Libro de los árboles. La labranza. Libros I-V
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La principal obra que la Antigüedad nos ha legado sobre agricultura, que es analizada en todos sus aspectos con espíritu práctico y claro.De Lucio Junio Moderato Columela, escritor del siglo I d.C. nacido en Gades (Cádiz), se han conservado dos obras: la Res rustica (Labranza o Agricultura), en doce libros, y el Liber de arboribus (Libro de los árboles); la segunda es lo que ha llegado hasta nosotros de una obra en tres libros que bien pudiera ser una primera redacción abreviada de aquélla. Defensor de la agricultura como fundamento de la economía, y alarmado por su declive, Columela trató de enderezarla con la obra más completa que la Antigüedad nos ha legado en materia agronómica, pues la aborda en todos sus aspectos: condiciones de los terrenos, tipos de tierra, plantaciones de las distintas especies, cuidados, enfermedades y un sinfín de cuestiones relacionadas. Columela ama la vida en el campo, opuesta a la urbana, pero no es un idealista ingenuo y admite su dureza. Fue un agricultor laborioso y con éxito, y algunos estudiosos han supuesto que dirigió una especie de escuela de agricultura. Hoy Columela interesa no sólo a especialistas en materia agraria, sino como escritor, por su personalidad cálida y amable y su estilo sensato y práctico.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2016
ISBN
9788424937058
LA LABRANZA
LIBRO I
CONTENIDO DEL LIBRO I
〈 Prefacio〉
1. Preceptos que deben cumplir quienes quieran dedicarse a la agricultura.
2. Características de la hacienda ideal.
3. Cualidades del terreno que deben tenerse principalmente en cuenta al inspeccionarlo antes de su compra.
4. Sobre la salubridad de las distintas zonas.
5. Del agua.
6. Sobre la situación de la casería.
7. De los deberes del propietario.
8. Del ganado y sus cuidadores.
9. Cuál debe ser la complexión de los esclavos según los trabajos.
Oigo una y otra vez a nuestros principales conciudadanos 〈Pref. 〉 lamentarse, ya de la infecundidad de los campos, ya del rigor del clima, que viene perjudicando hace tiempo a los frutos; y a algunos los oigo suavizar estas quejas con lo que ellos tienen por razón fundada, pues creen que no puede la tierra, cansada y agotada por la excesiva fertilidad de antaño, proveer de alimento a los mortales con su antigua liberalidad. Yo estoy cierto, Publio Silvino, de que tales consideraciones [2] distan mucho de la verdad, porque ni está bien pensar que la Naturaleza, dotada de fecundidad perpetua por aquel primer Creador del mundo, padezca esterilidad como si de una dolencia se tratara, ni es de gente con juicio creer que la Tierra, a la que cupo en suerte mocedad divina y eterna, y que ha sido llamada «madre común de todas las cosas» (pues siempre ha producido ella todo, y así seguirá haciéndolo), haya envejecido como una persona. Por lo demás, [3] tampoco creo que esas dificultades se nos presenten por violencia del clima, sino más bien por culpa nuestra; y es que, a diferencia de nuestros antepasados, los mejores de los cuales la ejercieron inmejorablemente, nosotros hemos entregado la labranza a los peores esclavos como al castigo del verdugo.
Y no puedo yo extrañarme bastante de que, mientras los ansiosos de expresarse bien eligen un orador con el fin de imitar su elocuencia, mientras los que escrutan medidas y números siguen a un maestro de la materia elegida, mientras los entregados al estudio del baile y la música buscan con gran exigencia un experto modulador de la dicción y del canto así como quien les instruya en los movimientos del cuerpo, [4] o mientras quienes quieren levantar una casa llaman a obreros y arquitectos, y a diestros timoneles quienes confían al mar sus barcos, y a duchos en armas y soldados los que urden guerras, y —por no citar todas las cosas una a una— mientras cualquiera echa mano del guía más preparado para la actividad que quiere emprender, mientras cada uno, en fin, se procura de entre el círculo de los sabios al educador de su carácter y preceptor de su conducta, mientras todo esto es así, sólo la labranza —que sin duda está cerca de la sabiduría, y aun diríamos que es hermana suya— anda [5] necesitada tanto de aprendices como de maestros. Pues a día de hoy existen —y es cosa que no sólo he oído, sino que he visto yo mismo— escuelas de retórica y, como he dicho, de geometría y música; existen incluso, lo cual causa más asombro todavía, establecimientos donde se enseñan los vicios más despreciables, como la manera de aliñar la comida con mayor incitación a la gula y de disponer los platos con todo el lujo posible, o como el acicalamiento de cabezas y cabellos. De agricultura, en cambio, no he conocido ni [6] maestros (que se confiesen tales) ni discípulos. Ciertamente, aunque la comunidad se viera privada de quienes profesan las mencionadas artes, podrían no obstante prosperar los asuntos públicos igual que en el pasado, pues las ciudades fueron en otro tiempo harto felices, y lo serán, sin cómicos, y también sin los que viven de pleitos; mas sin agricultores es evidente que no pueden los mortales subsistir ni alimentarse.
[7] Por ello es más sorprendente lo que acontece, a saber, que lo más necesario a nuestros cuerpos y de mayor utilidad para la vida haya tenido hasta el tiempo presente un desarrollo mínimo, y que precisamente el modo de ampliar y legar un patrimonio sin incurrir en maldad alguna se haya venido despreciando. Pues los otros procedimientos, distintos y casi contrarios al de la agricultura, se apartan de lo justo, a no ser que consideremos más honrado haberse hecho con un botín en campañas que nada nos proporcionan si no es con sangre y desgracias ajenas. ¿Acaso será preferible, para quienes [8] aborrecen la guerra, el azar del mar y del comercio, en virtud del cual la criatura terrestre que es el hombre, violada la ley de la naturaleza, cuelga de las olas expuesto a la ira de los vientos y el mar, y, a la manera de las aves, tantea incansable desconocidos parajes, forastero en una costa lejana? ¿O será más digna de aprobación la usura, odiada incluso por aquellos a quienes parece ayudar? Mas tampoco es mejor, [9] desde luego, la práctica que los antiguos llamaron «canina», consistente en «ladrar» a los más opulentos en perjuicio de los inocentes y a favor de los desalmados, verdadero bandidaje que nuestros mayores desdeñaron y que nosotros hemos admitido incluso murallas adentro y en el foro mismo. ¿Acaso habré de tener por más honrosa la espera, tan fingida, del paniaguado pendiente de hacer su visita, en ronda por los umbrales de los poderosos y forzado a adivinar por los ruidos si su señor duerme todavía? Porque ni los esclavos se dignan responder si les pregunta qué pasa dentro. ¿O juzgaré cosa más feliz ser rechazado por un guardián encadenado [10] a la entrada y yacer, a menudo ya entrada la noche, junto a una puerta ingrata, para, merced a la más miserable de las servidumbres, comprar con deshonor el honor de las fasces y el mando, aun a costa de derrochar la hacienda? Pues la designación no se paga sólo con sujetarse a alguien, sin costes, sino mediante regalos.
Así que, si los hombres de bien deben evitar tales ocupaciones y otras parecidas, queda, como he dicho, una única manera de acrecer la hacienda: la que tiene que ver con la [11] agricultura. Y si sus normas fuesen aplicadas al modo antiguo, aun por ignorantes, con tal que fueran ellos propietarios de los campos, seguro que el cultivo de la tierra soportaría menor detrimento. Pues su celo como dueños compensaría en gran medida las pérdidas causadas por el desconocimiento; además, tratándose de su propio beneficio, no querrían ser considerados toda su vida legos en su propia ocupación, por lo cual, poniendo todo su empeño en aprender, llegarían [12] a conocer a fondo la agricultura. Actualmente tenemos como cosa indigna cultivar nosotros mismos nuestras tierras, e incluso juzgamos baladí el hecho de nombrar capataz a alguien bien experimentado o, al menos, caso de ser ignorante, alguien de genio vivo y despierto, capaz de aprender con la mayor rapidez cuanto desconoce. Al contrario, si un hombre rico ha comprado una hacienda, de entre la turba de lacayos y mozos de litera relega al campo al más debilitado en años y fuerzas, cuando ese trabajo no sólo requiere saber, sino también una edad lozana que lleve aparejada robustez corporal para sobrellevar los esfuerzos; y si el dueño es de medianos recursos, ordena que se haga encargado a alguno de sus asalariados que no le ofrece ya su contribución diaria (pues no es capaz de reportarle ganancia), y ello por más que el tal desconozca la actividad que va a dirigir.
[13] Al observar estos hechos, reexaminando a menudo en mi mente y reflexionando sobre la vergonzosa unanimidad con que ha sido abandonada la ciencia del campo, quedando arrinconada, surge en mí el temor de que esa ocupación pueda ser indecorosa y, en cierto sentido, infamante o poco honorable para hombres libres 1 . Pero numerosos testimonios de escritores me recuerdan que la dedicación a la agricultura fue motivo de gloria entre nuestros antepasados: de la agricultura, requerido cuando trabajaba con el arado, pasó a la dictadura Quincio Cincinato, liberador de un cónsul asediado y de su ejército, y, depuestas nuevamente las fasces (que como vencedor quiso devolver con más prontitud que al tomarlas como general), volvió a los mismos novillos y a sus cuatro yugadas de tierra, la pequeña heredad de sus mayores 2 ; e igualmente Gayo Fabricio y Curio Dentato (el [14] primero tras echar a Pirro de los confines de Italia, el segundo tras someter a los sabinos) cultivaron las siete yugadas recibidas de tierra conquistada, las que se adjudicaban a cada hombre, con celo no inferior al esfuerzo que habían puesto en ganarlas con las armas 3 . Veo, en fin (para no irlos nombrando abusivamente uno a uno), que otros muchos memorables caudillos de estirpe romana han destacado siempre en la doble práctica de defender o cultivar las tierras de sus padres o las conquistadas. Por todo ello me doy cuenta de que lo que ocurre es que aquellas antiguas costumbres y aquella vida varonil no se avienen con nuestro gusto por el lujo y nuestros refinamientos. En efecto, todos nosotros, [15] propietarios —como ya se quejó Marco Varrón 4 en tiempo de nuestros abuelos—, tras dejar la hoz y el arado, nos hemos deslizado al interior de la ciudad amurallada y movemos nuestras manos en circos y teatros antes que en sembrados y viñas; contemplamos boquiabiertos los gestos de los afeminados porque, con ademanes de mujer, remedan el sexo que la naturaleza ha negado a los varones y engañan [16] los ojos de los espectadores. Y luego, para acudir dispuestos a las tabernas, cocemos la indigestión de cada día con baños de vapor 5 y estimulamos la sed abrasando el sudor. Gastamos las noches en placeres y borracheras; los días, en juego y sueño, y nosotros mismos nos juzgamos afortunados [17] porque «no vemos el sol cuando sale ni cuando se pone» 6 . Y así, es normal que a ese absurdo modo de vida le siga la mala salud. Que los cuerpos de los jóvenes están tan flojos y desmadejados que parece que la muerte nada habrá de cambiar en ellos.
¡Por Hércules! ¡Qué distinta aquella juventud, la auténtica descendencia de Rómulo! Ejercitada en la caza constante y no menos en las labores del campo, ganó en vigor corporal y, cuando las circunstancias lo exigieron, aguantó fácilmente en tiempo de guerra la vida del soldado, endurecida como estaba por los trabajos de cuando había paz. Y siempre antepuso la gente de campo a la de ciudad; pues, del mismo modo que a quienes en las granjas permanecían dentro de la cerca se les tenía por más flojos que a quienes trabajaban afuera la tierra, as...

Índice

  1. Anteportada
  2. Portada
  3. Página de derechos de autor
  4. INTRODUCCIÓN
  5. NOTA TEXTUAL
  6. BIBLIOGRAFÍA SELECTA
  7. LIBRO DE LOS ÁRBOLES
  8. LA LABRANZA
  9. GLOSARIO
  10. Índice