La prisionera
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La prisionera

En busca del tiempo perdido V

  1. 480 páginas
  2. Spanish
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La prisionera

En busca del tiempo perdido V

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El amor y las obsesiones de las que irremediablemente va acompañado son el eje vertebrador de La prisionera, el quinto volumen de En busca del tiempo perdido, la colosal obra con la que Marcel Proust se erigió como uno de los mejores escritores de la historia de la literatura. A partir de la reclusión de Albertine, la amante del narrador protagonista, Proust analiza con su particular y penetrante mirada las relaciones amorosas y los sentimientos encontrados que acaban provocando en los amantes, como deseo y sensualidad, pero también celos y frustración.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2014
ISBN
9788490561911
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

La prisionera

Ya por la mañana, con la cabeza aún vuelta hacia la pared y antes de haber visto, por encima de las grandes cortinas de la ventana, el matiz de la raya de luz, ya sabía yo qué tiempo hacía. Los primeros ruidos de la calle me lo habían indicado, según me llegaran amortiguados y desviados por la humedad o vibrantes como flechas en el resonante y vacío aire de una mañana espaciosa, glacial y pura; con el fragor del primer tranvía, ya había comprendido yo si estaba esperando bajo la lluvia o partía hacia el cielo. Y tal vez a esos ruidos mismos hubiera precedido alguna emanación más rápida y penetrante que, tras colarse en mi sueño, esparcía en él una tristeza anunciadora de la nieve y hacía entonar a un personajito intermitente tan numerosos cánticos a la gloria del sol, que éstos acababan preparando para mí —quien, aún dormido, empezaba a sonreír, con los párpados cerrados preparándose para verse deslumbrados— un impresionante despertar con música. Por lo demás, durante aquel período percibí la vida exterior sobre todo desde mi cuarto. Sé que Bloch contó que, cuando venía a verme por la noche, oía el sonido de una conversación; como mi madre estaba en Combray y nunca encontraba a nadie en mi cuarto, sacó la conclusión de que yo hablaba solo. Cuando, mucho más tarde, se enteró de que entonces Albertine vivía conmigo y comprendió que yo la había ocultado a todo el mundo, declaró que por fin entendía la razón por la que en aquella época de mi vida nunca quería yo salir. Se equivocó. Por lo demás, se podía disculparlo perfectamente, pues la realidad, aun cuando sea necesaria, no es completamente previsible: quienes se enteran de algún detalle exacto de la vida de otro se apresuran al instante a sacar consecuencias que no lo son y ven en el hecho recién descubierto la explicación de cosas que precisamente no tienen relación alguna con él.
Cuando ahora pienso en que a nuestro regreso de Balbec mi amiga había venido a vivir en París bajo el mismo techo que yo, que había renunciado a irse en un crucero, que su cuarto estaba a veinte pasos del mío, al final del pasillo, en el despacho tapizado de mi padre, y que todas las noches, muy tarde, antes de separarse de mí, deslizaba su lengua en mi boca, como un pan cotidiano, un alimento nutritivo, y con el carácter casi sagrado de toda carne a la que los sufrimientos que hemos soportado por ella han acabado confiriendo como una dulzura moral, lo que evoco al instante, en comparación, no es la noche que el capitán de Borodino me permitió pasar en el cuartel, como un favor que sólo curaba, en una palabra, un malestar efímero, sino aquella en la que mi padre mandó a mi madre a dormir en la camita contigua a la mía, pues la vida, si debe librarnos una vez más de un sufrimiento que parecía inevitable, lo hace en condiciones hasta tal punto diferentes y a veces opuestas, ¡que el reconocimiento de la identidad de la gracia concedida representa casi un aparente sacrilegio!
Cuando Albertine se enteraba por Françoise de que yo no estaba dormido en la obscuridad de mi alcoba, con las cortinas aún echadas, no procuraba no hacer ruido en su cuarto de baño. Entonces yo, en lugar de esperar a una hora más tardía, muchas veces iba a un cuarto de baño contiguo al suyo y que era agradable. En tiempos un director de teatro gastaba centenares de miles de francos para constelar con esmeraldas auténticas el trono en el que la diva desempeñaba un papel de emperatriz. Los ballets rusos nos han mostrado que unos simples juegos de luces, proyectados en la dirección oportuna, prodigan joyas igualmente suntuosas y más variadas. Esa decoración ya más inmaterial no resulta, sin embargo, tan atractiva como aquella mediante la cual, a las ocho de la mañana, el sol substituye a la que solíamos ver, cuando no nos levantábamos hasta el mediodía. Las ventanas de nuestros dos cuartos de baño no tenían —para que no pudiesen vernos desde fuera— cristales lisos, sino que estaban cubiertos con una escarcha artificial y anticuada. De repente el sol amarillecía aquella muselina de cristal, la doraba y, tras revelar despacito en mí un joven más antiguo durante mucho tiempo ocultado por la costumbre, me embriagaba con recuerdos, como si hubiera estado en plena naturaleza, delante de los follajes dorados en los que ni siquiera faltaba la presencia de un pájaro, pues oía a Albertine silbar sin cesar:
Los dolores son unos locos
Y quien los escucha está más loco aún.
Yo la amaba demasiado para no sonreír, feliz, ante su mal gusto musical. Por lo demás, aquella canción había encantado el verano anterior a la Sra. Bontemps, quien no tardó en oír decir que era una necedad, por lo que, en lugar de pedir a Albertine que la cantara, cuando había visitas, la substituyó por ésta:
Una canción de despedida sale de fuentes turbulentas,
que pasó a ser, a su vez, «una vieja cantinela de Massenet con la que la niña nos castiga los oídos».
Pasaba un nubarrón, eclipsaba el sol y yo veía apagarse y volver a la monotonía la púdica y frondosa cortina de vidrio.
Los tabiques que separaban nuestros dos cuartos de baño (el de Albertine, idéntico, era uno que mi madre, por tener otro en el otro extremo del piso, nunca había usado para no hacer ruido mientras yo dormía) eran tan finos, que podíamos hablar, al tiempo que nos lavábamos cada uno en el nuestro, y proseguir una charla que sólo interrumpía el ruido del agua, en esa intimidad que muchas veces permite —en un hotel— la exigüidad del espacio y la proximidad de las habitaciones, pero que en París es tan poco frecuente.
Otras veces, permanecía acostado, soñando todo el tiempo que deseara, pues el personal de servicio había recibido la orden de no entrar nunca en mi cuarto antes de que hubiera yo tocado el timbre, cosa que —por la incomodidad que entrañaba la colocación de la perilla eléctrica por encima de mi cama— requería tanto tiempo, que con frecuencia, harto de intentar alcanzarla y contento de estar solo, permanecía unos instantes casi dormido de nuevo. No es que yo fuera totalmente indiferente a la estancia de Albertine entre nosotros. Su separación de sus amigas lograba librar a mi corazón de nuevos sufrimientos. Lo mantenía en un reposo, en una inmovilidad, casi total, que lo ayudarían a curar, pero, en definitiva, aquella calma que me procuraba mi amiga, más que una alegría, era un lenitivo del sufrimiento. No es que no me permitiera experimentar muchas alegrías de las que el dolor intenso me había privado, pero, lejos de debérselas a Albertine, quien, por lo demás, apenas me parecía ya hermosa y con la cual me aburría, a la que tenía la clara sensación de haber dejado de amar, las saboreaba, al contrario, cuando Albertine no estaba a mi lado. Por eso, para comenzar la mañana, no mandaba a llamarla en seguida, sobre todo si hacía bueno. Durante unos instantes —y sabiendo que me hacía más feliz que ella—, permanecía a solas con el personajito interior, que saludaba cantando al sol y del que ya he hablado. De los que componen nuestra individualidad, los que nos resultan más esenciales no son los más patentes. En mí, cuando la enfermedad haya acabado derribándolos uno tras otro, quedarán aún dos o tres que tendrán la vida más dura que los demás, en particular cierto filósofo que sólo es feliz cuando ha descubierto —entre dos obras, entre dos sensaciones— un rasgo en común, pero a veces me he preguntado si no sería el último de todos el hombrecillo muy parecido a otro que el óptico de Combray había colocado tras su escaparate para indicar el tiempo que hacía y que, tras quitarse la capucha en cuanto hacía sol, volvía a ponérsela si iba a llover. De ese hombrecillo conozco el egoísmo; ya puedo sufrir un ataque de sofoco que sólo calmaría la llegada de la lluvia, que a él lo trae sin cuidado y ante las primeras gotas, tan impacientemente esperadas, pierde la alegría y vuelve a ponerse la capucha con mal humor. En cambio, estoy convencido de que, en el momento de mi agonía, cuando todos los demás «yoes» estén muertos, si llega a brillar un rayo de sol, el personajito barométrico se sentirá —mientras yo lance mi último suspiro— muy a gusto y se quitará la capucha para cantar: «¡Ah! Por fin hace bueno».
Llamaba yo con el timbre a Françoise. Abría Le Figaro. Buscaba y comprobaba que no figuraba en él un artículo —o supuestamente tal— que había yo enviado a ese periódico y no era otra cosa que la página recientemente recuperada —y un poco modificada— escrita en tiempos en el coche del doctor Percepied, al contemplar los campanarios de Martinville. Después leía la carta de mi madre: le parecía extraño, chocante, que una joven viviera sola conmigo. El primer día, en el momento de abandonar Balbec, cuando mi madre me había visto tan desdichado y le había preocupado dejarme solo, tal vez se hubiese alegrado al enterarse de que Albertine partía con nosotros y al ver que junto a nuestras maletas —aquellas junto a las cuales había pasado yo la noche en el hotel de Balbec llorando— habían cargado en el tren-tranvía las de Albertine, estrechas y negras, que me habían parecido con forma de ataúdes y me habían dejado dubitativo sobre si con ellas entraría en mi casa la vida o la muerte, pero yo ni siquiera me lo había preguntado, presa como era de la alegría —en la mañana resplandeciente, después del espanto de permanecer en Balbec— de llevar conmigo a Albertine. Ahora bien, aunque al principio mi madre no se había mostrado hostil —y hablaba, amable, a mi amiga, como una madre cuyo hijo acaba de ser gravemente herido y se muestra agradecida para con la joven amante que lo cuida con abnegación— a ese proyecto, había llegado a serlo a partir del momento en que éste se había realizado completamente y se prolongaba en nuestra casa la estancia de la joven y, además, en ausencia de mis padres. Sin embargo, no puedo decir que mi madre no manifestara nunca aquella hostilidad. Ahora —como en el pasado, cuando había dejado de atreverse a reprocharme mi nerviosismo, mi pereza— vacilaba —cosa que tal vez yo no adivinara del todo en el momento o no quisiera adivinar— a la hora de arriesgarse —expresando algunas reservas a la joven con la que, según le había dicho yo, iba a prometerme— a ensombrecer mi vida, de volverme más adelante menos afecto a mi esposa, de sembrar tal vez —para cuando ella misma hubiera desaparecido— el remordimiento de haberla hecho sufrir al casarme con Albertine. Mi madre prefería que pareciese aprobar una elección de la que no podría —tenía la sensación— hacerme desdecirme, pero todos los que la vieron en aquella época me dijeron que a su dolor de haber perdido a su madre se sumaba una expresión de perpetua preocupación. Aquella tensión mental, aquella discusión interior, daban a mi madre un gran calor en las sienes, por lo que abría constantemente las ventanas para refrescarse, pero ninguna decisión lograba adoptar por miedo a «influirme» en sentido negativo y menoscabar la que creía mi felicidad. Ni siquiera podía adoptar la de impedirme mantener provisionalmente a Albertine en casa. No quería mostrarse más severa que la Sra. Bontemps, a quien ante todo incumbía aquel asunto y no le parecía improcedente, cosa que sorprendía mucho a mi madre. En todo caso, lamentaba haberse visto obligada a dejarnos a los dos solos, al marcharse hasta aquel momento a Combray, donde podía ser que hubiera de permanecer —y, de hecho, así fue— muchos meses durante los cuales mi tía abuela la necesitó sin cesar, de noche y de día. Allí todo le resultó fácil gracias a la bondad, a la abnegación, de Legrandin, quien, sin escatimar esfuerzo alguno, por grande que fuera, aplazó de semana en semana su regreso a París, pese a conocer poco a mi tía, simplemente —primero— porque había sido amiga de su madre y —segundo— porque notó que la enferma incurable apreciaba sus atenciones y no podía prescindir de él. El esnobismo es una enfermedad grave del alma, pero localizada y que no la estropea del todo. Sin embargo, yo, al contrario que mi madre, estaba muy contento de su traslado a Combray, sin el cual habría temido —por no poder decir a Albertine que la ocultara— que descubriera su amistad con la Srta. Vinteuil, cosa que habría sido para mi madre un obstáculo absoluto no sólo a un matrimonio del que, por lo demás, me había pedido que no hablara aún definitivamente a mi amiga, pero que cada vez me resultaba más intolerable plantearme, sino también a que ésta pasara un tiempo en casa. Salvo una razón tan grave y que no conocía, mi madre, en virtud del doble efecto de la imitación edificante y liberadora de mi abuela, admiradora de George Sand y que concebía la virtud como nobleza del corazón, y, por otra parte, de mi propia influencia corruptora, se mostraba ahora indulgente con mujeres para con cuya conducta habría estado severa en tiempos o incluso en el presente, si hubieran sido amigas suyas burguesas de París o de Combray, pero cuya hermosa alma yo le encomiaba y a las cuales perdonaba mucho, porque me apreciaban. Pese a todo e incluso independientemente de la cuestión de su oportunidad, creo que Albertine no habría soportado a mi madre, quien había conservado de los tiempos de Combray, de mi tía Léonie, de todas sus parientes, hábitos relativos al orden de los que mi amiga no tenía la menor noción. Habría sido capaz de no cerrar una puerta y, en cambio, habría dejado de entrar, cuando una puerta estuviera abierta, tan poco como un perro o un gato. Así, su encanto un poco incómodo consistía en no estar en casa tanto como una muchacha cuanto como un animal doméstico, que entra en una habitación y sale de ella, que aparece dondequiera que no se lo espere y que iba —cosa que resultaba para mí un motivo de quietud— a echarse en mi cama junto a mí, a hacerse un sitio en ella, del que ya no se movía más, sin molestar, como habría hecho una persona. Sin embargo, acabó por plegarse a mis horas de sueño, a no intentar no sólo entrar en mi alcoba, sino tampoco hacer ruido antes de que yo hubiese llamado. Fue Françoise quien le impuso aquellas normas. Ésta era de esos sirvientes de Combray que saben el valor de su señor y que deben, como mínimo, hacer que les brinde lo que merecen. Cuando un visitante extranjero daba una propina a Françoise para que la repartiera con la chica de la cocina, apenas había tenido el donante tiempo de entregar la moneda cuando ya Françoise —con una rapidez, una discreción y una energía idénticas— había aleccionado a la chica, quien acudía a dar las gracias no con medias palabras, sino franca, claramente, como, —según le había dicho Françoise— se debía hacer. El cura de Combray no era un genio, pero también él sabía lo que convenía. Bajo su dirección, la hija de unos primos protestantes de la Sra. Sazerat se había convertido al catolicismo y la familia se había portado perfectamente con él. Se habló de un matrimonio con un noble de Méséglise. Los padres del joven escribieron, para informarse, una carta bastante desdeñosa y en la que había desprecio para el origen protestante. El cura de Combray respondió en tal tono, que el noble de Méséglise, rendido y prosternado, escribió una carta muy diferente, en la que solicitaba, como el favor más precioso, su unión con la muchacha.
Françoise no tuvo mérito al conseguir que Albertine respetara mi sueño. Estaba imbuida de la tradición. Ante el silencio que guardó o la respuesta perentoria que dio a una propuesta de entrar en mi alcoba o mandarla a preguntarme algo, que debía de haber formulado inocentemente Albertine, ésta comprendió con estupor que se encontraba en un mundo extraño, de costumbres desconocidas, regulado por leyes vitales que ni siquiera se podía pensar en infringir. Ya había tenido un primer presentimiento de ello en Balbec, pero en París no intentó siquiera resistirse y esperó con paciencia todas las mañanas a mi llamada por el timbre para atreverse a hacer ruido.
Por lo demás, la educación que le impartió Françoise fue saludable para nuestra propia vieja sirviente, al calmar poco a poco los gemidos que desde el regreso de Balbec no cesaba de lanzar, pues en el momento de montar en el tren-tranvía se había dado cuenta de que había olvidado despedirse del «ama de llaves» del hotel, persona bigotuda que vigilaba los pisos y apenas conocía a Françoise, pero había estado relativamente educada con ella. Françoise quería a toda costa dar media vuelta, bajar del tren-tranvía, volver al hotel, despedirse del ama de llaves y partir el día siguiente. La prudencia y mi horror súbito de Balbec me impidieron concederle aquel favor, pero, a consecuencia de ello, había contraído un malhumor enfermizo y febril que el cambio de aires no había bastado para disipar y se prolongaba en París, pues, según el código de Françoise, tal como aparece ilustrado en los bajorrelieves de Saint-André-des-Champs, no está prohibido desear la muerte de un enemigo, asestársela incluso, pero es horrible no comportarse como Dios manda, no corresponder a una cortesía, no despedirse antes de partir, como una auténtica grosera, de un ama de llaves de piso. Durante todo el viaje, el recuerdo, a cada momento renovado, de que no se había despedido de aquella mujer, había hecho subir a las mejillas de Françoise un bermellón que podía espantar y, si se negó a comer y a beber hasta llegar a París, tal vez fuera porque aquel recuerdo le hacía sentir un «peso» de verdad «en el estómago» (cada clase social tiene su patología) más aún que para castigarnos.
Entre las causas a las que se debía que mi madre me enviara todos los días una carta, y en la que, además, nunca faltaba alguna cita de Mme. de Sévigné, figuraba el recuerdo de mi abuela. Mi madre me escribía: «La Sra. Sazerat nos ha dado uno de esos desayunos que sólo ella sabe preparar y que, como habría dicho tu pobre abuela, citando a Mme. de Sévigné, nos privan de la soledad sin brindarnos la sociedad». En mis primeras respuestas, cometí la tontería de escribir a mi madre: «Por esas citas, tu madre te reconocería al instante», lo que me valió, tres días después, esta nota: «Pobre hijo mío, si era para hablarme de mi madre, invocas muy inoportunamente a Mme. de Sévigné. Ésta te habría respondido como lo hizo a Mme. de Grignan: “Entonces, ¿no era nada de usted? Yo creía que eran parientes”».
Entretanto, oía los pasos de mi amiga, que salía de su alcoba o entraba en ella. Tocaba el timbre, pues era la hora en que iba a venir Andrée con el conductor, amigo de Morel y prestado por los Verdurin, a buscar a Albertine. Yo había hablado a ésta de la lejana posibilidad de casarnos, pero nunca lo había hecho oficialmente; ella misma, por discreción, había movido la cabeza —cuando yo había dicho: «No sé, pero tal vez fuera posible»— con una sonrisa melancólica y había dicho: «¡Qué va! No lo sería», lo que significaba: «Soy demasiado pobre». Y entonces, al tiempo que decía: «Nada es menos seguro», cuando se trataba de proyectos futuros, en el momento hacía yo todo lo posible para distraerla, volverle la vida agradable, con lo que tal vez procurara también, inconscientemente, hacer que desease casarse conmigo. Ella misma se reía de todo aquel lujo. «La madre de Andrée es la que pondría mala cara al verme convertida en una señora rica como ella, lo que ella llama una señora que tiene “caballos, coches, cuadros”. ¡Cómo! ¿Nunca te había contado que decía eso? ¡Oh! ¡Tiene gracia! Lo que me extraña es que eleve los cuadros a la dignidad de los caballos y los coches».
Pues más adelante veremos que, pese a los estúpidos hábitos de habla que había conservado, Albertine se había desarrollado asombrosamente, cosa que me era del todo igual, pues las superioridades intelectuales de una mujer siempre me han interesado tan poco, que, si se las he comentado a una o a otra, ha sido por pura cortesía. Sólo el curioso genio de Céleste me habría gustado tal vez. A regañadientes sonreía yo unos instantes, cuando, por ejemplo, aprovechando que se había enterado de que Albertine no estaba, me abordaba con estas palabras: «¡Divinidad del Cielo depositada en una cama!». Yo decía: «Pero, bueno, Céleste, ¿por qué “divinidad del Cielo”?». —«Oh, si cree usted que tiene algo en común con los que viajan por nuestra vil Tierra, ¡se equivoca pero bien!». —«Pero, ¿por qué “depositada” en una cama? Como ve usted perfectamente, estoy acostado». —«Usted nunca está acostado. ¿Acaso se ha visto jamás a una persona acostada así? Ha venido usted a posarse ahí. Su pijama, en este momento tan blanco, con sus movimientos del cuello, le da el aire de una paloma».
Albertine, aun en el ámbito de las tonterías, se expresaba de forma muy diferente de la niña que había sido hacía unos años, en Balbec. Llegaba hasta el extremo de declarar, a propósito de un acontecimiento político que censuraba: «Me parece estupendo», y no sé si no fue hacia aquella época cuando aprendió a decir, para significar que un libro le parecía mal escrito: «Es interesante, pero, hay que ver, está escrito como con los pies».
La prohibición de entrar en mi alcoba, antes de que yo hubiera llamado al timbre, la divertía mucho. Como había adquirido nuestra costumbre familiar de las citas y utilizaba las de obras de teatro que había interpretado en el colegio de monjas y que, según le había dicho yo, me gustaban, me comparaba siempre con Asuero:
Y la muerte es el precio de todo audaz
Que sin ser llamado se presenta a sus ojos.
Nada protege contra esa orden fatal,
Ni el rango ni el sexo y el crimen es igual.
Yo misma...
Estoy a esa ley como otra sometida
Y sin avisarlo es necesario, para hablarle,
Que me busque o al menos que me mande llamar.
Físicamente, había cambiado también. Sus largos ojos azules —más alargados— no habían conservado la misma forma; tenían el mismo color, pero parecían haber pasado al estado líquido,...

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