Los enemigos de la mujer
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Los enemigos de la mujer

  1. 452 páginas
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Los enemigos de la mujer

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Información del libro

Los enemigos de la mujer es una novela de corte social y alegórico del autor Vicente Blasco Ibáñez. La historia se articula en torno a una aristócrata que decide refugiarse en Montecarlo en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial, en un intento por escapar a los horrores del conflicto. Pronto chocará de frente con un príncipe ruso que pretende crear un sistema gubernamental que excluya por completo a las mujeres.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726509373
Categoría
Literature
Categoría
Classics

IX

Spadoni, después de saludar á Novoa en la plaza del Casino, habló de los ensueños que agitaban sus noches y de sus decepciones al despertar.
— Usted tiene la culpa, profesor. Cuando estábamos juntos en Villa-Sirena, yo escuchaba esas cosas tan interesantes que usted sabe y luego me dormía en paz. Ahora no encuentro allá con quién conversar. El príncipe y Castro se muestran de un humor insufrible; a penas hablan y no se acuerdan de mí. Yo llevo, como usted dice, una«vida interior», siempre á solas con mis pensamientos, y cuando paso allá la noche, duermo mal, sufro de ensueños, muy hermosos al principio, pero luego muy tristes. ¡Ay, qué buenas veladas las nuestras, cuando hablábamos de cosas científicas!
Novoa sonrió. Para el músico, el juego y sus misterios eran cosas científicas. Todas las paradojas que él se había gozado en exponerle las guardaba en su memoria como verdades indiscutibles. Intentó atajarlo en su manía, para pedirle noticias del príncipe, pero Spadoni continuó:
— El sueño de anoche fué horrible, y sin embargo no pudo empezar mejor. Yo poseía el secreto de los errores infinitesimales; había dominado las leyes ocultas del azar, y era el rey del mundo. Tenía un tren especial, compuesto de vagón-alcoba, vagón-salón, vagón comedor, vagón-piscina, ¡qué sé yo cuántos vagones lujosos! un verdadero palacio rodante que me esperaba en las estaciones, sin que la máquina cesase de echar vapor, pronta á partir en cualquier momento. Me apeaba de mi tren en todas las ciudades célebres por sus juegos, como el que baja de su automóvil. Al verme llegar temblaban los dueños de los Casinos, los empleados y hasta las mesas verdes.«¡Viva el vengador!», gritaban en el atrio los que habían perdido su dinero. Pero yo pasaba adelante, impasible como un dios, sin hacer caso de estas ovaciones de la canalla. ¡Figúrese usted lo que le costaría ganar al poseedor del secreto de los errores infinitesimales! Mis doce secretarios colocaban en las diversas mesas un millón ó dos, siguiendo mis instrucciones. «Empiece el juego.»Yo me paseaba como Napoleón, dando órdenes á mis mariscales. A la media hora, la caja se declaraba en quiebra y el Casino en bancarrota.«¡Se va á cerrar!», gritaban los empleados, como en una iglesia cuando termina el culto. Y á la salida, los mismos hambrones que me habían aclamado se arrojaban contra los valientes de mi escolta, pretendiendo matarme, con repentino odio. Les había cerrado el lugar donde estaba sepultada su fortuna. Ya no podrían volver al día siguiente á perder más dinero con la ilusión del desquite. Me llevaba su esperanza.
— Exacto—dijo Novoa.
— También tenía un yate, más grande que el del príncipe Lubimoff; algo así como un acorazado de primera clase. Lo necesitaba para todo mi séquito: los secretarios, la compañía de bravos encargada de defenderme, y un sinnúmero de aburridos que, encontrando muy interesante mi persona, me seguían por todo el planeta, como aquel misántropo que seguía á un domador de ciudad en ciudad, esperando que sus fieras lo devorasen. Ya no quedaba funcionando en Europa ningún Casino: el de San Sebastián lo habían dedicado á convento; el de Ostende servía de laboratorio para nuevos cultivos de ostras; en todas las poblaciones de baños de mar ó de aguas medicinales, las gentes sólo se preocupaban del cuidado de su salud, y cuando querían distraerse jugaban en los paseos á la rayuela y á otros juegos de niños. Yo viajaba mientras tanto por América y Oceanía, haciendo quebrar una tras otra todas las grandes casas de juego. Los periodistas me seguían, formando un segundo séquito más numeroso que el mío. Los diarios, el cable, las agencias telegráficas, me anunciaban con una anticipación ruidosa. «¡Va á llegar el invencible Spadoni!» Y las empresas de juego, considerando su muerte próxima, hacían dinero con su agonía, vendiendo asientos á precios fabulosos á todos los que deseaban presenciar mi triunfo. En los Estados Unidos, un rey de no sé qué artículo daba cien mil dólares por una silla, para seguir de cerca mi juego irresistible. Jamás se pagó tanto por ver los pelos de un concertista ó los brillantes de una tiple.
— ¿Y Monte-Carlo?—preguntó Novoa, interesado por estos delirios del jugador.
— A él llegamos. Lo había guardado para el final, pensando en el dinero que dejé aquí. Cuanto más engordase la víctima, mejor sería mi venganza. ¡El negocio que hizo Monte-Carlo!... Como no quedaba juego en el mundo, todos los jugadores acudían á este país. La ciudad se había dilatado, llegando hasta las cumbres de los Alpes; los cuarenta millones que ganaba el Casino en los años buenos, eran ahora cuatro mil. Los accionistas se casaban con personas de sangre real: dos reyes de los Balkanes se hacían la guerra, disputándose la mano de una hija del cuarto vicepresidente de la sociedad explotadora. El equilibrio europeo estaba en peligro: las grandes potencias soñaban con anexionarse á Mónaco en nombre de los intereses históricos y de los derechos étnicos, pues todas ellas habían tenido y tenían numerosas gentes de su raza viviendo en este pedazo de tierra... Pero de pronto llegaba el invencible.
Spadoni, como si aún estuviese soñando, miró el Casino, la plaza, la entrada de las terrazas, el arranque de la avenida que desciende al puerto. Lo veía todo, tal vez lo mismo que en su imaginación.
— ¡Qué de gente! Desde medio año antes no se hablaba en el planeta de otra cosa.«¿Irá?»«¿No irá»La Agencia Cook había anunciado en todos los países un viaje económico en caravana para presenciar este acontecimiento mundial. El P. L. M. daba billetes de ida y vuelta á precios reducidos, y todo París estaba aquí. Los dueños de hoteles y restaurants, por agradecimiento, colgaban mi retrato en el lugar más visible de sus comedores, siempre repletos. Los diarios publicaban mi biografía, y al hablar de mis riquezas se veían obligados á romper sus columnas, colocando una línea de ceros á todo lo ancho de la página, y aun así, les faltaba espacio. Había olvidado decirle que me vi en la necesidad de fundar un Banco, sólo para mis tesoros. Y siempre que el Banco de Londres ó el Banco de Francia se veían en un apuro, me enviaban atentas cartitas para que los sacase del atolladero.
Novoa rió de la sencillez con que el pianista contaba sus grandezas. Parecía obsesionado aún por su ensueño.
— Mi yate tuvo que fondear fuera del puerto, entre otros buques. Había muchos trasatlánticos: cuatro de los Estados Unidos, uno del Japón, otro de la América del Sur, varios de Australia y Nueva Zelanda, todos con viajeros llegados del otro hemisferio para ver á Spadoni. Después de saludar con veintiún cañonazos á Mónaco, salté á tierra entre los ¡hurras! de los marinos extranjeros Usted comprenderá que un hombre como yo no podía llegar al Casino vulgarmente sentado en un automóvil. ¡Quién no tiene automóvil!... En el desembarcadero esperaba un simple cochecito de un solo asiento, que iba á guiar yo mismo. Pero este cochecito, de ruedas doradas, era tirado por seis mujeres, por seis hermosas mujeres, todas ellas célebres, y cuyos retratos figuraban lo mismo en los grandes diarios ilustrados que en los frascos de esencias ó en las cajas de fósforos.
El profesor extremó su regocijo. Notaba la satisfacción con que el pianista insistía en este detalle de su entrada triunfal. El envilecimiento de las seis mujeres elegantes y famosas parecía halagar su misoginismo. Hablaba con una expresión fríamente vengativa, como si presenciase la abyección de su mayor enemigo.
— Fué asunto de precio: yo no iba á regatear por millón más ó menos. Lo único que me ocasionó disgustos fué escoger entre varios miles de hermosas solicitantes. Tuve que arrostrar la enemistad de grandes directores de teatro, de hombres de negocios, de ministros, que me recomendaban á sus protegidas. Hasta un monarca me retiró el título de duque que acababa de darme, porque rechacé á su amiga predilecta... Las seis vestían los últimos modelos de la ruede la Paix. Los reporteros, kodak en mano, sacaban instantáneas de lo que iba á ser la última moda. Además, sus arneses estaban cubiertos de perlas, de brillantes, de toda clase de pedrería rica, y cuidaban muy bien de no estropearlos, sabiendo que al final de su trote se los podrían llevar como un recuerdo. Yo tenía un gran látigo para arrearlas: un látigo de flores. Hay que ser galante con las damas...
Sonrió irónicamente. Novoa volvió á ver su expresión rencorosa de misógino.
— Pero por dentro era de acero trenzado, y dejándolo caer sobre mi hermoso tiro, nos pusimos en marcha. ¡Lo que tardamos en remontar esa cuesta á través de la muchedumbre! Los extranjeros me aclamaban. Se oía como un interminable abejorreo el crujido de las máquinas fotográficas. Todos querían llevarse la imagen del rey del mundo. Reconocí por sus caras tristes á los vecinos de la ciudad. Los hombres me imploraban con los ojos, como pobres cautivos; las mujeres me enseñaban sus pequeñuelos; los ancianos se ponían de rodillas. Yo era el vencedor que, al arruinar el Casino, talaba su patria, condenándolos á la miseria... Esta plaza estaba negra de gente. Al bajar de mi vehículo vi la escalinata del Casino ocupada por un cortejo grandioso. Delante, monsieur Blanc; luego, su Estado Mayor de consejeros, primeros accionistas, inspectores, y la corporación entera de los croupiers, todos vestidos de negro, con amplios chaqués de alpaca de corte fúnebre. En último término, gente conocida, cuya presencia me podía conmover... Para hacerme recordar que yo había sido un simple pianista, aquí me aguardaban, batuta en mano, los directores de los conciertos y de la ópera; los profesores de la orquesta con sus instrumentos; los cantantes espada al cinto ó arrastrando colas femeniles, todos pintados y con peluca; las muchachas del cuerpo de baile con piernas de fresa pálida y gasas horizontales en el talle... Estaban prontos á gemir, previamente aleccionados por la empresa.
— Una palabra, señor Spadoni.
Era monsieur Blanc que me llevó aparte, entregándome un pequeño papel.
— Guárdeselo y no entre.
Miré el papel: un cheque de un millón. ¡Puá! ¿Qué puede hacer un hombre con un millón?... Y al ver que lo arrugaba, tirándolo al suelo, el dueño del Casino me dió otro papel.
— Tome cinco y váyase.
Como tampoco me conmoví, fué sacando cheques de todos los bolsillos: diez millones, quince... cuarenta...
Mis doce ministros avanzaban con sus grandes carteras llenas de billetes; mi escolta me abría paso entre el gentío implorante de la escalinata; mis caballos se impacientaban, relinchando y coceando al darse cuenta de que algunos inteligentes se habían aprovechado de la aglomeración para manosear sus corvejones y sus ancas.
— Otra palabra, señor Spadoni: la última. Haremos una revolución, destronaremos á Alberto y le daremos á usted la corona de Mónaco. Puede casarse, si le place, con la hija de un emperador: el dinero lo arregla todo. Nosotros lo tenemos, usted lo tiene...
— ¡He dicho que no! Lo que yo deseo es entrar en el Casino para hacerlo quebrar y llevarme las llaves.
Esta amenaza le arrancó la suprema concesión.
— Será usted mi socio; le daré el cincuenta por ciento de las ganancias... ¿No quiere?... Sea el setenta y cinco.
Al ver que yo seguía avanzando escalinata arriba sin escucharle, se llevó un silbato á la boca. Su cara fué la de Sansón agarrándose á las columnas del templo. ¡Antes morir, que ver quebrada su casa! Sonó un estallido formidable, como si se rasgase el mundo. Habían minado con todos los explosivos sobrantes de la guerra el Casino, la plaza, la ciudad. Yo subí, aturdido, hasta las nubes, pero pude ver cómo desaparecía Monte-Carlo y hasta el peñón de Mónaco, ocupando el mar, con una ola gigantesca, el sitio de las tierras desaparecidas. Y cuando volví á caer...
— Despertó usted—dijo Novoa.
— Sí; desperté al pie de mi cama, y oí la voz de Castro en el pasillo insultándome por haber cortado su sueño con mis gritos. No ría usted, profesor. Es muy triste soñar esas grandezas, como si uno las estuviese tocando, y verse hoy tan pobre como ayer, tan pobre como siempre, y además con una mala suerte tenaz.
La pobreza y la mala suerte de Spadoni hicieron protestar á Novoa. Aún se acordaban muchos de su fortuna asombrosa como banquero en el Sporting-Club. Era una noche histórica. Además, sabía por Valeria que la duquesa le había hecho un buen regalo.
— ¡Incomparable duquesa!—dijo con entusiasmo el pianista—. Siempre gran señora. La pobre, en medio de su desesperación, se acordó de mí.«Tome usted, Spadoni, y que tenga mucha suerte.»Me regaló veinte mil francos. Si le pido cien mil, me los da lo mismo. ¡Y que sea tan desgraciada!...
Ante los ojos interrogantes del profesor, continuó:
— Pues bien; de los veinte mil no quedan ni cien.
Corrió en la misma noche al Sporting para repetir sus hazañas. Nunca se había visto con tanto capital, ni á la vuelta de su viaje de concertista por la América del Sur. El terrible griego estaba allí, y á pesar de la admiración que Spadoni tributaba á su gloria, lo trató con implacable hostilidad.«¡Banco!», dijo al verle en su silla de banquero, con quince mil francos delante. Y al presentar sus cartas«abatió nueve», mientras el pobre Spadoni sólo tenía cinco. ¡Adiós los quince mil! Con el resto se había defendido unos cuantos días como simple «punto», y ya no era mas que un recuerdo la generosa dádiva de la duquesa.
— ¡Si ella quisiera volver al trabajo! Estoy convencido de que yo sería otra vez el de aquella noche, teniéndola detrás de mí. Pero ¿quién se atreve á hablarle del juego?
Los dos lamentaron la desgracia de Alicia. Desde el día en que llegó el telegrama dándole cuenta de la muerte de su protegido, era otra mujer. Spadoni atribuía á un exceso de buen corazón este dolor tan vehemente por un joven soldado que no pertenecía á su familia. El profesor aprobó, pero con un aire enigmático. En la explosión de su dolor, debía habérsele escapado á Alicia una parte de su secreto delante de Valeria y ésta se lo habría hecho saber á Novoa.
Luego hablaron del aislamiento en que vivía la duquesa.
— Hace un mes que nadie la ve—dijo Spadoni—. Las gentes empiezan á olvidarse de ella; muchos creen que se ha marchado. Monte-Carlo es así: muy chico para los que van al Casino y se rozan á todas horas; enorme, como una gran capital, para los que no se acercan á las salas de juego... El príncipe me pregunta por ella muchas veces. Parece que no ha conseguido verla después de la tarde del telegrama.
Novoa recobró su gesto enigmático al oir el nombre de Lubimoff. Sabía por Valeria que había ido repetidas veces á Villa-Rosa, sin conseguir que su dueña lo recibiese. Es más; la duquesa se estremecía de miedo ante esta visita.«No quiero verle; di siempre que no estoy.» Don Marcos había sufrido la misma suerte, teniendo que entregar su tarjeta, unas veces á la confidenta de la duquesa y otras al jardinero. Varias cartas del príncipe habían quedado sin contestación. Alicia mostraba la firme voluntad de no ver á su pariente, como si su presencia pudiera hacer más vivo aquel dolor que la tenía alejada del mundo.
Spadoni, ignorante de todo esto, persistió en sus elogios á la duquesa.
— ¡Hermoso corazón! Necesita siempre cerca de ella un desgraciado á quien proteger. Después de la muerte de su aviador, parece sentir un gran afecto por ese teniente de la Legión extranjera, ese español tan enfermo, que tal vez morirá el día menos pensado, lo mismo que el otro. Pasa los días en Villa-Rosa; allí almuerza y come, y si la duquesa da algún paseo por la montaña, siempre es con él. ¡Sólo le falta dormir en la casa!... Cuando tarda en presentarse, ella envía inmediatamente un recado al hotel de los oficiales.
El profesor se mantuvo silencioso, pero reconoció en su interior la exactitud de lo que contaba Spadoni. Lo mismo le decía Valeria. Aquel Martínez estaba á todas horas en Villa-Rosa, muchas veces contra su deseo. La duquesa necesitaba su presencia, y eso que al verle prorrumpía en lágrimas y sollozos. Pero el pobre muchacho, con una sumisión admirativa, la acompañaba en su voluntaria soledad, profundamente agradecido de que tan gran dama se interesase por él.
— Doña Clorinda es la que debe estar furiosa—continuó el pianista, con la alegría maligna que le inspiraban las rivalidades entre mujeres—. Ya no tiene ninguna influencia sobre Martínez, á pesar de que fué ella la que lo descubrió. Se lo ha arrebatado la otra. Pasan semanas sin que«la Generala»vea á su teniente; creo que ya ha renunciado á él. Se queja de su antigua amiga por este acaparamiento, que considera peligroso. Hasta me han dicho que la acusa de coquetear con el pobre muchacho, de excitar su admiración, y de otras cosas peores. ¡Un absurdo, profesor! Las mujeres son terribles en sus odios. Figúrese usted: ese pobre oficial que es casi un muerto...
Novoa se mantuvo silencioso para que el pianista no continuara hablando. Temía que dijese algo terrible al repetir las murmuraciones de la otra dama, con su alegría rencorosa de misógino. El, por sus r...

Índice

  1. Los enemigos de la mujer
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  3. OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR
  4. I
  5. II
  6. III
  7. IV
  8. V
  9. VI
  10. VII
  11. VIII
  12. IX
  13. X
  14. XI
  15. XII
  16. SobreLos enemigos de la mujer