XLIII
Grace entró de nuevo en la cabaña, se deshizo de su cofia y de su capa, y se acercó al enfermo. Giles había comenzado nuevamente con aquellos terribles balbuceos y tenía las manos heladas. Tan pronto como Grace lo vio, volvió a sufrir la agonía mental que el estímulo de su viaje había alejado por unos instantes.
¿Realmente se estaba muriendo? Lo lavó, lo besó y se olvidó de todo excepto de un simple hecho: ante ella yacía quien la había amado más de lo que cualquier otro pretendiente la habría amado jamás. Aquel hombre se había inmolado en pro de su comodidad, y había respetado el mantenimiento de su honor más de lo que lo habría hecho ella misma. Grace no pudo dejar de pensar en aquello hasta que comenzó a oír unos pasos cortos pero firmes en el exterior. Sabía a quién anunciaban.
Grace se sentó en el lado interior de la cama, contra la pared, sosteniendo la mano de su enamorado, para que cuando su esposo entrara, el paciente yaciera entre los dos. Fitzpiers se quedó inmóvil al principio, incapaz de apartar los ojos de Grace. A continuación, dejó caer la mirada lentamente y distinguió la identidad del hombre que se hallaba postrado ante él. Por extraño que pueda parecer, aunque el desagrado que le causaba la compañía de su marido hubiera aumentado hasta casi llegar al terror y, de hecho, hubiera culminado en su propia fuga, en aquel momento, lo que sentía por el doctor no se basaba en absoluto en lo personal. El propósito que la había empujado a ir a buscarle eclipsaba por completo la parte sensible de su condición de esposa y, por tanto, podía olvidar que el hombre que estaba allí de pie, ante ella, era su marido. Lo primero que se apoderó del rostro de Grace fue el alivio: la satisfacción por la presencia del médico anulaba cualquier pensamiento sobre el hombre que había detrás, que solo se presentaba en su cabeza de forma inconsciente, y que no interfirió en absoluto con sus palabras:
—¿Se está muriendo? ¿Hay esperanza? —preguntó ella.
—¡Grace! —exclamó Fitzpiers en un susurro indescriptible, casi de invocación, si no de disculpa.
El espectáculo que se desplegaba ante él lo había impresionado, no tanto por su carácter intrínseco, aunque había de resultar bastante llamativo para un hombre que resultaba ser el marido de quien entonces actuaba como amiga y enfermera del paciente, sino por su calidad de contraparte de otro espectáculo que había tenido lugar muchos meses antes, en el que él había figurado como el paciente, siendo la mujer la propia Felice Charmond.
—¿Está en verdadero peligro? ¿Puedes salvarlo? —preguntó ella de nuevo.
Fitzpiers salió de su ensueño, se acercó un poco y examinó a Winterborne tal y como estaba. Su examen concluyó con una simple mirada. Antes de hablar, observó expectante a Grace para medir el efecto que podrían causar en ella las palabras que estaba a punto de pronunciar.
—Se está muriendo —dijo con precisión lacónica.
—¿Qué? —preguntó ella.
—No se puede hacer nada. Ni yo puedo ni nadie más. Todo terminará pronto. Las extremidades ya están muertas. —Sus ojos permanecían fijos en ella. La conclusión a la que había llegado parecía poner fin a su interés profesional, y de cualquier otro tipo, por Winterborne, para siempre.
—¡Pero no puede ser! Hace apenas una semana estaba bien.
—Sospecho que no en muy buenas condiciones. Esto parece ser lo que llamamos una secuela derivada de algún desorden previo, posiblemente una fiebre tifoidea, que pudo haber tenido hace meses o quizás más recientemente.
—Ah, estuvo enfermo el año pasado, tienes razón. Y debía de estar enfermo cuando vine.
No había nada más qué decir o hacer. Ella se agachó a un lado de la cama y Fitzpiers se sentó. Así, permanecieron en silencio, y ella nunca volvió la mirada ni, en apariencia, los pensamientos, hacia su marido. Con autoridad mecánica, Fitzpiers murmuraba ocasionalmente algunas indicaciones para aliviar el dolor del agonizante, ante las que ella obedecía de forma automática, inclinándose sobre Giles de vez en cuando, con un llanto silencioso.
Winterborne nunca tuvo conciencia de lo que estaba ocurriendo, y el hecho de que moriría pronto se hizo evidente también para Grace. En menos de una hora, cesó el delirio. Luego se produjo un intervalo de somnolienta ausencia de dolor y de respiración suave, al final del cual Winterborne murió en calma.
Entonces, Fitzpiers rompió el silencio:
—¿Has vivido aquí mucho tiempo? —preguntó.
Grace estaba invadida por el dolor, y resentida con todo lo que le había sucedido, con las crueldades que había padecido, con la vida, con Dios.
—Sí —respondió al azar— ¿Con qué derecho me haces esa pregunta?
—No creas que reclamo derecho alguno —dijo Fitzpiers—. Tú puedes hacer y decir lo que quieras. Admito, como tú misma has de pensar, que soy un vagabundo, que soy un bruto, que no soy digno de poseer ni el más mínimo fragmento de ti. Sin embargo, aquí estoy, y me he preocupado por ti lo suficiente como para querer hacerte esa pregunta.
—¡Él lo significa todo para mí! —exclamó Grace, casi sin prestar atención a las palabras de su marido y posando con veneración una mano sobre los párpados del muerto, donde la dejó largo rato, presionando sus pestañas con pequeños toques, como si estuviera acariciando a un pájaro pequeño.
Fitzpiers la observó durante unos segundos y después echó un vistazo a la habitación. Su mirada se posó sobre las vestimentas que Grace había traído.
—Grace... Si no te importa que te llame así —dijo—. He sido humillado hasta caer casi en lo más bajo. He regresado, ya que te negaste a reunirte conmigo en cualquier otro lugar; he entrado en la casa de tu padre y he soportado de todo sin acobardarme, porque sentía que merecía realmente toda esa humillación. Pero ¿acaso me aguarda una humillación mayor? Dices que has estado viviendo con él, que él lo era todo para ti. ¿Acaso tengo que deducir de eso lo obvio, la inferencia más extrema?
El triunfo resulta siempre dulce para cualquier hombre o mujer, especialmente para esta última. Era la primera y la última oportunidad que iba a tener Grace para hacerle pagar los desaires que ella había tenido que soportar de su parte, con tanta docilidad.
—Sí —respondió—. Eso es. La inferencia más extrema. —Había algo en su naturaleza sutil que hizo que se estremeciera de orgullo mientras lo decía.
Sin embargo, en cuanto hubo terminado de pronunciar aquellas palabras, Grace se arrepintió un poco. Su marido se había puesto tan pálido como la pared que tenía detrás. Parecía que le hubieran sustraído de golpe todo lo que quedaba en él de esperanza y de valor. Pero no se movió, y en sus esfuerzos por controlarse, cerró la boca con la misma fuerza con que actuaría una pinza. La determinación de Fitzpiers casi estaba teniendo éxito. Sin embargo, Grace pudo apreciar que su triunfo sobre él había sido más grande de lo esperado. En ese instante, Fitzpiers miró a Winterborne.
—¿Te afectaría mucho escuchar —preguntó él como si apenas pudiera respirar al hablar— que aquella persona que fue para mí lo que él ha sido para ti está muerta también?
—¿Muerta? ¿Muerta ella? —preguntó Grace.
—Sí. Felice Charmond está allí donde está ahora mismo este joven. —¡No! —exclamó Grace con vehemencia.
Él prosiguió sin reparar en la observación:
—Y yo volví para tratar de solucionar las cosas contigo, pero...
Fitzpiers se levantó y cruzó la habitación para alejarse, con el decaimiento de un hombre cuya esperanza se había convertido en apatía, si no en desesperación. Al cruzar la puerta, su mirada se posó sobre ella una vez más. Grace estaba aún inclinada sobre el cuerpo de Winterborne, con el rostro muy cercano al de su amado.
—¿Le has besado durante su enfermedad? —preguntó su esposo. —Sí.
—¿Desde que comenzó la fiebre?
—Sí.
—¿En los labios?
—¡Sí, cien veces!
—Entonces, harías bien en tomar unas cuantas gotas de esto disueltas en agua, tan pronto como te sea posible.
Él sacó una pequeña ampolla de su bolsillo y volvió sobre sus pasos para entregársela a Grace, quien agitó la cabeza.
—De no hacer lo que te digo, pronto estarás como él.
—No me importa. Deseo morir.
—La dejaré aquí —dijo Fitzpiers, colocando la botella en la repisa que estaba junto a él—. El pecado de no haberte advertido no caerá sobre mis hombros, de ninguna manera, junto a mis otros pecados. Ahora me voy. Le pediré a alguien que venga a buscarte. Tu padre no sabe que estás aquí, así que supongo que estoy obligado a decírselo.
—Desde luego.
Fitzpiers dejó la choza y el sonido de sus pasos pronto se perdió en el silencio que invadía el lugar. Grace se quedó de rodillas, llorando. Apenas supo cuánto tiempo permaneció en esa posición, y después se incorporó. Cubrió los pobres rasgos de Giles con una sábana, y fue hacia la puerta, al mismo sitio en que había estado su marido. No escuchaba ninguna señal de ninguna otra persona. Los únicos murmullos perceptibles eran los pequeños crujidos de las hojas muertas, que, como una cama de plumas, aún no habían recuperado su condición habitual allí donde se mantenían las huellas de las pisadas de su marido. Aquello le recordó que le había impactado sobremanera el cambio operado en el aspecto de Fitzpiers; la mirada extremadamente intelectual que siempre había tenido parecía ahora haber sido cincelada hasta una capa más fina a causa de su repentina delgadez, a lo que había que sumarle una especie de dignidad preocupada en el rostro. Grace volvió junto a Winterborne. Durante sus reflexiones se acercaron otros pasos a la puerta. Alguien entró en la habitación y se detuvo al pie de la cama.
—¡Pero, Marty! —dijo Grace.
—Sí. Me he enterado —dijo Marty, que ahora no se comportaba como una niña a causa del golpe recibido que parecía, casi literalmente, haberla herido físicamente.
—¡Murió por mí! —murmuró Grace con pesar.
Marty no comprendió del todo, y respondió:
—Ahora ya no le pertenece a ninguna de las dos, y la belleza de usted no tiene mayor poder sobre él que mi sencillez. He venido a ayudarla, señora. Él nunca se interesó mucho por mí y sí por usted, pero ahora cuida de nosotras por igual.
—¡Oh, no! ¡No, Marty!
Marty no dijo nada más, pero se inclinó sobre Winterborne por el otro lado de la cama.
—¿Te encontraste con mi mari... con el señor Fitzpiers? —No.
—Entonces ¿qué te trajo aquí?
—Vengo por aquí algunas veces. Tengo que ir hasta el extremo más alejado del bosque en esta época del año, y debo llegar aquí antes de las cuatro de la mañana para empezar a calentar el horno para el horneado matutino. He pasado por aquí a estas horas constantemente.
Grace la miró rápidamente.
—Por tanto, ¿sabías que yo estaba aquí? —Sí, señora.
—¿Se lo dijiste a alguien?
—No. Sabía que usted vivía en la cabaña, que él la había preparado para usted y que él se había ido.
—¿Y sabías dónde dormía?
—No. Eso no lo pude averiguar. ¿Fue a Delborough?
—No. No... Estaba ahí, Marty. Ahí mismo. ¡Si se hubiera ido a Delborough, se habría salvado! ¡Se habría salvado! —Grace volvió la cabeza para contener las lágrimas. Vio entonces que había un libro sobre la repisa de la ventana y lo cogió. —Mira Marty, es un salterio. No era un hombre abiertamente religioso, pero su corazón era puro y perfecto. ¿Leemos un salmo por él?
—¡Oh, sí! ¡Hagámoslo! ¡De todo corazón!
Grace abrió el pequeño y delgado libro que el pobre de Giles había tenido siempre a mano, sobre todo por lo cómodo que le resultaba afilar su navaja con las cubiertas de piel. Grace comenzó a leer con aquella voz devota, característica de las mujeres en situaciones como aquella. Cuando terminó, Marty dijo:
—Me gustaría rezar por su alma.
—A mí también —dijo su acompañante—, pero no debemos. —¿Por qué? Nadie lo sabrá.
Grace no pudo resistirse a la verdad de aquel argumento, influida como estaba por el inmenso deseo de enmendarse y velar por el alma de Giles tras haber descuidado su cuerpo: las tiernas voces se unieron y llenaron la angosta habitación con unos murmullos suplicantes que cualquier calvinista habría envidiado. Apenas terminaron, comenzaron a escuchar nuevas y numerosas pisadas; también voces de personas que conversaban, en una de las cuales, Grace reconoció a su padre.
Se incorporó y salió de la cabaña, donde solo se veía la luz que salía de la propia entrada. Melbury y la señora Melbury estaban allí de pie.
—No tengo nada que reprocharte, Grace —dijo su padre de una forma extraña y con una voz que no se parecía en nada a la que había sido su antigua voz—. Lo que ha caído sobre ti y sobre nosotros al entregarte a Giles va más allá del reproche, más allá del llanto y de los lamentos. Quizás yo mismo te conduje a esto; pero estoy herido, deshecho, asombrado. Y ante eso no hay nada que decir.
Sin responder, Grace se dio media vuelta y entró de nuevo en la cabaña.
—Marty —dijo rápidamente—, no puedo mirar a mi padre a los ojos hasta que descubra las verdaderas circunstancias de mi vida aquí. Ve a decirle lo que me has dicho a mí, lo que viste; que renunció a su casa por mí.
Grace tomó asiento y se cubrió el rostro con las manos. Marty hizo aquello que se le indicó y volvió después de una breve ausencia. Entonces Grace se puso de pie y fue a preguntarle a su padre si había hablado con Marty.
—Sí —dijo Melbury.
—¿Y has averiguado entonces todo lo que ha sucedido? Puedo permitir que mi marido piense lo peor, pero tú no.
—Lo sé. Grace, perdóname por haber sospechado de ti; por no saber que eres incapaz de cometer semejante imprudencia. Debería conocerte mejor. ¿Vendrás conmigo al lugar que una vez fue tu hogar?
—No. Me quedo aquí con él. No tendrás que preocuparte por mí nunca más.
La insólita, desconcertante y agitada relación que Grace había mantenido con Winterborne a lo largo de los últimos tiempos, provocada en gran medida por las tretas del propio Melbury, ablandó en cierto modo la ira natural de un padre ante los actos más recientes de su hija Grace.
—Las cosas están mal, hija mía —replicó—, ¿por qué insistes en hacer que sean aún más graves? ¿Qué bien podrías hacerle a Giles al permanecer aquí con él? Yo no hago preguntas. No pregunto por qué decidiste venir aquí o qué sería de ti si él no hubiera muerto, aunque sé que no tienes la intención de causar daño alguno. En lo que a mí respecta, he perdido toda potestad sobre ti, y no voy a quejarme por ello. Pero sí te digo que si regresas conmigo ahora, no demostrarás menos generosidad hacia él, y escaparás de cualquier habladuría que pudiera deshonrarte.
—Pero yo no quiero escapar de nada.
—Si no lo haces por ti, ¿no podrías hacerlo por nosotros? Nadie, a excepción de nuestra familia, sabe que has dejado la casa. ¿Por qué, por un poco de obstinación, vas a permitir que mis canas desciendan con dolor a la sepultura?
—Si no fuera por mi marido... —comenzó ella, conmovida por sus palabras—. Pero ¿cómo podría encontrarme allí con él? ¿Cómo podría una mujer que no sea solo una mera criatura perteneciente a un hombre vivir con él, después de lo sucedido?
—Se marchará si sabe que es su presencia lo que evita que regreses a casa. —¿Cómo sabes eso, padre?
—Nos encontramos con él por el camino y nos lo dijo —intervino la señora Melbury—. Ya nos había comentado antes algo parecido. En general, parece estar muy alterado.
—Cuando llegó a nuestra casa, Fitzpiers le dijo a Lucy que esperaba que el tiempo y la devoción le trajeran tu perdón —dijo Melbury—. Esas fueron sus palabras, ¿no es así, Lucy?
—Sí. Dijo que no habría de inmiscuirse hasta que tú le dieras tu permiso —añadió la señora Melbury.
Semejante consideración por parte de Fitzpiers le resultó a Grace tan interesante como ...