Epistolario
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Epistolario

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Marco Cornelio Frontón fue considerado el principal orador de su tiempo, y tuvo a su cargo la educación de los emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero.Marco Cornelio Frontón (h. 100-176 d.C.), nacido en el norte de África, se trasladó a Roma, donde fue considerado el principal orador de su tiempo y se le nombró tutor de los emperadores Marco Aurelio y Lucio Vero. Muy poco se supo de su obra hasta que, a principios del siglo xIX, apareció una colección de sus cartas, parcialmente en griego. Este volumen reúne dichas epístolas, muchas de ellas dirigidas a miembros de la dinastía en el poder, con varias respuestas de éstos.Aparte de los abundantes cumplidos, siempre sobrios y comedidos, a estos personajes públicos, las misivas contienen lo que fue la pasión del autor: el lenguaje, la literatura y la retórica. El lector hallará en ellas valoraciones razonadas sobre autores de la tradición latina, como Ennio, Catón, Séneca y Cicerón. El interés principal de la correspondencia reside en el estilo, expresión del alto valor que el autor y su época conferían a la cultura y la erudición.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2016
ISBN
9788424931971
1
(? a. 139. - I, 2-12)
A mi señor, Frontón:
En todo tipo de conocimientos vale más, en mi opinión, ser totalmente inexperto e inculto que el ser ambas cosas a medias. En efecto, el que es consciente de que está privado de un conocimiento se arriesga menos y, por ello, con menos facilidad cae en el precipicio: la desconfianza, desde luego, está reñida con el atrevimiento. Pero cuando alguien muestra como cosa realmente cierta algo que conoce a la ligera, su falsa seguridad le hace resbalar de múltiples formas.
Se dice también que las disciplinas filosóficas es mejor no haberlas conocido nunca que haberlo hecho por encima y haberlas tocado sólo con la punta de los labios, como suele decirse, y que llegan a ser los peores de todos quienes, quedándose en la antecámara de una ciencia, salen de ella antes de haber entrado. Sin embargo, hay en otras ciencias reductos en los que uno puede refugiarse de alguna forma y puede, durante un cierto tiempo, ser considerado entendido en aquello que ignora.
Ahora bien, por lo que respecta a la elección de las palabras y a su colocación, sale inmediatamente a la luz y nadie puede engañar por demasiado tiempo sin que la persona en cuestión dé a entender claramente que no conoce los términos, que no sabe valorarlos y que los juzga a la ligera, los maneja sin sentido y no distingue ni el tono ni la propiedad de cada palabra.
[2] Por ello, tan sólo muy pocos de los escritores antiguos se comprometieron en ese esfuerzo, en ese arriesgado empeño de seleccionar cada término con el más cuidado afán.
De los oradores, desde que existen hombres en el mundo, uno sólo entre todos, Marco Porcio, así como su diligente seguidor Gayo Salustio 1 .
Entre los poetas, muy especialmente Plauto y todavía más Quinto Ennio, así como su fiel seguidor, Lucio Celio, y también Nevio, Lucrecio, Acio incluso, Cecilio y también Laberio 2 .
Efectivamente, fuera de ésos, pueden reseñarse unos cuantos escritores elegantes en aspectos concretos, por ejemplo, Novio y Pomponio 3 y otros parecidos, por lo que se refiere al uso de términos aldeanos, chistosos y bufonescos. Ata, notable en los propios de mujeres; Sisena, en las expresiones licenciosas; Lucilio, en las propias de cada arte y oficio 4 .
[3] En este sentido, tú tal vez ya te hayas preguntado en qué lugar pongo yo a Marco Tulio 5 que tiene el prestigio de ser cabeza y origen de la elocuencia romana. Yo considero que se ha expresado en todo momento con términos bellísimos y ha sido el más extraordinario de todos los oradores a la hora de saber embellecer lo que quería poner de relieve. Pero me parece que se queda muy lejos en lo que se refiere a la selección demasiado escrupulosa de las palabras, ya sea debido a su grandeza de espíritu, o por huir del esfuerzo, o bien, por una confianza excesiva en sí mismo de que le vendrán rápidamente vocablos que ni siquiera busca, cuando los demás, a pesar de intentarlo, no lo consiguen. Pues bien, me parece haber comprendido (teniendo en cuenta que he leído y releído con atención suma todos sus escritos), que Cicerón ha empleado con enorme abundancia y fluidez todo tipo de palabras, tanto términos propios como figurados, los simples y los compuestos y, los que destacan por doquier en sus obras, los términos distinguidos, en muchas ocasiones llenos de encanto. No obstante, a pesar de eso, en todos sus discursos se encuentran poquísimas palabras inesperadas y fuera de uso, que no se descubren sino por empeño, a base de una cuidadosa búsqueda y recordando bien los antiguos poemas. En efecto, llamo término «inesperado» y «fuera de uso» (insperatum autem atque inopinatum verbum) el que se ofrece fuera de lo que los oyentes o lectores esperan y suponen, de tal forma que si se suprime y se obliga a quien está leyendo a que él mismo busque tal vocablo, no sería capaz de encontrar ninguna otra palabra, o ninguna que se ajuste al significado exacto.
Por esta razón, yo te alabo encarecidamente, porque prestas una escrupulosa atención a este aspecto, de sacar a la luz una palabra desde lo más profundo de ti y la acomodas a lo que quieres significar. Pero, como dije al principio, hay en esta cuestión un gran peligro, el no disponerla debidamente, o de forma poco clara, o sin ser demasiado precisa, como si se tratase de alguien medianamente experto, pues es mucho mejor utilizar términos corrientes y de uso común que extraños y rebuscados, si su significado no es adecuado.
[4] Yo no sabría si es útil demostrar cuán grande es la dificultad y cuán escrupuloso e inquietante es el cuidado que ha de ponerse en la valoración de las palabras, no sea que esta cuestión reprima el ánimo de los jóvenes o debilite su ilusión de adquirirla.
Con mucha frecuencia, una sola letra cambiada, suprimida o sustituida, cambia el significado y el encanto de una palabra y deja ver claramente la elegancia y destreza del que habla. Efectivamente, me he dado cuenta de que cuando tú me leías una y otra vez tus escritos y yo cambiaba una sola sílaba dentro de una palabra, no hacías caso y pensabas que había sido un descuido y que no importaba demasiado. Pues bien, no quisiera que ignorases cuánto importa la variación de una sola sílaba: diré, «lavarse la cara» (os colluere), pero, a propósito del pavimento de los baños, «fregar» (pelluere), no colluere; diré, sin embargo, «bañar las mejillas de lágrimas» (lavere), no pelluere ni colluere, en cambio, de las ropas «lavar» (lavare), no lavere; más aún, del sudor y del polvo, «lavarse» (abluere), no lavare; pero si se trata de una mancha, es más elegante decir «quitar» (eluere) que abluere. Ahora bien, si una cosa está demasiado incrustada y no puede quitarse sin cierto deterioro, yo usaré la expresión plautina elavere 6 . Y así, hablando del vino decimos «mezclar con agua» (diluere), de la garganta «hacer gárgaras» (proluere), y de la pezuña de una bestia de carga «restregar» (subluere).
En tantos ejemplos, tan sólo una, y la misma palabra, [5] cambia de forma y de sentido por la variación de una sílaba y una letra. Y así, ¡por Hércules!, que yo diría con más exactitud un rostro «acicalado» (litam) con cosméticos, un cuerpo «manchado» (conlitum) de cieno, una copa «impregnada» (delitum) de miel, un puñal «untado» (inlitum) de veneno, una vara «recubierta» (oblitum) de muérdago.
Tal vez alguno me preguntase «¿Y quién me prohíbe [6] a mí decir vestimenta lavere y no lavare, sudorem lavare y no abluere?». Desde luego, no podrá nadie, bajo ningún derecho, oponerse a ti, ni implantar una norma, puesto que tú desciendes de padres libres, sobrepasas la renta de los caballeros, se someten a tu voto las cuestiones en el Senado 7 . Ahora bien, los que nos hemos tomado la obligación de atender a los oídos de los cultos, es preciso que tengamos en cuenta con sumo cuidado esos detalles y menudencias.
Sin duda, algunos someten las palabras a golpes de mazo y martillo, como si se tratase de rocas. Otros, en cambio, las modelan con cincel y martillo pequeño, como si fuesen piedras preciosas. Más vale que tú recuerdes lo que se te corrigió, para poder buscar con más habilidad el término apropiado, que el que rehúses y te decepciones por haber sido censurado. Porque si desistes de buscar, no lo encontrarás nunca; si insistes en ello, lo encontrarás.
Finalmente, me ha parecido que tú considerabas cosa [7] superflua el que yo cambiase el orden de una palabra tuya, por ejemplo, decir antes «de tres cabezas» que Gerión 8 . Tampoco olvides esto: en un discurso, la mayor parte de los vocablos, si se cambia el orden, se convierten en términos esenciales o superfluos. Yo podré decir correctamente «nave de tres filas de remos», en cambio, sería superfluo añadir «nave» a «de tres filas de remos». En efecto, no hay peligro de que alguien piense que se llama «trirreme» a una litera, a una carroza o a una cítara. Y es que, por otra parte, cuando tú haces referencia a por qué los partos usan las mangas de su túnica demasiado amplias, escribiste, me parece, una cosa así como si dijeras que el calor «está colgado» (suspendi) de los huecos de la túnica. Y es que, en último término, ¿de qué forma «el calor está colgado»?
Y no es que yo te critique eso, el que te hayas lanzado de forma demasiado atrevida a dar un valor metafórico a la palabra, porque, pienso yo, según expresión de Enio, que «el orador ha de ser atrevido» 9 . Que sea, pues, audaz el orador, como propone Enio, pero que no se aparte nunca del significado que quiere expresar.
Pues bien, sin d...

Índice

  1. Anteportada
  2. Portada
  3. Página de derechos de autor
  4. INTRODUCCIÓN GENERAL
  5. EPISTOLARIO
  6. APÉNDICES
  7. TABLA DE CORRESPONDENCIAS (EPISTOLARIO)
  8. TABLA DE CORRESPONDENCIAS (APÉNDICES)
  9. Índice