Escuela de Robinsones
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Escuela de Robinsones

  1. 304 páginas
  2. Spanish
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Escuela de Robinsones

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Índice
Citas

Información del libro

Antes de casarse, el joven y acomodado Godfrey Morgan decide que quiere ver mundo y emprende un largo viaje junto con su profesor de baile Tartelett. Sus planes no tardan en frustrarse al hundirse el barco en el que navegan. Solo él y su compañero lograrán salvarse y llegar a una isla desierta. Ahora tendrán que aprender a sobrevivir.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2018
ISBN
9788491871507
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici

ESCUELA DE ROBINSONES

EN EL QUE EL LECTOR

HALLARÁ, SI LO DESEA, OCASIÓN DE COMPRAR

UNA ISLA EN EL OCÉANO PACÍFICO

«Se vende isla al contado, sin gastos y al mejor postor», repetía una y otra vez, sin tomar aliento, Dean Felporg, comisario tasador de la subasta en que se debatían las condiciones de esta venta singular.
—¡Se vende una isla! ¡Se vende una isla! —repetía con voz chillona el pregonero Gingrass, que iba y venía por entre la multitud verdaderamente excitada. En esta muchedumbre, que materialmente se apiñaba en el inmenso salón del hotel de ventas de la casa número 10 de la calle Sacramento, había no sólo americanos de los estados de California, de Oregón y de Utah, sino también muchos de esos franceses que componen una sexta parte de la población, y además algunos mejicanos envueltos en sus clásicos sarapes, chinos con sus abigarradas túnicas de mangas largas, sus zapatos puntiagudos y sus característicos gorros, y varios canacos de Oceanía, e incluso pies-negros, vientres abultados o cabezas planas, procedentes de las orillas del río Trinidad.
Tenemos que advertir que la escena tenía lugar en la capital del estado californiano, San Francisco, pero no en época en que la explotación de nuevos placeres atraía a los buscadores de oro del nuevo y del viejo mundo, esto es, en los años desde 1849 a 1852.
En el momento que empezamos esta historia, la ciudad de San Francisco no era lo que había sido en un principio, un caravasar, un desembarcadero, una posada donde descansaban una noche los negociantes que se dirigían hacia los terrenos auríferos de la vertiente occidental de Sierra Nevada. No. Desde hacía veinte años, la antigua y desconocida Hierba Buena se había convertido en una ciudad única en su género, poblada por más de cien mil habitantes, construida entre dos colinas, teniendo por plaza la playa del Litoral, y con tendencias a extenderse hasta las últimas alturas del llano más lejano; una ciudad, en fin, que ha destronado a Lima, Santiago, Valparaíso y a todas sus demás rivales del Oeste, y de la que los americanos han hecho la reina del Pacífico, la «gloria de la costa occidental».
El día a que nos referimos, que era el 15 de mayo, aún hacía frío. En aquel país, sometido directamente a las corrientes polares, las primeras semanas de dicho mes se parecen mucho a las últimas del mes de marzo en Europa central. Por lo tanto, el fresco que hacía en la calle no se sentía en aquella sala de subastas, donde la campana, con su incesante volteo, había reunido un concurso numeroso, y una temperatura estival hacía aparecer en las frentes de los que allí se encontraban gruesas gotas de sudor que el frío que hacía fuera hubiera podido solidificar muy fácilmente.
No vaya a creerse que todos los concurrentes que llenaban aquel salón habían acudido allí con la intención de adquirir algunos de los objetos puestos a la venta; antes al contrario, puede asegurarse que la mayoría estaba compuesta de curiosos. ¿Quién hubiera sido bastante loco, de haber sido bastante rico, para comprar una isla del Pacífico que el gobierno tenía la caprichosa idea de vender en pública subasta? Se presumía que no habría quien cubriese el precio de tasación y que, por tanto, ningún aficionado se dejaría arrastrar al juego de las pujas. Sin embargo, si sucedía todo esto no era, seguramente, por culpa del pregonero público, que hacía todo lo posible por excitar la codicia y el deseo de los chalanes con sus exclamaciones, sus gestos y el desembarazo de sus frases, salpicadas de las metáforas más seductoras.
—¡Se vende una isla! ¡Se vende una isla!
La calle Sacramento.
Todo el mundo se reía, pero nadie hacía ofertas.
—¡Una isla! ¡Se vende una isla! —repetía constantemente Gingrass.
—Se vende, pero no se compra —exclamó un irlandés, en cuya bolsa no habría seguramente ni para comprar un puñado de arena.
—¡Se vende una isla, y es seguro que por el precio en que está tasada no sale ni a seis dólares el acre! —gritó entonces el comisario Dean Felporg.
—Y que no producirá ni un cuartillo por ciento —repuso un grueso hacendero, buen conocedor de ciertas explotaciones agrícolas.
—¡Se vende una isla que no mide menos de sesenta y cuatro millas de circunferencia, y doscientos veinticinco mil acres de superficie!
—¿Y está sólidamente asentada sobre su fondo? —preguntó un mejicano, viejo frecuentador de bares, cuya solidez personal era muy dudosa en aquellos momentos.
—Es una isla con selvas vírgenes todavía —gritaba el pregonero—, con prados, colinas, manantiales de agua...
—¿Garantizados? —interrumpió un francés que parecía poco dispuesto a picar el anzuelo.
—Sí, garantizados —respondía el comisario Felporg, muy viejo ya en aquel oficio para que le hiciesen mella las bromas de la concurrencia.
—¿Por dos años?
—Hasta el fin del mundo.
—Y quizás un poco mas allá, ¿no es cierto?
—¡Se vende una isla en plena propiedad! —volvió a gritar el pregonero—. ¡Una isla en la que no hay un solo animal dañino, ni fieras ni reptiles!
—¿Ni pájaros? —preguntó un indio.
—¿Ni insectos? —gritó otro.
—Se vende una isla que se adjudicará al mejor postor —repitió Dean Felporg—. ¡Vamos, ciudadanos, aflojen los cordones de la bolsa! ¿Quién quiere una isla nuevecita, que casi no ha sido utilizada; una isla del Pacífico, de ese océano de los océanos? Está tasada en un precio excesivamente módico, en una friolera: en un millón cien mil dólares. ¡En un millón cien mil dólares! ¿Hay quien diga más?... ¿Quién ha pujado? ¿Ha sido usted, caballero? ¿Ha dicho algo aquel caballero que está en aquel extremo, y que mueve la cabeza como un mandarín de porcelana?... ¡Tengo una isla! ¡Aquí se vende una isla! ¿Quién quiere comprar una isla?
—¡Que se muestre el objeto! —exclamó uno, ni mas ni menos que como si se tratase de un cuadro o un jarrón de porcelana.
Y toda la sala estalló en risas, pero sin que el precio de tasación fuese cubierto ni en medio dólar.
Y sin embargo, si el objeto que se subastaba no podía pasar de mano en mano, la verdad es que el plano de la isla se había puesto al alcance del público. Los interesados podían saber perfectamente a qué atenerse sobre aquel pedazo del globo sacado a pública subasta. No había que temer ninguna sorpresa ni ningún lazo. Situación, orientación, disposición de los terrenos, circunstancias del suelo, red hidrográfica, climatología, lazos de comunicación, todo estaba sencilla y fácilmente detallado de antemano. No era posible comprar gato por liebre, y podía asegurarse que no era fácil que hubiese equivocación ni engaño en la esencia de la mercancía que se ofrecía a la venta.
Además, los innumerables periódicos de los Estados Unidos, como los de California, lo mismo los diarios que los semanales, bisemanales, mensuales, y bimensuales, revistas, boletines, etc., hacía algunos meses que continuamente llamaban la atención pública sobre la isla, cuya licitación había sido autorizada por un voto del Congreso.
Se trataba de la isla Spencer, situada en el oeste-sudoeste de la bahía de San Francisco, a cuatrocientas sesenta millas poco más o menos del litoral californiano, a 32º 15’ de latitud norte y a 142º 18’ de longitud oeste del meridiano de Greenwich.
Es imposible imaginar una posición más aislada y libre de todo movimiento marítimo y comercial, que la de la isla, por más que estuviese a una distancia relativamente corta y se encontrase, por así decirlo, en aguas americanas. Y es que en ella las corrientes regulares, desviándose al norte o al sur, han formado una especie de lago de aguas tranquilas, al cual conocían algunos con el nombre de Recodo de Fleurieu.
En el centro mismo de aquel enorme remolino, sin dirección apreciable, es donde se levanta la isla Spencer, y por lo tanto, poquísimos barcos pueden pasar a su vista. Las grandes rutas del Pacífico que enlazan con el viejo el nuevo continente, y que se dirigen a Japón y a China, se extienden todas en una zona más meridional. Los barcos de vela encontrarían allí en todas épocas calmas constantes en la superficie del Recodo de Fleurieu, y los vapores, que buscan siempre el camino más corto, no tendrían ninguna ventaja atravesándolo. Así es que ni los unos ni los otros se toman el trabajo de reconocer la isla Spencer, que aparece allí como la cima de una montaña submarina del Pacífico. Verdaderamente, para un hombre que quisiese huir del ruido del mundo, buscando la quietud en una absoluta soledad, nada mejor puede buscarse que aquel islote perdido a algunos centenares de leguas del litoral. ¡Para un Robinsón voluntario, aquello sería el ideal del género! Solamente ...

Índice

  1. ESCUELA DE ROBINSONES
  2. EL MAESTRO ZACARÍAS
  3. UN DRAMA EN LOS AIRES
  4. NOTAS