Obras I
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En Luciano de Samósta brillan el estilo ligero, el ingenio fértil y la enorme versatilidad. Es el autor griego del siglo II más influyente en la literatura europea.Luciano (Samósata, h. 120-h.180 d.C.): fue muy leído en el Renacimiento, es el creador del diálogo satírico y ha inspirado a autores de la talla de Erasmo y Quevedo, Swift y Voltaire. Poco sabemos a ciencia cierta de su vida, pues la mayoría de los datos biográficos son de fuentes ficcionales y es difícil determinar su veracidad. Estas noticias nos dicen que fue escultor y abogado en Antioquía, para después viajar por toda la cuenca mediterránea como sofista, dando conferencias sobre temas diversos, en tiempo de Marco Aurelio. Siempre según fuentes dudosas, residió unos años en Roma, y más de veinte en Atenas, donde habría escrito la mayor parte de sus obras, que habría leído en varias ciudades griegas. Ya era viejo cuando fue designado para un cargo en la cancillería del prefecto en la administración romana de Egipto.Su habilidad literaria, su humor, el estilo claro y su afán crítico y satírico, su ingenio y fantasía, lo destacan entre sus contemporáneos, en la brillante época denominada Segunda Sofística. Luciano lleva a la perfección la agudeza aticista y el talento satírico en la recreación del legado clásico, que revitaliza a fuerza de mordacidad e ironía. Tampoco los contemporáneos estuvieron a salvo de su vitriolo: lo prueban filósofos, retóricos, profetas y doctores del siglo II. Luciano no se tomó demasiado en serio el pensamiento y menos la filosofía; se dedicó a componer discursos y tratados de gran ingenio, a veces desternillantes, que pretendían entretener y divertir más que analizar y profundizar. Luciano bebe de varias fuentes: la retórica sofística (con su habilidad para la anécdota y el argumento), el diálogo platónico (en la forma), la comedia antigua (por la fantasía), la sátira menipea y la diatriba cínica. No fue ni filósofo ni un sofista típico; se dedicó a escribir y pronunciar sus conferencias con gran independencia, en su vena de escepticismo radical y con un espíritu antidogmático que desenmascara lo que considera sistemas de pensamiento fraudulentos de charlatanes y embaucadores, además de ser azote de vicios y corruptelas. Se hizo famoso en su tiempo y tuvo amistades influyentes; las obras que pronunció debieron de circular pronto en forma de libro.Los escritos de Luciano son numerosos y muy varios. Incluyen ejercicios de retórica (Elogio de la mosca), el escrito autobiográfico El sueño o el gallo, el Tratado sobre cómo escribir la historia, numerosos escritos más o menos filosóficos (La pantomima, El pecador), diálogos satíricos y morales (Diálogos de los dioses, Diálogos de los muertos, Diálogos de las cortesanas, Caronte el cínico, Prometeo, La asamblea de los dioses), diálogos literarios (El parásito), libelos (El maestro de retórica), novelas satíricas (Historia verdadera, El asno) y parodias de tragedia (El pie ligero, La tragedia de la gota). Aquí aparecen recogidos en cuatro volúmenes, según la ordenación tradicional.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2016
ISBN
9788424930684
1-2
FÁLARIS I-II
Desde los tiempos de Gorgias (cf. su Defensa de Palamedes), es ejercicio genuinamente sofístico-retórico asumir la defensa de «causas imposibles». Palamedes, Prometeo, Helena pueden ser defendidos, pese a la aparente imposibilidad de tal apología. En el caso concreto de Fálaris, tirano de Acragante, en Sicilia (571-555 a. C.), que el propio Luciano nos presenta (Relatos verídicos II 23) en el territorio del Hades destinado a los grandes impíos y criminales, resulta sumamente difícíl tal defensa por haberse convertido en proverbial su crueldad. Se trata, pues, de un progymnasma o «ejercicio retórico» destinado, como tantos otros que siguen, a entretener al auditorio y tal vez, como prolaliá o «preludio», a prepararle a escuchar otros temas o debates de mayor entidad literaria (cf. Dioniso, Heracles, Acerca del ámbar o Los cisnes, Elogio de la mosca, etc.).
Según B. KEIL (Hermes 48 [1913], 494 ss.), el opúsculo constaba originariamente de tres discursos, frente a los dos que aparecen en nuestros manuscritos, quedando en el segundo trazas del tercero perdido. El primero es un alegato del propio tirano, ante los sacerdotes de Delfos, puesto en boca de un emisario y en el que defiende su conducta aparentemente cruel basándose (y en ello se anticipa a Maquiavelo) en «razones de Estado» y de seguridad personal, difíciles de aislar unas de otras en el absolutismo tiránico. Hábilmente sabe Fálaris presentar el punto más conflictivo (la semilengendaria historia del toro mugiente) como ajeno al propio tirano, de exclusiva responsabilidad del cruel y servil artífice Perilao, que expía en él justamente su cu’pa. En ameno relato, sabe predisponer el ánimo del oyente a su favor, en estricto respeto al principio sofístico de tò eikós o «lo verosímil».
El segundo discurso no le va a la zaga al primero en habilidad retórica. Un sacerdote de Delfos insiste en la necesidad de aceptar el presente de Fálaris por aparentes razones de piedad hacia el dios Apolo, quien «ya ha dado su justo voto acerca de la imagen» (4), pero, sobre todo, por motivos de «intereses creados» (aquí puede apreciarse la tucidídea contraposición entre próphasis o «motivo aparente» y aitía o «causa real»): si se discriminan las ofrendas de los oferentes, ello irá contra los intereses de Delfos (8).
Ambos discursos se encuadran dentro de las apologías lucianescas, aparentes ejercicios forenses, de los que son buenos ejemplos también El tiranicida, El desheredado, Pleito entre consonantes, etc. Dentro de la mejor línea retórica isocratea, su finalidad es, como decíamos al principio, divertir, entretener y preparar a su auditorio.
I
[1] Varones de Delfos: nos ha enviado nuestro soberano Fálaris a ofrecer al dios este toro y a dialogar con vosotros razonablemente en defensa de sí mismo y de su ofrenda. Éste es, pues, el motivo de nuestra venida y he aquí su mensaje:
«Yo, varones de Delfos, daría todo a cambio de aparecer a los ojos de todos los helenos como realmente soy, y no como el rumor propalado por quienes me odian y envidian me ha presentado ante los oídos de quienes me desconocen; y en especial quisiera aparecer así ante vosotros, dado que sois sacerdotes y allegados de Apolo, y casi compartís con él casa y techo. Estimo que, si me justifico ante vosotros y os convenzo de lo infundado de mi fama de crueldad, quedaré justificado también ante todos los demás griegos. E invocaré al propio dios como testigo de mis palabras, ya que a él no es posible inducirle a error ni arrastrarle con falsedades, pues a los hombres tal vez sea fácil engañarles, pero escapar al juicio de un dios —y en especial de éste— es imposible.
»Yo no era un desconocido en Acragante1, sino de [2] uno de los más nobles linajes, criado en la liberalidad y con una esmerada educación; vivía siempre ofreciéndome servicial al pueblo, discreto y moderado con mis conciudadanos, sin que nadie me tildara de violento, grosero, insolente o despótico en la primera parte de mi vida. Pero cuando vi que mis enemigos políticos se confabulaban y trataban por todos los medios de eliminarme —mientras nuestra ciudad se hallaba dividida en facciones—, hallé que ésta era mi única huida y refugio, al tiempo que también la salvación de la ciudad: ponerme al frente del Estado, rechazarlos y acabar con sus asechanzas, obligando a la ciudad a ser razonable. Y eran no pocos quienes me animaban a ello, hombres honestos y patriotas, que conocían mi propósito y la necesidad de la revolución. De ellos me serví como camaradas de lucha y fácilmente vencí.
»A partir de entonces los enemigos dejaron de perturbar [3] y se sometieron: yo ejercía el poder y la ciudad permanecía en calma. Ejecuciones, destierros y confiscaciones no hube de realizar contra mis enemigos, aun cuando son necesarias medidas de ese tipo, sobre todo al comienzo de un mandato, pues con humanidad, dulzura y mansedumbre, y mediante la igualdad de trato abrigaba maravillosas esperanzas de conducirles a la obediencia. Pronto, pues, llegué a un pacto de reconciliatión con mis adversarios, y tomé a la mayoría de ellos como consejeros y comensales. En cuanto a la ciudad misma, viendo que se hallaba arruinada por negligencia de las autoridades —pues la mayoría había robado o, mejor dicho, saqueado los bienes públicos—, la restauré dotándola de acueductos, la adorné con construcciones de edificios, la fortifiqué rodeándola de murallas; los ingresos del Estado los incrementé fácilmente gracias al celo de mis funcionarios, mientras me preocupaba de la juventud y atendía a los ancianos, al tiempo que deleitaba al pueblo con espectáculos, regalos, fiestas y banquetes. Y oír hablar de doncellas ultrajadas, jóvenes corrompidos, mujeres raptadas, acciones policiales o alguna forma de despotismo era para mí algo abominable.
[4] »Ya incluso pensaba en dejar el poder y poner término a mi mandato, considerando cómo podría hacerse con garantías de seguridad, pues el mando en sí mismo y llevar todos los asuntos me resultaba ya desagradable, causa de envidia y agotador; y estudiaba por entonces la forma de que la ciudad no necesitara en el futuro de una tutela semejante. Y mientras yo, en mi ingenuidad, me ocupaba de esto, los otros ya se habían confabulado contra mí y planeaban los detalles de la conspiración y del levantamiento, reclutando bandas de conjurados, acopiando armas, reuniendo dinero, pidiendo ayuda a pueblos vecinos, mandando embajadas a la Hélade, a espartanos y atenienses. Ya habían decidido lo que iban a hacer conmigo, si caía en su poder; cómo pensaban descuartizarme con sus propias manos y los castigos que pensaban aplicarme antes, los declararon públicamente en el tormento. No haber sufrido yo nada semejante es obra de los dioses, que sacaron a la luz la conspiración, y en especial de Apolo Pitio2, que me reveló sueños y envió a quienes los interpretaron exhaustivamente.
»Y yo ahora os ruego, varones de Delfos, que imaginéis [5] en este punto el temor que me asaltó y deliberéis conmigo acerca de mi conducta de entonces, cuando prácticamente me hallaba sin guardia y buscaba alguna forma de salvación en aquellas circunstancias. Trasladaos por un momento con la imaginación a Acragante, junto a mí, ved sus preparativos, escuchad sus amenazas y decidme qué debo hacer. ¿Tratarles aún con humanidad, perdonarles y soportarles cuando yo estaba al borde del suplicio? ¿Más aún: ofrecer ya desnuda mi garganta y ver cómo lo que más quería perecía ante mis ojos? ¿No habría sido esto el colmo de la insensatez? ¿No debía dar pruebas de nobleza y virilidad y, con el coraje propio de un hombre sensato víctima de traición, atacarles, al tiempo que consolidaba mi futuro a partir de la situación presente? Sé que me habríais aconsejado esto último.
»¿Qué es, pues, lo que he hecho tras esto? Llamé a [6] los responsables, les oí, aduje las pruebas y les dejé claramente convictos en cada cuestión; y, como ellos ni siquiera lo negaron, tomé venganza profundamente irritado, no por haber sido objeto de la conjura, sino porque no me permitieron mantener el sistema que había instaurado desde un principio. Y desde entonces vivo yo siempre en guardia, castigando sin tregua a aquellos que atentan contra mí. Y ahora los hombres me acusan de crueldad, sin considerar quién de nosotros inició esta situación; simplificando el fondo de la cuestión y los motivos del castigo, suelen reprochar las penas en sí y la pretendida crueldad de las mismas. Es como si alguno de vosotros viera despeñar a un ladrón sacrílego y, sin considerar su delito —haber penetrado de noche en el templo, derribado las ofrendas y profanado la imagen—, os acusara de gran crueldad porque, llamándoos helenos y sacerdotes, consentisteis que un hombre heleno sufriera semejante castigo cerca del templo —pues, según dicen, la peña no está muy lejos de la ciudad3—. Pero creo que os reiréis si alguien os formula esa acusación, y todos los demás hombres aplaudirán vuestro rigor contra los impíos.
[7] »En general, los pueblos, sin pararse a pensar cómo es quien está al frente del Estado, si justo o injusto, aborrecen simplemente el nombre mismo de la tiranía y al tirano, aunque sea Éaco, Minos o Radamantis4, ponen igualmente su empeño en aniquilarle, teniendo a la vista a los malos, e involucrando a los buenos en igual odio por la identidad de la denominación. En efecto, sé por referencias que entre vosotros, los helenos, surgieron muchos tiranos que, bajo ese nombre tan vilipendiado, han demostrado ser de un natural bueno y pacífico, e incluso de algunos de ellos hay breves inscripciones depositadas en vuestro templo, ofrendas y exvotos a Apolo Pitio.
[8] »Observad también cómo los legisladores dedican el mayor espacio a la naturaleza de las penas, pues en nada aprovecharía lo demás de no acompañarlo el miedo y la expectación del castigo. Para nosotros, los tiranos, esto es mucho más necesario, pues gobernamos por la fuerza y estamos rodeados de personas que nos odian y atentan contra nosotros, en un medio en que de nada nos sirven los espantajos, y la realidad se asemeja al mito de Hidra, pues cuantas más cabezas cortamos, más motivos para castigar brotan ante nosotros. Es necesario resistir, cortar lo que brota continuamente y hasta quemarlo, por Zeus, como Yolao5, si queremos dominar la situación. Pues quien una vez se ve obligado a recurrir a tales métodos debe ser consecuente con su actitud, o perecer si es indulgente con quienes le rodean. Por lo general, ¿quién creéis que es tan salvaje o tan violento, que se regocije azotando u oyendo gemidos y presenciando ejecuciones, de no tener alguna razón poderosa para castigar? ¡Cuántas veces lloré mientras otros eran azotados! ¡Cuántas me veo obligado a lamentar y deplorar mi suerte, sufriendo yo mismo una tortura mayor y más prolongada que ellos! Para un hombre bueno por naturaleza y endurecido por necesidad es mucho más difícil castigar que ser castigado.
»Y si hay que hablar con libertad, por mi parte, si se [9] me diera opción entre castigar a algunos injustamente o morir yo mismo, tened por cierto que no vacilaría en elegir mi muerte antes que castigar a inocentes. Pero, si alguien me dijera: ‘¿Prefieres, Fálaris, morir tú mismo injustamente a castigar justamente a tus conspiradores?’, elegiría esto último. Y, una vez más, varones de Delfos, os invoco como consejeros: ¿es mejor morir injustamente o perdonar injustamente al conspirador? No creo que haya nadie tan necio que no prefiera vivir a perecer perdonando a sus enemigos. Sin embargo, ¡a cuántos he perdonado yo que habían atentado contra mí y quedado claramente convictos! Tal es el caso de Acanto —aquí presente—, Timócrates y Leógoras, su hermano, en consideración a mi antigua amistad con ellos.
»Y cuando queráis conocer mi posición, preguntad a [10] los extranjeros que visitan Acragante cómo me comporto con ellos, y si trato cortésmente a cuantos allí arriban, yo, que hasta tengo atalayas en los puertos, y agentes para informarse de quiénes son y de dónde proceden, a fin de poder despedirles con los honores debidos. Y algunos, los más sabios de entre los griegos, acuden expresamente a visitarme, y no rehúyen mi trato, como, por ejemplo, el sabio Pitágoras, quien recientemente vino a nuestra tierra con una falsa información acerca de mi persona, pero, una vez que me ha conocido, ha marchado elogiando mi justicia y compadeciéndome por mi obligada dureza. ¿Acaso creéis que mi cortesía con los forasteros se convertiría así en crueldad con los del país, de no afectarme esta situación gravemente injusta?
[11] »Os he dicho estas palabras en mi propia defensa, verdaderas, justas y dignas de elogio, en cuanto se me alcanza, más que de odio. En cuanto a mi ofrenda, es el momento de que oigáis dónde y cómo conseguí este toro. No lo encargué yo mismo al escultor —¡ojalá no esté jamás tan loco como para desear tales objetos!—, sino que había en nuestra tierra un tal Perilao, tan buen orfebre como mala persona. El individuo, confundido totalmente respecto a mi punto de vista, creyó complacerme ideando esta nueva tortura, como si yo pretendiera aplicarlas de todas las formas posibles. Realizó, pues, el toro y vino a ofrecérmelo, con su bellísimo aspecto y extrema semejanza, pues sólo le faltaba el movimiento y el mugido para parecer un ser vivo. Al verlo, exclamé al punto: ‘Digno es el presente de Apolo Pitio; hay que enviar el toro al dios’. Perilao acercóseme y dijo: ‘¿Por qué no compruebas la sabiduría que encierra y la utilidad que ofrece?’ Y, abriendo el toro por el lomo, añadió: ‘Si quieres torturar a alguien, introdúcelo dentro de esta máquina, ciérrala, aplica estas flautas al hocico del buey y manda encender fuego debajo; así el torturado se debatirá en gritos y lamentos, presa de incesantes dolores, y su grito a través de las flautas te ofrecerá las más dulces melodías imaginables, con acompañamiento quejumbroso y mugido dolorosísimo, de forma que él reciba su tortura y tú goces del concierto de flauta’.
»Yo, al oír esto, sentí repugnancia ante la refinada [12] perversidad del individuo, odié su artefacto y le di el castigo merecido. ‘Bien, Perilao —repuse—, si cuanto dices no es mera jactancia, demuéstranos la verdad de tu arte penetrando tú mismo, e imita a los que claman, para que sepamos si suenan a través de las flautas las melodías que dices’. Accede a ello Perilao, y yo, cuando estaba dentro, le encierro y ordeno encender fuego por debajo. ‘Cobre —le dije— el justo salario de tu maravilloso arte, de suerte que seas tú el primer maestro de música que toques la flauta.’ Aquél sufrió en justicia, obteniendo el fruto de su destreza inventiva; y yo, cuando aún el hombre se hallaba con vida y respiraba, ordené que le sacaran, a fin de que no mancillara la obra muriendo dentro, y dispuse que le arrojaran desde un precipicio, quedando insepulto; purifiqué el toro y os lo he enviado para ofrecerlo al dios. Y ordené grabar en él toda la historia, mi nombre como oferente, el de Perilao, el artista, su proyecto, mi acto justiciero, el castigo adecuado, las melodías del ingenioso orfebre y la primera experiencia musical.
»Por vuestra parte, varones de Delfos, obraréis en [13] justicia si oficiáis un sacrificio por mí, acompañados de mis embajadores y colocáis el toro en un lugar noble del templo, para que todos conozcan cómo me comporto con los malvados, y de qué modo rechazo sus superfluas inclinaciones a la perversidad. Este único ejemplo baste, pues, para revelar mi carácter: Perilao fue castigado, y el toro consagrado, en vez de reservarlo para dar conciertos mientras otros sufrían castigos, ni entonar otra melodía que los mugidos de su inventor, porque él solo me bastó para comprobar su arte, con lo que puse término a aquel canto tan ajeno a las Musas como inhumano. En el día de hoy, ésta es mi ofrenda al dios, pero le elevaré muchas otras, tan pronto me permita prescindir de los castigos.»
[14] Éstas son, varones de Delfos, las palabras de Fálaris: todo ello es cierto, así ocurrieron los hechos, y sería justo que aceptarais nuestro testimonio, como conocedores de lo ocurrido y ajenos a toda acusación de falsedad. Y, si hay que interceder en favor de un hombre erróneamente tenido por perverso y forzado a castigar contra su voluntad, os lo suplicamos nosotros, los ciudadanos de Acragante, que somos helenos de origen dorio: aceptad a un hombre que quiere ser amigo vuestro y está decidido a colmaros de favores a cada uno de vosotros, ...

Índice

  1. Página de derechos de autor
  2. INTRODUCCIÓN GENERAL
  3. 1-2 Fálaris I-II
  4. 3 Hipias o El baño
  5. 4 Preludio. Dioniso
  6. 5 Preludio. Heracles
  7. 6 Acerca del ámbar o Los cisnes
  8. 7 Elogio de la mosca
  9. 8 Filosofía de Nigrino
  10. 9 Vida de Demonacte
  11. 10 Acerca de la casa
  12. 11 Elogio de la patria
  13. 12 Los longevos
  14. 13-14 Relatos verídicos
  15. 15 No debe creerse con presteza en la calumnia
  16. 16 Pleito entre consonantes: la «Sigma» contra la «Tau» en el Tribunal de las Siete Vocales
  17. 17 El banquete o Los lapitas
  18. 18 El pseudosofista o El solecista
  19. 19 La travesía o El tirano
  20. 20 Zeus confundido
  21. 21 Zeus trágico
  22. 22 El sueño o El gallo
  23. 23 Prometeo
  24. 24 Icaromenipo o Por encima de las nubes
  25. 25 Timón o El misántropo
  26. Índice