Por ahora, todo va bien
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Por ahora, todo va bien

Premio Gaziel de Biografí­as y Memorias 2015

  1. 384 páginas
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Por ahora, todo va bien

Premio Gaziel de Biografí­as y Memorias 2015

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Andreu Martín, uno de los autores más prolíficos y leídos de este país, se estrena en uno de los pocos géneros que aún no había abordado: el de las memorias.Sus memorias destilan un humor irónico y amable, y nos llevan desde la efervescente Barcelona de los años veinte que vivió su padre, pasando por la opresión de la dictadura franquista, la locura y el desengaño de los años setenta y de la transición hasta hoy, a la vez que nos dejan una reflexión imprescindible sobre el acto y el oficio de escribir.

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Información

1

PREHISTORIA

ANDRÉS
Andrés Martín Prada nació el 5 de febrero de 1905 en el barrio de la Horta, en el centro de la ciudad de Zamora. Eran seis hermanos: Angelita, Elisa, Manolo, Miguel, Pepín y él.
Me hablaba de una infancia galopando en caballos a pelo con los gitanos del barrio, de hacer novillos «porque no servía para estudiar», de peleas callejeras y pedradas, de hermanos muy cómplices que se unían para vengar las agresiones a los hermanos pequeños. Me hablaba de un padre concejal, con gran influencia sobre los gitanos que le votaban. Me contaba que, un día, el abuelo regresaba a casa, a caballo, cuando una serpiente saltó sobre él como un resorte y le arrancó un broche de plata que llevaba en la corbata; y que, una noche, el pequeño Andrés iba en burro y, en medio de la oscuridad, oyó el grito del mochuelo, que le sonaba como «vooooy, voooy», y pasó mucho miedo.
Luego, Andrés tuvo no sé qué enfermedad y el doctor le recomendó que fuera a algún lugar cerca del mar, «a tomar las aguas», y lo enviaron a Barcelona, donde vivía su tía Antonia con su hijo Crescencio, conocido más adelante como Chinchín.
Mi padre se encontró con la Barcelona cosmopolita de la segunda década del siglo XX, locos años veinte de la revolución industrial que respiraban libertad y esperanza, con obreros que habían unido sus fuerzas anarquistas, socialistas y comunistas en un Sindicato Único y buscaban la utopía con las armas en la mano; y con patronos que castigaban las huelgas con lockouts y que fundaron un llamado Sindicato Libre donde, según mi padre, se afiliaban sicarios a quienes, junto con el carné, les proporcionaban las pistolas. En la Barcelona del mítico Noi del Sucre, del asesinato de Francesc Layret y de la bomba en el popular music-hall Pompeya del Paralelo, casi en la esquina con la calle Nou de la Rambla.
Cuando le notificaron que ya se había curado de la enfermedad que lo había llevado a «tomar las aguas» y que debía regresar a Zamora, Andrés aún usaba pantalón corto. Se hizo con un traje de señor, con pantalón largo y canotier, y, aparentando más edad de la que tenía, fue a pedir trabajo a los grandes almacenes El Siglo, los primeros de Barcelona que tuvieron puertas giratorias en la entrada y escaleras mecánicas. Lo contrataron y, ya con dinero en el bolsillo, se dedicó a vivir hasta las últimas consecuencias la Barcelona de la sicalipsis (en los music-halls se presentaba a las vedettes diciendo «la gran belleza escultural y sicalíptica...»), de los espías de la Gran Guerra y de las mil maneras diferentes de prostitución, una ciudad en cuyos muros podían leerse pintadas como «Volem lladres honrats» («Queremos ladrones honrados») o «Visca la merda» («Viva la mierda»). Era la Barcelona del tango, donde triunfó Gardel, en 1925 (en el teatro Goya), 1927 y 1928 (en el Principal Palace), y el trío de Irusta, Fugazot y Demare, en 1928. En 1935, el famoso compositor Enrique Santos Discépolo (Discepolín), autor de tangos como «Malevaje», «Esta noche me emborracho», «Yira, yira» o «Uno», vino a Barcelona con una orquesta de cinco bandoneones. Cantaba Tania, la esposa de Discépolo; y uno de los cinco bandoneones era mi tío Chinchín.
En algún momento, mi padre montó una academia donde supuestamente enseñaba a bailar el tango y que resultó de gran utilidad para obtener múltiples favores femeninos.
A veces iba con su pandilla a un restaurante, como Las Siete Puertas, y jugaban a que pagaría el que acabara último. El más cobarde solo comía un plato, y el más valiente llegaba hasta los postres.
En aquella época era muy popular una copla titulada «Mala entraña» que decía:
Cuando triste quedo a solas en mi alcoba
le pregunto a la estampita de la Virgen
qué he hecho yo pa que tú así tan mal te portes,
que lo que haces tú conmigo es casi un crimen.
Mira, niño, que la Virgen lo ve todo
y que sabe lo malito que tú eres,
que queriéndote yo a ti con fatiguita
el amor buscas tú de otras mujeres.
Serranillo, serranillo,
no me mates, gitanillo,
qué mala entraña tienes pa mí,
cómo pués ser así.
Me contaba mi padre que, en su más gamberra juventud, iban con su pandilla a «levantar el muerto». Frecuentaban los casinos clandestinos de la ciudad, en sótanos de bares del barrio chino, y estaban atentos a los que jugaban a la ruleta y se despistaban. A veces se daba el caso de que alguien, habiendo apostado a muchos números, se olvidaba de recoger alguna de sus ganancias. Entonces, de lo que se trataba era de ser más rápido y arramblar con las fichas antes de que se diera cuenta.
En algunas ocasiones, el propietario de la apuesta los descubría, y se organizaba el escándalo; entonces dejaban a oscuras el local rompiendo las lámparas, y todo terminaba en carreras y confusión. Otras veces no era el apostador quien los veía, sino el crupier. Pero este era amigo y miraba para otro lado, canturreando, como si nada:
Mira niño que la Virgen lo ve todo
y que sabe lo malito que tú eres...
Y el que había levantado el muerto, como si nada, continuaba canturreando:
>Qué mala entraña tienes pa mí,
cómo pués ser así...
Esta clase de cosas me contaba mi padre, y siempre me hacía reír.
Mi padre se parecía al actor George Raft, y le gustaban mucho sus películas de gánsteres. Me lo imagino perfectamente con traje de americana cruzada y sombrero flexible, y casi lo veo reproduciendo el gesto compulsivo de lanzar una moneda al aire para atraparla al vuelo, repitiendo ese movimiento una y otra vez. Me contaba con fervor el final de Scarface, el terror del hampa, de Howard Hawks, en que George Raft y Paul Muni acababan pugnando por una ametralladora Thompson.
Cuando ya era muy mayor y salíamos alguna vez a pasear por las Ramblas, murmuraba, sarcástico: «¿Y a esto lo llamáis juerga?». A continuación, presumía: «Cuando yo entraba en la calle Nou, las casas, al verme, se tambaleaban..., así», y levantaba los brazos al cielo, moviéndolos de un lado a otro, como si estuviera ante la aparición de algún espíritu deslumbrante.
Mi padre entró a trabajar en el puerto de Barcelona «como representante de los patronos», pero supo hacer suficientes amistades entre los obreros anarquistas como para que estos le advirtieran cuando se avecinaban alborotos o algún atentado. «Mañana, más vale que no vengas, Prada», le decían. En el puerto, a mi padre lo llamaban por su segundo apellido, Prada.
De pronto, un día, por sorpresa, se presentó en Barcelona toda su familia —padre, madre y cinco hermanos—, con una mano delante y otra detrás. Nunca supimos, ni yo ni mi hermana, lo que había sucedido exactamente. La versión oficial hablaba de un pleito entre mi abuelo y su hermano por la herencia; la segunda versión hablaba de una partida de naipes en que el abuelo José perdió casa, rebaños, caballos y hasta favores políticos. Y, si aceptamos que las serpientes no suelen saltar como resortes para arrancar broches de plata a personas que van a caballo y que eso más bien suena a mala excusa cuando el broche de plata ha quedado sobre un tapete verde, la segunda versión resulta más verosímil.
Alquilaron el piso de Gran Vía esquina Entenza (en el número 426), donde yo había de nacer muchos años después.
En el año 1925, mi padre cumplió tres años de servicio militar en el Grupo de Regulares de Ceuta, en plena Guerra del Rif.
Primero, lo enviaron a no sé qué pueblo perdido, cerca del frente, pero finalmente fue trasladado a la ciudad de Ceuta, donde fue cabo furriel al servicio de un coronel o general especialmente despótico. Allí se encargó de llevar la paga a los funcionarios y reclusos de la prisión de la fortaleza del monte Hacho. Contaba que solo estuvo en serio peligro de muerte a partir del momento en que se enrolló con una magrebí casada. (No decía «magrebí», claro, decía «mora». Eran otros tiempos.)
INÉS
Inés Farrero España (¡ah, sí, tengo España en uno de mis apellidos!) nació el 11 de febrero de 1910 en Erinyà, un pueblecito muy pequeño del Pallars, cerca de La Pobla de Segur, donde aún hoy no hay ni bar, ni fonda, ni capellán.
En su familia, fueron nueve hermanos, de los cuales dos murieron a los seis meses de vida. Yo conocí a siete de ellos: desde tía Asunción, la mayor, nacida en 1900, hasta tía Estela, la pequeña, nacida en 1920. Se fueron de Erinyà porque los cuatro hermanos varones no querían cultivar la tierra; se trasladaron a Barcelona en 1922, cuando mi madre tenía doce años y tía Estela, dos. Pusieron un colmado en la calle Canalejas, números 12 y 13, en el barrio de Sants.
A los trece años, a mi madre la pusieron a trabajar como carnicera. De pequeña, en el pueblo, había aprendido a descuartizar corderos viendo cómo lo hacían los mayores, y luego, en la carnicería, le encargaron que descuartizara terneros. Trece años tenía... La carne acabó por darle un asco insoportable y dejó tanto el colmado como la carnicería para entrar a trabajar de modista.
Aprendió en casa de su hermana mayor, Asunción. Luego, fue como aprendiz de modista a casa de la señora Margarita Font, en la calle Pau Claris, 38, que era propietaria de la famosa pastelería Mallorquina. Era la época en que los ricos tenían, entre el servicio, a modistas que iban una vez a la semana para hacerles los vestidos o los remiendos necesarios. Más tarde, Inés entró a trabajar en casa de Evaristo Arnús, conocido industrial que vivía en La Pedrera; y en casa de la condesa de Sert, en la esquina de la calle Provenza con paseo de Gracia; y también para los propietarios de la librería Subirana, de la calle Portaferrissa, y para los dueños de la Transmediterránea, que vivían en Muntaner con Travessera de Gràcia.
Estos últimos, me contó mi madre, huyeron cuando estalló la guerra y quedaron a deberle quinientas pesetas.
También iba a una cooperativa llamada Els Lliberals («Los Liberales»), que estaba en el barrio de Hostafrancs, y allí enseñaba costura gratuitamente a niñas huérfanas. En aquella asociación se celebraban bailes los domingos, y ella asistía con sus amigas. También iba a una cooperativa de las calles Consejo de Ciento y del Callao, que se llamaba Sang Nova («Sangre Nueva»), y al local Els Cotoners («Los Algodoneros»), en la calle de la Princesa.
Fue en Els Lliberals donde, en 1930, conoció a un bailarín de tangos, muy bromista, conocido como el Quico, que se llamaba en realidad Andrés Martín Prada y que acabaría siendo mi padre.
MARTÍN Y FARRERO
Se casaron en abril de 1936 y me parece que se fueron de luna de miel a Valencia. Tres meses después, en el mes de julio, estaban en el canódromo de la carretera de Sarriá con tío Manolo, que era policía, y su esposa, María, cuando unos policías les salieron al paso. Les ordenaron que se identificaran, los cachearon y encontraron la pistola que llevaba mi padre, como digno admirador de George Raft, y se la confiscaron. Así fue como se enteraron de que se acababa de iniciar una nueva era, terrible, en el país. Los militares se habían sublevado en toda España, pero, en Barcelona, los anarquistas les habían parado los pies, y, armados hasta los dientes, se habían hecho cargo de la situación y habían iniciado la revolución.
No había tiempo para idilios ni para proyectos familiares. Mi padre se apuntó voluntario al Cuerpo de Tren del ejército republicano, para mantenerse en la retaguardia y para poder ver los domingos a mi madre, que vivía con mis tíos y mis abuelos en el piso de Gran Vía.
En marzo de 1937, mi madre asistió a uno de los intensos bombardeos de las «pavas» italianas. De pronto estallaron todos los cristales de los balcones del piso, y ella pudo ver cómo se hundía el edificio del número 451 de la avenida, justo enfrente.
Un día le pregunté:
—¿Por qué estabas en casa durante el bombardeo y no en el refugio?
Ella me respondió:
—Bombardeaban con tanta frecuencia que te cansabas de subir y bajar escaleras. Noventa y dos escalones arriba y abajo... Estaba harta. Sonaban las sirenas y te quedabas en el piso..., y que fuera lo que Dios quisiera. Si me tenía que caer una bomba encima, que cayera de una vez y se acabó.
Cuando las tropas rebeldes se acercaban a Barcelona, mi padre huyó hacia la frontera porque temía que lo represaliaran por haberse alistado voluntario. Fue a parar al campo de concentración de Argelès-sur-Mer. De vez en cuando, unos zuavos a caballo los invitaban a regresar a España con la promesa de que no les iba a pasar nada. Mi padre echaba mucho de menos a mi madre y a su familia, así que creyó a los zuavos. Cuando tomó la decisión de volver a casa, tuvo que soportar los insultos y el desprecio de los españoles que se quedaron; después, en cuanto pisó de nuevo su país, lo llevaron directamente a otro campo de concentración, el de Miranda de Ebro, donde sufrió hambre y malos tratos.
Curiosamente, de aquella época, mi padre solo recordaba anécdotas divertidas, chistes que hacían mucha gracia. En el caldo que servían, por ejemplo, no había nunca ni una porción de carne, pero él y sus amigos, cuando les tocaba cocina y repartían la comida, gritaban siempre: «¿Quién quiere más carne?». Hay testimonios de personas que pasaron por allí y que han dejado constancia de las palizas y humillaciones de toda clase que tuvieron que soportar, y que mi padre me ocultó.
—¿Por qué nunca me lo contaste? —le pregunté.
—A nadie le gusta explicar que un día le deshonraron.
Finalmente, gracias a la intercesión de tío Manolo, policía republicano reciclado y readmitido por los franquistas, mi padre pudo reunirse con mi madre, sus padres y sus hermanos.
Sin trabajo y con dificultades para obtenerlo, acabado de salir de un campo de concentración por rojo, tuvo que recurrir al favor de un amigo suyo, médico, al que probablemente conoció en el puerto, antes de la guerra, el doctor Castellà, que le confió la gerencia del bar restaurante Royal, en la ca...

Índice

  1. 1. Prehistoria
  2. 2. Premoniciones
  3. 3. Prisionero de la fantasía
  4. 4. Mar y montaña
  5. 5. El final de la inocencia
  6. 6. Bocadillos y onomatopeyas
  7. 7. De polis
  8. 8. Farándula
  9. 9. Ventanas herméticamente abiertas
  10. 10. La época de la locura
  11. 11. El profesional
  12. 12. Retorno a la psicología
  13. 13. Progresa adecuadamente
  14. 14. Un millón de mundos por descubrir
  15. 15. Policías y ladrones
  16. 16. El viejo de cabaret
  17. Epílogo
  18. Fotografías
  19. Notas