La parte de Guermantes
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La parte de Guermantes

En busca del tiempo perdido III

  1. 704 páginas
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La parte de Guermantes

En busca del tiempo perdido III

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En este tercer volumen de su ambiciosa y genial En busca del tiempo perdido, el autor francés dibuja con detalle y de un modo casi palpable el brillante universo de la nobleza que tan bien conocía. Un universo que, a pesar de su opulencia y elegancia, se empezaba a resquebrajar, víctima de las circunstancias históricas y de ese inexorable paso del tiempo que tanto preocupa al sensible narrador de la novela.El tránsito por La parte de Guermantes traslada al lector a los ambientes en los que se movía la aristocracia francesa, en un principio contrapuesta a la clase burguesa, pero con la que acabará estableciendo una relación de complementariedad ante su progresivo e imparable declive.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2014
ISBN
9788490561904
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

PRIMERA PARTE

El piar matinal de los pájaros parecía insípido a Françoise. Cada palabra de las «criadas» la sobresaltaba; hacía cábalas sobre todos sus pasos, que la incomodaban; es que nos habíamos mudado. Cierto es que los sirvientes no se movían menos en el «sexto» de nuestra antigua morada, pero los conocía; sus idas y venidas habían llegado a ser amistosas para ella. Ahora prestaba al silencio mismo una atención dolorosa y, como nuestro nuevo barrio parecía tan apacible como ruidoso era el bulevar al que daba nuestra vivienda anterior, la canción —clara incluso de lejos, cuando era débil como un motivo de orquesta— de un hombre que pasaba hacía saltar las lágrimas a Françoise en el exilio. Por eso, si bien yo me había burlado de ella, que, desconsolada por tener que abandonar un inmueble en el que «todos nos apreciaban tanto», había hecho las maletas llorando, conforme a los ritos de Combray, mientras declaraba superior a todas las casas posibles la que había sido la nuestra, yo, en cambio, que asimilaba las cosas nuevas con tanta dificultad como facilidad tenía para abandonar las antiguas, me sentí próximo a nuestra anciana sirviente cuando vi que la instalación en una casa en la que no había recibido del portero, quien aún no nos conocía, las señales de consideración necesarias para su buena nutrición moral, la había sumido en un estado próximo al abatimiento. Sólo ella podía comprenderme; un joven lacayo no lo habría hecho, desde luego; para él, que no podía ser menos de Combray, instalarse y vivir en otro barrio era como irse de vacaciones, en las que la novedad del ambiente infundía la misma quietud que haber viajado; se creía en el campo y un catarro nasal le dio —como una «corriente de aire» recibida en un vagón cuyo cristal cerrara mal— la deliciosa impresión de haber visto mundo; a cada estornudo, se alegraba de haber encontrado un lugar tan agradable, pues siempre había deseado tener señores que viajaran mucho. Por eso, sin ocuparme de él, me dirigí derecho a Françoise; como con motivo de una separación que me había dejado indiferente me había yo reído de sus lágrimas, se mostró glacial para con mi tristeza, porque la compartía. El egoísmo de los nerviosos crece junto con su supuesta «sensibilidad»: no pueden soportar la exhibición por parte de los demás de inquietudes a las que ellos prestan en sí mismos cada vez mayor atención. Françoise, quien no dejaba pasar ni la más ligera de las que experimentaba, apartaba la cara —si yo sufría— para que no tuviese el placer de ver mi sufrimiento compadecido ni advertido siquiera. Lo mismo hizo, en cuanto quise hablarle de nuestra nueva casa. Por lo demás, como al cabo de dos días Françoise había tenido que ir a buscar ropa olvidada en la que acabábamos de abandonar, mientras yo tenía aún, a consecuencia de la mudanza, «temperatura» y me sentía —semejante a una boa que acaba de tragar un buey— penosamente abullonado por un largo bargueño que mi vista debía «digerir», volvió diciendo —con la infidelidad de las mujeres— que había creído asfixiarse en nuestro antiguo bulevar, que, para dirigirse a él, se había sentido del todo «descaminada», que nunca había visto escaleras tan incómodas, que no volvería a vivir allí «ni por un imperio» y aunque le dieran millones —hipótesis gratuitas— y que todo —es decir, lo relativo a la cocina y los pasillos— estaba mucho mejor «dispuesto» en nuestra nueva casa. Ahora bien, ya es hora de decir que nuestro piso —y habíamos ido a vivir en él porque mi abuela, que no andaba demasiado bien de salud, necesitaba aire puro— era una dependencia del palacete de Guermantes.
A la edad en que los nombres, al ofrecernos la imagen de lo incognoscible que hemos vertido en ellos, nos obligan —en la medida misma en que designan también para nosotros un lugar real— a identificar uno con el otro, hasta el punto de que vamos a buscar en una ciudad un alma que no puede albergar, pero que ya no podemos expulsar de su nombre, y no sólo confieren —como las pinturas alegóricas— una individualidad a las ciudades y a los ríos, no sólo esmaltan el universo físico con diferencias y lo pueblan con maravilla, sino también el social: entonces todo castillo, todo palacete o palacio famoso tiene su dama o su hada, como los bosques sus genios y sus divinidades las aguas. A veces, el hada, oculta en el fondo de su nombre, se transforma al albur de la vida de nuestra imaginación, que la alimenta; así, los colores de la atmósfera en la que la Sra. de Guermantes existía en mí, tras haber sido durante años el mero reflejo de un cristal de linterna mágica y de una vidriera de iglesia, empezaban a apagarse, cuando sueños muy diferentes lo impregnaron con la espumosa humedad de los torrentes.
Sin embargo, si nos aproximamos a la persona real a la que corresponde su nombre, el hada perece, pues el nombre comienza entonces a reflejar aquélla, que nada alberga de ésta; si nos alejamos de la persona, el hada puede renacer, pero, si permanecemos junto a ella, muere definitivamente y con ella su nombre, como la familia de Lusignan que había de extinguirse el día en que desapareciera el hada Melusina. Entonces el nombre, en cuyos retoques sucesivos podríamos acabar encontrando el hermoso retrato original de una extraña a la que nunca hayamos conocido, no es ya sino la tarjeta fotográfica de identidad a la que recurrimos para saber si conocemos, si debemos o no saludar, a una persona que pasa, pero, si una sensación de un año del pasado permite a nuestra memoria —como esos instrumentos de grabaciones musicales que conservan el sonido y el estilo de los diferentes artistas que los interpretaron— hacernos oír ese nombre con el timbre particular que tenía entonces para nuestro oído y en apariencia inalterado, sentimos la distancia que separa uno de otro los sueños que significaron sucesivamente para nosotros sus idénticas sílabas. Por un instante, a partir del gorjeo vuelto a oír que lo acompañaba en determinada primavera antigua podemos obtener —como de los tubitos de pintura— el matiz justo, olvidado, misterioso y fresco de los días que creíamos haber recordado, cuando conferíamos —como los malos pintores— a todo nuestro pasado extendido por una misma tela los tonos convencionales —e iguales todos— de la memoria voluntaria. Ahora bien, cada uno de los momentos que lo compusieron empleaba —para una creación original, en una armonía única al contrario— los colores de entonces que ya no conocemos y que de pronto me dejan arrobado otra vez, si, al haber recuperado —gracias a ese azar— el nombre de Guermantes por un momento, después de tantos años, el sonido —tan diferente del de hoy— que tenía para mí en el día de la boda de la Srta. Percepied, me restituye, por ejemplo, aquel malva tan dulce, demasiado brillante, demasiado nuevo, que aterciopelaba la ahuecada chalina de la joven duquesa y —como una hierba doncella inalcanzable y de nuevo en flor— sus ojos iluminados con una sonrisa azul. Y el nombre de Guermantes de entonces es también como esos pequeños matraces en los que han encerrado oxígeno u otro gas: cuando logro perforarlo, hacer salir su contenido, respiro el aire de Combray de aquel año, de aquel día, mezclado con un olor de majuelos agitado por el viento de la esquina de la plaza, precursor de la lluvia, que sucesivamente hacía desvanecerse el sol, lo dejaba extenderse por la alfombra de lana roja de la sacristía y revestirla con una carnación brillante, casi rosada, de geranio y con esa dulzura —por decirlo así— wagneriana en el júbilo que confiere tanta nobleza a esa festividad, pero, cuando, en la ensoñación, incluso aparte de minutos poco comunes como ésos, en los que sentimos bruscamente vibrar la entidad original y recuperar su forma y su cinceladura en sílabas hoy muertas, si bien los nombres han perdido —en el vertiginoso torbellino de la vida corriente, en la que ya sólo tienen un uso enteramente práctico— todo color, como una peonza prismática que gira demasiado deprisa y parece gris, reflexionamos, procuramos —para volver sobre el pasado— aminorar, suspender, su movimiento perpetuo, al que nos sentimos, en cambio, arrastrados, poco a poco vemos reaparecer —yuxtapuestos, pero eternamente distinguibles unos de otros— los matices que durante nuestra existencia nos presentó sucesivamente un mismo nombre.
Desde luego, qué forma se recortaría ante mis ojos en ese nombre de Guermantes, cuando mi nodriza, que seguramente ignoraba, tanto como yo hoy, en honor de quién había sido compuesta, me arrullaba con esa antigua canción —Gloria a la marquesa de Guermantes o cuando —unos años después— el anciano mariscal de Guermantes se detenía en los Campos Elíseos y henchía a mi niñera de orgullo, al decir: «¡Qué niño más hermoso!», y sacar de una bombonera de bolsillo una pastilla de chocolate, es algo que no sé. Aquellos años de mi primera infancia ya no son parte de mí, sino exteriores a mí, sólo puedo conocerlos —como lo sucedido antes de nuestro nacimiento— por los relatos de otros, pero más adelante encuentro sucesivamente en la permanencia en mí de ese mismo nombre siete u ocho rostros distintos; los primeros eran los más hermosos: poco a poco mi sueño, forzado por la realidad a abandonar una posición insostenible, se escudaba de nuevo un poco más acá hasta que se veía obligado a retroceder de nuevo y —al mismo tiempo que la Sra. de Guermantes— cambiaba su morada, procedente también de ese nombre, que, al fecundar año tras año tal o cual palabra oída, modificaba mis sueños; aquella morada los reflejaba en sus propias piedras, que se habían vuelto reflectantes como la superficie de una nube o un lago. Un torreón de dos dimensiones —simple faja de luz anaranjada desde cuya altura el señor y su dama decidían sobre la vida y la muerte de sus vasallos— había cedido su lugar —en el extremo de aquella «parte de Guermantes», por la que, en tantas tardes hermosas, seguía yo con mis padres el curso del Vivonne— a aquella tierra torrencial, donde la duquesa me enseñaba a pescar truchas y a conocer el nombre de las flores con ramilletes violáceos y rojizos que decoraban los muros bajos de los cercados circunstantes; después había sido la tierra hereditaria, la hacienda poética, en la que aquella altiva raza de los Guermantes se elevaba —como una torre amarillenta y con florones que atraviesa ya las eras— sobre Francia: cuando el cielo estaba aún vacío allí donde más adelante surgirían Nuestra Señora de París y Nuestra Señora de Chartres; cuando la nave de la catedral se había posado en la cima de la colina de Laon, como el Arca del Diluvio —lleno de patriarcas y justos, ansiosamente asomados a las ventanas para ver si se había apaciguado la cólera de Dios, y cargado con todos los tipos de vegetales que se multiplicarían en la Tierra, desbordante de animales que se escapan hasta por las torres, en las que unos bueyes, paseándose apacibles por la techumbre, contemplan desde arriba las llanuras de Champaña— en la cumbre del monte Ararat; cuando el viajero que abandonaba Beauvais al final del día no veía aún las negras y ramificadas alas de la catedral que lo seguían —desplegadas en la pantalla dorada del ocaso— serpenteando. Era —aquel Guermantes— como el marco de una novela, un paisaje imaginario que me costaba representar y tanto más deseaba descubrir, enclavado en medio de tierras y caminos reales que de repente se impregnarían de particularidades heráldicas, a dos leguas de una estación; recordaba yo los nombres de las localidades vecinas, como si estuvieran situadas al pie del Parnaso o del Helicón, y me parecían preciosas como las condiciones materiales —en la ciencia tipográfica— de la producción de un fenómeno misterioso. Volvía a ver los escudos de armas pintados en los zócalos de las vidrieras de Combray y cuyos cuarteles se habían llenado, siglo tras siglo, con todos los señoríos que, por matrimonios o adquisiciones, aquella ilustre casa había hecho volar hasta sí desde todos los rincones de Alemania, Italia y Francia: tierras inmensas del Norte, ciudades poderosas del Sur, acudieron a juntarse y acomodarse en Guermantes y, durante su materialidad, inscribir alegóricamente su torreón de sinople o su castillo de plata en su campo de azur. Yo había oído hablar de los célebres tapices de Guermantes y los veía —medievales y azules y un poco gruesos— destacarse como una nube sobre el nombre amaranto y legendario, al pie del antiguo bosque en el que tan a menudo cazó Childeberto, y me parecía que aproximándome por un instante a la Sra. de Guermantes, señora del lugar y dama del lago penetraría tanto como mediante un viaje en los secretos de ese fino fondo misterioso de las tierras, esa lejanía de los siglos: como si su rostro y sus palabras hubiesen debido tener el encanto local de los oquedales y las riberas y las mismas particularidades seculares que el antiguo protocolo de sus archivos, pero entonces había conocido yo a Saint-Loup, quien me había informado de que el castillo se llamaba Guermantes sólo desde el siglo XVII, en que su familia lo había adquirido. Hasta entonces, ésta había residido en las cercanías y su título no procedía de esa región. El pueblo de Guermantes, construido después del castillo, había recibido su nombre de éste y, para que no arruinara sus perspectivas, una servidumbre que seguía en vigor regulaba el trazado de las calles y limitaba la altura de las casas. En cuanto a los tapices, comprados en el siglo XIX por un Guermantes aficionado, eran de Boucher y estaban situados —junto a los mediocres cuadros de caza que él mismo había pintado— en un salón muy feo, revestido de tela de algodón y felpa. Con aquellas revelaciones, Saint-Loup había introducido en el castillo elementos ajenos al nombre de Guermantes que no me permitieron seguir extrayendo únicamente de la sonoridad de las sílabas la mampostería de sus construcciones, por lo que en el fondo de aquel nombre se había eclipsado el castillo reflejado en su lago y lo que se me había revelado, en torno a la Sra. de Guermantes, como su morada había sido su palacete de París, el palacete de Guermantes, límpido como su nombre, pues no había elemento material y opaco alguno que interrumpiera y ocultase su transparencia. Así como «iglesia» no significa sólo «templo», sino también «asamblea de los fieles», así también aquel palacete de Guermantes albergaba a todos cuantos compartían la vida de la duquesa, pero aquellos íntimos a quienes nunca había visto yo eran, para mí, meros nombres célebres y poéticos y, como sólo conocía a personas que eran, a su vez, meros nombres, contribuían a intensificar y proteger el misterio de la duquesa, al extender en torno a ella un gran halo que iba, como máximo, degradándose.
En las fiestas que daba, como no imaginaba cuerpo alguno —bigote alguno, frase alguna pronunciada que resultara trivial o incluso original de forma humana y racional de los invitados—, aquel torbellino de nombres que introducían menos materia que una comida de fantasmas o un baile de espectros, en torno a aquella estatuilla de porcelana de Sajonia que era la Sra. de Guermantes, conservaba una transparencia de vitrina en su palacete de cristal. Después, cuando Saint-Loup me hubo contado anécdotas relativas al capellán y a los jardines de su prima, el palacete de Guermantes había llegado a ser —como pudo haber sido en tiempos un Louvre— como un castillo rodeado, en medio del propio París, de sus tierras poseídas por herencia, en virtud de un derecho antiguo extrañamente superviviente y en las que aún ejercía privilegios feudales, pero aquella última morada se había esfumado, a su vez, cuando habíamos ido a vivir —muy cerca de la Sra. de Villeparisis— en uno de los pisos vecinos del de la Sra. de Guermantes y en un ala de su palacete. Era una de esas antiguas moradas, que tal vez existan aún, en las que el patio principal tenía con frecuencia a los lados —ya fueran aluviones acarreados por la riada en ascenso de la democracia o legados de tiempos más antiguos, en los que los diversos oficios estaban agrupados en torno a su señor— trastiendas, talleres o incluso un tenderete de zapatero o de sastre —como los que se ven apoyados en los flancos de las catedrales y que la estética de los ingenieros no ha retirado— o un portero y zapatero remendón que criaba gallinas y cultivaba flores y en el fondo, en la vivienda «principal», una «condesa» que —cuando salía en su vieja calesa de dos caballos, mostrando en su sombrero unas capuchinas que parecían escapadas del jardincillo de la portería y con un lacayo junto al cochero que bajaba a entregar tarjetas de visita con una esquina doblada en cada uno de los palacios aristocráticos del barrio— enviaba indistintamente sonrisas y buenos días con la mano a los hijos del portero y a los inquilinos burgueses del inmueble que pasaban en aquel momento y a q...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Dedicatoria del traductor
  4. Dedicatoria
  5. Primera parte
  6. Segunda parte
  7. Capítulo primero
  8. Capítulo segundo