal, pero este repone que la guarda en otra casa. En realidad, enseñármela no le parece una buena idea y además en Kassala ponen multas a quienes desenvainen su espada. A lo que sí accede Tahir es a que uno de los criados de la finca ordeñe la vaca. Me imagino que así de paso desayunarán en la casa, pero veo que la palangana en que han echado la leche se la ponen a los perros de la finca, que no paran de ladrar. Lo que no hay son mujeres a la vista. Luego encontraría en las afueras de Al Shamalía un grupo de mujeres hadendoa arracimadas en torno a una vendedora de té, pero el simple ademán de ir a sacarles una foto las puso pies en polvorosa.
Durante el camino de vuelta a Kassala, Mazin conduce por la carretera que pasa por Al Durah, un pueblo grande donde han acabado estableciéndose antiguos peregrinos de La Meca. Son los descendientes de africanos occidentales, que exhaustos física y económicamente se quedaron en Kassala, a su vuelta del mar Rojo. En su mayoría se trata de hausas y fulani de Senegal y de Nigeria. Mazin me propone ir a ver a un curandero muy famoso que vive en este pueblo.
—Es un hausa que tiene más de cien años y le vienen a ver de Jartum, incluso de Arabia Saudí.
—Pero, Mazin, estoy bien, no me duele nada.
—Sí, claro, pero él adivina el porvenir, no solo las enfermedades.
Lo tengo claro. Es Año Nuevo y no me gustaría vincular lo que haya de suceder a los primeros auspicios que me ofrezcan. Así que prefiero que Mazin me lleve al zoco An-Niswan de Kassala, que es el más frecuentado por las mujeres de diversos grupos tribales. Ahí se compran esteras, escobas, cestas y todo el utillaje para hacer café a la sudanesa. Hoy hay un gran ajetreo, quizá sea un día adecuado y fausto para comprar de todo. Y realmente me fascina el despliegue de velos de colores y de joyas étnicas de las mujeres tribales, desde las hadendoa hasta las rashaida. La verdad es que el zuman, un anillo de nariz, que llevan algunas rashaida, me parece de una gran belleza, aunque sea de latón. Todo eso me suscita tanta curiosidad que compro en el zoco un buen surtido de esas joyas antijoyas, meros trozos de metal dorado, finas láminas, pero que puestas en los rostros de las mujeres tribales adquieren tanta prestancia como una creación de Bulgari. Ellas tampoco necesitan diamantes de Tiffany’s para su felicidad, sino llevar sus grandes zeiluat, unos pendientes en forma de aros, o sus muruat, anillos de frente, unos círculos dorados que cuelgan sujetos con una cadena que les da vuelta a la cabeza.
Yo no sé si es por la vitalidad que me entra este primer día del año pero vuelvo a recobrar mi interés por lo que esconden los mercados populares. Cuántas horas no les habré echado por esos mundos. Es todo lo que entra en el orden de lo menudo, pero eso en volumen, que no en potencia, como el mundo de las especias, algo esencial para el café de Kassala. El jabana de aquí tiene reputación de ser uno de los mejores cafés especiados de todo Sudán, y eso se debe en gran medida al uso de ganzabil, el fragante jengibre de la región. En Eritrea rizan el rizo añadiendo canela. Y en Turquía llegan a lo excelso, sin dejar de ser sencillo, con su salep, una bebida caliente hecha con fécula de satirión y otras orquídeas salvajes, que sobre todo es aconsejable tomar en invierno. Si aquí bebieras algo así te podría dar un pasmo. Y tampoco falta en Kassala el mundo de los aromas, con el incienso y la mirra a la cabeza. Claro que hay muchas plantas y resinas de olor, por eso me cuenta Mazin que aún se practica el dukhan, una especie de sauna de humo con la que las mujeres casaderas se purifican.
Las mujeres rashaida llevan una capa bordada con lentejuelas y en algunas zonas oscuras del zoco van desprendiendo brillos como si fuesen cocuyos en una noche amazónica. Es imposible que uno no se ponga alerta a su paso; otra cosa será alcanzar a ver su semblante siempre esquivo o fugitivo. No conozco casos tan voluntariosos como los de las rashaida a la hora de ocultar sus rostros, y no por medio de burkas o máscaras, sino con sus propias manos o girando la cabeza, o haciendo movimientos muy calculados para ponerse de perfil. Hacen todo lo posible para ser vistas con sus vestidos y ornamentos y luego rehúsan el contacto visual de forma tajante. Una contradicción más.
El día de Año Nuevo en el zoco de An-Niswan parece haberse fusionado con el último día del año anterior en una especie de alfombra tribal, con muchos nudos y colores. Los hojalateros siguen dándole al soplete igual que ayer para hacer cafeteras y teteras de hojalata. Y los alfareros siguen hundiendo sus manos en la arcilla roja para mantener viva la costumbre sudanesa, y en particular de Kassala, de tomar el café mediante pequeños potes de barro y sus correspondientes microtazas.
Es lo que me parece más atractivo de Kassala, el mosaico tribal que vive en la ciudad y sus contornos. Kassala en principio es la tierra de los beja, pero esa es una denominación demasiado genérica. La gente se define mejor por la tribu o subtribu a la que pertenece. Ahí están los hadendoa, practicantes aún de un cierto nomadismo camellero; o los beni hamer que, procediendo de un origen pastoril similar, se han adaptado de tal forma a la vida moderna que su fama es la de copar los puestos de gobierno.
Con todo, en Kassala predominan los beja. Se cree que son quienes ya aparecen en las pinturas de las tumbas egipcias y quienes con bastante probabilidad fueron adoradores de Amón Ra entre otros dioses. Entre los siglos V y VI muchos adoptaron el cristianismo como religión, y no fue hasta el siglo XIII cuando se convencieron del mensaje islámico, la palabra de Alá que traían a Sudán las tribus beduinas de Arabia. Desde entonces profesan esa fe, y lucen sus takuba o espadas en el cinto, y también esos cabellos ensortijados, duros como alambre, que les hicieron merecedores del poema de Kipling sobre los aguerridos fuzzy wuzzies. Una de mis charadas favoritas en este viaje.
A veces los nuevos fuzzy wuzzies son indistinguibles, al menos para mí, de los rashaida, una tribu sudanesa pero de clara ascendencia árabe. Se da por seguro que los ancestros beduinos de los rashaida vinieron de Arabia Saudí, cruzando el breve paso del mar Rojo. Eso no debió de acontecer en épocas remotas sino hacia mediados del siglo XIX. Hay rashaida en gran número en Kassala y en la vecina Eritrea, donde también he tenido ocasión de conocerlos, y no lejos de las playas de Massawa. Los hombres rashaida lucen arrogantes sus yalabías blancas, aunque en eso les ganan los hadendoa que encima se ponen un sideria, un chaleco sin botones. No se trata de un chaleco con bolsillos, ni reviste un aspecto utilitario, lo llevan por puro gusto estético. A su vez, los rashaida se empeñan en que sus mujeres, a partir de la pubertad, se cubran la cara, y por eso sé que cuando huelen a un extranjero no pierden un segundo en taparse todo menos los ojos. Incluso las niñas ya a los siete u ocho años tratan de escapar de las miradas extrañas. Aún no pueden intuir lo que les espera, una vida en la que el rostro se consagra al marido, y naturalmente a las miradas familiares, pero solo en el entorno de su tienda o de su casa. Los rashaida aman tanto el nomadismo que si por un casual tienen una casa en las afueras de Kassala, en el patio pondrán sus camellos, uno o más de uno. Un rashaida sin camello es como un jardín sin flores.
A su aire los beja son muy suyos y difieren de otras tribus pastoriles del oeste de Sudán, como los baggara, o ganaderos, nombre que les viene de su dependencia de las vacas y de los camellos. Los beja son fervientes creyentes islámicos, aunque no por ello dejan de creer en el mal de ojo y otras supersticiones. En general, el componente árabe y beduino que se encuentra en muchos tipos de Kassala los hace diferir de las tribus del sur del país, y me refiero a esos pueblos sudaneses bien descritos en las monografías antropológicas clásicas. Como los shilluk, que viven a orillas del Nilo al sur de Kosti, en una zona donde hoy abunda el cultivo de la goma arábiga. Y por supuesto otro mundo aparte, y siempre soñado por uno, es el de los nuba de las montañas al sur de El Obeid, en la provincia de Kordofan, donde últimamente se ha recrudecido la guerrilla separatista. Como para conseguir salvoconductos de viaje. Por su parte, los kababish del norte de Darfur, habitantes del desierto que da a Libia, tienen raíces culturales netamente nómadas, si bien ya están muy mezclados con beja y moros. Tener la tez más oscura que la de los árabes, pero menos que la de los negros del sur, supone también una característica de los fur de Darfur, territorio marcado como pocos por la violencia y la catástrofe humanitaria, y de forma secundaria por el Jebel Marra, montaña apetecida por los montañeros occidentales, aunque se las vean y se las deseen para conseguir permisos de escalada. Darfur, que significa «Tierra de los Fur», ha pasado a ser sinónimo de conflicto interétnico, todos contra todos, islámicos contra tribales cristianos, campesinos fur contra trashumantes baggara. Y se lucha y se muere allí por religión, ideología, agua, pastos, y quizá por el cansancio de vivir en una tierra que solo parece florecer si se la riega con sangre, a ser posible ajena.
Son reflexiones que contrasto con algunos libros sobre Sudán que no me faltan en el equipaje, y que anoto en un antiguo bloc de papel, en el calor de la tarde de Año Nuevo en Kassala. El mundo va pero no siempre va bien. Díganselo a los masalit del último confín de Sudán, cerca de la frontera con Chad, que de no ser en principio arabizantes ni musulmanes se han reconvertido al islam adoptando a veces el fanatismo propio de los conflictos étnicos de Darfur. Los masalit siempre se han distinguido por querer ir más allá todavía, y su historia recuerda que ensayaron un conato de Estado independiente, Dar Masalit, entre 1824 y 1921. Vecinos suyos son los zaghawa, en la vasta frontera desértica con Chad, una de las zonas más inhóspitas de África y del planeta. Dado el interminable conflicto de Darfur, muchos zaghawa, eternos buscadores de agua y luchadores por ella, han preferido pasar al otro lado de la raya invisible del desierto, y en Chad se han aclimatado tan bien que se han convertido en una de las etnias que copan más puestos del gobierno, siendo incluso una fuente de primeros ministros chadianos en los últimos tiempos.
Por su parte los jaalyn —los conocí en torno a Meroe y la sexta catarata— vienen a ser como los actuales nubios del norte de Sudán. Se dedican a sus labores agrícolas o a pescar en el Nilo. Siendo islámicos, los jaalyn no hacen del todo caso a la prohibición coránica de no tatuarse la piel, un requisito para poder entrar en el paraíso. Sobre todo sus mujeres llevan cicatrices en forma de T o de H, consideradas de gran belleza por los hombres jaalyn. Eso le llamó la atención a Blake Evans-Pritchard, un periodista británico, cofundador de City Trail, una editorial de libros viajeros, y portador de un apellido ilustre en la historia de la antropología: nada menos que el de su antepasado sir Edward E. Evans-Pritchard, cuyas etnografías de pueblos sudaneses, sobre los nuer por ejemplo, siguen siendo imbatibles.
Bien es cierto que el mundo del tatuaje o, mejor dicho, de la escarificación, alcanzó en Sudán gran predicamento especialmente entre los nuba. Los fotógrafos de más renombre en su tiempo, como George Rodger en la década de 1950, o luego Leni Riefenstahl, lanzaron a la fama y a la curiosidad mundial las imágenes de esa etnia, si bien a mi modo de ver la mayor razón de su impacto se debió a captar sus cuerpos. Cuerpos desnudos salvo por las cicatrices, que en el caso de las mujeres les recorrían desde debajo de los ojos hasta la cintura. Las nuba lucían como unas corazas esas llagas cicatrizadas, regueros y volutas de pequeños bultos que les practicaban en tres periodos de su vida: el primero siendo impúberes y el tercero habiendo ya dado a luz. Un resultado pasmoso, ese empleo del cuerpo femenino como un lienzo de belleza aberrante. Aun...

Índice

  1. DOMINGO, 22 DE DICIEMBRE
  2. LUNES, 23 DE DICIEMBRE
  3. MARTES, 24 DE DICIEMBRE
  4. MIÉRCOLES, 25 DE DICIEMBRE
  5. JUEVES, 26 DE DICIEMBRE
  6. VIERNES, 27 DE DICIEMBRE
  7. SÁBADO, 28 DE DICIEMBRE
  8. DOMINGO, 29 DE DICIEMBRE
  9. LUNES, 30 DE DICIEMBRE
  10. MARTES, 31 DE DICIEMBRE
  11. MIÉRCOLES, 1 DE ENERO
  12. JUEVES, 2 DE ENERO
  13. VIERNES, 3 DE ENERO
  14. SÁBADO, 4 DE ENERO
  15. DOMINGO, 5 DE ENERO
  16. LUNES, 6 DE ENERO