Instituciones divinas. Libros I-III
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Instituciones divinas. Libros I-III

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Instituciones divinas. Libros I-III

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Toda la obra conservada de Lactancio corresponde a la segunda fase de su vida, tras su conversión al cristianismo, en la que aspira a sustituir la sabiduría pagana por la nueva fe, partiendo de supuestos racionales. Su gran originalidad reside en conservar el legado romano junto a la afirmación de la nueva fe.Lucio Cecilio (o Celio) Firmiano Lactancio (245-325 d.C.), que ha sido llamado "el Cicerón cristiano", compuso las Institutiones divinae (denominadas a su vez por san Jerónimo "un río de elocuencia ciceroniana") para mostrar que la doctrina cristiana era un sistema lógico que se podía defender con la razón además de con la fe. Las dirigió a lectores paganos cultos y, más que a las Escrituras, recurre para ilustrar sus tesis a argumentos de escritores paganos. En efecto, Lactancio es (como Tertuliano, Ambrosio, Jerónimo, Paulino de Nola, Prudencio y san Agustín) un escritor cristiano de los primeros siglos, de formación clásica en retórica y cultura, en el que se cumple la paradoja de utilizar estos recursos literarios y conceptuales para extender la nueva doctrina frente, precisamente, a la literatura y la religión paganas.De los siete libros de las Instituciones divinas, los tres primeros son una crítica del politeísmo y de la filosofía romana; después, Lactancio procede a argumentar que sólo la fe cristiana es capaz de aunar filosofía y religión. A partir de esta concepción fundamental, Lactancio analiza la idea cristiana de justicia y moralidad y el culto, y trata cuestiones esenciales como el bien supremo y la inmortalidad del alma, para concluir instando a abrazar la nueva religión. Más argumentativo que polemista, Lactancio se dirige a la razón del lector, al que no pretende abrumar con principios de autoridad incontrovertibles.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2016
ISBN
9788424931759
INSTITUCIONES DIVINAS

LIBRO I

SOBRE LA RELIGIÓN FALSA

Plan de la obra: sacar del error a los que están en él y llevarlos a la verdad
Ha habido hombres de enorme y extraordinario [1 ] talento que, al entregarse totalmente a la ciencia, dedicaron a la búsqueda afanada de la verdad, olvidando todos los asuntos privados y públicos, todo el esfuerzo que pudieron gastar; y es que pensaban que era mucho más honroso investigar y conocer el significado de las cosas humanas y divinas que entregarse al hacinamiento de riquezas y a la acumulación de honores; con las riquezas y honores, puesto que son frágiles y terrenales [2] y sólo afectan al cuidado corporal, nadie puede llegar a ser mejor, nadie puede llegar a ser más justo. Es cierto que esos hombres merecieron llegar al conocimiento [3] de la verdad, porque desearon conocerla con tanto afán y hasta tal punto, que la antepusieron a todo lo demás —consta, en efecto, que algunos deshicieron su patrimonio [4] y renunciaron a todos los placeres para perseguir, libres y expeditos, única y exclusivamente la virtud; y entre ellos tenía tal valor la fama y la autoridad de la virtud que consideraron que en ella estaba el mejor de los premios—; pero no consiguieron lo que pretendían y perdieron al mismo [5] tiempo su trabajo y su esfuerzo, ya que la verdad, es decir, los secretos del sumo Dios que hizo todas las cosas, no puede ser abarcada por nuestra inteligencia y sentidos. Si no fuera así no habría ninguna diferencia entre Dios y el hombre, ya que el pensamiento humano podría llegar a las decisiones y disposiciones de la majestad eterna de [6] Aquél. Y como no pudo suceder que los designios divinos se abrieran al hombre a través de sus propios esfuerzos, Dios no consintió que el hombre, en su búsqueda de la luz de la sabiduría, permaneciese más tiempo en el error y vagara a través de inextricables tinieblas sin obtener ningún resultado por sus esfuerzos: le abrió al fin los ojos y convirtió en regalo suyo el conocimiento de la verdad, para demostrar que el conocimiento de los hombres es nulo, y enseñar al que vagaba en el error el camino para conseguir la inmortalidad.
[7] Pero como son muy pocos los que hacen uso de este beneficio y regalo del cielo, por cuanto la verdad está envuelta en tinieblas y o bien sirve de desprecio para los sabios, porque éstos exigen que sea defendida por personas idóneas, o bien de odio para los ignorantes, porque la verdad lleva consigo una aspereza que no puede ser tolerada por la naturaleza humana proclive al vicio —efectivamente, dado que las virtudes van mezcladas con sacrificios, mientras que los vicios se basan en el placer, los hombres, molestados por aquéllos y atraídos por éste, se dejan precipitar y abrazan, engañados por la apariencia de la felicidad, males por bienes—, creí conveniente prestar ayuda a los que erraban de esta forma, para que los sabios se dirijan hacia la verdadera sabiduría y los ignorantes hacia la verdadera [8] religión. Esta profesión ha de ser considerada mucho más buena, más útil y más honrosa que aquella profesión de orador en la que, entrenados largo tiempo, enseñábamos a los jóvenes 1 a aguzar, no la virtud, sino abiertamente la malicia; ahora disertaremos con mucha mayor rectitud al hablar de los preceptos del cielo, con los cuales podemos instruir las mentes humanas en el culto de la verdadera majestad; y no presta a los hombres mejores [9] servicios el que ofrece una perfecta elocuencia que el que enseña a vivir con piedad y sin pecado. De ahí que entre los griegos merecieran mayor gloria los filósofos que los oradores. Y es que los primeros eran considerados como maestros del recto vivir, lo cual es, con mucho, lo más importante, ya que «el bien hablar» afecta a unos pocos, pero «el bien vivir» a todos.
De todas formas, aquellos ejercicios de pleitos ficticios 2 [10] nos han servido de mucha ayuda en el sentido de que ahora podemos defender con mayor abundancia y facultad la causa de la verdad. Y es que ésta, si bien puede ser defendida, como lo ha sido muchas veces por muchos, sin elocuencia, sin embargo debe ser ilustrada y en cierta forma afirmada con claridad y brillantez en las palabras para que, armada con su propia fuerza y adornada con brillante forma, entre con más poderío en las almas. Efectivamente, [11] si algunos grandes oradores, veteranos por así decir en su profesión, se entregaron al final de su vida, tras haber recorrido su actividad forense, a la filosofía y consideraron a ésta como el más justo descanso para sus trabajos 3 , a pesar de que en la búsqueda de aquello que no podían encontrar atormentaron hasta tal punto su ánimo que daban la impresión de que, más que el descanso, buscaban el trabajo y ciertamente con más molestias que las que habían soportado en su anterior profesión, ¡con cuánta mayor justicia me puedo entregar yo, como si de un puerto segurísimo se tratara, a la piadosa, verdadera y divina sabiduría, en la cual todo es apto para ser dicho, dulce al ser oído, fácil de ser entendido y honesto al ser comprendido! [12] Y si hubo algunos sabios y jueces que dejaron escritas leyes de derecho civil, con las cuales se pudieron solucionar los pleitos y discusiones de ciudadanos litigadores, ¡con cuánta mayor razón y rectitud podré escribir yo sobre las leyes divinas, en las cuales no se hablará de goteras, ni de encauzamiento de aguas, ni de disputas, sino de la esperanza, de la vida, de la salvación, de la inmortalidad y de Dios, con el fin de adormecer las mortíferas supersticiones y los bajísimos errores!
[17] Dejando, pues, a un lado a los filósofos de este mundo, que no aportan ninguna certidumbre, emprendamos el camino recto. Y es que, si yo pensara que éstos eran guías suficientemente idóneos para llevarnos a una vida recta, yo mismo los seguiría y aconsejaría a otros que los [18] siguieran; pero es que, como no se ponen en absoluto de acuerdo entre ellos y se contradicen incluso a sí mismos muchas veces, está claro que su camino no es directo, por cuanto cada uno se abrió su propio camino a su gusto dejando [19] enorme confusión entre los que buscan la verdad. Nosotros, sin embargo, que hemos recibido el sacramento de la verdadera religión, ya que la verdad nos ha sido revelada desde el cielo y tenemos a Dios como maestro del saber y como guía de la virtud, convocamos al alimento celestial a todos los hombres sin discriminación de sexo ni de edad: [20] y es que no hay ningún alimento más dulce para el alma que el conocimiento de la verdad.
A afirmar y explicar esta verdad he dedicado estos siete libros, a pesar de que este objetivo necesitaría una obra casi infinita e inmensa, hasta el punto de que, si alguien quisiera abarcar y alcanzar totalmente esto, le desbordaría tan gran abundancia de temas que sus palabras no encontrarían medida ni límite en un libro. Pero yo lo resumiré [21] todo brevemente, porque es tan claro y evidente lo que yo voy a aportar que lo que resulta realmente extraño es que siga pareciendo tan oscura la verdad a los hombres, sobre todo a esos que generalmente son llamados sabios; y también porque sólo pretendo instruir a los hombres, es decir, llevarlos desde el error en que están inmersos al camino recto. Y si consigo, como espero, esto, los enviaré [22] a la fuente misma de la doctrina, fértil y abundante, en la cual, tras sacar agua y beberla, aliviarán la sed concebida en sus entrañas y apagarán su fiebre; y todo será ya para ellos fácil, llevadero y claro, siempre que no desdeñen aplicar una paciente labor de lectura y aprendizaje a la recepción de la disciplina de la sabiduría. Y es que muchos, [23] apegados con pertinacia a las vanas supersticiones, se muestran duros ante la manifestación de la verdad, haciendo así, no un buen servicio a las religiones que erróneamente defienden, sino un mal servicio a ellos mismos, ya que, a pesar de tener abierto el camino recto, siguen senderos desviados; abandonan el llano, para deslizarse por precipicios; dejan la luz, para yacer, ciegos y débiles, en las tinieblas. A éstos habría que aconsejarles que no luchen contra [24] ellos mismos y que se decidan por fin a librarse de sus inveterados errores; y esto lo conseguirían sin duda si pensaran alguna vez en la razón de su nacimiento. Y es que [25] la causa de la maldad no es otra que la ignorancia de sí mismos; si conociendo la verdad rompieran con esa ignorancia, sabrían a dónde tienen que dirigir su vida y de qué modo tienen que vivirla.
Resumo brevemente el principio fundamental de esta ciencia: no se debe aceptar ninguna religión que no vaya acompañada de saber, ni se debe aprobar ningún saber que no vaya acompañado de religión 4 .
El primer tema a tratar debería ser el de la Providencia. Pero como es algo que va a salir constantemente a lo largo de la obra, no va a entrar de lleno en él
[2 ] Aceptado, pues, el compromiso de explicar la verdad, no he considerado absolutamente necesario empezar por la cuestión que por naturaleza parece ser la primera: si es la Providencia divina la que rige todas las cosas o es la casualidad la [2] que las ha hecho y gobierna. El inventor de esta idea fue Demócrito, y Epicuro el ratificador; pero ya antes Protágoras, quien puso en duda la existencia de los dioses, y después Diágoras, quien los negó, y algunos otros, que pensaron que no existían los dioses, ¿qué otra cosa hicieron sino que se pensara que no existía ninguna Providencia? Sin embargo, éstos fueron duramente desautorizados por los demás filósofos y sobre todo por los estoicos, que enseñaron que el mundo no pudo ser creado sin una mente divina, ni podría mantenerse [3] si no fuera gobernado por una mente superior 5 . Pero es que incluso Marco Tulio, a pesar de ser un defensor de la doctrina de la Academia 6 , expuso muchos argumentos, y muchas veces, en torno a la Providencia rectora, confirmando de esta forma los argumentos de los estoicos y añadiendo además otros muchos nuevos: esto lo hace en todos sus libros de filosofía y, sobre todo, en aquellos que tratan de la naturaleza de los dioses 7 . Y en verdad que con [4] el testimonio de los pueblos y de las gentes que están en total acuerdo en este tema no era difícil argumentar contra las mentiras de unos pocos con opiniones depravadas 8 . Nadie es, en efecto, tan torpe y de costumbres tan brutas [5] que, al levantar los ojos al cielo, aunque no sepa qué Providencia divina rige todo eso que ve, no entienda, a partir de la propia grandeza, movimiento, disposición, seguridad, utilidad, hermosura y equilibrio de las cosas, que existe alguna Providencia y que no puede suceder que eso que se mantiene con admirable orden no haya sido fabricado por una mente superior. Para mí sería muy fácil ahora [6] desarrollar esta cuestión extensamente, pero, como el tema ha sido ya muy discutido entre los filósofos, como ya hombres agudos y elocuentes han respondido suficientemente a los que niegan la Providencia, y como necesariamente tendré que hablar de vez en cuando a lo largo de la obra que ahora emprendo de la inteligencia de la divina Providencia, dejaré ahora al lado esta cuestión, que está con todas las demás en tal relación que, hablemos del tema que hablemos, tendremos que hacerlo también de la Providencia.
Razonamientos filosóficos en favor de la existencia de un solo Dios y no de muchos
[3 ] Empecemos, pues, nuestra obra con la segunda y subsiguiente cuestión: si el mundo es regido por el poder de un solo Dios o por el de muchos. Nadie, al menos nadie que tenga sentido común y que piense el asunto profundamente, puede entender que no es uno solo el Dios que ha creado todo y que rige lo que ha creado con la misma inteligencia con [2] que lo creó. Efectivamente, ¿qué necesidad hay de pensar en muchos dioses para mantener el gobierno de este mundo? A no ser que pensemos que, si hay muchos, cada uno [3] de ellos tiene menos fuerza y menos poder. Esto es justamente lo que hacen los que pretenden que existen muchos dioses, ya que esos dioses tienen que ser necesariamente débiles, por cuanto cada uno de ellos, sin la ayuda de los otros, no puede mantener el gobierno de una mole tan grande. El Dios, sin embargo, que es la inteligencia eterna, es [4] en todas sus partes un poder perfecto y completo; y, si esto es así, debe ser necesariamente uno solo, ya que el poder o la facultad absoluta tiene en sí misma su propia fuerza; y debe ser considerado como sólido aquello a lo que nada puede faltar, y como perfecto aquello a lo que [5] nada puede añadirse. ¿Quién puede dudar que el rey más poderoso sería aquel que tuviera dominio sobre todo el orbe? Y lo sería con razón, porque sería suyo todo lo que hay en todas partes y porque bajo su único mandato se [6] reunirían las tropas de todos sitios. Pero, si fueran muchos los que se repartieran el orbe, cada uno de ellos tendría sin duda menos recursos y menos fuerzas, ya que cada uno [7] estaría limitado dentro del territorio a él asignado. De la misma forma, también los dioses, si fueran muchos, serían, cada uno de ellos, menos poderosos, ya que los otros tendrían en sí mismos la misma porción de poder. Así pues, la forma perfecta de poder puede estar en aquel del cual depende todo, antes que en aquel del cual depende una parte exigua del todo; y como Dios, si es perfecto —y [8] debe serlo—, no puede ser sino uno solo, de forma que todo esté en él, hay que concluir que las facultades y poderes de los dioses han de ser necesariamente débiles, porque a cada uno de ellos les faltará lo que está en manos de los otros. Así, cuantos más dioses haya, tanto m...

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