Null Island
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Null Island

  1. 224 páginas
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Null Island

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Null Islandes ese lugar imaginario situado en el Golfo de Guinea al que el buscador de Google Maps nos remite cuando introducimos unas coordenadas erróneas. Cero grados latitud Norte (y Sur) y cero grados longitud Este (y Oeste). Algo así como el origen de coordenadas de la superficie terrestre. PeroNull Islandtambién puede ser la provincia de Soria. O un sexo impotente.Un hombre pierde repentinamente su capacidad de erección. Un escritor. Lo que sucede a partir de ese momento adquiere tintes casi de inquisición policial. No se trata de buscar a un culpable sino de poner en relación ese hecho fatídico con otras claves de su existencia: su relación de pareja, su modo de mirar el mundo, pero también la literatura. Se empeña el escritor en concebir una novela sin personajes, y en esa renuncia a la épica resida tal vez la causa de su impotencia. O en algo más prosaico: la rutina, la edad; en fin, la falta de deseo. Aunque quizás se confunda la causa con el efecto. Nunca supimos qué vino antes, si el huevo o la gallina. Mientras tanto el narrador confiesa lo inconfesable, gozando de esa libertad absoluta que consiste en prescindir de todo secreto. ¿Libertad, hemos dicho? ¿No será acaso la transparencia la última de nuestras tiranías?Javier Moreno salta en estas páginas de un territorio a otro, de lo psicológico a lo sociológico, de la idea fulgurante a la emoción, con la habilidad de un prestidigitador, con la brillantez y la clarividencia a la que nos tiene acostumbrados. Incómodo a veces, siempre lúcido, nos ofrece en esta novela un espejo quebrado que todavía acierta a reflejarnos.

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Información

Editorial
Candaya
Año
2020
ISBN
9788415934141
Categoría
Literatura

MESA REDONDA

Sueño que entro a un apartamento que ya no me pertenece. Dispongo de una copia de la llave y siento el vértigo de no saber si habrá alguien dentro que pueda sorprenderme. Un nuevo inquilino. Su propietario. Tras un momento de intensa excitación compruebo que no hay nadie. Recorro las habitaciones, abro puertas y cajones. No busco nada. No deseo llevarme nada. Mi placer procede de pasearme por un espacio que algún día habité y tocar superficies que ya no son mías. Comprobar que las cosas prosiguen su existencia sin mi presencia, saber cómo son ahora que no me pertenecen, sorprenderlas en su diferencia, una diferencia que me ocultaban cuando convivía con ellas, porque entonces eran mis cosas y no parecían guardar secretos.
Despierto, con los ojos todavía cerrados, repaso escenas del sueño y las hago pasar por el tamiz de la conciencia. Supongo que el sentido de este sueño es el de revelar una resistencia a la renuncia de las cosas que algún día creí mías. En realidad mi presencia en el sueño es la de un fantasma que regresa con la intención, no de asustar a los enseres, sino más bien la contraria, la de que ellos me inquieten mostrándome un aspecto inusitado (una nueva disposición o su mera ausencia). Tal vez siempre sea así y los espectros no vengan para asustarnos sino para seguir insistiendo en aquello que nunca llegaron a conocer del todo.
Me levanto de la cama para desvestirme y darme una ducha.
Bajo el agua me digo que hay que ser un escritor muy perezoso para despacharse así. Darse una ducha. Como si darse una ducha no fuese un acto maravilloso digno de ocupar cien o doscientas páginas de una novela. Podría hablar del chorro de agua y de las gotas que salpican, es decir, del paso de lo continuo a lo discreto, algo parecido a tomar un proyector y ralentizarlo hasta hacer patentes los fotogramas que forman la película. Ese placer de dar al fin con los ladrillos que conforman la secuencia de la vida, sabiendo que es la propia piel la que descompone el flujo de la existencia, la escollera que detiene la ola y la hace imposible (porque antes era solo mar, ese otro nombre para la posibilidad), es decir, presente. Y es placentero extraer de la posibilidad que es el continuo que es el mar y la película y el chorro de agua, la realidad de lo discreto que es la ola, que es el fotograma y que es la gota. Y regreso a ese personaje sobre el que tanto he pensado pero sobre el que nunca he escrito y sobre el que tal vez escriba en algún momento que se dedica a modelar con ecuaciones el comportamiento de la materia, modelos que pasarán a través de un proceso algorítmico hasta convertirse en filtros en los programas de edición de imágenes que manejan los dibujantes de una importante compañía de animación. Y ese personaje se daría cuenta de cómo las gotas resbalan por el vidrio de la mampara, primero despacio, luego más rápido, conforme la gota encuentra otras gotas y aumenta su masa, siguiendo una trayectoria zigzagueante que dependería de la masa acumulada y de la polaridad del agua (porque en realidad la molécula del agua es como un imán, estoy rociando mi cuerpo con el equivalente de miles de pequeños imanes y eso no hace sino que mi placer vaya en aumento) y, tras modelar aquel fenómeno a través de ecuaciones plagadas de constantes y variables, haría posible que en la próxima película de la productora millones de niños y de adultos en todo el mundo vieran cómo las gotas desprendidas por el cuerpo del protagonista (un pato, un cerdo o tal vez el trasunto de un ser humano animado) resbalaban por el cristal de la mampara de manera exacta, de un modo absolutamente real, incluso más real que lo que ellos creían que era la realidad (como estas que yo ahora veo deslizarse hasta el pie de la ducha), y ese minuto que consistiría en un primer plano de las gotas produciría el asombro del público hasta el punto de que se convertiría en la escena más memorable de la película; saldrían del cine y correrían a casa para darse una ducha y así recrear aquella maravillosa escena de las gotas deslizándose por la mampara.
Cómo alguien, un escritor, puede despacharse diciendo que alguien, un personaje, se dio una ducha. Qué desfachatez, qué intolerable pereza, qué imperdonable descuido por las cosas. Si alguna vez leo esa frase o alguna parecida en un libro prometo cerrarlo de inmediato. Me pregunto por qué no lo he hecho antes. Por qué no hacemos todos lo mismo.
Antes de cerrar la puerta, echo un vistazo al interior de la habitación. La maleta abierta mostrando su contenido, la ropa de cama deshecha, el vaso con agua sobre la mesilla… Normalmente no somos conscientes de que cada gesto implica necesariamente su contrario. Abrir un cajón exige cerrarlo, usar una taza, limpiarla, juntar los labios con los de otra persona, separarlos. Gastamos media vida procurando que la entropía no arruine nuestra existencia. Una mitad de la vida obedece al ansia y el deseo, y la otra mitad al instinto de conservación, a paliar el deterioro que ese deseo necesariamente acarrea. De hecho, conforme pasan los años, se incrementa el ansia por devolver las cosas a su estado original. Por eso insistimos en el planchado de las camisas, en los cosméticos y en el abrillantador del lavavajillas. Como si convirtiésemos las cosas en un reflejo de nosotros mismos y proyectásemos en ellas (casi siempre de manera inconsciente y obsesiva) nuestra propia decadencia. En los hoteles, sin embargo, uno puede volver a sentirse irresponsable como un niño o como un buen burgués. La chica de la limpieza vendrá a rehacer la cama, a recoger las toallas del suelo para cambiarlas por unas nuevas. Son las ventajas de ser un invitado. Nada de recoger la mesa. Nada de pagar tras la consumición. Son los demás, los no invitados, los camareros, los coordinadores del congreso, los que deben hacerse cargo de la incómoda tarea de cerrar el círculo termodinámico. Serán unos pocos días los que dure este simulacro de aristocracia, pero merece la pena disfrutar de este modo civilizado de cumplir nuestro gusto sin hacerse cargo de las indeseables consecuencias. Pienso que Marie Kondo ha logrado hacer de estas tareas (recoger, guardar, ordenar…) un camino, una técnica tanto o más útil que el karate o el corte del pescado crudo; ha conseguido inyectarle al servilismo propio de tales acciones el encanto de la técnica, ese trasunto de trascendencia que llamamos eficacia. Al fin y al cabo los japoneses (en esto se asemejan a los españoles) siempre han demostrado una gran habilidad para conjugar lo artístico y lo siniestro.
Sentado frente al desayuno (café con leche, tostada de tomate y aceite, huevos revueltos con salchichas y zumo de naranja; nunca desayuno tan abundantemente como cuando me alojo en un hotel, como si el hecho de intervenir en un congreso requiriese de un suplemento calórico extra) contemplo el deambular de todas estas escritoras y profesoras, de todos estos escritores y profesores universitarios (unos pocos conocidos en persona, otros a través de las redes sociales y, la mayoría, desconocidos), algunos de los cuales parecen acompañados de sus familias (maridos y esposas y niños), y no puedo dejar de imaginarme (mi pensamiento tiende una vez tras otra a agotar la combinatoria hasta la extenuación) emparejándome con cada una de esas mujeres jóvenes y mayores, hermosas y no tanto, instalado de repente en algún lugar recóndito de Estados Unidos o de Suecia (¿podrían soportar aquella separación mis padres?, ¿cómo sería tener que ir en coche a todas partes?, ¿sería capaz de aguantar el frío o de celebrar la llegada de la primavera comiendo arenques fermentados?). Siempre es así, la posibilidad me acucia y me trastorna, a veces de manera más incoercible que la propia realidad. Tal vez porque soy débil. Porque no sé ponerle freno. Tal vez porque presiento que la realidad, mi realidad, es demasiado endeble, incapaz de soportar el embate de ese enemigo formidable siempre dispuesto a conquistarla que es la posibilidad, que es la ficción.
Saludo a los conocidos. Algunos de ellos se detienen junto a mi mesa y aprovechamos para cruzar algunas palabras de cortesía. Nos emplazamos para más tarde. Me sorprende no tropezarme con ninguno de los integrantes de la mesa, hasta que descubro (tras una breve charla con un escritor conocido) que los miembros del congreso nos hallamos repartidos en dos hoteles. Termino mi desayuno y dejo la bandeja en el estante. Subo entonces a la habitación para recoger los papeles donde he anotado el texto de mi intervención.
Salgo del hotel y camino por primera vez por la ciudad bajo la luz del día. En la recepción del hotel me han dado un plano con las indicaciones para llegar a la Fundación. Es jueves y las calles están llenas de animación. Descubro la Calle Mayor, similar a otras calles mayores de provincias. Después de veinte minutos llego a mi destino. Allí, nada más poner el pie en el antiguo templo desacralizado que hace las veces de sede del congreso, consigo hablar al fin con alguien de la organización que rápidamente me pone en contacto con el moderador que departe con los otros dos integrantes de la mesa. Tras el saludo protocolario, el moderador nos informa del tiempo del que dispondremos individualmente y del tiempo destinado a contrastar nuestra propuesta con el resto de contertulios. Finalmente se abrirá un turno de preguntas. Uno de los miembros de la mesa, conocido de otros eventos literarios, extrañado de no haberme visto durante la jornada de ayer, me pregunta que de dónde he salido. Le respondo que escapé del vacío soriano por los pelos. Me mira y sonríe, sin calibrar la formidable precisión de mis palabras. En el interior de la gran sala que nos cobija, los bancos de iglesia han sido sustituidos por filas de asientos de madera donde ya se congrega un público numeroso. La mesa de los ponentes está situada sobre el antiguo púlpito. Entre los asistentes veo a Elvira, sentada en primera fila. El corazón me da un vuelco. Su presencia allí me parece un buen augurio. Me acerco a ella y nos saludamos con un par de besos y un estrecho abrazo. No hay tiempo para más, de modo que nos emplazamos para más tarde. Cuando regreso al púlpito debatimos sobre quién romperá el hielo. Les digo que no me importa ser el primero. Es como estar frente a un pelotón de fusilamiento, añado, el orden de los que estamos en el paredón carece de importancia. Nadie parece disconforme con la metáfora, así que seré el primero en empezar. Ocupamos nuestro sitio. Tras una breve introducción del moderador que consiste en la presentación de los autores y del tema sobre el que debatiremos, llega mi turno de palabra. Golpeo el micrófono con mi dedo índice para comprobar que está encendido y doy inicio a mi charla.
El moderador me ha informado de que dispongo de veinte minutos para esta comunicación. Veinte minutos es el tiempo que he tardado en llegar desde el hotel hasta aquí, el tiempo que nos lleva tomar el desayuno o el tiempo que algunos dedican a pedalear en su bicicleta estática. Un tiempo razonable para hacer el amor. Pero esta intervención no va de eso. Esta intervención trata sobre literatura, y la literatura es precisamente aquello que no tiene que ver con el tiempo real. La aventura de La Odisea transcurre en diez años pero uno puede leerla en seis horas. Joyce le empata a la realidad en su Ulises, y Elizondo dilata el instante en su Farabeuf y prolonga su dolorosa angustia durante horas. Yo pretendo resumir la historia de la literatura en diez minutos y dedicar los diez siguientes a aventurar cuáles serán los derroteros que esta tome de ahora en adelante. Es algo parecido a lo que cuentan aquellos que han pasado por una experiencia post mortem. Su vida entera transcurre durante unos breves instantes de conciencia. Así que os pido que imaginéis que estáis muertos. Todos los escritores lo estamos, al menos un poco. La literatura tal y como la conocemos ha muerto y, en su agonía, lanza señales, brevísimos flashes colmados de intensidad que dan testimonio de su larga vida de más de tres mil años, confiada en que alguna deidad le franquee las puertas del paraíso.
Me pregunto si la ficción no es un mecanismo instintivo, un dispositivo que prestó su servicio a la evolución de la especie y que ha terminado sin embargo emancipándose de la realidad hasta devenir absurdo como la muela del juicio, como el apéndice, como esos perros que arañan con sus patas la acera para tapar unos excrementos que su dueño ya guardó en una bolsa hace tiempo.
¿Estamos seguros de que queremos seguir siendo ese perro?
Tras esta introducción, me detengo en un análisis somero de la historia de la literatura, desde los cantos a Osiris egipcios y la épica homérica, cala tras cala, hasta el siglo XX. La idea, muy simplificada, es mostrar cómo la literatura comenzó como una invocación a los dioses para ir de(sen)cantándose paulatinamente por el ser humano. El había ido mutando, decayendo desde un universo de trascendencia hasta la profanidad más absoluta representada por el hombre, más tarde por esa agrupación humana que era el público y ahora resumida en el grupo de contactos. Era sencillo recurrir a la imagen de un círculo que se cerraba, o mejor, una de esas bandas de Möbius, si entendíamos que las cosas venían a ocupar de nuevo el espacio de los dioses. La tecnología había hecho de los seres (entre ellos el humano, un ser más entre ellos) un acúmulo de datos potencialmente infinito, y esa infinitud presagiaba una recuperación de cierta trascendencia, con la información convertida en nueva metafísica. A continuación la charla recorría un itinerario trazado por una serie de fragmentos en los que pretendía ejemplificar cómo esos nuevos objetos nos acuciaban, el modo concreto en que habían devenido dioses a los que invocar o a los que aplacar. Se trataba de microensayos a través de los cuales pretendía no solo transmitir un mensaje sino mostrar cómo lo objetivo y lo subjetivo se entremezclaban, pues mi mirada en dichos textos no pretendía ser la de un mero espectador de la realidad sino la de alguien que observa pero que al mismo tiempo está involucrado en la escena.
No seré un sujeto. Tampoco un objeto. Más bien un subjeto. Quiero decir, algo en tránsito entre las dos categorías.
Cuando a la intimidad se le ha dado la vuelta como un calcetín, entonces lo subjetivo (esa cosa que se escondía) se convierte en objetivo (esa cosa que se muestra) y la psicología pasa a ser por tanto una rama más de la estética.
Algunos modelos de belleza encarnan en hombres y mujeres como dioses venidos del más allá, spam hecho carne para redimir a tanto correo basura de dentaduras perfectas, nalgas diamantinas y erecciones ciclópeas. Son los mesías cuyo evangelio se propaga en carteles y revistas de moda. Solo los fariseos pueden renunciar a seguir su ejemplo. Renuentes a creer en su divinidad, pedirán la crucifixión de tales bellezas antes que ponerse a dieta, apuntarse a un gimnasio o embridarse una ortodoncia. Es la suya (la de esos modelos) la belleza inexpresiva profetizada por la Gioconda y los kuroi griegos. Son imágenes spam que no buscan representar lo humano sino lo que vendrá después de lo humano, los últimos hombres de los que hablaba Nietzsche: la piedra que sonríe. Publicidad simbólica que desborda los filtros del imaginario, dispuesta a acoplarse con la raíz anhelante de nuestro código genético. Imposible resistir al cumplimiento de nuestro destino.
Al principio eran los datos. Y los datos se hicieron carne.
Porque si las cosas pueden convertirse en datos, entonces también los datos pueden devenir cosas, del mismo modo en el que energía y masa resultan intercambiables en la ecuación de Einstein. Solo hace falta acelerarlos (los datos) a la velocidad de la luz y, posteriormente, infectar a un número considerable de receptores. Justo entonces ocurre el milagro de que los datos encarnen en el mundo. En realidad esas dos velocidades, la de la luz y la de propagación, pueden resumirse en una sola, la que llamaremos velocidad de difusión en el medio social (Vs), que dependerá de los condicionantes tecnológicos y culturales del momento histórico sometido a estudio. Ciertamente la velocidad de difusión del autorretrato en la época renacentista no es la misma que la del selfie en la actualidad. Podemos enunciar entonces la ecuación fundamental:
COSA=DATOS·Vs2
En efecto, los datos se materializan en las cosas siguiendo la ley del cuadrado de la velocidad de difusión del medio social. Una sociedad que no opone resistencia a la propagación de los datos sería una sociedad transparente, en la que Vs) se aproximaría a la velocidad de la luz. Una sociedad superconductora de imágenes y memes es un ideal irrealizable. Siempre existen barreras culturales, éticas o estéticas que actúan como aislantes simbólicos y, en consecuencia, físicos.
Como siempre, la velocidad admite una derivada que es la aceleración.
Todos recordamos los tiempos en los que la ficción le llevaba la delantera a la realidad. La ficción era aquel universo de posibilidades que se anticipaban a lo real y que al hacerlo permitían a la humanidad fantasear con algunas de ellas o descartarlas de pleno. Sin embargo la realidad, cada vez más acelerada, alcanzó una velocidad de escape y a partir de algún momento (ese momento debió de anunciarse por medio de un estruendo, del mismo modo en el que un avión que supera la velocidad del sonido produce una explosión; pudo ser la caída de las Torres Gemelas, cuya caída emitió un sonido muy parecido al de un tsunami, al fin y al cabo la caída de ambas torres es lo más parecido a un tsunami, un tsunami vertical a diferencia del tsunami horizontal provocado por los maremotos) la realidad le ha sacado ventaja a la ficción. A partir de entonces la realidad se basta a sí misma para producir por sí misma –casi– todas las posibilidades.
Digamos que los datos acelerados hasta la velocidad de escape han roto la barrera de la realidad. La realidad adopta ahora la forma de la fulguración, de la catástrofe. Desorientados, miramos a nuestro alrededor hasta que, al fin, damos con el origen de ese estruendo ensordecedor. A veces, una nadería. Pero en qué consistió el origen del universo sino en una nada acelerada.
Los datos están produciendo cosas por encima de nuestras posibilidades de digerir la posibilidad, es decir, la ficción.
La distribución estadística de los ‘me gusta’ en Facebook es del tipo Poisson, es decir, la misma que rige la aglomeración de los que asisten a un espectáculo callejero o el contagio de una epidemia. De algún modo –podría decirse– las afecciones son también infecciones o cataclismos. Crecen hasta alcanzar su punto apical y regresan bruscamente a la indiferencia. Como el orgasmo. No sabemos si los virus sufren una adicción similar a la que experimentan los humanos con los estados de Facebook. Tal vez los virus solo buscan popularidad, convertirse en trending topic, colarse en nuestros genes con la intención de perpetuarse. Dicen los biólogos que un porcentaje importante de nuestro código genético procede de los virus. Quizás buena parte de las novelas que aparecen en la actualidad deban mucho de su contenido a las anotaciones (propias y ajenas) de Facebook. La escala biológica, como un ouroborós, se toca por los extremos. Y parece encontrar placer en ello.
Quedan cinco minutos. Echo un vistazo al auditorio y atisbo cómo algunos de los asistentes se retuercen sobre sus asientos. Mis compañeros de mesa parecen mirar a un punto fijo, petrificados o, directamente, ausentes. Prosigo, a sabiendas de que quizás solo consiga atraer el desacuerdo o, peor, la indiferencia.
La necesidad de acercarse a las cosas desde diversas perspectivas. Del mismo modo en el que el cine ha descubierto el 3D y la tecnología de la imagen permite examinar un objeto desde cualquier ángulo, girándolo o acercándolo como si de un ente virtual se tratase, así la narración requiere de distintos modos de acercamiento. No somos un solo narrador sino muchos, y es nuestra obligación liberar a todos esos narradores sojuzgados bajo la tiranía del narrador omnisciente. Pero no solo conviene modificar la perspectiva sino la escala. Siento predilección por autores como Pascal Quignard, Reza Negarestani, Thomas Bernhard o David Toop, precisamente porque su enfoque de la escritura no es estrictamente humano. Hay algo por encima (o por debajo) de la humanidad, un contexto (histórico, geológico, lingüístico) que determina nuestras acciones. En definitiva, hay actores que están más allá o más acá de la escala humana (el sonido, la historia, la geopolítica) sobre los que podemos y debemos hacer literatura. La ciencia está bien, pero la ciencia guarda una posición extrínseca respecto a su objeto de estudio. Es la literatura la que nos permite situarnos junto al objeto sin dejar de ser sujetos, ubicados en ese punto de vista que es la tangencia que esos territorios comparten con lo humano.
Tiempo. Todavía me quedan unos cuantos fragmentos por leer pero no quiero abusar de la paciencia del público ni de mis compañeros de mesa, así que le cedo el turno de palabra al siguiente ponente. Este se dedica a analizar el estado actual de la narrativa española desde los parámetros del realismo y la crítica social. El discurso, se piense lo que se piense sobre el tema, resulta brillante pero, pasados unos minutos, mi atención fluctúa como siempre me ocurre en estos casos. Resulta artificial escuchar las palabras de alguien sentado a tu lado, como soldados lanzándose chismes en una parada militar. Observo a Elvira, que atiende a l...

Índice

  1. Portada
  2. Autor
  3. Créditos
  4. Índice
  5. FALACIA
  6. Houdinize
  7. Delectatio morosa
  8. Licantropía
  9. Redundancias
  10. La secta del Fénix
  11. Mío Cid
  12. Buenas noticias
  13. Líneas paralelas
  14. Rastro
  15. Una visita al museo
  16. Las Termópilas
  17. El silencio de Bayreuth
  18. El discreto encanto del secreto
  19. SORIA
  20. Transparencia©
  21. Mesa redonda
  22. La hora de la mentira
  23. Extrañas señales desde el espacio
  24. NULL ISLAND
  25. Página final