El diamante tan grande como el Ritz
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El diamante tan grande como el Ritz

  1. 30 páginas
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El diamante tan grande como el Ritz

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Información del libro

Poco después de la guerra de Secesión, un coronel empobrecido encuentra un diamante macizo. Lo mantiene en secreto y, explotándolo con inteligencia, se convierte en el hombre más rico del mundo. Retirado en el paraje recóndito que rodea su preciosa montaña, construye un palacio donde procrea en aislamiento y su progenie crece y se reproduce. Los pocos invitados que acceden al fortificado y diamantino reducto del clan Washington quedan condenados a no salir jamás salvo con los pies por delante por temor a que desvelen el secreto. Sin embargo, la tranquilidad se alborota cuando Percy Washington invita al joven John Unger, a pasar un lujoso verano en Montana. Unger, deslumbrado por tanta riqueza, conocerá el amor, la muerte y la decepción, experiencias que cambiarán radicalmente su vida. Aunque todo parece indicar que tampoco él se librará del cruel destino que le aguarda, a veces el destino tiene más facetas que el más grande de los diamantes...-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726521054
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

II.

El crepúsculo de Montana se extendía entre dos montañas como una moradura gigantesca de la que se derramaran sobre un cielo envenenado arterias oscuras. A una distancia inmensa, bajo el cielo, se agazapaba la aldea de Fish, diminuta, tétrica y olvidada. Vivían doce hombres, o eso se decía, en la aldea de Fish, doce almas sombrías e inexplicables que mamaban la leche escasa de las rocas casi literalmente desnudas sobre las que los había engendrado una misteriosa energía repobladora. Se habían convertido en una raza aparte, estos doce hombres de Fish, como una de esas especies surgidas de un remoto capricho de la naturaleza: una naturaleza que, tras pensárselo dos veces, los hubiera abandonado a la lucha y al exterminio.
Más allá de la moradura azul y negra, en la distancia, se deslizaba por la desolación del paisaje una larga fila de luces en movimiento, y los doce hombres de Fish se reunieron como espectros en la mísera estación para ver pasar el tren de las siete, el Expreso Transcontinental de Chicago. Seis veces al año, más o menos, el Expreso Transcontinental, por orden de alguna autoridad inconcebible, paraba en la aldea de Fish; cuando esto sucedía, descendían del tren uno o dos bultos, montaban en una calesa que siempre surgía del ocaso y se alejaban hacia el crepúsculo amoratado. La observación de este fenómeno ridículo y absurdo se había convertido en una especie de rito entre los hombres de Fish. Observar: eso era todo. No quedaba en ellos nada de esa cualidad vital que es la ilusión, necesaria para sorprenderse o pensar; si algo hubiera quedado, aquellas visitas misteriosas hubieran podido dar lugar a una religión. Pero los hombres de Fish estaban por encima de toda religión —los más descarnados y salvajes dogmas del cristianismo no hubieran podido arraigar en aquella roca estéril—, y en Fish no existían altar, sacerdote ni sacrificio; sólo, a las siete de la tarde, la reunión silenciosa en la estación miserable, una congregación de la que se elevaba una oración de tenue y anémica maravilla.
Aquella tarde de junio, el Gran Encargado de los Frenos, a quien, en caso de haber deificado a alguien, los hombres de Fish podrían haber elegido perfectamente su héroe celeste, había ordenado que el tren de las siete dejara en Fish su carga humana (o inhumana). A las siete y dos minutos Percy Washington y John T. Unger descendieron del expreso, pasaron de prisa ante los ojos embelesados, desmesurados, espantosos, de los doce hombres de Fish, montaron en una calesa que evidentemente había surgido de la nada y se alejaron.
Media hora más tarde, cuando el crepúsculo se coagulaba en la oscuridad, el negro silencioso que conducía la calesa gritó en dirección a un cuerpo opaco que les había salido al paso en las tinieblas. En respuesta al grito, proyectaron sobre ellos un disco luminoso que los miraba como un ojo maligno desde la noche insondable. Cuando estuvieron más cerca, John vio que era la luz trasera de un automóvil inmenso, el más grande y magnífico que había visto en su vida. La carrocería era de metal resplandeciente, más brillante que el níquel y más rutilante que la plata, y los tapacubos de las ruedas estaban adornados con figuras geométricas, iridiscentes, amarillas y verdes: John no se atrevió a preguntarse si eran de cristal o de piedras preciosas.
Dos negros, con libreas relucientes como las que se ven en los cortejos reales londinenses de las películas, esperaban firmes junto al coche, y, cuando los jóvenes bajaron de la calesa, los saludaron en una lengua que el invitado no pudo entender, pero que parecía ser una degeneración extrema del dialecto de los negros del Sur.
—Ven —le dijo Percy a su amigo, mientras colocaban las maletas en el techo de ébano de la limusina—. Siento que hayas tenido que hacer un viaje tan largo en la calesa, pero es preferible que no vean este coche los viajeros del tren y esos tipos de Fish dejados de la mano de Dios.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué coche!
Esta exclamación fue provocada por el interior del vehículo. John vio que la tapicería estaba formada por mil minúsculas piezas de seda, entretejidas con piedras preciosas y bordados, y montadas sobre un paño de oro. Los brazos de los asientos en los que los chicos se habían hundido voluptuosamente estaban cubiertos por una tela semejante al terciopelo, pero que parecía fabricada en los innumerables colores del extremo de las plumas de las avestruces.
—¡Vaya coche! —exclamó John una vez más, maravillado.
—¿Qué? ¿Esto? —Percy se echó a reír—. Pero si es sólo un trasto viejo que usamos como furgoneta.
Se deslizaban silenciosamente a través de la oscuridad hacia una abertura entre las dos montañas.
—Llegaremos dentro de hora y media —dijo Percy, mirando el reloj—. Será mejor que te diga que vas a ver cosas que no has visto nunca.
Si el coche era un indicio de lo que John iba a ver, estaba preparado para maravillarse. El primer mandamiento de la sencilla religión que impera en Hades ordena adorar y venerar las riquezas: si John no hubiera sentido ante ellas una radiante humildad, sus padres hubieran vuelto la cara, horrorizados por la blasfemia.
Habían llegado al paso entre las dos montañas, y en cuanto empezaron a atravesarlo el camino se hizo mucho más escabroso.
—Si la luz de la luna llegara hasta aquí, verías que estamos en un gran barranco —dijo Percy, intentado ver algo por la ventanilla Dijo unas palabras por el teléfono interior e inmediatamente el lacayo encendió un reflector y recorrió las colinas con un inmenso haz de luz.
—Rocas, ya ves. Un coche normal se haría pedazos en media hora. La verdad es que se necesitaría un tanque para viajar por aquí, si no conoces el camino. Habrás notado que vamos cuesta arriba.
Estaban subiendo, sí, y pocos minutos después el coche coronó una cima, desde donde vislumbraron a lo lejos una luna pálida que acababa de salir. El coche se paró de repente y, a su alrededor, tomaron forma numerosas figuras que salían de la oscuridad: también eran negros. Volvieron a saludar a los jóvenes en el mismo dialecto vagamente reconocible. Entonces los negros se pusieron manos a la obra: engancharon cuatro inmensos cables que caían de lo alto a los tapacubos de las ruedas llenos de joyas. Y, a la voz resonante de «¡Hey-yah!», John notó que el coche se elevaba del suelo, más y más, por encima de las rocas que lo flanqueaban, más y más alto, hasta que pudo divisar un valle ondulado, a la luz de la luna, que se extendía ante él en neto contraste con el tremedal de rocas que acababan de abandonar. Sólo a uno de los lados se veían aún rocas, y enseguida, de repente, no quedaron rocas, ni cerca de ellos ni en ninguna otra parte.
Era evidente que habían superado un inmenso saliente de piedra, como cortada a cuchillo, perpendicular en el aire. Y entonces empezaron a descender y por fin, con un choque suave, se posaron sobre un terreno llano.
—Lo peor ya ha pasado —dijo Percy, echando un vistazo por la ventana—. Sólo faltan ocho kilómetros, por nuestra carretera: es como una tapicería de adoquines. Todo es nuestro. Mi padre dice que aquí termina Estados Unidos.
—¿Estamos en Canadá?
—No. Estamos en las Montañas Rocosas. Pero estás ahora mismo en los únicos ocho kilómetros cuadrados del país que no aparecen en ningún registro.
—¿Por qué? ¿Se les ha olvidado?
—No —dijo Percy, sonriendo—. Han intentado hacerlo tres veces. La primera vez mi abuelo corrompió a un departamento completo del Registro Oficial de la Propiedad; la segunda, consiguió que cambiaran los mapas oficiales de Estados Unidos… Así retrasó quince años el asunto. La última vez fue más difícil. Mi padre se las arregló para que sus brújulas se encontraran en el mayor campo magnético que jamás ha sido creado artificialmente. Consiguió un equipo completo de instrumentos de planimetría y topografía levemente defectuosos, incapaces de registrar este territorio, y los sustituyó por los que iban a ser usados. Luego desvió un río y construyó en la ribera una aldea ficticia, para que la vieran y la confundieran con un pueblo del valle, quince kilómetros más arriba. Mi padre sólo le teme a una cosa —concluyó—: el único medio en el mundo capaz de descubrirnos.
—¿Cuál es?
Percy bajó la voz: su voz se convirtió en un murmullo.
—Los aviones —susurró—. Tenemos media docena de cañones antiaéreos, y nos las vamos arreglando; pero ya ha habido algunas muertes y muchos prisioneros. No es que eso nos preocupe a mi padre y a mí, ya sabes, pero mi madre y las chicas se asustan, y existe la posibilidad de que alguna vez no podamos solucionar el problema.
Fragmentos y jirones de chinchilla, nubes galantes en el cielo de verde luna, pasaban ante la luna como preciosos tejidos de Oriente exhibidos ante los ojos de algún kan tártaro. A John le parecía que era de día, y que veía aviadores que navegaban por el aire y dejaban caer una lluvia de folletos publicitarios y prospectos medicinales con mensajes de esperanza para los desesperados caseríos perdidos en la montaña. Le parecía que miraban a través de las nubes y veían… veían todo lo que había que ver allí adonde él se dirigía. ¿Qué pasaría entonces? Serían obligados a aterrizar por algún artefacto maligno, y encerrados entre muros lejos de los prospectos medicinales y publicitarios hasta el día del Juicio; o, en caso de burlar la trampa, los derribaría una rápida humareda y la terrible onda expansiva de la explosión de una granada, que asustaría a la madre y las hermanas de Percy. John negó con la cabeza y el fantasma de una sonrisa irónica se insinuó en sus labios entreabiertos. ¿Qué negocio desesperado se escondía en aquel lugar? ¿Qué astucia moral de algún excéntrico Creso? ¿Qué misterio dorado y terrible?
Las nubes de chinchilla se amontonaban a lo lejos y, fuera del automóvil, la noche de Montana era clara como el d...

Índice

  1. El diamante tan grande como el Ritz
  2. Copyright
  3. El diamante tan grande como el Ritz
  4. I.
  5. II.
  6. III.
  7. IV.
  8. V.
  9. VI.
  10. VII.
  11. VIII.
  12. IX.
  13. X.
  14. XI.
  15. Sobre El diamante tan grande como el Ritz
  16. Notes