Historia minima de la deuda externa de latinoamérica, 1820-2010
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Historia minima de la deuda externa de latinoamérica, 1820-2010

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Historia minima de la deuda externa de latinoamérica, 1820-2010

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Desde la independencia hasta nuestros días, los países latinoamericanos han estado sujetos a repetidos ciclos y crisis de deudas soberanas, los cuales frecuentemente han generado circunstancias muy difíciles para gobiernos, economías y sociedades. En el presente libro se narra y explica cómo los estados latinoamericanos financiaron parte importante de sus guerras, sus déficits y sus planes de desarrollo económico con fondos obtenidos en los mercados internacionales en distintos momentos y coyunturas de los siglos XIX y XX.

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Información

Año
2014
ISBN
9786074627701
Categoría
Histoire
1. LA INDEPENDENCIA: PLATA Y PRÉSTAMOS
En la mañana del 9 de diciembre de 1824 dos ejércitos se enfrentaron en un pequeño valle de los Andes peruanos. La acción militar duró apenas una hora y, a su término, las tropas patriotas conducidas por el general Antonio Sucre habían aniquilado al ejército realista dirigido por el virrey La Serna. La batalla de Ayacucho constituyó la culminación de la lucha por la independencia latinoamericana. Quince años de guerra y revolución marcaron el fin de tres siglos de dominio imperial sobre un vasto territorio que se extendía desde Colorado y California hasta Tierra del Fuego. Los imperios americanos de España y Portugal se derrumbaron y en su lugar surgió un complejo mosaico de naciones con una variada gama de formas políticas, incluyendo dos confederaciones, cinco repúblicas, dos repúblicas federales y un imperio.
Sin embargo, la conquista de la independencia política no implicaba la autarquía económica, pues si bien los países hispanoamericanos y Brasil rompieron sus antiguos lazos con las monarquías ibéricas, no cortaron sus vínculos comerciales con el mundo exterior. Por el contrario, este vasto, rico y escasamente poblado subcontinente pronto atrajo la atención de navieros, comerciantes y banqueros del norte de Europa y de Estados Unidos. En un lapso sorprendentemente breve, los flamantes estados latinoamericanos se hallaron inmersos en una nueva y compleja red de relaciones mercantiles y financieras que progresivamente los sujetó a la dinámica de la economía mundial y a sus consiguientes ciclos de expansión y recesión, de prosperidad y crisis.
Las noticias de Ayacucho llegaron a Inglaterra en febrero de 1825, un momento propicio, ya que estaba en marcha un gran auge especulativo en la Bolsa de Londres. Docenas de nuevas empresas fueron lanzadas al mercado a medida que subían las cotizaciones de las acciones, y la fiebre financiera se intensificó con el anuncio del lanzamiento de una serie de compañías para explotar las legendarias riquezas mineras de México, Perú, Colombia y Brasil. La intensa actividad bursátil, iniciada a mediados de 1824, floreció durante más de un año, ofreciendo oportunidades inusitadas a una multitud de inversores para obtener súbitas fortunas.
La manía especulativa coincidió con una fase cíclica de prosperidad de la economía británica impulsada por el rápido desarrollo de la industria textil algodonera, columna vertebral de la primitiva revolución industrial. La expansión económica en los años de 1820 fue estimulada a su vez por la introducción de nueva tecnología en varios campos: los primeros trenes de pasajeros, empresas navieras de vapores y compañías de luz de gas. Tales innovaciones atrajeron el interés de pequeños y grandes inversionistas de toda Inglaterra quienes colocaron sus capitales en los nuevos negocios, algunos sólidos, otros obviamente fraudes. Semejante frenesí hizo exclamar al conocido banquero Alexander Baring: “Parecía que la locura había hecho presa del Royal Exchange” (la Bolsa de Londres).
El impacto de la especulación en valores latinoamericanos en el auge financiero de 1824-1825 no debe subestimarse. El número de compañías lanzadas al mercado para explotar los recursos naturales de las tierras recientemente independizadas no pasaba de 46, una fracción del total de 624 nuevas sociedades anónimas registradas en Londres durante el auge, pero el valor de su capital equivalía a casi 50% de todas las demás. Aún más significativo fue el hecho de que los préstamos latinoamericanos absorbieron 17 millones de libras esterlinas sobre un total de 25 millones de libras en bonos de gobiernos extranjeros vendidos en ese mercado durante esos años. En resumen, la atracción de las riquezas latinoamericanas —reales o imaginarias— constituyó un factor decisivo en uno de los más tempranos auges bursátiles del capitalismo del siglo XIX.
El primer gobierno latinoamericano en firmar un contrato para un empréstito extranjero fue el de Colombia en 1822. Pronto fue seguido por los de Chile y Perú, y para 1825 la mayoría de los nuevos estados habían acumulado cuantiosas deudas externas. Los bonos de Argentina, Brasil, la Federación Centroamericana, Chile, Gran Colombia, México y Perú eran vendidos y comprados a precios elevados en la Bolsa de Londres y el furor por esos valores exóticos pero lucrativos siguió imperando hasta la catástrofe financiera de diciembre de 1825.
Este temprano ciclo de préstamos latinoamericanos, por lo tanto, estuvo claramente vinculado a una fase expansiva de la economía internacional, característica que se repetiría en todos los auges crediticios posteriores. Pero la actividad crediticia del decenio de 1820 no puede explicarse solamente en términos de ciclos económicos. Una dimensión política se hallaba también implícita en estas transacciones financieras transatlánticas. Tanto para Gran Bretaña como para los estados emergentes de Latinoamérica, los empréstitos eran instrumentos para alcanzar una serie de objetivos estratégicos. Los banqueros, comerciantes y políticos británicos creían que los préstamos podían ayudar a abrir las puertas al comercio con América Latina, a facilitar el acceso a las valiosas minas de oro y plata y a garantizar el predominio naval británico tanto en el Atlántico como en el Pacífico. Los políticos latinoamericanos, por su parte, deseaban obtener préstamos para financiar sus ejércitos —comprometidos en las últimas etapas de la lucha por la independencia—, así como para consolidar las nuevas naciones-estados que habían empezado a surgir de las ruinas de los imperios español y portugués.
Latinoamérica y las grandes potencias
El hecho de que las élites latinoamericanas buscasen el apoyo diplomático y financiero de Gran Bretaña no implicaba que ignorasen los peligros de establecer lazos estrechos con una gran potencia europea. Tres siglos de dominio colonial habían dejado una huella perdurable que no se olvidaría fácilmente. Pero los jefes de los ejércitos patriotas, que habían combatido y todavía luchaban contra las tropas españolas, sabían que sus victorias eran frágiles. Si la monarquía española lograba obtener el apoyo de Francia y de la coalición de monarquías absolutas europeas conocida como la Santa Alianza, cabría la posibilidad de que una nueva fuerza militar, aún más poderosa, cruzara el Atlántico para reconquistar las nuevas repúblicas. También eran conscientes de que la única gran potencia capaz de proporcionarles apoyo militar y financiero era Gran Bretaña. Tal apoyo, sin embargo, no era desinteresado. Simón Bolívar, libertador de Gran Colombia y Perú, observó en su correspondencia de mayo de 1823 que los ingleses estaban dispuestos a otorgar ayuda militar y préstamos a las naciones latinoamericanas por razones estratégicas que habían cambiado desde el fin de las guerras napoleónicas.
Tras el Congreso de Viena en 1815, que marcó un importante reacomodo de las grandes potencias europeas, los movimientos rebeldes en Sudamérica, encabezados por Bolívar, San Martín y otros líderes, habían perdido temporalmente el apoyo de los círculos dirigentes británicos. No obstante, algunos políticos británicos liberales, como Lord Holland, consiguieron impulsar leyes en el Parlamento que autorizaron la formación de cuerpos de voluntarios integrados por soldados y oficiales ingleses deseosos de luchar por la independencia de las colonias españolas. Al mismo tiempo, docenas de comerciantes británicos se dedicaron a vender armas a los insurgentes mientras que los banqueros londinenses proporcionaron créditos a corto plazo a los ejércitos patriotas para adquirir fusiles, cañones y barcos de guerra.
Esta política ambivalente se vio trastocada por los acontecimientos del año 1823. El giro decisivo se produjo a partir de la invasión de España por un ejército de 100 000 soldados franceses, circunstancia que provocó el desmantelamiento del gobierno liberal en Madrid y el restablecimiento del régimen absolutista de Fernando VII. La prensa liberal en Inglaterra interpretó la intervención francesa como un ejemplo del creciente poder de la Santa Alianza en el continente europeo, pero al mismo tiempo la invasión también fue vista como una oportunidad excepcional para consolidar la influencia británica en las Américas.
A raíz del restablecimiento de la monarquía absoluta en España, el nuevo ministro británico de Asuntos Exteriores, George Canning, político de temperamento liberal, comenzó a adoptar una serie de medidas para facilitar el reconocimiento formal de los estados latinoamericanos. La urgencia por actuar era acentuada por los temores de que otras potencias pudiesen adelantarse a los británicos: desde mediados de 1822 el gobierno de Estados Unidos había reconocido la independencia de Colombia, procediendo poco después a ratificar la Doctrina Monroe (diciembre de 1823). Canning actuó con rapidez y en octubre de 1823 nombró cónsules británicos para Buenos Aires, Montevideo, Chile y Perú, con instrucciones de iniciar negociaciones tendientes al establecimiento de tratados comerciales con las nuevas repúblicas. Tales medidas reforzaron las esperanzas de aquellos comerciantes y banqueros ingleses que ya estaban empeñados en promover la actividad comercial y crediticia a lo largo del vasto subcontinente.
El breve auge en comercio y minas después de la independencia
Al enviar cónsules a América Latina, el gobierno británico estaba de facto otorgando reconocimiento diplomático a los nuevos estados. A cambio, Canning instó a los dirigentes de diversas naciones de la región a ratificar acuerdos que estimularían un mayor intercambio mercantil con Gran Bretaña. Las élites políticas latinoamericanas se mostraron dispuestas a acceder a estas demandas por varios motivos y entre 1823 y 1825 firmaron una serie de tratados de libre comercio.
Los nuevos gobernantes —Rivadavia en Argentina, O’Higgins en Chile, Bolívar en Colombia, Iturbide en México— adoptaron políticas librecambistas no sólo porque creían que estimularían las actividades económicas de sus países sino también porque confiaban que el incremento comercial produciría mayores ingresos fiscales. En esto no se equivocaban, ya que a partir de la independencia los impuestos sobre importaciones y exportaciones se convirtieron en la principal fuente de recursos de sus gobiernos. En la mayor parte de las naciones, las estructuras fiscales coloniales fueron radicalmente reestructuradas: los impuestos a la producción minera y el tradicional tributo pagado por las comunidades indígenas fueron abolidos. Hubo excepciones: en Perú y Bolivia el tributo indígena siguió siendo una importante fuente de recursos durante décadas. Pero, en términos generales, las administraciones latinoamericanas no tuvieron otra alternativa que la de buscar nuevos tipos de ingresos, en particular los impuestos arancelarios, no sólo porque eran fáciles de recaudar, sino, además, porque tenían menos probabilidades de provocar protestas populares. En el caso de México, por ejemplo, los derechos aduaneros representaron aproximadamente 50% de los ingresos totales del gobierno durante la década de 1820-1830. En Argentina su contribución fue aún más notable, alcanzando casi 80% del ingreso público total durante la misma década.
La nueva coyuntura política y mercantil proporcionó brillantes oportunidades a múltiples empresas comerciales y financieras británicas que llegaron a dominar una parte importante de la actividad de importación-exportación de las nuevas repúblicas, pero además comenzaron a ejercer un papel clave en inversiones en minas de oro y plata y en la negociación de empréstitos gubernamentales. El entusiasmo de muchos comerciantes, sin embargo, fue acompañado por imprudencia e ignorancia respecto de sus nuevos negocios. Como señaló el historiador británico, D.C.M. Platt, la mayoría de los comerciantes tenía una idea bastante vaga acerca de cuáles productos podían colocar en el mercado latinoamericano, aunque predominaron los textiles. Lo mismo ocurrió en el caso de otros mercaderes —norteamericanos, franceses y alemanes— que comenzaron a establecer casas en la mayoría de los puertos latinoamericanos. No obstante, al abarrotar los almacenes con bienes importados, los comerciantes saturaron los mercados y provocaron abruptas fluctuaciones en los precios.
Un segundo e importante factor que contribuyó al establecimiento de las políticas librecambistas era de carácter militar. Los ejércitos y las armadas de los nuevos estados requerían un gran volumen de abastecimientos en la forma de armas, municiones y barcos de guerra, la mayor parte de los cuales tenían que adquirirse en el exterior. Y, lógicamente, esta demanda implicaba lucrativos contratos para los proveedores extranjeros que ganasen las licitaciones para armamentos. En el caso de Chile, por ejemplo, los comerciantes extranjeros desarrollaron un negocio floreciente vendiendo barcos de guerra a la recién creada armada nacional. El general William Miller, uno de los más distinguidos oficiales de San Martín y de Bolívar, anotó en sus memorias que el gobierno y el pueblo chilenos no escatimaron esfuerzos para adquirir 10 barcos de guerra, dos goletas y siete cañoneras de Estados Unidos y Gran Bretaña. Sin embargo, los equipos militares suministrados solían ser de baja calidad y las ganancias obtenidas por los proveedores inescrupulosos resultaban exorbitantes.
Es evidente que no todos los comerciantes se beneficiaron de igual manera del auge bélico y posbélico, pero el número de firmas mercantiles que abrieron oficinas y almacenes en los principales puertos a comienzos de la década de 1820 fue extraordinario: en Brasil, 60 casas comerciales británicas se establecieron en Río de Janeiro, 20 en Bahía y 16 en Pernambuco. Otras 40 firmas inglesas estaban activas en Buenos Aires, 10 en Montevideo, dos docenas en Valparaíso, 20 en Lima y 14 entre la Ciudad de México y Veracruz.
Por otra parte, existían importantes objetivos financieros que podían alcanzarse mediante los tratados comerciales y la apertura del comercio internacional. El reconocimiento oficial de las naciones latinoamericanas les permitiría participar libre y confiadamente en transacciones en el mercado financiero de Londres, ya que los banqueros e inversionistas estarían dispuestos a aceptar la validez jurídica de los bonos de deuda externa que pudiesen vender los gobiernos de Chile, Perú, México o cualquier otro Estado de la región. Además, también podría alentar las inversiones directas extranjeras, las cuales se esperaba contribuirían a revitalizar las economías de las nuevas naciones. El drenaje de capitales que había sido causado por las guerras sólo podría compensarse aumentando la producción local de oro y plata, y para ello era fundamental la modernización de las legendarias minas de plata y oro de Hispanoamérica y Brasil con inversiones y maquinaria. Por dicho motivo, los políticos latinoamericanos vieron con muy buenos ojos recurrir al apoyo de los capitalistas británicos, otorgándoles concesiones para la explotación de los recursos naturales de sus tierras. De esta manera se inició una breve oleada de inversiones extranjeras en minas de plata y oro en los Andes peruanos, en las selvas y montañas brasileñas, y en las sierras del norte y centro de México. La especulación minera reforzó la imagen de la prosperidad latinoamericana entre los capitalistas europeos y, como veremos más adelante, constituyó un elemento crucial en desatar la fiebre de los empréstitos latinoamericanos.
Uno de los aspectos más llamativos del frenesí por la minería de plata de 1820-1825 se encuentra en el hecho de que fuese puesto en marcha por un muy reducido círculo de individuos, que incluía a los socios de unas cuantas casas comerciales, un puñado de banqueros londinenses y una docena de políticos y diplomáticos latinoamericanos. En virtud de su posición clave en la política, el comercio y las finanzas internacionales, estos actores contribuyeron de manera decisiva a liberar las fuerzas que muy pronto culminarían en una extraordinaria oleada de especulación financiera en la Bolsa de Londres. Paradójicamente, el instrumento más eficaz a su disposición no era el poder, fuese político o económico, sino un instrumento de tipo psicológico: el mito de El Dorado.
Durante siglos, la riqueza de las minas de oro y plata de Hispanoamérica había seducido la imaginación del mundo y despertado la envidia de los rivales europeos de la corona española. Al desintegrarse el gran imperio, las puertas de los tesoros minerales de este vasto y exótico continente parecían abrirse a la participación extranjera. A pesar de las perspectivas prometedoras —descritas en términos panegíricos en la abundante literatura contemporánea— existían muchos obstáculos que hacían sumamente difícil recuperar los niveles de rendimiento de las minas alcanzados en la etapa colonial. La producción de plata había declinado precipitadamente al estallar las guerras de independencia. En muchos casos, los túneles de las minas habían quedado inundados tras la rotura de los sistemas de drenaje. Por otro lado, se produjo una fuerte escasez de mano de obra ya que un gran número de trabajadores mineros abandonaba sus hogares para marchar a la guerra. Al mismo tiempo, el colapso de los sistemas crediticios coloniales produjo graves carencias de capital, haciendo imposible mantener los establecimientos mineros en buenas condiciones de funcionamiento. A la conclusión de las guerras se emprendieron algunas mejoras: negociantes y propietarios de minas comenzaron trabajos de drenaje en unos cuantos distritos argentíferos y la producción empezó a recuperarse lentamente. Pero el capital siguió escaseando, y sin inversiones adicionales en maquinaria cabían pocas esperanzas de obtener beneficios equiparables a los logrados durante los últimos decenios de la era colonial.
Para atraer capital extranjero a las minas, los gobernantes de casi todos los estados latinoamericanos introdujeron una serie de reformas fiscales, eliminando los impuestos coloniales sobre la producción de plata y oro. Al mismo tiempo, varios prominentes dirigentes políticos se aventuraron a participar en las primeras compañías mineras británicas. A finales de 1823, el presidente argentino, Rivadavia, aprobó leyes que autorizaban la formación de compañías para explotar los recursos mineros de su nación. Escribió a sus agentes financieros en Londres, la firma Hullett Brothers, instándolos a aprovechar la oportunidad y agregando que él personalmente estaría interesado en invertir en tales empresas. De igual forma, el ministro de Asuntos Exteriores del gobierno mexicano, Lucas Alam...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL
  3. ÍNDICE
  4. INTRODUCCIÓN
  5. 1. LA INDEPENDENCIA: PLATA Y PRÉSTAMOS
  6. 2. LA DEPRESIÓN DE 1825 Y LA PRIMERA CRISIS DE DEUDAS
  7. 3. EL REDESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA LATINA, 1850-1873
  8. 4. LA PRIMERA CRISIS MUNDIAL DE LA DEUDA, 1874-1880
  9. 5. LAS ECONOMÍAS DE FRONTERA Y LA FIEBRE DE LOS PRÉSTAMOS, 1880-1890
  10. 6. LAS FINANZAS LATINO-AMERICANAS DESDE EL PÁNICO BARING DE 1890 HASTA LOS INICIOS DE LA PRIMER GUERRA MUNDIAL EN 1914
  11. 7. LA DIPLOMACIA DEL DÓLAR Y LOS PRÉSTAMOS DE 1914-1929
  12. 8. LA GRAN DEPRESIÓN, LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL Y LAS DEUDAS LATINO-AMERICANAS
  13. 9. LAS FINANZAS LATINO-AMERICANAS EN LA POSGUERRA: DE BRETTON WOODS AL AUGE DE DEUDAS EN LOS AÑOS DE 1970
  14. 10. LA CRISIS DE LAS DEUDAS Y LOS IMPACTOS DE LA GLOBALIZACIÓN, 1982-2010
  15. ENSAYO BIBLIOGRÁFICO
  16. ÍNDICE DE CUADROS, GRÁFICAS Y DIAGRAMAS
  17. SOBRE EL AUTOR
  18. COLOFÓN
  19. CONTRAPORTADA