El autista y su voz
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El autista y su voz

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Los testimonios de autistas han ayudado a los profesionales ha constatar que la voz constituye un objeto pulsional al que el autista presta una atención particular.Aunque se haya representado durante mucho tiempo al niño autista como un ser mudo que se tapa los oídos, los profesionales han constatado que la voz constituye un objeto pulsional al que el autista presta una atención particular: muchos autistas se preguntan acerca del misterio de la palabra colocando la mano sobre la garganta de su interlocutor, otros intentan que los objetos hablen en su lugar, la mayoría demuestran un interés especial por la música y las canciones. Si mantienen la propia voz en reserva, bien por el mutismo, o bien por el borrado de la enunciación, es debido al temor a sentirse vacíos si la utilizan para la llamada. Esta no-cesión del disfrute vocal tiene como consecuencia maneras específicas de manejar el lenguaje, que van desde convertirlo en una lengua de signos desprovista de toda afectividad, pero cercana al intercambio, hasta lenguas privadas que sirven poco para la comunicación.Los testimonios de autistas de alto nivel que presenta la obra, permiten al profesional de hoy orientarse mejor en la clínica clásica del autismo que Kanner desarrolló en sus inicios. Sus testimonios demuestran que los métodos que mejor los ayudan son aquellos que no sacrifican ni la individualidad ni la libertad del sujeto, sino los que se apoyan en sus invenciones y en sus oasis de capacidad.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2018
ISBN
9788424938215
Categoría
Psicología
Categoría
Psicoanálisis

V

¿QUÉ TRATAMIENTO PARA EL SUJETO AUTISTA?1

«Si no consiguen oír lo que ustedes tienen que decirles —afirmaba Lacan a propósito de los sujetos autistas—, es en tanto que se ocupan de ellos».2 No cabe duda, en efecto, de que un querer demasiado manifiesto para con ellos acentúa su repliegue sobre sí. De entrada, Asperger había observado que para que a uno lo escucharan era mejor no ocuparse demasiado de ellos: aconsejaba, recordémoslo, hablar sin «aproximarse personalmente», con calma y sin emoción, afectando una «pasión apagada».3
Pero la tendencia espontánea del educador no es a borrarse: se encuentra en posesión de un saber que supuestamente promueve el bien del sujeto. En general, en lo que concierne a los autistas, dispone de una teoría de los estadios de desarrollo que él desearía hacer franquear al niño. A veces es una teoría del simbolismo lo que lo incita a privarlo de sus objetos autísticos; o simplemente lo orienta una idea de la normalidad. Esta última lleva, por ejemplo, a la admirable Mira Rothenberg, con las mejores intenciones del mundo, a ocuparse demasiado de Peter, cometiendo sin duda el peor de los errores que pueda cometer el terapeuta de un autista, o sea, pedirle con insistencia que adopte una posición de enunciación. Así, relata: «Durante semanas corregí su expresión oral, pidiéndole que pusiera en su voz un poco más de energía: “Para estar vivo cuando hablas”, le expliqué». Constató que él «permanecía sordo» a este consejo. Ella insistió intentando la misma técnica con la lectura: le pidió que leyera de un modo más vivo. Entonces escribe: «Algo de lo que le dije tuvo que tocarle. Recibí una patada en la tibia». No por ello se desanimó. Fuera de sí, Peter se puso a leer «como si golpeara, con energía y vitalidad». Tal lectura no implicaba necesariamente que comprometiera su presencia enunciativa y además no fue una expresión de lo que él mismo sentía. Pero se había dado perfecta cuenta de que eso era lo que se le pedía con insistencia. Se esforzó por satisfacer a su terapeuta. «Un día —dice ella— me leyó una historia con una fuerza y una animación que pocas veces le había oído. Exclamé:
»—Formidable, esto es lo que yo quería decir.
»De repente, alzó los ojos hacia mí, aterrorizado. Estupefacta ante la expresión que leía en su rostro, balbuceé:
»—¿Qué pasa, Peter?
»El gritó:
»—¡Porque luego está el cementerio!
»—¿Después de qué?
»—Cuando estás bien. Entonces, después, hay un camino sin salida y el cementerio».
Mira Rothenberg interpreta pertinentemente esta última frase suponiendo que Peter quería decir «que tras haber conocido la vida, uno debía morir». Dar vida al lenguaje es para el autista hacer oír el angustiante objeto del goce vocal. Pero el principio de su estructura subjetiva es no ser mortificado por el significante, de modo que nada puede resultarle más angustiante. La continuación de este fragmento clínico ejemplar lo confirma. Mira Rothenberg le comunicó lo que ella había entendido de la relación por él establecida entre la vida y la muerte: «Se puso a temblar y a sudar. Luego corrió hacia la ventana, se quedó como sin energía, se replegó sobre sí mismo como si se estuviera secando y empezó a contar; algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo». Destaquemos el retorno del repliegue sobre sí y de un mecanismo de protección ya abandonado, lo cual demuestra la resonancia subjetiva del incidente. Por supuesto, Peter no persistió en sus esfuerzos por movilizar la enunciación: «No es preciso decir —comenta Rothenberg— que su forma de hablar y de leer se volvió más monótona que nunca».
«Tras este episodio —prosigue—, Peter trató de evitarme. Le dijo a su madre que no quería que [yo] le hablara. A mí me decía: “Peter no quiere que usted vaya con él al doctor Goldstein”. Cuando le preguntaba la razón, me respondía tan solo: “Porque Mira dice al Dr. Goldstein”. Yo le interrogaba: “¿Decir qué?”. Invariablemente me replicaba: “Porque Mira sabe”, o bien: “La verdad”». ¿Acaso no se había acercado ella tanto como es posible a la verdad del autista al no dudar en formularle que su angustia manaba de la expresión de lo vivo?
El incidente de la lectura tuvo una profunda repercusión en la relación entre Peter y su terapeuta. «Produjo ente nosotros una fisura», relata Rothenberg, tras tres años de trabajo con él. Y añade: «De tal manera que retrocedimos durante cerca de seis meses». Ella trató de interpretarle lo que ocurría, diciéndole «que fingía estar muerto porque, quizás, tenía miedo de morir si se ponía a vivir. Entonces, Peter se alejó de mí y a menudo trató de hacerme daño —relata— porque, decía: “Mira conoce la verdad”». Rothenberg llegó a sentirse «asustada de su furor» contra ella. Incluso adivinó confusamente que había cometido un error y no ocultó que «se sentía muy culpabilizada por su actitud», de manera que, a lo largo de esos seis meses de frialdad, intentó desesperadamente reanudar el contacto con él.4
Este fragmento clínico muestra que no basta con la benevolencia para trabajar con un sujeto autista y que una práctica guiada por el psicoanálisis permitiría orientarse mejor. Pero la opinión dominante promueve la educación como método para tratar a los niños autistas. Y no hay ninguna práctica educativa que pueda ahorrarse el recurso más o menos afirmado al binomio recompensa-castigo. El postulado de que el autista posee la capacidad para entender estos mecanismos no es objeto de interrogación alguna por quien se salta la teoría del sujeto. Sin embargo, en los autistas, incluso en los autistas que hablan, la adquisición del «sentido del sonido» se alcanza con dificultad, de tal manera que recompensas, puniciones y términos asociados siguen sin poder ser asimilados durante mucho tiempo. De ello resulta que muchos de ellos viven las puniciones como algo incomprensible y, por lo tanto, injustificado. Williams lo sabe mejor que nadie, ya que tuvo a menudo esa experiencia: «El principio de la disciplina —constata— comete el error de bulto de suponer que el culpable se pregunta por qué».5 Para ella, en su infancia, «los castigos no significaban nada. No tenían ningún vínculo lógico con las acciones que supuestamente se censuraban. Yo ignoraba por completo qué había hecho. Como mucho, trataba de comprender cómo haría una “niña buena” e intentaba imitarla».
Muchas técnicas comportamentales, como advierte Schopler, son empleadas espontáneamente por los padres y los profesores,6 en particular las reprimendas y el refuerzo positivo.7 Cuando se le pregunta a un autista de alto nivel, como Sean Barron, si piensa que este método de gestión del comportamiento que recompensa las buenas conductas y castiga las malas habría podido ayudarle cuando era niño, él confirma el testimonio de Williams: «No veo cómo hubiera podido funcionar. Me importaban un comino las recompensas y las puniciones. En efecto, no tenía ganas de nada, en todo caso no de cosas que se comen, entonces, ¿de qué me hubieran podido privar?».8
Hacia los cinco años, Barron tenía una regla, expresión subjetiva de lo que se describe como «inmutabilidad»: no había que servirle agua en los restaurantes. Había que servirle bebidas que le gustaran, como Coca-Cola, de lo contrario tenía terribles ataques de cólera. Sus allegados no entendían por qué los vasos de agua le hacían aullar. Al no recibir respuesta cuando le preguntó la razón, un terapeuta decidió darle un refuerzo negativo, en forma de una nalgada. «Nunca había pensado —recuerda Barron— que pudiera llegar a pegarme. ¡No me lo podía creer! Papá y mamá me pegan y resulta que este hombre tan raro se pone a hacer lo mismo. No veía qué podía haber hecho yo para que me pegara [...] Sin embargo, por algo me había pegado. A partir de ese momento fue como si él dejara de existir. Dijera lo que dijera, me negaba a entender».9 Aunque Barron capta mal el sentido de las palabras que se le dirigen, la noción de punición le llega a través de los golpes y del tono irritado. Pero permanece desconectada de sus actos y a él solo le queda la idea de su «maldad».
Otros autistas, como Grandin o Sellin, consiguen comprender desde su primera infancia lo que se les dice, pero no pueden responder, aunque a veces pronuncien algunas palabras. El hecho de que este mutismo es un impedimento en su funcionamiento subjetivo, y no debido a una mala voluntad, no lo pueden entender métodos que deciden prescindir de una teoría del sujeto en nombre de la ciencia. De ello resulta la utilización inadecuada de refuerzos negativos, dicho de otro modo, de reprimendas o castigos, con el fin de hacer salir de su mutismo a sujetos demasiado angustiados para conseguirlo.
Muchos niños autistas se muestran hipersensibles a las críticas de sus tentativas de aprendizaje y al no comprenderlas les producen desánimo o las viven como malintencionadas. A falta de poder simbolizarlas, les llegan como una manifestación del goce del Otro que se ejerce contra ellos. Entonces se sienten designados como seres malvados, algo en lo que, efectivamente, se pueden convertir en momentos de violencia, cuando sus defensas no son respetadas.
Además del binomio recompensa-punición, «el hombre normal», objetivo de todos los abordajes educativos, incita a considerar como una evidencia que para ayudar al autista conviene «tratar [su] apego inadaptado a los objetos o [su] adhesión inflexible a las rutinas cotidianas».10 Un abordaje orientado por el psicoanálisis conduce a abstenerse de estos presupuestos, no solo por razones éticas, sino porque no tienen en cuenta el trabajo de protección contra la angustia que opera en dichas conductas.
Los trabajos sobre la especificidad de la inteligencia de los autistas, que rigen la mayoría de las estrategias educativas que se les proponen, por lo general van acompañados de un desconocimiento de su funcionamiento subjetivo. No hay ninguna interrogación acerca de cómo es recibido el binomio recompensa-punición, no se tiene en cuenta la angustia inherente a la enunciación, la función de contención del goce propia de los objetos autísticos y del trabajo de inmutabilidad es ignorada, la forma en que el sujeto autístico se construye ni siquiera es imaginada. Por estos motivos y por algunos otros, el tratamiento psicoanalítico del autista y la reeducación de su «hándicap» no resultan muy compatibles. De todas formas, el niño autista no es un sujeto que pueda hacer una demanda de análisis. A veces se compromete en una cura, a demanda de sus padres y a condición de que se produzca un buen encuentro. Esto es infrecuente y no dispensa de la necesidad de procurarle un entorno adecuado para sus condiciones específicas.
Algunos padres consiguen crear un entorno así a costa de sacrificios considerables y de una entrega sin límites. La abnegación de una Clara Park,11 de una Judy Barron o de una Tamara Morar12 causa admiración. A veces me he encontrado con personas anónimas que también la causan. Sin embargo, consagrarse a sacar a un hijo de su repliegue autístico se paga con un pesado tributo en lo que se refiere a la vida social y profesional, de tal manera que tales prácticas por fuerza tienen que ser excepcionales. En consecuencia, el tratamiento más adecuado para los niños autistas hay que buscarlo en instituciones conocedoras de su funcionamiento subjetivo y organizadas en función de este. Tal es el proyecto rector de aquellas que practican una variante del psicoanálisis aplicado nombrado por JacquesAlain Miller como «práctica entre varios».13 Dicha práctica implica que se preserve un vacío central de saber, para que la teoría del clínico no quede fijada y pueda ser confrontada por la singularidad de cada niño. En estos lugares, las invenciones del sujeto son acogidas sin someterlas al estándar de un supuesto conocimiento de las etapas de un desarrollo típico.
LA CURA FREUDIANA CON MARY: PUESTA EN IMAGEN DE LA VERDAD
Para construirse, el autista, que rehúsa asumir su alienación, se ve enfrentado a una dificultad que no incumbe sino a su estructura subjetiva: ¿cómo tratar el goce del ser vivo cuando no se dispone de ese aparato para mortificarlo que es el significante? A este respecto, los escasos testimonios de autistas de alto nivel que se han comprometido en una cura individual nos enseñan mucho: podemos considerarlos una especie de laboratorio para el estudio de su funcionamiento subjetivo.
Desde los diecisiete a los diecinueve años, en Australia, Donna Williams consultó regularmente a una psiquiatra cuya práctica estaba orientada por el psicoanálisis y que supo ganarse su confianza. Este encuentro fue importante: influyó en «su vida mental como nadie lo había hecho nunca después de Carol».14 Esta última, una joven con la que se encontró una sola vez hacia la edad de cinco años, fue el espejo en el que Donna encontró la base para uno de sus compañeros imaginarios, a quien llamó precisamente Carol. Gracias a ella se creó «un yo diferente del que estaba paralizado y trabado por las emociones. Aquello se convirtió en algo más que en un juego, más que en una comedia. Era mi vida, en la que tenía que eliminar lo que se refería a las emociones personales y, al mismo tiempo, hacer desaparecer a Donna».15
La terapia con Mary se inscribió en esta filiación: se convirtió en el soporte de un nuevo doble. Fue, escribe Williams, «el reflejo mejor adaptado, el más condescendiente, en el que me hubiera llegado a convertir hasta entonces». Un doble encarnado, como Mary, presenta la ventaja, en comparación de los compañeros imaginarios que eran Carol y Willie, de poder producir efectos de sugestión. Mary no dejó de hacerlo, de tal manera que Williams obtuvo algún provecho de esta cura. Así, el comportamiento de sus compañeros imaginarios, encarnados de forma alternada en su vida social, se pacificó: «De guardián de prisión, Willie pasó a ser psy. Carol, chavala de la calle, se convirtió en una dama elegante». Por si fuera poco, Mary enseñó «enormemente [a Donna] a actuar y a pensar como ella».
Donna pensó incluso en ser psiquiatra. Mary la incitó a reanudar sus estudios, de modo que al final de la cura entró en la universidad para parecerse a su terapeuta. Sin embargo, Williams consider...

Índice

  1. AGRADECIMIENTOS
  2. INTRODUCCIÓN
  3. I. DE LA PSICOSIS PRECOCÍSIMA AL ESPECTRO DE AUTISMO1
  4. II. «MÁS BIEN VERBOSOS», LOS AUTISTAS1
  5. III. EL RETORNO DEL GOCE AL BORDE AUTÍSTICO
  6. IV. OYEN MUCHAS COSAS, PERO... ¿ALUCINAN?
  7. V. ¿QUÉ TRATAMIENTO PARA EL SUJETO AUTISTA?1
  8. VI. NO BASTA CON EL APRENDIZAJE
  9. BIBLIOGRAFÍA
  10. NOTAS