No todo es política en la orientación lacaniana
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No todo es política en la orientación lacaniana

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No todo es política en la orientación lacaniana

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¿En qué grado necesitamos la política? El autor de este libro lo tiene claro: nunca demasiada. Quizá estamos acostumbrados a achacar a la política la elaboración de discursos interesados, llenos de promesas incumplidas. Debemos, en cambio, reconocerle la facultad de dar sentido preciso a las palabras. La política es un arte complejo que da forma al discurso y lo impregna todo: vivimos políticamente, amamos políticamente, nos vinculamos con los demás políticamente, calculamos nuestra forma de gozar políticamente. Por lo tanto, también tiene una relación directa con el poder. La política es el sostén del discurso del amo; por ello debe recurrir a su reverso, aunque sin saberlo. Entre el anverso del poder y su reverso, el psicoanálisis, el inconsciente se constituye como la banda de Moebius que los separa y los une a la vez.A lo largo de las páginas de esta obra, se analiza la política desde múltiples perspectivas y discursos. No solo desde su vertiente clínica, a través de casos eminentes de Freud y Lacan, sino también desde una vertiente más teórica, así como otra más pura, que se deshace de los velos de la historia para mostrar el deseo en las formas variadas que tiene de articular vida y muerte en una dimensión vivible como síntoma.

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Información

Editorial
Gredos
Año
2018
ISBN
9788424938444
Categoría
Psicología
Categoría
Psicoanálisis

PRIMERA PARTE

RELATOS

1

LA ÚLTIMA VEZ QUE IDA FUE

Dos días después del día de Navidad de 1900, Ida Bauer1 salió de paseo con un primo suyo que estaba de visita en Viena para enseñarle la ciudad. Aprovecharon para visitar una exposición, que cerraba ese mismo día 27, en el Palacio de la Sezession. El grupo de diseñadores agrupados en torno de la palabra Sezession había iniciado el movimiento de lo que sería luego conocido como Art Déco, que suponía una estilización de las formas naturales, aquellas que había explotado hasta el paroxismo el Art Nouveau, pero ahora con un esfuerzo de geometrización que ponía límites a la frondosidad de las formas naturales. El falo, la forma de la naturaleza por excelencia, empezaba a ser velado por unas líneas simbólicas que lo transformaban en un trazo, en una escritura. La exposición presentaba interiores domésticos decorados por cuatro artistas escoceses, especialmente invitados a Viena por los miembros del Wiener Werkstätte; se trataba de dos hermanas y sus respectivos maridos, el más conocido de los cuales era Charles Rennie Mackintosh. El grupo era conocido como The Four. Lo más llamativo eran dos grandes paneles de estuco decorado. Uno de ellos era obra de Margaret Macdonald Mackintosh y se titulaba The May Queen (‘La reina de mayo’); el otro era del propio Charles Mackintosh y se llamaba The Wassail (‘El vino de Navidad’).2
Esos paneles no representaban ninfas «en un bosque denso», como recogió Freud despreocupadamente;3 conocemos su poco aprecio por el arte de la Sezession. Más bien eran estilizaciones de figuras femeninas —que escandalizaron a más de un crítico por su alejamiento de la realidad— que tendían a confundirse con formas vegetales. La reina de mayo aparecía como una oronda figura central, contemplada por un par de ninfas a cada lado. También había dos pares de mujeres a ambos lados del otro panel, y en el centro, dos mujeres simétricamente ensimismadas.
Ida soñó aquella noche con el bosque por el que había caminado con el Sr. K después del paseo por el lago y donde le dio el bofetón. Como resto diurno aparecían en aquel sueño las formas vegetales vistas en la exposición. Y, tal como Freud lo descifra, las imágenes de los Mackintosh creaban la cadena asociativa entre la Madonna Sixtina, contemplada largamente por Ida en el Museo de Dresde, y el bofetón.
En efecto, unos años antes, Ida había estado de visita en Dresde, donde salió de paseo con su primo, que le enseñó la ciudad. Pero ella decidió continuar sola, y entró en la Gemäldegalerie. Allí, ante la Madonna Sixtina de Rafael, permaneció dos horas en estado de «ensoñación calma y admirada».4 Esta pintura representa a la Virgen, que lleva en brazos al Niño o, más bien, hace ostensión de él. El Niño es ya mayorcito, y, sin embargo, la Virgen lo sostiene sin ningún esfuerzo, como si su peso fuera nulo, como si se sostuviera solo en el aire, en una ingravidez fálica. Entre las dos partes de la cortina entreabiertas a los lados de la pintura, se ve un fondo de cabecitas de querubines amontonados que forman un cielo nublado. La Madre y el Niño tienen un aspecto extraordinariamente sensual; él está desnudo, sentado, con las piernas entreabiertas, y su madre lo sostiene de tal modo que sus genitales se apoyan, por encima de su manto, sobre su mano. La Madre parece estar, más que sosteniendo al Niño, sopesando su virilidad. Las miradas de ambos, de ojos oscuros, son las únicas que miran al espectador, como ensimismados y sorprendidos por su aparición ante los humanos.
El tocado de la reina de mayo que vio en la exposición de Viena recuerda el amplio pliegue semicircular que flanquea el lado izquierdo de la Madonna. A ambos lados de la reina, que mira de frente, dos pares de adoradoras curvadas hacia ella la contemplan mientras sostienen dos largas guirnaldas de flores que pasan a la altura de su pecho. El otro panel presenta a seis mujeres dispuestas simétricamente entre líneas curvas vegetales que las abarcan y las entrelazan, cálices florales, semillas bivalvas e insectos estilizados.
Esa vez, Ida no se pasó dos horas ante los paneles. Desde luego no lo merecían; su composición elemental y simplemente decorativa no llamaba tanto la atención como la impresionante pintura de Rafael. Además, esta vez, a la exposición, sí entró acompañada de su primo.
Para Ida se produjo una repetición. La Madonna irrumpiendo entre la cortina abierta en forma de ninfas —en el sentido anatómico de la palabra— recordaba a la reina de mayo entre sus sensuales ninfas. Fácilmente, por las ninfas y por la vegetación presente, se podía añadir el elemento «bosque».
La pintura de Rafael presenta tanto la ninfa-madre virgen como el caballerito que la Madonna tiene en brazos: es el «joven emprendedor» al que se refiere Freud como una de las identificaciones de Ida Bauer.5 Si tomamos ahora a Ida como siendo a su vez la ninfa —aquí en el sentido entomológico de la palabra—, esa pintura representa el tiempo que ella habrá de esperar hasta transformarse en un insecto adulto; esto es, en el niño que ya fue. Ida ha de saber esperar si quiere llegar a ser el niño que fue para aquella madre arrobada del cuadro de Rafael. Es también el tiempo que falta, en el segundo sueño, para llegar a la estación; y, en su recuerdo, el tiempo que falta para regresar, bordeando el lago, a la casita de madera.
Entre ambas exposiciones se despliega todo un paisaje imaginario que incluye tanto el bosque donde se había producido el encuentro enfermizo de su padre con la Sra. K como el otro bosque, aquel en el que se produjo el bofetón del Sr. K que produjo la ruptura que trajo consigo el desequilibrio de toda la situación entre los cuatro personajes.
Ese acto sintomático era una formación del inconsciente producida justo después de su primera visita a Freud, anterior al tratamiento de 1900, cuando Ida Bauer tenía dieciséis años. Esa formación, como señala Lacan en El Seminario, XVII,6 viene de un Otro sin tacha, de un padre amo de su deseo, de ese padre muerto presente en los dos sueños: en el primero es la muerte que el padre llevaba pintada en la cara; en el segundo él mismo está muerto y ausente. Esa misma muerte retornaría más tarde en la palidez del Sr. K cuando vio a Ida por la calle y se dejó atropellar por un vehículo. El Sr. K, por no saber el papel que había desempeñado en aquella tragicomedia, se encontró implicado en aquel accidente.7

MÁS QUE UN SUEÑO

Así pues, la visita a la exposición el día 27 provocó el sueño que sería analizado en las tres últimas sesiones, las de los días 28, 29 y 31 de diciembre. De ese sueño surgió la decisión de dejar a Freud. Si el día 31 le dijo que la decisión la había tomado hacía catorce días, fue simplemente para tratarlo como a una criada o para ponerse ella misma en el lugar de la criada que da el aviso de despedida. Y, además, para hacer surgir el tema de la institutriz de la familia K, seducida y abandonada por el señor de la casa.
En la casita de madera, Ida vio que aquella institutriz trataba al Sr. K como si no existiera, algo de que tomar ejemplo. El Sr. K le había hecho proposiciones, y con las mismas palabras que a Ida. La institutriz había cedido, pero al cabo de poco tiempo él había dejado de hacerle caso. Cuando la institutriz explicó a sus padres lo ocurrido, estos le aconsejaron que dejara aquella casa.
Freud no se dio cuenta de que Ida le estaba diciendo con esa historia que, al contrario de las pretensiones de su analista —el cual, como la ruptura lo mostraría, se encontraba transferencialmente en la serie de las institutrices—, casarse con el Sr. K no constituía ninguna salida.
Ida salió de su última sesión identificada con la pregunta a la cual ni la más espesa enciclopedia puede dar respuesta y que no puede entrar en la serie de preguntas a las que llevó la interpretación de los sueños: ¿dónde está la cajita?, ¿dónde está la llave?, ¿dónde está la estación?, ¿dónde está el cementerio?, ¿dónde está la vagina? Todo se resume en la pregunta dirigida al saber universal de la enciclopedia: ¿dónde está el goce femenino? Tampoco el padre, muerto como es, o impotente, puede darle respuesta. Además, tal como señala Lacan en «Intervención sobre la transferencia»,8 Ida pudo mantener en silencio durante todo el tiempo de la cura las conversaciones sobre el amor que había mantenido con sus maestras, especialmente la suprema, la Sra. K. Nada sabemos entonces sobre el enigma de la transmisión entre mujeres.
Esa identificación con la pregunta, sostenida por una estructura fantasmática, permitió a Ida dejar a Freud sin tiempo para actuar.
Si intentamos reordenar esos elementos en el esquema R,9 tendremos, en la pantalla imaginaria a-a’, el despliegue del bosque de las identificaciones imaginarias de Ida: las ninfas, los ángeles y la certeza de «ser un hombre». Estas identificaciones pueden ser tomadas también como simbólicas en el eje I-M, coincidente con el anterior, que organiza el ideal con el deseo de la madre. El niño sostenido por la Virgen vale ahí como el ideal que surge de su pasado como su hermano Otto.
Cuando en el bosque el Sr. K enuncia la falta de una ninfa principal —aquella de la que Ida esperaba la solución del enigma—, cuando el Sr. K dice: «Mi mujer no cuenta nada para mí», surge, de la ley del deseo, del padre muerto, el bofetón. Es un discurso tan del Otro que es la propia Ida quien recibe el golpe bajo la forma de la hemicránea derecha, en espejo con el dolor sentido por el Sr. K.
Y, en el ángulo opuesto, al otro lado de la pantalla imaginaria, queda fijada una identificación simbólica con un nuevo signo de goce: el encantamiento en la contemplación de la Madonna como planteamiento de la pregunta: ¿dónde está la mujer? El Friedhof, el cementerio, se encuentra en oposición simétrica al Vorhof, la vagina. Después del bofetón, Ida puede ya preguntar: ¿dónde está? Eso, a Ida, le permite, a la salida de su análisis, ya no enloquecida, poner al Sr. K y a la Sra. K en su sitio, sin modificar nada. Lo que era su demanda primera.
Ida sorprendió, pues, a Freud dando a su síntoma una constitución fantasmática sólida, con lo que se anticipó al inconsciente. Lo hizo porque Freud no efectuó la adecuada presión transferencial sobre el tiempo, la que habría abierto el inconsciente. La cifra del inconsciente de Ida tomó entonces la consistencia del signo —el signo fundamental del enigma— y la defensa ganó la mano al desciframiento. El resultado terapéutico fue una curación del razonamiento paranoide, aquel según el cual ella era objeto de intercambio entre su padre y el Sr. K.

2

LAS MANIOBRAS DEL TENIENTE LANZER

Mucho de lo que sabemos sobre la estructura clínica de la neurosis obsesiva está escrito en la exposición que Freud hizo del caso llamado «el hombre de las ratas».1 De ese caso tenemos, además del artículo publicado por Freud, unas páginas de notas en las que recogió durante unos días el contenido de las primeras sesiones. En la década de 1980, un psicoanalista canadiense, Patrick J. Mahony, añadió al considerable material existente algunas investigaciones que ayudan a recomponer el relato de al menos el primer período del tratamiento y los días que lo precedieron.
Comenzamos desde un principio, cuando Ernst Lanzer —este es el nombre que Mahony le atribuye— se encuentra con una mirada cruel y un cuento terrorífico que sacuden su estabilidad emocional hasta el fundamento. Encuentra ahí una situación de crisis: el Otro pierde consistencia y el pasado vuelve como una forma inconsciente de causa para el presente. Guiado por su fantasma, el sujeto se precipita hacia ese punto en el que su cuerpo parece real. No hay nada de eso, se trata tan solo de una vacilación, pero suficiente para causar la presencia, si se da el caso, de un psicoanalista. Es lo que veremos en el caso, no sin un trayecto que, si bien el sujeto lo vive como fuera del tiempo o como una forma de locura, se encuentra luego bien reglado por una condensación. En el caso al que nos referimos aquí, es el tiempo que Ernst Lanzer tarda en convertirse en el «hombre de las ratas».

EL TENIENTE BISOÑO Y EL CAPITÁN FANFARRÓN

Empezaremos en agosto de 1907, en los Cárpatos, donde Ernst Lanzer cumplía su servicio militar. Tenía veintinueve años, era estudiante de Derecho y su estancia en el ejército respondía a unas milicias universitarias que se realizaban durante el verano, fuera del período lectivo. La compañía a la que pertenecía estaba a punto de terminar unas maniobras por el monte, con las que él pondría fin al tercer y último período de instrucción, del que saldría con el grado de teniente. Al cabo de dos días habría terminado su servicio militar.
En esa última pequeña marcha, durante el rancho de los oficiales y justo antes de reemprender el camino, el capitán Nemeczeck, un vienés de apellido checo que siempre le había resultado inquietante, charloteaba defendiendo el uso de castigos corporales entre la tropa. Hablaba para el grupo, pero sin duda tenía ganas de impresionar a aquellos jóvenes oficiales universitarios, muchachos bastante delicados, no como él, un militar profesional de pelo en pecho. Puesto ante aquella fanfarronada, el teniente Lanzer picó y empezó a contradecirle enérgicamente ante todo el grupo. La cosa quedó allí porque la tropa reemprendió la marcha. Cuando llegaron a un punto de descanso, el teniente Lanzer se sentó entre dos oficiales, uno de los cuales era el capitán Nemeczeck. Este aprovechó la ocasión para seguir irritando al bisoño teniente, y con este fin se puso a contar una historia de tortura.2 Probablemente el relato provenía de una novela erótica, El jardín de los suplicios, de Octave Mirbeau,3 en la que se leen unos párrafos muy similares al relato del capitán Nemeczeck. Los protagonistas visitan un jardín oriental donde se practican una serie de torturas, para las que quedaría fijada la denominación de «chinas», y que el autor describe con gusto. Una de ellas consiste en atar al condenado arrodillado en tierra con la espalda doblada. Frente al ano se sujeta una vasija que tiene un agujero en el fondo. Se mete en ella una rata grande y hambrienta. Por el otro agujero de la vasija se introduce un hierro candente, lo que provoca que la rata se abra paso a mordiscos por el lugar «innoble». La novela precisa que rata y paciente mueren en el suplicio. Observemos que el paciente de Freud transformó la rata en «ratas», con lo que las preparaba para ser contabilizadas. Pero el problema para Lanzer fue que, mientras escuchaba el relato, le venía a la imaginación que este suplicio era aplicado a algunas personas, sobre todo a la mujer con la que mantenía relaciones, la dama de sus amores, Gisela.4
Atolondrado por la tempestad imaginaria que vino a condensarse para él, al ponerse de pie se le cayeron las gafas que llevaba, de tipo pinza, unos quevedos. Como toda la tropa reemprendía la marcha, no pudo entretenerse a buscar las gafas. De algún modo, la verdad ...

Índice

  1. PREFACIO
  2. INTRODUCCIÓN POLÍTICA, ESTRATEGIA Y TÁCTICA.
  3. PRIMERA PARTE. RELATOS
  4. SEGUNDA PARTE. INVENCIONES
  5. TERCERA PARTE. RAZONES
  6. CUARTA PARTE. LO INHÓSPITO
  7. NOTAS