La felicidad de la familia
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La felicidad de la familia

Ocho cuentos de Osamu Dazai

  1. 192 páginas
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La felicidad de la familia

Ocho cuentos de Osamu Dazai

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Más allá de su fama deenfant terribley de su marcada inclinación por el suicidio, Osamu Dazai (1909-1948) es sin ninguna duda uno de los máximos exponentes de la moderna literatura japonesa. A contracorriente siempre de las normas preestablecidas en una sociedad tan rígida y conservadora como la japonesa, Dazai se convirtió, a pesar de su origen aristocrático, en un auténtico paria. Su existencia estuvo signada por la vergüenza, la perplejidad, el tormento y la ansiedad, lo que, paradójicamente, lo ha convertido en un perdurable icono de la rebeldía para muchas generaciones de jóvenes japoneses.Comparte con su maestro, el genial Ryunosuke Akutagawa, la predilección por las formas breves y unas magníficas dotes como cuentista. Se estima que escribió alrededor de doscientos relatos, muchos de ellos magníficos, como los que, traducidos directamente del japonés, ofrecemos en la presente antología.Osamu Dazai experimenta, con maestría, las más variadas técnicas narrativas, muchas de ellas deudoras de la literatura occidental, pero de sus cuentos perduran sobre todo su personal aliento poético y la crudeza de su temática existencial, arraigada en lo más profundo de la tradición japonesa. El humor como elemento liberador, la compasión en los momentos límites, los sueños e inseguridades de los adolescentes, la resignación y el apego a la vida, las crueles secuelas de la guerra o los conflictos de una sociedad en crisis están presentes en estos ocho magníficos relatos que, a menudo protagonizados por el propio Dazai, demuestran un profundo conocimiento de la condición humana.

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Información

Editorial
Candaya
Año
2020
ISBN
9788415934998
Categoría
Literature
Categoría
Poetry

La estudiante

Es increíble la sensación que experimento al despertar por la mañana. Se parece a lo que siento cuando juego al escondite. Me oculto dentro del oscuro clóset, agachada y quieta. De pronto, Deko abre la puerta corrediza. La luz del sol alumbra enseguida, al tiempo que Deko dice en voz alta: “¡Te encontré!”. Ese deslumbramiento. Ese lapso delicioso mientras el pecho me palpita a mil por hora y me arreglo la parte delantera del kimono. Ese momento en que salgo con fingida timidez del clóset y siento de súbito como una especie de rabia. Ese sentimiento es similar al despertar. No, no lo es. Es otro tipo de decepción. Es parecido al momento en que abro una caja y dentro hay una más chica, luego hay otra más pequeña y al abrirla hay de nuevo otra cajita. La abro de nuevo. Abro siete, ocho y al final aparece una diminuta caja del tamaño de un dado. Abro ésta con cuidado y dentro no hay nada. Sólo el vacío. Esa impresión se acerca más a lo que comencé a decir antes. Mentimos al afirmar que abrimos de inmediato los ojos al despertar. En mi caso, por ejemplo, al comienzo veo todo turbio, turbio, luego me hundo en una especie de sustancia viscosa, y poco a poco emerjo a la superficie. Finalmente, voy cediendo y me despierto. Siento que las mañanas son insoportables. Brotan de mi pecho muchas y muchas cosas. Intolerables. No las aguanto, juro que no las aguanto. Son las partes más horribles de mí. Mis piernas están exhaustas y ya no quiero hacer nada. ¿Será porque no he dormido profundamente? Eso de que las mañanas son saludables, es una falacia. Las mañanas son grises. Siempre y siempre iguales. No tienes idea de lo anárquicas que pueden ser. Dentro de mi lecho, al despertar, me siento siempre pesimista. Deprimida. Sólo veo cosas horribles que me producen un profundo arrepentimiento. Permanezco quieta, como tiesa y por un momento mi pecho se cierra y me retuerzo.
Las mañanas son horribles.
–Papá –lo llamo en silencio. Me levanto feliz, pero con algo de vergüenza y rápidamente recojo el futón. Dije ¡aúpa! en el momento de recogerlo. Me di cuenta al instante. Hasta ese momento no había pensado que pudiera pronunciar una palabra tan prosaica como “aúpa”. Eso lo suelen decir las ancianas. ¡Qué asco! ¿Por qué me habría salido una expresión así de ramplona? Parece que en alguna parte de mi cuerpo se oculta una condenada anciana. ¡Qué vergüenza! Tendré que andar con cuidado de ahora en adelante. Es como si caminara todo el tiempo de una manera vulgar, haciendo sentir mal a la gente, y de pronto soy yo misma la que se da cuenta de eso. Me he deprimido mucho.
Por la mañana siempre desconfío de mí misma. Me siento frente al espejo, vestida con mi camisón. Al fijar la vista en el espejo, sin mis lentes puestos, veo con calma que mi rostro está un poco borroso. Lo que más odio de mi rostro es tener que usar lentes, pero aun así poseen algunas cualidades que las demás personas no tienen por qué saber. Me gusta quitármelos y mirar a lo lejos. Todo se percibe borroso, me siento como en un sueño, como si estuviera contemplando un calidoscopio, es magnífico. No se ve nada sucio. Sólo se destacan las cosas grandes y los colores fuertes se distinguen con frescura, sólo entran a mis ojos las luces. También me agrada quitarme los lentes y mirar a las personas. Veo las caras de mis semejantes, todas cándidas, bellas, sonrientes. Además, pienso que, cuando no los llevo puestos, jamás reñiría con la gente, ni siquiera diría malas palabras. Simplemente, permanezco callada y mirando como una tontita. Y al pensar que la gente me verá en ese momento como una buena persona, me siento aliviada, me dan ganas de dejarme mimar. Mi alma se vuelve tenue y candorosa…
Los lentes… si me los pongo, desaparece la forma de mi cara. Obstruyen todas las expresiones que brotan de ella: lo romántico, la belleza, lo agitado, las debilidades, la inocencia, la tristeza. Además, aunque se trate de una cosa graciosa, tampoco podemos charlar con la mirada.
Los lentes son como fantasmas.
Dado que siempre me odio cuando tengo puestos los lentes, pienso que lo más hermoso de mi cuerpo son mis ojos. Aunque no tuviera nariz, aunque mi boca permaneciera oculta, al ver mis ojos me lleno de contento. Si yo tuviera unos ojos que me hicieran vivir una vida hermosa, estaría satisfecha. Sin embargo, la única virtud de mis ojos es que son grandes, no hay remedio. Al mirarlos fijamente, me siento desencantada. Hasta mi madre dice que son aburridos. Como dicen por ahí, son ojos sin luz. Me decepcionan. Son así. Nada que hacer. ¡Qué calamidad! Cada vez que me veo en el espejo, pienso que quisiera tener ojos transparentes. Que fueran como un lago azul. Unos ojos que contemplaran un cielo enorme mientras permanezco acostada en la verde pradera. Ver a veces pasar una nube. Contemplar con nitidez hasta la sombra de los pájaros. Quisiera encontrarme con muchas personas que tengan bellos ojos.
Desde esta mañana es mayo, tan solo de pensarlo me siento un poco exaltada. La verdad, estoy feliz. Pienso que ya el verano se acerca. Al salir al jardín, mi mirada se fija en las flores de las fresas. Es extraño el hecho de que mi padre haya muerto. Es complicado comprender que alguien al morir desaparezca. Es difícil de entender. Siento nostalgia por mi hermana mayor, por las personas con las que rompí nuestra amistad, por las que hace tiempo que no he vuelto a ver. Pero la mañana es algo que pertenece al pasado, las personas con las que he soñado tienen ya un olor a arroz cocido, los recuerdos se impregnan con ese aroma, no lo soporto.
Japi y Pob (como es un perro triste e infeliz lo llamo Pob) llegan corriendo, entrecruzándose. Los pongo en fila, pero resulta evidente que Japi es mi consentido. Su blanca pelambre relumbra como el sol. Pob siempre está sucio. Mientras acaricio a Japi sé que Pob pone cara de llanto. También sé que se siente maltratado. Es tan triste que no lo soporto. Como es tan pobre y desdichado, no lo puedo aguantar, y es por eso que le hago maldades adrede. Pob tiene todo el aspecto de un perro callejero, no sabemos cuándo se lo llevará el cazador de perros. Como tiene una pata lisiada, probablemente intentará huir lentamente. ¡Vete rápido hacia lo más profundo de las montañas! A ti nadie te va a querer, deberías morirte lo antes posible. Soy alguien que no sólo le hace cosas dañinas a Pob sino también a las personas. Las pongo en aprietos, las provoco. En serio, soy una chica desagradable. Me siento en la veranda mientras acaricio la cabeza de Japi y contemplo las hojas verdes que entran en mi ángulo de visión. Mis sentimientos desaparecen, siento deseos de tirarme al suelo.
Me dan ganas de llorar. Aspiro profundamente y hago que mis ojos enrojezcan. Pensé que me saldrían algunas lágrimas. Lo intenté pero fue inútil. A lo mejor me he convertido en una mujer sin lágrimas.
Desisto y comienzo a limpiar mi cuarto. Mientras limpio, canto “Okichi, el chino”. Miro un momento a mi alrededor. Normalmente estoy absorta en Mozart o en Bach, pero me parece gracioso que haya cantado esa canción. Ahora, cuando recojo el futón digo ¡aúpa! y al tiempo que continúo limpiando no dejo de cantar “Okichi, el chino”, ya no tengo remedio. Si sigo así, no sé que vulgaridad diré cuando duerma, me aflige nada más pensarlo. Pero, no sé, de pronto me ha dado por reír, dejo de barrer, aparto la escoba y río a solas.
Me pongo la ropa interior nueva que terminé de coser ayer. En la parte correspondiente al pecho bordé una pequeña rosa blanca. Cuando me vista, no se verá este encaje. Nadie podrá saberlo. Me siento orgullosa.
Mamá salió temprano esta mañana. Estaba ocupada preparando el compromiso matrimonial de quién sabe quién. Desde que yo era una niña pequeña he visto cómo se esfuerza por ayudar a las personas, ya estoy acostumbrada, pero no dejo de sorprenderme al observarla afanándose de aquí para allá. Estoy muy impresionada. Papá estaba todo el tiempo estudiando y mi madre tenía que hacer también de papá. Él se mantenía alejado de la vida social, pero mamá organizaba reuniones que daban gusto, con las personas que quería. Los dos tenían temperamentos diferentes, pero parecía que se respetaban mutuamente. Formaban una bella y apacible pareja, no existía nada deplorable entre ellos. Soy una insolente, una insolente.
Me quedé sentada, como embobaba, viendo el bosquecillo de enfrente mientras se calentaba la sopa de miso. Siento que desde hace mucho tiempo repito esta costumbre de estar sentada en la puerta de la casa en la misma posición y pensando lo mismo, viendo el mismo bosquecillo. Incluso, llegué a sentir que esta costumbre perduraría en el futuro. Que podía estar repitiendo ese acto en el pasado, en el presente y en el futuro. Este tipo de cosas me ocurren a menudo. Estoy sentada en mi cuarto hablando con alguien. Mis ojos se fijan en la esquina de la mesa y permanecen así sin moverse. Mis labios sí se mueven al ritmo de la conversación. En esos momentos experimento una extraña ilusión óptica. No me acuerdo cuándo ocurrió esta situación por primera vez. Pero después, mientras hablaba acerca de las mismas cosas, también me quedé mirando la esquina de la mesa. Siento que en el futuro me ocurrirá algo similar. No importa si estaré caminando por algún sendero en una provincia lejana, con seguridad recordaré haber pasado por ahí. No importa si en el camino arranco la hoja de una habichuela, pues sabré que en el pasado hice algo similar. Y en el futuro caminaré y caminaré y continuaré arrancando hojas de habichuela, de eso estoy segura. Asimismo, me ha ocurrido lo siguiente. Un día estaba metida en la bañera y de pronto vi una mano. De ahora en adelante, aunque pasen muchos años, cuando esté dentro de una bañera me acordaré seguramente de haber visto abruptamente una mano. Eso es lo que pienso ahora. Nada más de pensarlo, me deprimo. De la misma manera, una tarde cuando estaba vaciando arroz en un tazón de madera, aunque parezca exagerado decir que estaba inspirada, sentí que algo pasaba recorriendo velozmente mi cuerpo. ¿Cómo decirlo? Quisiera decir que fue como una especie de parálisis del entendimiento, pues eso fue lo que me sobrevino. Mi pecho y mi cabeza, todas las partes de mi cuerpo se volvieron invisibles, sentí que podía seguir viviendo con la serenidad de una nube. Permanecí callada, sin hacer ningún ruido, me sentía flexible como una rama de bambú, sentía que me había transformado en una ola bella y ligera. Nada de lo que experimentaba en ese momento tenía relación con la trascendencia o con lo que se conoce como metafísica. Pensaba que la idea de vivir como un gato ladrón, que se mueve subrepticiamente en silencio total, era una soberana tontería, algo horrible de verdad. ¿Será que si me siguen invadiendo este tipo de sentimientos me convertiré en una posesa, poseída por la divinidad? En Cristo, pero un Cristo femenino. Eso es una insolencia.
Sin embargo, como dispongo de mucho tiempo libre y no tengo por qué preocuparme de mi manutención, a diario, al andar por ahí como una tonta, pienso que esas cosas salen a la superficie de la mente como rostros de fantasmas.
Desayuno sola en el comedor. Es la primera vez en este año que como pepinos. Del verde de los pepinos surge el verano. El sabor amargo de los pepinos de mayo hace sentir mi pecho vacío, me hace sentir como en el Infierno, me invade una tristeza repentina. Cuando como sola en el comedor, me dan unas ganas locas de salir de viaje. Quiero subirme a un tren. Leer un diario. Aparece entonces la foto del primer ministro Konoe. ¿El señor Konoe es un hombre apuesto? A mí no me gusta ese rostro. El problema está en la frente. La sección más divertida de los diarios es aquella donde se reseñan libros. ¿Cobrarán cien, o acaso doscientos yenes, por publicar una palabra o una frase? Todos se esfuerzan. Por cada palabra, por cada verso, se rompen la cabeza a fin de lograr el máximo de ganancia. Son admirables, como si los hubieran exprimido. Deben de ser pocos los textos de este mundo que cuesten tanto dinero. Saberlo me hace sentir bien, me llena de júbilo.
Termino de desayunar y cierro la casa. Salgo rumbo a la escuela. Hoy no lloverá, qué alivio, pero como estaba empeñada en salir con el paraguas que ayer me regaló mi mamá, pues me lo traje. Este paraguas lo utilizó mi madre hace mucho tiempo, en sus años juveniles. Me siento muy orgullosa de llevar conmigo un paraguas tan elegante. Quisiera caminar por las calles de París con él. Estoy segura de que cuando termine la guerra, este viejo paraguas de ensueño y estilo occidental se pondrá de moda. Seguro que combinaría bien con un bonete. Y con un kimono de mangas largas, color rosa, de cuello abierto. Tendría puestos entonces unos largos guantes de encaje tejidos en seda negra, y al ancho sombrero lo adornaría con una hermosa violeta morada. Y cuando todo haya reverdecido iré a comer a un restaurante de París. Melancólica, apoyaría la mejilla en mi mano, y mientras observo cómo pasa la gente allá afuera, alguien tocaría suavemente mi hombro. De pronto, sonaría una bella música, es el Vals de la Rosa. Ah, qué genial, qué gracioso. La verdad es que sólo voy por la calle con un raro y viejo paraguas de mango largo. Soy tan miserable que hasta doy pena. Soy la pequeña vendedora de cerillas de Andersen. Arranquemos pues unas yerbas y sigamos.
Al salir, arranco unas yerbitas que crecen frente a la puerta de mi casa. Hago este trabajo voluntario para ayudar a mi madre. A lo mejor, hoy me sucede algo extraordinario. Aunque las yerbas sean todas iguales ¿por qué me dan ganas de arrancar algunas y otras no? Hay yerbas bonitas, y otras que no lo son, aunque no haya diferencias sustanciales entre ellas. ¿Por qué estarán divididas de esa manera? Las adorables y las odiosas. No existe una razón. Pienso que el gusto y el odio de las mujeres carecen de fundamento. Después de terminar mi pequeña labor de apenas diez minutos, me apresuro a ir a la estación. Mientras paso por los senderos entre los huertos, me acometen unas ganas locas de dibujar. En ese lapso atravieso el caminito boscoso del santuario shintoísta. Es un atajo que he descubierto sola. Al andar por aquella senda, de pronto fijo mi atención en la zona baja y veo que han crecido unas espesas y densas matas de trigo. Ah, al verlas tan verdes me doy cuenta de que también este año han venido los soldados. El año pasado se presentaron con sus caballos y descansaron dentro del bosque del santuario. Cuando pasé por este lugar, el trigo estaba crecido igual que hoy. Luego dejó de crecer. Este año, de los baldes de los caballos de los soldados se escurrirá de nuevo el agua para hacer crecer las matas de trigo. Pero crecerán raquíticas, y como el bosque es tan oscuro no recibirán la suficiente luz del sol. Pobrecitas, crecerán un poco y luego morirán.
Al sortear el caminito del bosque, antes de llegar a la estación, coincido con cuatro o cinco obreros. Como siempre, me lanzan piropos soeces, palabras que no me atrevo a pronunciar. Estaba confundida y no supe qué hacer. Quería rebasarlos e irme lejos, muy lejos. Sin embargo, para lograr mi propósito tenía que pasar en medio de ellos. Y eso es peligroso. Me quedaba aún otra opción, permanecer de pie en silencio y aguardar hasta que se alejaran, esperar a que estuvieran lejos, pero eso requería de mucho valor. Dado que los obreros lo tomarían como una ofensa, corría el riesgo de que se enojaran. Entonces mi cuerpo comenzó a irritarse y me dieron ganas de llorar. Como me daba vergüenza que me vieran llorando, intenté sonreír. Y lentamente fui pasando por detrás de ellos. Luego ya no sucedió nada, pero mi sentimiento de rabia no desapareció aun cuando ya me encontraba en el tren. Querría convertirme lo más pronto posible en una persona fuerte y pura para poder enfrentar con decisión este tipo de situaciones estúpidas.
Como había un asiento vacío cerca de la entrada del vagón, puse sigilosamente mis cosas encima, me acomodé un poco el doblez de mi vestido y cuando me dispuse a sentarme, un hombre que llevaba puestas unas gafas apartó mis cosas y se sentó.
–Oiga, ese sitio lo encontré yo primero –dije, pero el hombre desplegó una sonrisa forzada y sin inmutarse comenzó a leer el periódico. Ahora que lo pienso, no sé cuál de los dos era el imprudente. A lo mejor era yo.
Sin más remedio, coloqué el paraguas y mis cosas sobre la rejilla, me agarré a la barra y como de costumbre me dispuse a leer una revista. Mientras iba pasando las páginas con mi mano libre, me puse a pensar.
Si me quitaran el hábito de leer, dado que no tengo otro tipo de experiencia, lo más seguro es que me sentiría tan mal que me daría por llorar. Mi dependencia de la información que aparece en los libros es brutal. Leo un libro y me involucro en su contenido, confío en lo que dice, lo asimilo y comparto todos esos conocimientos, los introduzco en mi propia vida. Además, cuando paso a leer otro libro, en un santiamén puedo cambiar de opinión sin inmutarme siquiera. Tomar las ideas ajenas y rehacerlas, apoderarme de ellas como si fueran mías, esa facultad, esa actitud tramposa constituye mi único talento. Me detesto cuando me veo practicando este tipo de comportamiento, que no es más que una forma de engaño, una vil estafa. Si todos los días llevara la cuenta de mis errores, de las cosas que me dieran vergüenza, a lo mejor sería un poco más precavida. No obstante, a pesar de los errores y equivocaciones, estoy segura de que si logro razonar de la manera adecuada podré superarlos. Mientras tanto, y como último recurso, me haré la tonta. (He leído estas palabras en algún libro.)
Sinceramente, no sé cuál es mi verdadero yo. En el momento en que no tenga un libro, cuando no pueda encontrar uno que me sirva como ejemplo a imitar, ¿qué demonios haré? Estaré indefensa, en una situación de parálisis total. A lo mejor ni siquiera podré reflexionar y me limitaré a sonarme la nariz. No voy a llegar a ninguna parte si continúo día tras día pensando cosas como éstas en el tren. En mi cuerpo ha quedado un resto de rabia que me impide respirar. Tengo que hacer algo, debo hacer algo. ¿Cómo podré lograr encontrarme? Pienso que la autocrítica no ha surtido ningún efecto. Me doy cuenta de las cosas odiosas, de mis debilidades, pero después de lamentarme me consuelo a mí misma. Soy tolerante con mis múltiples carencias y así el remedio puede ser peor que la enfermedad. Cuando llego a este tipo de conclusiones, me doy cuenta de que la autocrítica no me conduce a ninguna parte. De hecho, es mejor no pensar en nada.
El titular de esta revista dice: “Los defectos de las mujeres jóvenes”. Muchas personas han escrito sobre el tema. Mientras leo el artículo siento como si estuvieran hablando de mí y me da vergüenza. Aunque depende mucho de la persona que escribe, pienso siempre que son unos idiotas. Escriben puras tonterías. Los que aparecen en las fotos con aspecto de dandis, escriben sobre temas dandis. Me resulta tan divertido que no puedo dejar de reír. Los religiosos escriben siempre sobre asuntos de fe. Los educadores, de principio a fin están hablando de obligaciones y deberes. A los políticos les ha dado por citar poemas chinos. Los escritores son unos presumidos y adornan sus artículos con palabras rimbombantes. Son todos unos pretenciosos.
No obstante, todos en algún momento han dicho cosas bastante certeras. Que no tenemos individualidad. Que carecemos de profundidad. Que estamos muy alejadas de la esperanza, más lejos todavía de una necesaria ambición. Es decir, que no tenemos ningún ideal. Aunque seamos críticas, somos incapaces de aplicar con entusiasmo y decisión cualquier aspecto crítico a nuestras propias vidas. No reflexionamos. No tenemos una verdadera conciencia ni amor propio, somos imprudentes. Aunque actuemos con coraje y valentía, no está claro si vamos a asumir nuestra responsabilidad ante los posibles resultados. Actuamos conforme a nuestro estilo de vida, somos expertas en arreglárnoslas de cualquier manera, pero no tenemos un verdadero y fuerte amor hacia nosotras mismas ni hacia lo que nos rodea. No sabemos cuál es el significado de la modestia. Todo es una vulgar imitación. Hemos perdido el sentido de lo que es la esencia del “amor” humano. Aunque nos hagamos las refinadas, carecemos de elegancia. En el escrito aparecían otros temas. Mientras leía me iba tropezando con asuntos que me hacían lanzar expresiones de asombro. No podía negarlo.
Sin embargo, sentí que todos aquellos escritos rezumaban optimismo. Esas personas se habían abstraído de sus sentimientos cotidianos y escribían nada más por escribir. “El verdadero sentido”, “la esencia verdadera”, había muchos adjetivos de ese tipo, pero no estaba expuesto claramente el significado del “verdadero” amor o de la “verdadera” conciencia. A lo mejor lo saben. Entonces, deberían ser más concisos y decirnos simplemente: vayan por la izquierda o por la derecha. Sería muy bueno si nos lo dijeran con autoridad. Como hemos perdido la brújula de la expresión amorosa, en vez de decirnos, no hagan eso o aquello, deberían decirnos con fuerza hagan esto o aquello. Todas nosotras obraríamos de esa manera. ¿Es que nadie tiene la convicción y la valentía para hacerlo? A lo mejor, las personas que han expuesto sus criterios en estos escritos no siempre tienen una opinión que ofrecer en todo momento y en cualquier ocasión. Nos regañan porque carecemos de una apropiada esperanza y de una profunda ambición. Entonces, en caso de que aspiremos a un ideal correcto, ¿hasta dónde nos protegerían? ¿Estarían esas personas dispuestas a guiarnos?
Aunque sea vagamente, sabemos dónde está el mejor lugar hacia el cual debemos ir, el hermoso lugar donde queremos estar, el lugar donde podremos crecer. Pensamos que debemos tener una vida buena. Entonces, me atrevo a afirmar que sí tenemos una idea correcta acerca de la esperanza y la ambición. Queremos tener una fe inamovible, aun cuando vivamos deprisa. Sin embargo, si aspiramos a cumplir esos deseos en nuestra juventud, ¿cuánto esfuerzo necesitaremos para lograrlo? También hay que tener en cuenta la forma de pensar de nuestros padres y hermanos mayores (estoy diciendo cosas un tanto anticuadas, pero no menosprecio para nada la experiencia de las personas que nacieron antes que yo ni la de los ancianos ni la de las personas casadas: todo lo contrario, las valoro dos, qué digo, tres veces más que la mía propia). Tenemos que considerar también las relaciones con nuestros familiares, en particular con quienes mantenemos lazos permanentes. Y, por supuesto, están nuestros amigos y conocidos. Y la “sociedad”, que nos empuja siempre con gran fuerza. Pensar y reflexionar sobre estos aspectos no debería conducirnos a adoptar decisiones que fortalezcan nuestra individualidad. No debemos lucirnos mucho, lo mejor y más inteligente sería que camináramos por el mismo sendero que las personas normales. Lo siento, no puedo evitar pensar de esta manera. Creo que es muy cruel que un tipo de educación aplicada a un pequeño grupo se la quieran inculcar a todos. La educación en la escuela y las reglas de la sociedad son radicalmente diferentes, me he dado cuenta de este hecho a medida que voy creciendo. Quienes sigan al pie de la letra tales enseñanzas saldrán perdiendo siempre. Les dirán que son raras. No tendrán éxito y permanecerán en la pobreza. ¿Habrá una sola persona que no di...

Índice

  1. EL EXTRAÑO O (CASO) DE OSAMU DAZAI
  2. La felicidad de la familia
  3. Promesa cumplida
  4. Hablemos de mujeres
  5. Fushin’an
  6. La estudiante
  7. La mujer de Villon
  8. El profesor Ôson y la salamandra
  9. Toka-ton-ton
  10. Página final