Oriente
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Oriente

  1. 325 páginas
  2. Spanish
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Información del libro

Oriente es una novela de viajes del autor Vicente Blasco Ibáñez. En ella, el escritor pormenoriza uno de sus viajes por Europa con destino a Constantinopla, excusa que aprovecha para contarnos sus reflexiones sobre el continente y presentarnos la visión afilada con la que describe el camino hasta su destino.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726509335
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

EN ORIENTE

XV

LOS BALKANES
El tren deja atrás Kiskörös, patria de Petofi, el famoso poeta húngaro, y la ciudad de Carlowitz, célebre por su tratado de paz entre Austria y Turquía y por ser cuna del poeta servio Branko Radichevié.
En los corredores de los vagones suena un ruido de sables, y un capitán del ejército servio, seguido de varios gendarmes, va pidiendo el pasaporte á los viajeros. Salimos de la verdadera Europa. En adelante, imposible viajar, ni aun moverse, sin exhibir á cada momento el pasaporte, contestanto á bulto las preguntas del policía, á quien no entendéis y que no os entiende.
Empieza el Oriente, al que sirven de avanzada los Balkanes con sus pequeños y revoltosos Es tados. Pasamos el Save, amplio afluente del Danubio, por un puente larguísimo, y la ciudad de Belgrado, capital de Servia, aparece sobre un Promontorio, dominando con su antigua ciudadela turca la confluencia de los dos ríos.
Al apearme en la estación, gran extrañeza de los viajeros, todos los cuales van directamente á Constantinopla, y de los mismos servios que llenan el andén: gendarmes, policías de uniforme ó de paisano, simples curiosos habituados á ver pasar los trenes de Oriente sin que á ningún extranjero se le ocurra detenerse en su capital.
Es de noche, hace frío y llueve. En la Aduana vuelven á examinar mi pasaporte varios oficiales de gendarmería y un comisario joven, de largo gabán, con perfil de ave de presa, que hace adivinar bajo el sombrero un cráneo puntiagudo y pelado. Es el sabio de la compañía. Después de examinar largamente el papel, atina con la nacionalidad.
¡Spaniske! —exclama con cierto asombro.
¡Un español en Belgrado!... Y la pregunta, que parece reflejarse en los ojos de los oficiales servios, la formula el policía en una jerga mezcla de italiano y servio. Les asombra mi propósito de entrar en Belgrado, y aún se extrañan más al enterarse que es sólo un capricho, curiosidad de viajero.
Me abstengo prudentemente de decir que mi detención no tiene otro objeto que ver de cerca el Konak, el trágico palacio donde, hace cuatro años, fueron asesinados en la cama el rey Alejandro y la reina Draga por los oficiales sublevados.
Los nuevos gobernantes de Servia viven en perpetuo recelo. Bien se nota en las precauciones de la policía y en su deseo manifiesto de aislar al país del resto de Europa. El nuevo rey, Pedro, cuenta con el ejército, que le dió inesperadamente la corona cuando más desesperanzado vivía en un tercer piso de la ciudad de Ginebra, sufriendo grandes estrecheces; pero á pesar de este apoyo, no olvida que existe en Constantinopla un hijo natural de Milano, hermano, por consiguiente, del asesinado Alejandro, al cual educan para pretendiente, y que cualquier noche, un grupo de oficiales que se juzguen ofendidos pueden reunirse en el Casino Militar, inmediato al Konak, y entrar en éste sable en mano, como entraron hace cuatro años.
Al fin, el bicho raro, el spaniske, puede penetrar en la ciudad dentro de un coche de alquiler, que salta sobre el suelo mal empedrado y pendiente de las calles empinadas. Las casas son bajitas; las calles obscuras. A grandes trechos farolas de electricidad, como para fingir una civilización occidental; pero su luz turbia se pierde en las tinieblas de Belgrado, haciendo aún más palpable la lobreguez. La capital de Servia tiene por la noche cierto aspecto de ciudad española; algo así como un gobierno civil de quinta clase, ó una de esas poblaciones episcopales sin otra vida que la que le proporcionan el palacio del prelado y el Seminario. Aquí, el obispo que da importancia á la ciudad es un rey.
Ni un transeunte en las calles. Son las diez de la noche, y Belgrado está muerta. Cada cien pasos, inmóvil bajo un cobertizo ó en el quicio de una puerta, veo un gendarme. No existe en Europa ciudad mejor guardada. El gendarme servio da una alta idea del país, con su aire arrogante de funcionario bien mantenido y su Uniforme azul obscuro con vueltas encarnadas, altas botas y gorra de plato. Son jóvenes, con una expresión insolente de bravura en sus duros ojos. Ciertos objetos tienen una fisonomía y un alma, lo mismo que las personas, y el revólver que llevan al cinto los gendarmes servios parece suelto y vivo dentro de su funda, con deseos de saltar y hacer fuego por sí solo, sin mirar contra quién, por un exceso de recelo y de fervor monárquico. Los que piensen conspirar contra el anciano Pedro Karageorgewitch tienen que pasarlas muy duras.
Encuentro abrigo en el Hotel de los Balkanes, especie de posada, á pesar de su pretencioso título, en cuyo piso bajo, al través de una espesa nube de tabaco, veo bebiendo cerveza á media docena de popes griegos, sacerdotes morenos, melenudos y barbones, de expresión feroz, con la aceitosa cabellera coronada por un gorro en forma de bellota. Más allá llenan varias mesas como dos docenas de oficiales de diversos y vistosísimos uniformes, blancos, rojos, grises ó azul celeste, excelentes jóvenes con un perfil de ave de rapiña semejante al de su rey, que mueven sables y hacen sonar espuelas con cierta delectación, como saboreando la omnipotencia de su fuerza, que les permite cambiar de monarca al final de una cena. En las otras mesas, simples paisanos, acompañados de sus mujeres é hijas, beben con cierto encogimiento respetuoso y sonríen cuando logran cambiar alguna palabra con los sacerdotes y los soldados.
Son tenderos judíos ó griegos, que saben venerar á estos firmes pilares de la sociedad, y por esto el Señor bendice sus negocios y hace que prosperen á costa de los pobres campesinos servios.
Muchos de ellos se animan al conocer mi nacionalidad, y hablan un castellano fantástico, mezcla de palabras anticuadas y de voces orientales.
— Yo espanyol... Los mayores, de allá... Espanya terra bunita.
Abren los ojos desmesuradamente al decir esto; sonríen señalando al vacío, como si viesen á los mayores en su éxodo doloroso al ser expulsados de la terra bunita, y acaban por mirarme con la misma expresión de humildad sonriente que á los popes y á los fierabrás uniformados, cual si la vista de un español les abriese las carnes con amenazas de hogueras y degollinas. Pero su atávico terror de raza acobardada por luengos siglos de palos y despojos no impide á estos dulces espanyoles que al día siguiente le suelten al compatriota moneda falsa en sus tiendas, ó le hagan pagar doble el paquete de cigarros ó la tarjeta postal.
En la plaza del Mercado, poco después de la salida de sol, puede apreciarse el carácter pintoresco que aún guarda el pueblo servio. Llegan los campesinos de los alrededores de Belgrado, llevando al hombro largos palos de los que penden en balanza verduras, frutas ó volatería. Los hombres, de ojos salvajes y bigotes felinos, llevan el gorro nacional, una tiara de felpa, y por debajo de su chaleco de colores caen unas faldillas blancas que ocultan los bombachos y dejan al descubierto unas polainas de piel de cordero ceñidas por las correas de puntiagudas abarcas. Las mujeres tapan sus trenzas con pañuelos puestos á la oriental, encierran el busto en una chaqueta redonda de amplias mangas, y sobre la ro pa interior, de dudosa blancura, llevan arrollada, á guisa de falda, una pieza de tela gruesa de anchas fajas de colores, semejante á un pedazo de alfombra. Son aún los campesinos de la dominación turca, el pueblo formado con los sedimentos de innumerables invasiones guerreras. En vano ofrece Belgrado cierto aspecto de civilización occidental, con sus tranvías, su alumbrado, sus tiendas, sus periódicos y su único teatro. El pueblo servio no es mas que una tribu belicosa que cultiva la tierra.
La tragedia del Konak debió parecerle el suceso más natural del mundo. Matar á unos reyes para poner á otros en su sitio, todavía caliente, es un hecho vulgarísimo en Servia. Alejandro no fué el primer soberano asesinado, ni será, ciertamente, el último.
Los vecinos de Belgrado aprecian como un gran honor el ir por las calles al lado de un oficial ó de un pope. Los sacerdotes son innumerables, y en cuanto á militares, se ven, relativamente, más en Servia que en Alemania. Hay sotanas negras, verdes y azules; popes con faja y sin ella, con grandes pectorales ó con una simple cruz, y los uniformes militares son tan incontables, que, dada la pequeñez de Servia, hay que creer que cada regimiento usa traje distinto. Pero todos los servios, vistan como vistan, lo mismo los que imitan las modas occidentales, con la exageración propia de una ciudad de provincias, que los que siguen fieles á los antiguos usos, así los sacerdotes, los militares, los estudiantes saturados de teología ortodoxa y los altos empleados del Estado, como las damas que copian las novedades de Viena y París, todos tienen algo de inquietante, de rudo, de oriental y violento, adivinándose que una ligera raspadura en su moderno exterior basta para dejar al descubierto al bárbaro, al servio belicoso de otros tiempos, que fué el más implacable de los guerreros.
Mi curiosidad me lleva ante el Konak, un palacio no más grande que cualquier hotel de la Castellana. Esta monarquía, que sólo lleva cuarenta años escasos de existencia y ha tenido que improvisar todos los servicios de la vida moderna, manteniendo, además, por halagar el sentimiento nacional, un gran ejército, no permite á sus soberanos grandes lujos.
Recuerdo que cuando fueron asesinados Alejandro y Draga, al hacerse el inventario de la «aventurera», de la mesalina odiada por el pueblo, su ajuar resultó más insignificante que el de una mediana cocotte. Creo que, entre nuevos y usados, sus vestidos no pasaban de media docena. Su dormitorio lo tenía adornado con esas baratijas que regalan en los cotillones, lo mismo que una señorita pobre. Sobre la mesa de noche se encontró abierta una novela de Anatole France que estaba leyendo en el instante que entraron los oficiales, sable en mano, para hacer pedazos á ella y á su esposo, como una pareja de bestias dañinas. Seguramente que este volumen era el único libro francés que existía en Belgrado.
Paso un día entero aburridísimo en la capital de Servia, aguardando la noche para tomar otra vez el tren de Oriente. Amortiguada la primera impresión de novedad, Belgrado me parece una odiosa población de provincias. Militares por todas partes, con su aire de perdonavidas, de bravos sin instrucción, que tienen metido en el puño á su país, popes que van de café en café, empinando el codo con una sed insaciable; señoritas de ojos asiáticos y sombreros copiados de París, que pasean por la calle principal seguidas de estudiantes y cadetes; una banda de música que toca en el jardín de la Ciudadela, en una plazoleta rodeada de bustos de servios ilustres...
Salgo de la ciudad con el propósito de visitar en una llanura lejana la famosa Torre de los Cráneos. Los turcos, para intimidar á los belicosos hijos del país, que les molestaban con una incesante lucha de guerrillas, elevaron la torre, cubriendo sus paredes con cráneos de servios desde los cimientos á las almenas. Hoy, los cráneos han sido enterrados por la veneración patriótica, pero la torre sigue en pie, mostrando en su argamasa los innumerables alvéolos que contenían las calaveras.
Al ir á la estación y ver por última vez las calles de Belgrado, paso ante el pequeño teatro Real, que exhibe en su portada los anuncios de la función del día. Por ellos me entero con sorpresa de que estamos á 24 de Agosto, cuando yo creía vivir en el 6 de Septiembre. El calendario de la religión ortodoxa griega me regala trece días más de vida al pasar por el país de los Balkanes.
__________

XVI

LOS TURCOS
Un río, el Maritza, el Hebro de los antiguos, padre ó abuelo por el nombre de nuestro río aragonés, y en cuyas orillas destrozaron las Furias al dulce Orfeo, corre con grandes tortuosidades por el territorio de Servia y Bulgaria, cruza la Rumelia y penetra en la Turquía europea. Allí donde alcanza la benéfica influencia de sus aguas, el suelo balkánico es fértil y bien poblado. Frondosos bosques orlan las orillas de los torrentes, en cuyos cauces brama y se despeña un agua roja que arrastra la envoltura de tierra de las montañas. En los extensos prados pacen salvajes potradas ó rebaños de bueyes con las astas echadas atrás, en compañía de corderos enormes de cuernos retorcidos como caracoles, y tan extraordinaria y majestuosamente voluminosos, que se comprende que los artistas de la antigüedad los escogieran para el adorno decorativo de palacios y altares.
En los terrenos pantanosos de la Bulgaria y la Rumelia crece el arroz; en los campos secos amarillea el maíz; por las pendientes espárcense las viñas que producen el vino de los Balkanes, único que beben los cristianos y judíos del Imperio turco. Las aldeas apenas si sobresalen con débil relieve sobre el fondo rojo de los montes, faltas de campanarios ó de minaretes, con la llana monotonía de la religión griega, que no siente el menor deseo de escalar el espacio y dirigir sus plegarias á las nubes.
Sofía, la capital de Bulgaria, es otro Belgrado, aunque sus habitantes parecen de carácter más dulce. Su gobierno, dirigido por un príncipe de origen francés que ha vivido largas temporadas en París, muestra gran empeño en asimilarse los progresos de otros pueblos. Los dos mejores edificios de Sofía son la Escuela de Medicina y la Imprenta Nacional, de donde salen importantes publicaciones. Esto, en un país como el de los Balkanes, significa algo notable.
En Filopópolis, capital de la Rumelia oriental, todavía se ven los uniformes búlgaros: sables pendientes del hombro, altas botas, bonetes de astracán copiados de los rusos, grandes protectores del país; pero las mezquitas cortan el horizonte incendiado por la puesta del sol, con la línea blanca y esbelta de sus alminares sutiles y puntiagudos como agujas. La huella de la dominación turca no se borra fácilmente.
Cambia de pronto el personal del tren: los empleados de amplia gorra á la alemana son sustituídos por otros con fez rojo. Este gorro otomano, de color uniformemente purpúreo, empieza á verse por todas partes, dando á la muchedumbre vestida de obscuro el aspecto de una aglomeración de botellas lacradas. Suben á los vagones los aduaneros, arrastrando el corvo sable y llevándose para saludar una mano á la frente y otra al corazón. Gran registro de maletas, para no tocar nada más que los libros y los papeles.
Luego se presenta la policía, graves señores de barba negra, pálidos y tristes como ascetas, con algo clerical en sus levitas negras y sus gorros rojos é inmóviles.
Examinan los pasaportes con cierto aire de cansancio, sin hablar apenas, y se van lo mismo que han venido, después de copiar los nombres en caracteres turcos, desfigurándolos al capricho de su pronunciación gutural.
Estamos en el Imperio otomano, en la estación de Adrianópolis, segunda capital de la Turquía europea, que sigue en importancia á Constantinopla. Los andenes están llenos de militares con sus sombríos y elegantes uniformes europeos, semejantes á los de Alemania, pero rematados invariablemente por el fez rojo.
Adrianópolis es la gran población militar de Turquía. Un ejército de 80.000 hombres está acuartelado en la ciudad y sus alrededores. Los rusos, en la última guerra con Turquía, llegaron á Adrianópolis y acamparon en su recinto. ¡Quién sabe si tardarán mucho, los mismos extranjeros ú otros, en vivaquear en esta ciudad de hermosas mezquitas y enormes fortificaciones!...
Turquía es el«gran enfermo»de Europa, según una frase mil veces repetida, y los pueblos importantes que no osan asesinarlo, por cerrarse el paso unos á otros, aguardan á que el enfermo se muera para repartirse sus bienes, procurando cada uno asistirle traidoramente en su dolencia, para familiarizarse con los secretos y costumbres de la casa y escoger con más seguridad cuando llegue el momento de la rebatiña general.
Yo soy de los que aman á Turquía y no se indignan, por un prejuicio de raza ó religión, de que este pueblo bueno y sufrido viva todavía en Europa. Todo su pecado es haber sido el último en invadirla y estar, por tanto, más reciente el recuerdo de las violencias y barbaries que acompañan á toda guerra. Si sólo debieran vivir en Europa los descendientes directos de sus remotos pobladores, expulsando á las razas invasoras que llegaron después procedentes de Asia ó Africa, nuestro continente quedaría desierto.
Yo amo al turco, como lo han amado con especial predilección todos los escritores y artistas que le vieron de cerca. Diez y nueve razas pueblan el vasto Imperio otomano. Mahometanos, judíos y cristianos, divididos en innumerables sectas, forman esta aglomeración de seres, distintos por orígenes y tradiciones, que lleva el nombre de Turquía; y sin embargo, como dice Lamartine,«el turco es el primero y el más digno entre todos los pueblos de su vasto Imperio».
Existe una concepción imaginaria del turco que es la que acepta el vulgo en toda Europa. Según ella, el turco es un bárbaro, sensual, capaz de las mayores ferocidades, que pasa la vida entre cabezas cortadas ó esclavas que danzan desplegando sus voluptuosidades de odalisca. Con igual exactitud piensan sobre nosotros los viejos de Holanda ó los Países Bajos, los cuales no pueden oir hablar de España sin imaginarse un país de implacables inquisidores, capaces de quemar por una simple errata en una oración, y donde todos los ciudadanos somos duros é inexorables como el antiguo duque de Alba.
Los turcos han sido crueles porque han guerreado mucho, y la guerra jamás ha sido ni será escuela de bondades y de dulces costumbres. Otros pueblos civilizados, que llevan en los labios el nombre de Cristo, han tratado por medio de sus cañones y fusiles á los indígenas de Africa y Asia peor que los turcos á las poblaciones de los Balkanes.
Todos los escritores que han vi...

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  6. Sobre Oriente