Historia de la guerra civil española
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Historia de la guerra civil española

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Historia de la guerra civil española

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La historia de este libro comienza con el hallazgo de un manuscrito inédito en el Archivo Histórico Nacional.Entre los papeles del general Vicente Rojo aparece una Historia de la guerra de España en la que el autor estuvo trabajando en sus largos años de exilio interior.El historiador Jorge Martínez Reverte rescata y analiza este apasionante documento, una crónica de la Guerra Civil española narrada y analizada por una de sus figuras más destacadas. Historia de la Guerra Civil española incluye un estudio crítico y notas de Jorge Martínez Reverte, así como una crónica de la gestación del estudio de la mano de José Andrés Rojo, nieto del general.

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Información

Editorial
RBA Libros
Año
2017
ISBN
9788490568873
Categoría
Historia

RÍOS ROSAS, 48; 1º A CÓMO SE GESTÓ LA «HISTORIA DE LA GUERRA DE ESPAÑA»

JOSÉ ANDRÉS ROJO

EL PROYECTO
Una de las primeras veces que el general Vicente Rojo alude expresamente a la Historia de la Guerra de España que estaba preparando es en una carta que dirige al editor Argullós, seguramente Alexandre Argullós, vinculado a Ariel y uno de los pesos pesados de la edición en la Barcelona de aquellos años. La respuesta tuvo que ser positiva porque, el 20 de enero de 1961, Rojo escribió a sus hijos que aún vivían en Bolivia para pedirles que le enviaran diferentes papeles que tenía guardados en el arcón en el que trasladó, a lo largo de todo su exilio, los documentos que fue acumulando durante la guerra. Les rogaba que fueran prudentes a la hora de elegir a las personas que trajeran a España el material y les sugería que prescindieran de peso innecesario, pero sobre todo celebraba «las pesetillas» que habría de ganar con el encargo, «un alivio para el cocido de una temporada que yo quisiera fuese larga», les decía.
Tal como va atando la propuesta en las cartas posteriores que dirigió a su nuevo editor, el libro proyectado tendría más de 600 folios (y unos 70 más de ilustraciones) e iba a dividirse en siete capítulos. La primera parte, la que acaso llegó a perfilar de manera prácticamente definitiva, aunque no la diera nunca por terminada, y que constituye la primera parte de este libro, iba a tratar de la gestación, el alumbramiento y las primeras fases de la guerra. Luego su idea era la de centrarse en las grandes mutaciones que hubo a lo largo del conflicto: la batalla de Madrid, la crisis de gobierno de mayo de 1937, la batalla de Teruel y la del Ebro. Los dos últimos capítulos se ocuparían de desentrañar la victoria de Franco y de dar cuenta de las peripecias del exilio. A Argullós le debió gustar la idea. El general Rojo recibió poco después las primeras 5.000 pesetas como adelanto de su trabajo.
Por lo que se conserva en su archivo, el general Rojo debió de trabajar durante aquella temporada de manera intensa en su Historia. La excelente relación que había mantenido al principio con Argullós se resintió al pasar unos meses. Quién sabe si fue la llegada de las primeras páginas que iba escribiendo Rojo las que le hicieron comprender al editor lo quimérico de su empeño. Un libro del general Rojo no iba a poderse publicar en la España de Franco. El 15 de mayo de 1962 hay una nota que revela cuán lejana había llegado a ser la distancia entre uno y otro. «El señor Argullós se está comportando mal dejando de cumplir las obligaciones moralmente contraídas, no pagando las cuotas estipuladas y no dignándose contestar a las cartas que se le escriben...», escribe allí Rojo. Y concluye que a partir de ese día ha decidido «suspender el trabajo para emprender otros que me den el rendimiento económico que necesito para vivir».
Durante los meses siguientes se concentró en el capítulo que consideraba más logrado, el que abordaba la batalla de Madrid. No hay referencias concretas que expliquen las razones de esta decisión, pero es fácil suponer que durante la redacción de esa parte del libro el general comprendió que podía funcionar de manera autónoma. Y seguramente a través de su hermano mayor, que vivía en Barcelona y tenía buenas relaciones con algunos sectores de izquierda que operaban en la clandestinidad, el libro llegó a manos de Carlos Barral.
El 14 de diciembre de ese mismo año, Rojo recibió una carta del entonces joven editor. «Durante los últimos días he estado leyendo su libro con creciente entusiasmo», le comentaba Barral. «He leído lo bastante para darme cuenta de que la novela no podrá publicarse en Barcelona». Le estaba hablando de Así fue la defensa de Madrid. Rojo había abandonado su Historia de la Guerra de España, y había decidido apostar por una de sus partes. Aun así, en verano de 1963, y después de que Barral vendiera los derechos de Así fue a Alberto Mondadori y el general recibiera un cheque de 10.000 pesetas en concepto de adelanto por los derechos del libro, Rojo le envió a Carmen Balcells, mano derecha entonces del editor, lo que llevaba escrito de su Historia. En la carta que acompañaba al material escrito, le pedía que no se comprometiera muy a fondo con el Sr. Vicens, seguramente el historiador y editor Jaume Vicens Vives, y le explicaba: «Mis posibilidades de trabajo se ven cada día más mermadas y dudo poder terminar eso que representa por lo menos un par de años más de tareas muy asiduas».
No llegó nunca a acabar el proyecto completo. Compuso la primera parte, que se puede leer muy bien aunque no llegara a darla por terminada, y donde relata los avatares del golpe desde un punto de vista inusual: el de un militar que se negó a incorporarse a una aventura que empezó por dividir al ejército, y que luego partió España en dos arrastrándola a una terrible guerra en la que se mezclaron desde el principio intereses ajenos que respondían a la extrema radicalización ideológica que se gestaba en aquellos tiempos en Europa. Terminó, y publicó, su detallado análisis de la batalla de Madrid. Y poco más. Sí llegó a perfilar lo que fue la crisis del gobierno de Largo Caballero y la llegada de Negrín al poder. Fue ahí cuando su posición dentro del ejército leal dio un cambio definitivo, cuando Prieto lo propuso para convertirse en el jefe de todo aquello. No hay más.
Estaba ya muy mayor y la envergadura de su Historia lo superó. En el verano de 1963 se lo había hecho notar a Carmen Balcells y, seguramente, no llegó a existir ninguna oferta firme para publicar la visión completa de la guerra de aquel protagonista atípico, así que, sin ninguna obligación que cumplir, el general Rojo debió de irla abandonando. Aguantó todavía hasta el 15 de junio de 1966. Lo curioso es que el enfisema pulmonar que terminó con él le había dado el primer aviso importante varios años antes. Fue, precisamente, el diagnóstico que los médicos de Bolivia le hicieron en 1957 el que precipitó su regreso. Quería morirse en España.
EL REGRESO
No se puede entender nada de cuanto le ocurre al general Rojo durante los años que pasa en España antes de morir si no se recuerdan las circunstancias de su regreso. Escribió, escribió y escribió porque no encontró otra forma mejor de enfrentarse a lo que, en buena medida, terminó por significar la mayor de sus derrotas.
Entre los muchos papeles que redactó durante aquel período hay una treintena de folios en los que se aventura a resumir su vida y que tituló Autobiografía. En esas páginas, que sólo autoriza leer a sus hijos y nietos y a aquellas personas que hayan obtenido permiso de estos últimos, casi no se ocupa de la Guerra Civil. Cuando se produjo el golpe de Estado de los militares rebeldes, Vicente Rojo se encontraba destinado en el Estado Mayor Central como ayudante del general Avilés. Se había diplomado como oficial de Estado Mayor en la Escuela de Guerra en abril de ese año y su primer destino lo llevó al P. M. de la Brigada de Infantería de León, donde estuvo muy poco tiempo. Así que la guerra lo sorprendió integrado ya en su nuevo trabajo en Madrid. «Me vi envuelto en el conflicto sin haberme mezclado en ninguna confabulación ofensiva ni defensiva, solo, frente a mi deber», escribe allí. Había jurado lealtad a la República, así que permaneció leal al régimen legalmente establecido.
La guerra queda resumida en ese texto en una cuantas cuartillas. Sólo quería limitarse en esa biografía a lo que consideraba «esencial» y, por eso, no se entretuvo mucho en el desarrollo de la contienda. Cuatro trazos, simplemente. No abundó en detalles; lo que había hecho ya estaba dicho en las obras que escribió sobre el conflicto y, sobre todo, estaba en su hoja de servicios. Lo que realmente le preocupaba allí era aclarar la decisión de volver a España. Pensaba que, si alguna vez sus hijos y sus nietos habrían de verse en la tesitura de dar explicaciones, tendrían que darlas a propósito de ese gesto. El que lo empujó en el año 1954 a iniciar las gestiones para su vuelta a casa.
Las primeras noticias que aparecieron en la prensa a propósito de la decisión de regresar a España del general Rojo datan, sin embargo, de casi diez años antes. El 22 de julio de 1947 aparecieron en distintos medios algunas sueltas que se refieren a esa posibilidad. «El gral. Rojo solicitó permiso para retornar a su patria, España», dice uno de los titulares de una nota de media columna. Un día después, su amigo Julio Parra, uno de los militares que permaneció también leal a la República y que siempre estuvo muy cerca de Rojo, le escribió desde Buenos Aires. El papel, amarillento ya, se encuentra en una de las múltiples carpetas que aún están en manos de su familia. Dentro de un folio doblado en dos, y donde el general anotó «Asunto prensa regreso España», hay reunidos unos cuantos papeles: recortes de prensa, telegramas, cartas. «La Prensa de hoy publica el telegrama que te adjunto y que supongo será una de tantas fantasías, por no llamarles otra cosa, como lanzan de vez en cuando nuestros buenos amigos», le escribió Parra.
Modesto, el brillante miliciano comunista que terminó por convertirse en uno de los jefes más competentes del Ejército Popular, fue más explícito: «Convendría desmentirla públicamente», le urgía en su envío a propósito de la noticia. El general Llanos le pidió informes con urgencia: «contestación pagada», se lee en el radiograma recibido en el Servicio de Comunicaciones de Bolivia. El día 25 apareció la primera chanza en un breve texto que recogió el diario argentino Crítica: «Rojo de ideas, rojo de apellido... y rojo de vergüenza que debía estar».
Vicente Rojo desmintió «el infundio» de inmediato, y Pueblo Español publicaba poco después unas declaraciones del general: «Informaciones tendenciosas no modifican mi lealtad». La tormenta pasó rápido, pero la colección de papeles revela la extrema sensibilidad que existía entre los militares y políticos que habían salido al terminar la guerra a propósito de la más mínima concesión que pudiera hacerse a la dictadura. El regreso de Rojo, en 1947, resultaba intolerable para cuantos seguían alimentando la esperanza de que los días de Franco estaban contados. El propio Rojo se sintió que le habían tendido una trampa: «Desconozco motivos y fines infundio ya desmentido categóricamente», apuntó en el breve texto en el que negaba cualquier veracidad a la información que había salido de un despacho de la agencia United Press.
Diez años más tarde las circunstancias eran otras. Los médicos le exigieron abandonar su trabajo en la Escuela de Guerra de Cochabamba, Bolivia, cuando terminó el curso de 1955-1956, en agosto, y le sugirieron que se marchara cuanto antes del país andino si no quería caer fulminado. Tenía los pulmones destrozados, no le daban mucho tiempo de vida. El general Rojo retomó con más energía las gestiones que había iniciado en el año 1954.
Consideraba entonces que volver a España era un deber. Los acuerdos con el Vaticano y con Estados Unidos cambiaron drásticamente la posición internacional del régimen. Su aislamiento había acabado, así que la cosa podía eternizarse o, quién sabe, acaso los problemas internos que Franco sorteó hasta entonces terminaban por explotar y abrían la posibilidad de que el cambio se precipitara. «Discrepo, pues, totalmente de quienes se escandalizan por el regreso a España de muchos exiliados», escribió el general Rojo.
Sus carpetas están llenas de recortes de prensa sobre lo que estaba pasando: detención de Gil-Robles por repartir propaganda, conflictos en Bilbao con los obreros, contestación estudiantil... Como ya era inútil esperar que la dictadura cayera por las presiones que procedían de la escena internacional, había que estar ahí «para impedir el caos que sigue a la caída de las dictaduras» o, si no ocurría tal cosa, «para ayudar a restaurar la libertad y la justicia siquiera sea con el consejo». En su autobiografía apuntó otra razón de peso: «Pese a mi inutilidad no quería abandonar el significado militar de mi deber porque aún había en él algo incumplido; la rehabilitación pública de mis camaradas y la mía propia; me refiero, naturalmente, a los que como yo cumplieron su deber sin ambiciones de poder o de lucro y con la idea del mejor servicio a España».
En noviembre de 1956, harto de que las gestiones para su regreso no prosperaran, el general Rojo se dirigió a través de una breve carta directamente a Alberto Martín Artajo, un hombre que había llegado a ministro de Asuntos Exteriores desde la presidencia de Acción Católica y que era partidario de tender un tanto la mano. Le pidió que resolviera el engorro de los visados; quería pasar sus últimos días en España. La petición no cayó en saco roto. El 22 de enero de 1957, Martín Artajo ordenó que se acelerara el papeleo para su regreso. Faltaba la aprobación definitiva, que llegó en un Consejo de Ministros celebrado en febrero.
Fueron muchos los amigos y compañeros del general los que le desaconsejaron la iniciativa de volver. Pero lo tenía muy claro: «Tal vez sólo yo y algunos otros compañeros que están en mi mismo caso somos los únicos que podemos ser con la cabeza erguida sus jueces y acusadores: sólo nosotros, sin recusación posible, podemos acusarlos de traidores, de rebeldes, de sediciosos, de indignos, de desleales, de crueles, de cobardes, de ladrones, de asesinos...», apuntó en una nota de aquellos días. «Tenemos pruebas para respaldar esa acusación demostrando cómo, porqué y para qué actuando de títeres, poniendo en juego sus bastardas ambiciones, dando rienda suelta a sus bajas pasiones, crearon un caos social, destruyeron una sociedad organizada, llevaron a un excelente ejército a una monstruosa sedición...». El texto continúa unas cuantas líneas más. Con su Historia, el general Rojo pretendió cumplir esa deuda pendiente. Restaurar la dignidad de los militares leales a la República que había sido hecha trizas cuando el régimen decidió juzgarlos como parte de una gran conjura que pretendía acabar con España. No hubo nunca tal cosa en el lado en el que había combatido Rojo. Era necesario que los españoles lo supieran.
EL JUICIO
Vicente Rojo salió de Bolivia en marzo de 1957 con su mujer Teresa y la pequeña de la familia, María Dolores. Un mes después de su llegada al puerto de Barcelona fue reclamado por el coronel Eymar, el turbio personaje que tras pasar la guerra en el bando republicano se había convertido en el azote de sus antiguos compañeros como juez instructor militar. Lo citó para iniciar un mero trámite burocrático, el llamado Expediente Informativo. El 16 de julio fue citado por el juez: aquella supuesta rutina administrativa había sido elevada a Causa Criminal. Lo iban a procesar por rebelión militar.
El 5 de diciembre de ese mismo año, en Madrid, se celebró el Consejo de Guerra. Al general Rojo lo acusaron finalmente de auxilio a la rebelión militar. En su autobiografía, escribió que lo habían juzgado «como delincuente». Así terminaban, dice, 46 años de intachable conducta militar. Pero la dictadura lo había cambiado todo. La representación siguió su curso como si no fuera, en realidad, una repugnante farsa, pero el general prefirió ni abrir la boca, permanecer fuera, desentenderse del despropósito. Pero las condenas eran reales, por ficticias que fueran las acusaciones. Por mucho que se falseara la historia dándole la vuelta por completo, eran hombres de carne y hueso los que habían muerto o habían sido encarcelados o habían perdido sus bienes o, simplemente, habían sido humillados por una acusación que era un insulto a la verdad histórica: que los militares leales a la República habían sido los que se habían rebelado. Y por eso, por su fidelidad, lo tenían que pagar. Todavía están ahí esas sentencias. Nadie ha dicho aún que no sirven. La democracia no ha sabido lidiar con esas imponentes mentiras.
«La condena ha sido a reclusión perpetua, superior a la pedida por el fiscal, sin circunstancias modificativas», contó Rojo en su autobiografía, donde incluye la sentencia como un anexo al final. Ahí puede leerse: «El Consejo de Guerra FALLA: Que debe condenar y condena al procesado don VICENTE ROJO LLUCH, como autor del calificado delito de Adhesión a la Rebelión Militar, sin concurrencias de circunstancias eximentes ni modificativas de responsabilidad, a la pena de RECLUSIÓN PERPETUA (30 años de Reclusión Mayor), con las accesorias, militar de pérdida de empleo y común de interdicción civil e inhabilitación a...

Índice

  1. LA GUERRA SEGÚN ROJO. JORGE M. REVERTE
  2. HISTORIA DE LA GUERRA DE ESPAÑA. VICENTE ROJO
  3. RÍOS ROSAS, 48; 1º A CÓMO SE GESTÓ LA «HISTORIA DE LA GUERRA DE ESPAÑA»
  4. NOTAS