Viaje al centro de la tierra
eBook - ePub

Viaje al centro de la tierra

  1. 274 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Viaje al centro de la tierra

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

El desciframiento de una inscripción escrita por un alquimista islandés del siglo XVI, Arne saknussemm, le revela al profesor de minerología Otto Lidenbrock el camino para llegar al centro de la Tierra. En compañía de su sobrino Axel y del guía hans, decide emprender una fascinante expedición que, a través del cráter y la chimenea de un volcán extinguido, les ha de conducir a las entrañas de la Tierra.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Viaje al centro de la tierra de Julio Verne en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Clásicos. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
RBA Libros
Año
2014
ISBN
9788427206922
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

VIAJE AL CENTRO

DE LA TIERRA

I

Un domingo, el 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Lidenbrock, volvió precipitadamente a su modesta casa, número 19, de Königstrasse, una de las calles más viejas del antiguo distrito de Hamburgo.
La buena Marta creyó sin duda que aquel día se había retrasado mucho en sus funciones culinarias, pues apenas empezaba a hervir el puchero en el hornillo.
—Bueno —dije yo para mi capote—, si mi tío, que es el más importante de los hombres, llega con hambre, armará una tremolina.
—¿Ha venido ya el señor Lidenbrock? —exclamó la pobre Marta azorada, entreabriendo la puerta del comedor.
—Sí, Marta; pero la comida no falta a su deber no estando aún cocida, pues no son las dos. La media acaba de dar en este momento en San Miguel.
—¿Cómo, pues, ha vuelto ya el señor Lidenbrock?
—Él nos lo dirá, si quiere.
—¡Ahí está! Yo me escurro, señorito Axel, vos le haréis entrar en razón...
Y la buena Marta se metió en su laboratorio culinario.
Me quedé solo. Pero eso de hacer entrar en razón, como quería Marta, al más irascible de los profesores, era imposible para un carácter tan irresoluto como el mío.
Iba a retirarme prudentemente al cuartucho que se me había destinado en el último piso, cuando oí rechinar la puerta de la calle y crujir la escalera de madera bajo la presión de unos pies que debían de ser enormes. En seguida, el dueño de la casa, atravesando el comedor, se metió en su despacho.
Al pasar rápidamente, había dejado en un rincón su bastón de pesado puño, y en la mesa su ancho sombrero cepillado a contrapelo, y me dijo con voz sonora:
— ¡Axel, sígueme!
No había tenido aún tiempo de moverme, y ya el profesor me reconvenía por mi demora con acento de impaciencia frenética.
—¿Aún no estás aquí?
Corrí al despacho de mi terrible maestro.
Otto Lidenbrock no era un hombre malo, convengo en ello; pero como antes de morir no cambie mucho, lo que me parece improbable, morirá siendo el más terrible y original de todos los hombres.
Era profesor del Johannaeum, donde daba lecciones de mineralogía, encolerizándose una o dos veces en cada una de ellas. Y no se crea que le preocupase el deseo de tener discípulos aplicados, ni que diese importancia al grado de atención con que le escuchaban, ni que se cuidaba de la ciencia que les imbuía. Enseñaba subjetivamente, según la expresión de la filosofía alemana; enseñaba para él y no para sus discípulos. Era un sabio egoísta, un pozo de ciencia cuya garrucha rechinaba cuando de él se quería sacar algo; en una palabra, era un avaro.
En Alemania son bastante comunes los profesores de este género.
Mi tío, desgraciadamente, no estaba dotado de una gran facilidad de pronunciación, al menos cuando hablaba en público, lo que en un orador es un defecto lamentable. En sus demostraciones en el Johannaeum balbuceaba con frecuencia: luchaba contra una palabra recalcitrante que no quería deslizarse entre sus labios, contra una de esas palabras que se resisten, se hinchan y acaban por salir bajo la forma poco científica de una blasfemia. De aquí su cólera.
Y sabido es que en mineralogía hay denominaciones semigriegas y semilatinas difíciles de pronunciar, nombres rudos que desollarían los labios de un poeta. Estoy muy lejos de hablar mal de esta ciencia. Pero delante de las cristalizaciones romboédricas, de las resinas retinasfaltas, de las gelenitas, de las fangasitas, de los molibdatos de plomo, de los tungstatos de manganeso o alabandina y de los titoniatos de circona, permitido está a la lengua más suelta equivocarse y tropezar.
En la ciudad era conocido el disculpable achaque de mi tío, del cual se prevalían algunos malintencionados para divertirse a su costa en los pasajes peligrosos, lo que le sacaba de sus casillas, y su mismo furor aumentaba las risas, lo que es de muy mal gusto, hasta en Alemania. Y si bien había siempre una afluencia muy considerable de oyentes en la escuela de Lidenbrock, ¡cuántos asistían asiduamente a ella sin más objeto que el de burlarse de los arrebatos de cólera del profesor!
Como quiera que sea, no me cansaré de repetir que mi tío era un verdadero sabio. Aunque rompía algunos ejemplares mineralógicos por no tratarlos en sus ensayos con bastante delicadeza y mimo, unía al genio del geólogo el discernimiento del mineralogista. Con su martillo, su punzón, su aguja imantada, su soplete y su frasco de ácido nítrico se sentía muy fuerte. Por su manera de romperse, por su aspecto, por su dureza, por su fusibilidad, por su sonido, por su olor, por su sabor, clasificaba sin vacilar un mineral cualquiera entre las seiscientas especies que cuenta la ciencia actualmente.
Así, pues, el nombre de Lidenbrock gozaba de celebridad en los gimnasios y asociaciones nacionales. Los señores Humphry Davy, de Hunboldt, los capitanes Franklin y Sabine, al pasar por Hamburgo, no dejaban de hacerle una visita. Becquerel, Ebelmen, Brewster, Dumas, Milne-Edwards, Sainte-Claire-Deville, tenían gusto en consultarle acerca de las cuestiones químicas más palpitantes. La química le debió en realidad algunos buenos descubrimientos, y en 1853 apareció en Leipzig un Tratado de cristalografía trascendental en papel de marca mayor con láminas, que no llegó sin embargo a cubrir los gastos de impresión.
Añádase a lo dicho que mi tío era conservador de un museo mineralógico, perteneciente a Struve, embajador de Rusia, cuya preciosa colección era famosa entre todos los sabios de Europa.
Tal era el personaje que me llamaba con tanta impaciencia. Figuraos un hombre alto, flaco, con una constitución de hierro, una salud a toda prueba, y un rubio juvenil, que parecía quitarle diez años a los cincuenta de que no bajaba. Sus grandes ojos giraban incesantemente detrás de unas antiparras considerables, y su nariz larga y estrecha se asemejaba a una hoja afilada. Los que se divertían a sus expensas aseguraban que la tal nariz estaba imantada y atraía las limaduras de hierro. ¡Pura calumnia! Lo que atraía su nariz era rapé en abundancia para no faltar a la verdad.
Cuando haya añadido a todo lo dicho que cada zancada que daba mi tío pasaba matemáticamente de media toesa, y que al andar tenía los puños sólidamente cerrados, lo que indica un carácter impetuoso, se le conocerá lo suficiente para que nadie desee estar en su compañía.
Vivía en una casita de Königstrasse, en cuya construcción entraban por partes iguales la madera y los ladrillos, y tenía vistas a uno de esos canales tortuosos que se cruzan en medio del más antiguo cuartel de Hamburgo, respetado felizmente por el incendio de 1842.
Verdad es que la casa, que era ya vieja, estaba un poco torcida y amenazaba con su vientre a los transeúntes, llevando su techo algo caído hacia un lado como el casquete de un estudiante de Tugendbund. Algo dejaba que desear el aplomo de sus líneas, pero se mantenía firme por la intervención de un olmo secular en que se apoyaba la fachada, el cual al llegar la primavera se cubría de botones que se veían al trasluz de los vidrios de las ventanas.
Para lo que suele tener un profesor alemán, mi tío era bastante rico. La casa le pertenecía toda, continente y contenido. El contenido consistía principalmente en su ahijada Graüben, joven virlandesa de dieciocho años, Marta y yo. En doble calidad de sobrino y huérfano, pasé a ser su ayudante preparador en sus experimentos.
Confieso que excitaron mi entusiasmo las ciencias geológicas. Circulaba por mis venas sangre de mineralogista, y no me aburrí nunca en compañía de mis preciosos pedruscos.
En resumen, se podía vivir felizmente en la modesta casita de Königstrasse, no obstante el carácter impaciente de su propietario. No por tener éste maneras algo brutales dejaba de profesarme particular afecto. Pero era un hombre que no sabía aguardar, y apremiaba hasta a la Naturaleza.
En abril, cuando en las macetas de porcelana de su salón empezaba a brotar la reseda o el volubilis, todas las mañanas, sin faltar una, estiraba sus hojas para acelerar su crecimiento.
Con un ente tan original no me estaba permitida más que la obediencia. Entré, pues, corriendo en su despacho.
Otto Lidenbrock era el más original de los hombres.

II

El despacho era, propiamente hablando, un gabinete de mineralogía, un verdadero museo. En él se hallaban rotulados con el mayor orden, siguiendo las tres grandes divisiones de los minerales inflamables, metálicos y litoideos, ejemplares de todas las especies del reino mineral.
¡Cuán familiarmente los conocía yo todos! ¡Cuántas veces, en lugar de estar retozando con los muchachos de mi edad, me había entretenido quitando el polvo a aquellos grafitos, antracitas, hullas, lignitos y turbas! ¡Y los betunes, las resinas, las sales orgánicas que eran menester preservar hasta del menor átomo! ¡Y aquellos metales, desde el hierro hasta el oro, cuyo valor relativo desaparecía delante de la igualdad absoluta establecida en el reino de la ciencia! ¡Y todas aquellas piedras que hubieran bastado para reedificar la casita de Königstrasse, con una habitación más para mí, detalle que me hubiese venido a pedir de boca!
Pero al entrar en el despacho de mi tío, de lo que menos me acordaba yo era de aquellas maravillas. Mi tío absorbía todo mi pensamiento. Estaba como sepultado en su sillón con asiento y respaldo de terciopelo de Utrecht, teniendo en las manos un libro que contemplaba con la admiración más profunda.
—¡Qué libro! ¡Qué libro! —exclamaba.
Esta aclamación me recordó que mi tío Lidenbrock en sus ratos de ocio tenía sus pespuntes de bibliómano; pero ningún libro tenía valor para él si no era un ejemplar imposible de encontrar, o al menos imposible de leer.
—¿No lo ves? —me dijo—. ¿No lo ves? Es un tesoro inestimable con que he tropezado esta mañana huroneando por la tienda del judío Hevelius.
—¡Magnífico! —respondí yo con un entusiasmo parecido al que se llama de real orden.
En efecto, ¿a qué meter tanta bulla...

Índice

  1. VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA
  2. UN DRAMA EN MÉXICO
  3. DIEZ HORAS DE CAZA
  4. NOTAS