El tiempo recobrado
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El tiempo recobrado

En busca del tiempo perdido VII

  1. 432 páginas
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El tiempo recobrado

En busca del tiempo perdido VII

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El implacable paso de los años transforma a las personas hasta el punto de convertirse en espectros de lo que una vez fueron. El narrador de El tiempo recobrado observa a través de su particular prisma a la gente que le ha rodeado a lo largo de toda su vida y se aproxima al momento en el que, gracias a sus recuerdos, alcance una revelación artística y vital. En narración final se termina de cruzar el puente que el autor tendió del pasado hacia el presente y se ofrecen algunas de las claves que contribuyen a cerrar el ciclo narrativo más sobresaliente del último siglo.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2014
ISBN
9788490561942
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

En aquella morada un poco demasiado de campo, que tan sólo parecía un lugar para la siesta entre dos paseos o durante un aguacero (una de esas moradas en las que cada uno de sus salones parece una pérgola y en los papeles pintados de cuyas habitaciones las rosas del jardín —en una— y los pájaros de los árboles —en la otra— nos han dado la bienvenida y nos hacen compañía o al menos nos mantienen aislados, pues se trataba de papeles viejos en los que cada uno de los pájaros y las rosas estaba lo bastante separado para que se pudiera —si hubiesen estado vivos— arrancar —las rosas— y —los pájaros— enjaular y domesticar, sin ninguna de esas grandes decoraciones de las alcobas actuales, en las que, sobre un fondo plateado, todos los manzanos de Normandía han ido a perfilarse con estilo japonés para alucinar las horas que permanecemos en la cama), pasaba yo todo el día, en mi cuarto, que daba a la hermosa vegetación del parque y las lilas de la entrada, a las verdes hojas de los grandes árboles al borde del agua, brillantes de sol, y al bosque de Méséglise. En una palabra, miraba todo aquello con gusto simplemente porque pensaba: «Es bonito tener tanta vegetación en la ventana de mi alcoba», hasta el momento en que en el vasto panorama verdoso reconocí —pintado, al contrario, de azul obscuro, simplemente porque quedaba más lejos— el campanario de la iglesia de Combray. No se trataba de una representación de aquel campanario, sino del campanario mismo, que, al poner así ante mi vista la distancia de los lugares y los años, había ido —en medio de la luminosa vegetación y con un tono muy distinto, tan obscuro, que casi parecía sólo dibujado— a inscribirse en el vano de mi ventana, y, si salía un momento de mi habitación, al final del pasillo, columbraba —por estar orientado de otro modo, como una faja de escarlata— el papel pintado de un saloncito que era una simple muselina, pero roja y lista para incendiarse, si la bañaba un rayo de sol.
Durante aquellos paseos, Gilberte me hablaba de Robert, quien se alejaba de ella, pero para acercarse a otras mujeres, y es cierto que había muchas en su vida y —como ciertas camaraderías masculinas para los hombres que gustan de las mujeres— con ese carácter de defensa en vano ofrecida y de lugar en vano usurpado que tienen en la mayoría de las casas los objetos que no pueden servir para nada. Vino varias veces a Tansonville, estando yo allí. Era muy diferente de cómo lo había conocido yo. Su vida no lo había ensanchado ni entorpecido, como al Sr. de Charlus, sino todo lo contrario, pues, al hacerle experimentar un cambio inverso, le había dado el desenvuelto aspecto de un oficial de caballería —y pese a que había presentado su dimisión en el momento de su boda— hasta un punto que nunca había tenido. A medida que el Sr. de Charlus se había ido entorpeciendo, Robert (y sin duda era infinitamente más joven, pero se tenía la sensación de que no dejaría de acercarse cada vez más a ese ideal con la edad, como ciertas mujeres que sacrifican, resueltas, su rostro a su talla y a partir de determinado momento ya no salen de Marienbad, por pensar que, al no poder conservar a la vez varias juventudes, la del tipo será una vez más la que más podrá representar las otras) se había vuelto más esbelto, más rápido, efecto contrario de un mismo vicio. Por lo demás, aquella velocidad tenía diversas razones psicológicas: el miedo a ser visto, el deseo de no parecer sentirlo, la febrilidad que nace del descontento de uno mismo y del hastío. Tenía la costumbre de acudir a ciertos lugares mal vistos, en los que, como no le gustaba que lo vieran entrar ni salir, se precipitaba para ofrecer a las miradas malévolas de hipotéticos transeúntes la menor superficie posible, como quien se lanza al asalto, y había conservado ese paso de ventolera. Tal vez esquematizara también éste la aparente intrepidez de quien quiere mostrar que carece de miedo y no quiere dejarse tiempo para pensar. Para que no falte nada, deberíamos tener en cuenta el deseo —cuanto más envejecía— de parecer joven e incluso la impaciencia de esos hombres siempre aburridos, siempre hastiados, que son demasiado inteligentes para la vida relativamente ociosa que llevan y en la que no se realizan sus facultades. Seguramente su propia ociosidad puede ser la causa de su dejadez, pero, sobre todo desde que el ejercicio físico goza de favor, la ociosidad ha cobrado una forma deportiva, aun fuera de las horas dedicadas al, deporte, y que se manifiesta en una vivacidad febril, supuestamente encaminada a no dejar tiempo ni lugar para que se desarrolle el aburrimiento, y ya no en dejadez.
Mi memoria —la propia memoria involuntaria— había perdido el amor de Albertine, pero parece existir una memoria involuntaria de los miembros, pálida y estéril imitación de la otra, que vive más tiempo, así como ciertos animales o vegetales ininteligentes viven más tiempo que el hombre. Las piernas y los brazos están llenos de recuerdos embotados. En cierta ocasión en que me había separado de Gilberte bastante temprano, me desperté en plena noche en la habitación de Tansonville y, medio dormido aún, llamé: «Albertine». No es que hubiera pensado en ella ni soñado con ella ni que la confundiese con Gilberte: es que una reminiscencia procedente de mi brazo me había hecho buscar a mi espalda el timbre, como en mi habitación de París, y, al no encontrarlo, había llamado: «¡Albertine!», creyendo que mi difunta amiga estaba acostada junto a mí, como hacía con frecuencia por las noches y nos quedábamos dormidos juntos y, al despertar, calculaba yo el tiempo que Françoise tardaría en llegar para que Albertine pudiera —sin imprudencia— llamar con el timbre, que yo no encontraba.
Al haberse vuelto Robert—al menos durante aquella fase enojosa— mucho más seco, ya no daba casi muestras para con sus amigos —por ejemplo, para conmigo— de la menor sensibilidad, y, en cambio, tenía con Gilberte apariencias de sensiblería que rayaban en la comedia y desagradaban. No era que, en realidad, Gilberte le resultara indiferente. No, la amaba, pero le mentía todo el tiempo; su índole de duplicidad —ya que no el fondo mismo de sus mentiras— quedaba perpetuamente al descubierto, conque sólo creía poder salir airoso exagerando hasta proporciones ridículas la tristeza real que sentía al hacer sufrir a Gilberte. Llegaba a Tansonville, obligado, según decía, a volver a marcharse la mañana siguiente para tratar un asunto con cierto señor del país que supuestamente iba a esperarlo en París y que, al ser visto precisamente aquella noche cerca de Combray, revelaba involuntariamente la mentira de la que Robert no lo había avisado, al decir que había acudido a descansar durante un mes y no volvería a París hasta entonces. Robert enrojecía, veía la sonrisa melancólica y orgullosa de Gilberte, se salía por la tangente insultándolo por metepatas, volvía a casa antes que su mujer, encargaba que le entregaran una nota desesperada en la que le decía que había dicho esa mentira para no apenarla, para que, al verlo volver a marcharse por una razón que no podía decirle, no creyera que no la amaba (y todo ello, aunque lo describiese como una mentira, era, en una palabra, verdad), después mandaba preguntar si podía entrar en la casa de ella y allí —a medias por tristeza real, a medias por exasperación ante aquella vida y a medias simulación cada día más audaz— sollozaba, se sumergía en agua fría, hablaba de su próxima muerte, a veces se tiraba al suelo, como si se encontrara mal. Gilberte no sabía en qué medida debía creerlo, lo suponía mentiroso en cada caso particular, pero de forma general se sentía amada y se preocupaba por aquel presentimiento de una muerte próxima, al pensar que tal vez tuviera una enfermedad de la que ella no estaba enterada y, por esa razón, no se atrevía a contrariarlo y pedirle que renunciara a sus viajes.
Por lo demás, yo comprendía con tanta menor razón a qué se debía que Morel fuese recibido como el hijo de la casa, junto con Bergotte, dondequiera que estuviesen los Saint-Loup: en París, en Tansonville. Morel imitaba a Bergotte de maravilla. Al cabo de un tiempo, ni siquiera fue necesario pedirle que hiciese una imitación. Como esos histéricos a los que ya no es necesario dormir para que se vuelvan tal o cual persona, entraba por sí solo de repente en el personaje.
Françoise, quien ya había visto todo lo que el Sr. de Charlus había hecho por Jupien y todo lo que Robert de Saint-Loup hacía por Morel, no sacaba la conclusión de que fuera un rasgo que reapareciese en ciertas generaciones entre los Guermantes, sino que, como Legrandin ayudaba mucho a Théodore, había acabado —ella, persona tan moral y tan cargada de prejuicios— creyendo que era una costumbre que su universalidad volvía respetable. Decía siempre de un joven, ya fuera Morel o Théodore: «Ha conocido a un señor que siempre se ha interesado por él y lo ha ayudado mucho». Y, como en semejantes casos los protectores son los que aman, los que sufren, los que perdonan, Françoise —entre ellos y los menores a los que corrompían— no vacilaba en atribuirles el papel más hermoso y un «corazón de oro». Censuraba a Théodore, que había hecho muchas faenas a Legrandin, y, sin embargo, parecía no poder abrigar dudas sobre la naturaleza de sus relaciones, pues añadía: «Entonces el joven ha comprendido que debía poner un poco de su parte y le ha dicho: “Lléveme consigo, lo querré mucho, lo mimaré mucho”, y la verdad es que ese señor tiene tan buen corazón, que Théodore puede estar seguro, desde luego, de encontrar junto a él tal vez mucho más de lo que merece, pues es una cabeza loca, pero ese señor es tan bueno, que con frecuencia he dicho a Jeannette (la novia de Théodore): “Mi niña, si alguna vez te encuentras en un apuro ve a ver a ese señor, que preferiría dormir en el suelo y cederte su cama. Ha querido demasiado al niño (Théodore) para ponerlo en la calle. Claro que no lo abandonará nunca”.».
Por cortesía, pregunté a su hermana el apellido de Théodore, que entonces vivía en el Mediodía. «Pero, ¡si fue él quien me escribió en relación con mi artículo para Le Figaro!», exclamé al enterarme de que se llamaba Sautton.
Asimismo, estimaba más a Saint-Loup que a Morel y consideraba que, pese a todas las faenas que el niño (Morel) había hecho, el marqués no lo dejaría nunca en un apuro, pues era un hombre que tenía demasiado buen corazón o, si no, sería porque le hubieran ocurrido a él mismo duros reveses.
Saint-Loup insistía para que yo me quedara en Tansonville y en cierta ocasión dejó escapar —aunque ya no procuraba visiblemente agradarme— que mi llegada había sido para su mujer una alegría tal, que, según le había dicho, había permanecido embargada de gozo toda una noche, una noche en que se sentía tan triste, que, al llegar de improviso, yo la había salvado milagrosamente de la desesperación, «y tal vez de algo peor», añadió. Me pedía que intentara convencerla de que él la amaba y me decía que pronto rompería con su amante de entonces, a quien amaba menos. «Y, sin embargo», añadía con tal fatuidad y tal necesidad de confianza, que a veces pensaba yo que el nombre de Charlie iba a «salir» —pese a Robert— como el número de una lotería, «tenía yo razones para sentirme orgulloso. Esa mujer que me da tantas pruebas de cariño y a quien voy a sacrificar por Gilberte, nunca había prestado atención a un hombre, se creía personalmente incapaz de enamorarse. Yo soy el primero. Yo sabía que se había resistido de tal modo a todo el mundo, que, cuando recibí la adorable carta en la que me decía que sólo conmigo podía haber felicidad para ella, yo no salía de mi asombro. Evidentemente, sería como para embriagarme, si no fuese porque la idea de ver a esa pobrecita de Gilberte anegada en llanto me resulta intolerable. ¿No crees que se parece un poco a Rachel?», me decía. Y, en efecto, me había llamado la atención un vago parecido que ahora se podía encontrar, si acaso, entre ellas. Tal vez se debiera a una similitud real de algunas facciones (debidas, por ejemplo, al origen hebraico, pese a ser tan poco marcado en Gilberte), por la cual Robert, cuando su familia había querido que se casara, se había sentido —en iguales condiciones de fortuna— más atraído por Gilberte. Se debía también a que Gilberte, por haber descubierto fotografías de Rachel, de la que hasta entonces ignoraba incluso el nombre, procuraba —para agradar a Robert— imitar ciertas costumbres caras a la actriz, como llevar siempre lazos rojos en el pelo o una cinta de terciopelo negro en el brazo y teñirse el pelo para parecer morena. Después, al tener la sensación de que sus penas le daban mala cara, intentaba remediarlo. A veces lo hacía desmesuradamente. Un día en que Robert iba a venir por la noche a pasar veinticuatro horas en Tansonville, me quedé estupefacto al verla acercarse a la mesa tan extrañamente distinta no sólo de como era en tiempos, sino también los días habituales, como si tuviese ante mí a una actriz, algo así como una Théodora. Tenía yo la sensación de mirarla demasiado fijamente, con mi curiosidad por saber en qué consistía el cambio. Por lo demás, no tardó ésta en quedar satisfecha, cuando se sonó la nariz y, pese a todas las precauciones con que lo hizo, vi —por todos los colores que quedaron en el pañuelo y que formaban una rica paleta— que estaba completamente pintada. A eso se debía su boca sangrante y que se esforzaba por presentar risueña, por creer que le sentaba bien, mientras que la proximidad de la llegada del tren, sin que Gilberte supiera si su marido se presentaría de verdad o si enviaría uno de esos telegramas cuyo modelo había fijado ingeniosamente el Sr. de Guermantes: «IMPOSIBLE IR. SIGUE MENTIRA», empalidecía sus mejillas bajo el sudor violeta del afeite y ponía un cerco a sus ojos.
«¡Ah! Mira», me decía él con una expresión voluntariamente tierna, que tanto contrastaba con su ternura espontánea de otro tiempo, con una voz alcohólica y modulaciones de actor, «¡no hay nada que yo no diera por ver a Gilberte feliz! Ha hecho tanto por mí. No puedes ni imaginártelo». Lo más desagradable en todo aquello era una vez más el amor propio, pues se sentía halagado por el amor que le prodigaba Gilberte y, sin atreverse a decir que a quien amaba era a Charlie, daba detalles sobre el supuesto amor del violinista por él, que —como bien sabía Saint-Loup, a quien Charlie pedía cada día más dinero— eran exagerados, si no totalmente inventados, y, tras confiarme a Gilberte, volvía a marcharse a París.
Por lo demás —y por adelantar un poco, ya que estoy aún en Tansonville—, en cierta ocasión tuve la oportunidad de columbrarlo —y desde lejos— en una reunión de la alta sociedad, en la que su habla, viva y encantadora pese a todo, me permitía recuperar el pasado; me llamó la atención cuánto estaba cambiando. Se parecía cada vez más a su madre, la actitud de esbeltez altiva que había heredado de ella y que ella había perfeccionado, en su casa, gracias a la educación más consumada, se exageraba, se petrificaba: la penetración de la mirada, propia de los Guermantes, le daba apariencia de inspeccionar todos los lugares por los que pasaba, pero de forma casi inconsciente, mediante algo así como una costumbre y particularidad animal. Incluso inmóvil, el color que era más suyo que de todos los Guermantes y que —de un simple efecto del sol en un día de oro— se había vuelto sólido, le daba como un plumaje tan extraño, hacía de él una especie tan poco común, tan preciosa, que inspiraba el deseo de poseerlo para una colección ornitológica, pero, además, cuando esa luz convertida en ave se ponía en movimiento, en acción, cuando, por ejemplo, veía a Robert de Saint-Loup entrar en una velada en la que me encontraba yo, hacía unos movimientos de cabeza —tan sedosa y orgullosamente encopetada bajo el airón de oro de su pelo, un poco desplumado— y de cuello ágiles, orgullosos y coquetos, tan impropios de los seres humanos, que, ante la curiosidad, a medias mundana y a medias zoológica, que inspiraba, había que preguntarse si nos encontrábamos en el Faubourg Saint-Germain o en el Jardín Botánico y si lo que contemplábamos era un gran señor que cruzaba un salón o un ave que se paseaba por su jaula. Por lo demás, todo aquel regreso a la volátil elegancia de los Guermantes de pico puntiagudo y ojos acerados estaba ahora al servicio de su nuevo vicio, que lo utilizaba a él mismo para disimular. Cuanto más lo utilizaba, más parecía lo que Balzac llama «mariquita». A poco que se recurriera a una pizca de imaginación, el gorjeo no se prestaba menos a esa interpretación que el plumaje. Empezaba a decir frases que consideraba propias del Gran Siglo clásico y con ello imitaba los usos de Guermantes, pero una indefinible cosita de nada hacía que se volvieran al mismo tiempo los del Sr. de Charlus. «Te dejo por un instante», me dijo en aquella velada en la que la Sra. de Marsantes estaba un poco más lejos. «Voy a hacer la corte un poquito a mi madre».
En cuanto a aquel amor del que no cesaba de hablarme, no era, por lo demás, sólo el inspirado por Charlie, si bien éste era el único que contaba para él. Sea cual fuere la clase de amores de un hombre, siempre nos equivocamos sobre el número de personas con las que tiene relaciones, porque interpretamos erróneamente como tales las amistades, lo que constituye un error por añadidura, pero también porque creemos que una relación demostrada excluye otra, lo que constituye otra clase de error. Dos personas pueden decir: «A la amante de X... yo la conozco», pronunciar dos nombres diferentes y no equivocarse ni una ni la otra. Una mujer a la que amamos raras veces basta para todas nuestras necesidades y la engañamos con una mujer a la que no amamos. En cuanto a la clase de amores que Saint-Loup había heredado del Sr. de Charlus, un marido que siente esa inclinación suele hacer feliz a su mujer. Se trata de una regla general a la que los Guermantes encontraban el medio para constituir una excepción, porque quienes sentían esa inclinación querían hacer creer que tenían, al contrario, la de las mujeres. Se exhibían con una u otra y desesperaban a la suya. Los Courvoisier hacían un uso más prudente de ella. El joven vizconde de Courvoisier se creía el único en la Tierra y desde el origen del mundo en sentirse tentado por alguien de su mismo sexo. Por suponer que debía esa inclinación al diablo, luchó contra ella, se casó con una mujer arrebatadora y le hizo hijos. Después se enteró —gracias a uno de sus primos, quien tuvo la bondad de llevarlo incluso a lugares en los que podía satisfacerla— de que se trataba de una inclinación bastante extendida. No por ello dejó de amar aún más a su mujer el Sr. de Courvoisier e intensificó su celo prolífico, por lo que ella y él eran citados como el mejor matrimonio de París. No se decía lo mismo precisamente del de Saint-Loup, porque Robert, en lugar de contentarse con la inversión, hacía morir de celos a su mujer, al mantener, sin placer, a amantes.
Es posible que Morel, por ser excesivamente moreno, fuera necesario a Saint-Loup como la sombra lo es al rayo de sol. No cuesta el menor trabajo imaginar en esa familia tan antigua a un gran señor rubio dorado, inteligente, dotado de todos los prestigios y que oculta en el fondo de la bodega un gusto secreto, ignorado por todo el mundo, por los negros.
Por lo demás, Robert no dejaba nunca que la conversación versara sobre esa clase de amores suyos. Si yo decía una palabra al respecto: «¡Ah! No sé nada», respondía con una indiferencia tan profunda, que dejaba caer su monóculo, «no tengo la menor idea sobre esas cosas. Si deseas informaciones al respecto, querido, te aconsejo que te dirijas a otro. Yo soy un soldado y se acabó. Siento tanta indiferencia por esas cosas como pasión por la guerra de los Balcanes. En tiempos eso te interesaba: la etimología de las batallas. Entonces te decía yo que volveríamos a ver, incluso en las condiciones más diferentes, las batallas típicas: por ejemplo, el gran intento de envolvimiento por el ala, la batalla de Ulm. Pues, mira, por singulares que sean esas guerras de los Balcanes, la de Lule Burgas es una vez más como la de Ulm: el envolvimiento por el ala. Ésos son los temas de los que podemos hablar, pero esas cosas a las que te refieres son sánscrito para mí».
En cambio, Gilberte, hablando conmigo, abordaba con gusto esos asuntos que Robert desdeñaba así: no, desde luego, en relación con su marido, pues lo ignoraba o fingía ignorarlo todo, pero se extendía con gusto sobre ellos en relación con otras personas, ya fuera porque los considerase algo así como una excusa indirecta para Robert o porque éste, dividido, como su tío, entre un silencio severo para con esos asuntos y una necesidad de desahogarse y murmurar...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. El tiempo recobrado
  4. Notas