El mundo es una idea
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El mundo es una idea

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El mundo es una idea

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"Todos los órdenes mundiales han sido creados mediante la guerra". Detrás de esta premisa tan aparentemente sencilla como contundente, se esconde otra verdad reveladora: para entender el mundo tal y como hoy lo conocemos no solo debemos observar los hechos que se producen, sino que debemos desentrañar las ideas que los impulsan. Para analizar la actualidad y el pasado reciente, es fundamental trascender los acontecimientos y desvelar qué motivaciones originan las grandes decisiones de los gobernantes y las naciones. Ese es el principio que vertebra este caleidoscópico libro.En cada una de las páginas de El mundo es una idea, surgen claves absolutamente necesarias para entender la compleja realidad de la política internacional en todos y cada uno de sus frentes. Gracias a sus certeros análisis, Xavier Batalla logra sintetizar en esta obra las directrices que rigen el mundo en que vivimos.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2016
ISBN
9788490567715
Categoría
History
Categoría
World History

SEGUNDA PARTE

LA PRIMERA DÉCADA DEL SIGLO XXI

1

ESTADOS UNIDOS

10/1/2004

La evolución de la guerra

Samuel P. Huntington, autor del célebre ensayo sobre el choque de las civilizaciones, ha entrado en el año 2004 con el pie derecho. El Foreign Office (Ministerio de Asuntos Exteriores británico) ha hecho público un documento en el que afirma que las batallas ideológicas de la guerra fría probablemente dejarán paso ahora a las confrontaciones derivadas de la religión y la cultura. El documento, que es una pieza de coleccionista dada la escasa publicidad con la que la diplomacia británica suele envolver sus preocupaciones, añade que una vez que las creencias religiosas se están convirtiendo en una fuerza fundamental en las relaciones internacionales, la cuestión afectará sobre todo a las relaciones entre las democracias occidentales y algunos países o grupos islámicos. Huntington no podía tener una crítica más favorable.
La guerra ha cambiado, y no solo en su aspecto tecnológico. Los europeos, por ejemplo, consideran que las guerras de religión las enterraron con la Paz de Westfalia, que en 1648 puso fin a la guerra de los Treinta Años. Westfalia no solo significó la puntilla para el Sacro Imperio, sino que fue el inicio del sistema de relaciones internacionales todavía vigente y basado en el Estado.
El Sacro Imperio se gastó una fortuna en su empeño por liberar Europa de protestantes y judíos; sin embargo, los estadistas, apelando a la razón de Estado, redujeron la religión a un recurso que se utilizaría según la ventaja táctica que brindara en las relaciones con el extranjero. Pero si la religión ya no es de armas tomar en Europa, ¿por qué, entonces, la insistencia en incluir el cristianismo en el prólogo de la primera Constitución europea?
La guerra, en cualquier caso, ha cambiado. Primero, como afirma Huntington, fue un asunto de reyes y príncipes; o mejor dicho, una disputa que tenían que resolver los que no eran príncipes. Este patrón de la guerra desapareció con la Revolución francesa, con la que el frente militar se situó entre las naciones. Y la guerra entre naciones fue reemplazada en el siglo XX por los conflictos ideológicos: primero, entre comunismo, fascismo y democracia; y después, en la guerra fría, entre comunismo y democracia.
La religión, sin embargo, no ha esperado a que Huntington la devolviera al frente. El siglo XX, por ejemplo, es una buena muestra. La guerra fría fue un conflicto entre dos concepciones ideológicas bien distintas del mundo, pero la religión no se tomó vacaciones en un conflicto en el que Ronald Reagan rebautizó a la Unión Soviética atea como «el imperio del mal». Y puede que la religión no explique del todo las guerras que destruyeron la antigua Yugoslavia, integrada por católicos, cristianos ortodoxos y musulmanes, pero ayuda a entenderlas, ya que los fundamentalistas nunca han sido mancos.
Después de la caída del muro de Berlín los conflictos se han disparado entre distintas etnias o diferentes religiones. No todo el mundo, sin embargo, rubrica el pronóstico de Huntington de que «el conflicto entre civilizaciones será la última fase de la evolución del conflicto en el mundo moderno».
Michael T. Klare, profesor del Hampshire College, es mucho más descreído. Casi al filo de los atentados del 11 de septiembre, Klare trazó una geografía de los conflictos (Guerras por los recursos, Urano, 2003) en la que advierte de la multiplicación de las guerras a causa de unos recursos vitales cada vez más escasos. Y lo sucedido en el último decenio del siglo XX no parece quitarle la razón. Los conflictos de la antigua Yugoslavia y África centraron la atención en las guerras étnicas, pero este enfoque no evitó los conflictos librados por el control de los yacimientos de diamantes y de cobre, la madera o las tierras de labranza. Para Klare, la competencia por el petróleo, el agua y los minerales ha provocado nuevas líneas de falla que no son ni políticas, ni ideológicas, ni de civilización o religiosas.
Las causas de la guerra, pues, no parecen abonar un solo modelo de conducta del poder. Después de todo, ¿qué explica la guerra de Iraq: el desinteresado proyecto ideológico de exportar la democracia al desierto o el interesado control de una región de importancia singular? El arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, manifestó que sería inmoral e ilegal apoyar una guerra contra Iraq. Para Williams, el conflicto estaría únicamente dirigido a satisfacer los intereses egoístas de uno o dos países. Doctores tiene la Iglesia.

3/7/2004

Woodward o Hersh

La guerra suele tener mala prensa pero buenos periodistas. Iraq lo ha vuelto a demostrar desde que el 20 de marzo del año pasado la Administración Bush se puso el casco. Desde entonces, la guerra no solo se ha librado sobre el terreno, sino sobre el papel y en las ondas, sin excluir el cable. Y una de las consecuencias ha sido bien gráfica: en uno de sus momentos de euforia, Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa que ha hecho suya la guerra, dijo recientemente en Iraq, ante un rendido auditorio en uniforme militar, que ya no lee periódicos. No todos los periodismos, claro está, son iguales. Y esto también se ha puesto de manifiesto en Iraq.
En Estados Unidos, por ejemplo, dos periodistas, Bob Woodward y Seymour Hersh, se han llevado la palma en los últimos meses por su cobertura de la guerra. Los dos han perseguido el mismo fin: explicar el conflicto, pero han utilizado medios distintos o, para ser más exactos, opuestos. En su libro Plan of Attack, Woodward, uno de los dos periodistas que desentrañaron el escándalo Watergate, mantiene que ha escrito la primera historia sobre cómo el presidente George W. Bush decidió atacar Iraq. Woodward afirma que, tan solo cinco días después del 11 de septiembre, Bush comunicó a Condoleezza Rice, su consejera de Seguridad Nacional, que ya estaba determinado a ajustarle las cuentas a Sadam Husein. ¿Cómo consiguió Woodward su información? ¿A espaldas de Bush? Nada de eso. Woodward escribió su libro después de entrevistar a no menos de setenta y cinco personajes que intervinieron en la planificación del ataque, incluido el mismo presidente Bush, quien le autorizó a citarle directamente.
Seymour Hersh, periodista que en 1969 reveló la matanza de My Lai en la guerra de Vietnam, también ha suscitado abundantes titulares de prensa por su investigación sobre las torturas y humillaciones sufridas por los prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib. Pero Hersh no ha investigado a través de entrevistas con altos funcionarios o dirigentes que no les importa que les graben o les atribuyan sus declaraciones.
Hersh, al contrario que Woodward, ha construido su historia a base de declaraciones de personajes de segunda fila dispuestos a hablar a cambio de mantener el anonimato. Es decir, Woodward ha elaborado su libro, como ha hecho normalmente en los últimos años, desde dentro del sistema. Es lo que en el argot periodístico anglosajón se denomina un insider, alguien con acceso fácil a los centros del poder. Hersh, por el contrario, ha investigado el escándalo de Abu Ghraib desde los pasillos subterráneos del poder, con acceso a fuentes que no quieren o no pueden dar la cara, por lo que, aunque publique en la revista The New Yorker, trabaja desde fuera. En síntesis, Hersh o Woodward son dos caras distintas del periodismo. Woodward, después de compartir en The Washington Post los laureles del Watergate con Carl Bernstein, se ha ganado una buena reputación de escribidor de libros sobre los secretos de la Casa Blanca. Pero no siempre ha salido airoso. En alguna ocasión se le ha ido la mano, incluyendo una preocupante tendencia a saber lo que piensan sus personajes. Una vez aseguró, sin pruebas documentales, que Bill Casey, director de la CIA, le confesó todo en el lecho de muerte. Hersh también tiene una fama merecida. Reveló las operaciones encubiertas de la CIA contra Salvador Allende, la autorización de Henry Kissinger para bombardear Camboya y el apoyo de Washington al programa nuclear de Israel. Pero Hersh ha sido acusado igualmente de echar algún que otro borrón. Es decir, de habérsele ido la mano. Por ejemplo, en Dark Side of Camelot, donde John F. Kennedy resultaba más sospechoso que las intenciones que han llevado a Bush a Iraq.
Woodward y Hersh son, pues, distintos, pero tienen algo en común, si hacemos caso a Noam Chomsky, para muchos el campeón de los analistas radicales estadounidenses. Chomsky insiste en Poder y terror (RBA, 2003) en que, incluso para dar cuerpo a las teorías de la conspiración, las fuentes más fiables que utiliza son las publicaciones no radicales, como son aquellas en las que publican Hersh o Woodward. Ya se sabe: si uno lee prensa puede tener ideas bien distintas a las de Donald Rumsfeld, que ya no lee diarios.

20/11/2004

Pragmáticos o guerreros

Raras veces el Departamento de Estado ha sido refugio de idealistas. Este ministerio es un lugar poco dado a poner la ideología por delante de los intereses nacionales. El Estado de Israel sabe bastante de esto. Israel fue asistido en su nacimiento, en 1948, por la ideología de los liberales demócratas, mientras los arabistas del Departamento de Estado ponían el grito en el cielo por el petróleo. Ideólogos y pragmáticos. Colin Powell, que ha presentado su dimisión como secretario de Estado, pertenecería al club de los segundos, a pesar de su interpretación en la ONU sobre las armas de destrucción masiva de las que nunca más se supo; Condoleezza Rice, su sucesora, sería de los primeros.
En 1948, una parte de la Administración Truman temía que el apoyo a Israel amenazara los intereses estadounidenses en el mundo árabe. Los abogados de esta posición fueron el Departamento de Estado, el Departamento de Defensa y las compañías petroleras. Pero el presidente presionó hasta conseguir que la Asamblea General de la ONU aprobara la Resolución 181, por la que se dividió Palestina en dos estados, uno judío y otro árabe. George Marshall, secretario de Estado, no se comprometió en público. Sumner Welles, subsecretario con Franklin D. Roosevelt, dejó escrito: «Por órdenes de la Casa Blanca, los funcionarios estadounidenses presionaron directa o indirectamente para asegurarse la mayoría en el voto final» (We Need Not Fail, 1948, pág. 63). Y James Forrestal, secretario de Defensa y contrario a que «un grupo [la presión sionista] ponga en peligro nuestra seguridad nacional», mantuvo que «los métodos para presionar a distintos países en la ONU rozaron el escándalo». (Forrestal’s Memoirs, 1951, pág. 363).
El centro de gravedad de las decisiones en materia de política exterior oscila entre el Departamento de Estado y el Consejo de Seguridad Nacional, que puede ser refugio de guerreros o ideólogos. Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski, dos de los consejeros de Seguridad Nacional más seguros de sí mismos, se impusieron a sus respectivos secretarios de Estado, William Rogers y Cyrus Vance, a los que les hicieron imposible la vida diplomática. En los dos casos, los consejeros prevalecieron cuando el secretario de Estado era un obstáculo para dar un golpe de timón. Kissinger actuó como un realista, aunque Salvador Allende podría decirnos algo distinto. Pero su entrada en escena confirmó un cambio, desde la distensión con la Unión Soviética hasta la normalización de relaciones con la China de Mao. Y Brzezinski consiguió que los derechos humanos fueran empleados por Jimmy Carter como un arma ideológica en la guerra fría. Rice no escapa a esta pauta, aunque con un matiz. El ascenso de Rice significa la confirmación del cambio en política exterior bendecido desde el Consejo de Seguridad Nacional en el primer mandato de Bush, quien parece convencido de haber logrado la cuadratura del círculo: la compaginación del apoyo a Israel con el acceso al petróleo árabe. Pero el nombramiento se explica, sobre todo, por su lealtad hacia el presidente: cuando hablaba Powell, no se sabía quién lo hacía; cuando hable su sucesora, sabremos que lo hace el inquilino de la Casa Blanca.
Rice, presbiteriana, comparte con Bush, metodista, la rara habilidad de saber dónde habita el demonio. Rice se dice guerrera pero realista, como el vicepresidente Cheney. Pero el 11 de septiembre, según admite, cambió su opinión sobre la bondad de la política de contención. Entonces aprendió que la mejor defensa es un buen ataque, especialmente si es preventivo. ¿Cómo cabe interpretar, pues, su ascenso? ¿Como un giro pragmático con respecto a las fantasías neoconservadoras o como la confirmación de una guerrera? Posiblemente, algo de las dos cosas. En el Departamento de Estado pueden recibirla como un mal menor, ya que peor sería tener un neoconservador de jefe. Pero a Rice tampoco le falta el ardor de los neoconservadores, entusiastas del idealismo americano. ¿Cuál será, entonces, la política exterior en el segundo mandato de Bush? E. H. Carr, autor de una de las más celebradas críticas al idealismo moderno, dejó escrito en 1939 que los estados europeos contemplan a los anglosajones como maestros en el arte de esconder sus intereses egoístas bajo el disfraz del bien general —The Twenty Years’ Crisis (1919-1939),76 pág. 79.

23/7/2005

Arquitectos de naciones

Bill Clinton entró en la Casa Blanca en 1993 como comandante en jefe de la única superpotencia. La amenaza soviética había desaparecido, pero abundaban los incendios. Desde la caída del muro de Berlín en 1989 hasta los atentados del 11 de septiembre del 2001, la mayoría de las crisis internacionales giraron en torno a Estados débiles o fracasados, como Somalia, Haití, Camboya, Bosnia, Kosovo, Ruanda, Liberia, Sierra Leona, Congo y Timor Oriental. En esta nueva escena internacional, el instinto de Clinton fue intervencionista, con la notable excepción de Ruanda.
La Administración Clinton intervino en Bosnia, Haití, Somalia y Kosovo, aunque los intereses estadounidenses no parecían directamente comprometidos. Y, según ha calculado Nancy Soderberg, autora de The Superpower Myth, el presidente demócrata nombró una cifra récord (55) de enviados especiales para resolver o prevenir conflictos desde el Ulster hasta Oriente Medio y desde India y Pakistán hasta Ecuador y Perú. Es decir, Clinton estuvo activo en el exterior, pero, enfrentado a un estamento militar reticente y a un Congreso hostil, no actuó decisivamente en muchos casos.
Las intervenciones de la década de 1990 fueron consideradas mayoritariamente como de carácter humanitario. En el debate predominó el argumento de que el sistema surgido en Westfalia (1648), cuyas piedras angulares son la soberanía y el Estado-nación, había dejado de constituir el marco para las relaciones internacionales de finales del siglo XX. Por eso, una vez acabada la guerra fría, dictadores y violadores de los derechos humanos no deberían seguir acogiéndose al principio de soberanía para protegerse mientras perpetraban crímenes contra la humanidad. En este contexto, la acción de Clinton fue multilateralista, aunque también comenzó a cambiar las reglas en lo que se refiere a la utilización de la fuerza. Este cambio fue corregido y aumentado por la Administración Bush, cuya debilidad no ha sido la intervención humanitaria.
En 1999, Clinton intervino en Kosovo contra Serbia, un Estado soberano, sin la autorización de la ONU. Lo hizo por razones humanitarias, para evitar la violación de los derechos humanos por parte del régimen de Slobodan Milošević, pero, a f...

Índice

  1. PRESENTACIÓN, POR JOSEP FONTANA
  2. PREFACIO
  3. PRIMERA PARTE. EL SIGLO XX
  4. SEGUNDA PARTE. LA PRIMERA DÉCADA DEL SIGLO XXI
  5. NOTAS