Historia mínima de las ideas políticas en América Latina
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América Latina, ideas políticas, dos siglos. Es un desafío. Para sortearlo apelamos a un macroscopio, ese instrumento creado por la imaginación borgeana para permitirle a nuestra retina estrujar las más inabarcables dimensiones. Desde las independencias, las ideas políticas latinoamericanas se vieron en espejos que reflejaban prefijos o sufijos, imperio de los "sub" o los "pre", también los "pos" (subdesarrollo, precapitalismo, posneoliberalismo). Una de las invitaciones de este libro es recorrer las encrucijadas de las ideas políticas de esta región cuando quedaron atrapadas, se salieron del espejo, o las especularidades se olvidaron de los prefijos y sufijos demostrando intensas y mestizas originalidades. Proponemos al futuro lector hacer visibles las contingencias, las dudas y las imaginaciones políticas del futuro del pasado, leídos y pensadas desde el presente, para recorrer curiosa y comprensivamente las formas de pensar la política en esta parte del mundo.

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Información

Año
2017
ISBN
9786074626315
FIN DE LA REVOLUCIÓN Y PRINCIPIO DEL ORDEN. IDEAS PARA CONSTRUIR ESTADOS
DECRETO
Fin a la revolución, principio al orden, reconocimiento, obediencia y respeto a la autoridad soberana de las provincias y pueblos representados en el Congreso y a sus determinaciones.
“Manifiesto del Congreso de las Provincias Unidas de Sud América”, excitando los pueblos a la unión y al orden, 1 de agosto de 1816.
Llama la atención en el “Manifiesto del Congreso de las Provincias Unidas de Sud América” del 1 de agosto de 1816, que a pocos días de declarada la independencia se estableciera por decreto el principio de orden y sobre todo el “fin de la revolución”. Punto de partida a la vez que horizonte de llegada, expresaba los imperativos de proyectar la organización política de pertenencias y territorios inciertos bajo formatos que aún estaban en discusión cuando la guerra antipeninsular atravesaba sus tramos más álgidos.
La construcción de un orden político alternativo a la dominación colonial fue un largo proceso en el que se dirimieron un conjunto de contradic­ciones que surgen a partir del momento mismo de las declaraciones independentistas. La fragmentación del espacio colonial dio lugar a formas moleculares de poder, generalmente regionales, que fueron tejiendo una trama política en constante tensión entre dinámicas centrípetas y centrífugas.
Una nota característica de este proceso fue el diálogo entre ideas tan ilustradas cuanto sinceras y unos escenarios que, a cada paso, requerían correcciones, audacias y una importante cuota de empirismo político. Lo sabemos, se impusieron sobre todo soluciones republicanas demoliberales como marco organizativo de sociedades algo indóciles, poco dispuestas a ser normadas a partir del corset demasiado estrecho de la tradición parlamentarista ingle­sa, el contrato rousseauniano, el modelo constitucional gaditano o la más moderna versión nortea­mericana. También y en ocasiones, fórmulas en las que adaptaron de manera ecléctica y original el menú de ideas disponibles en el tránsito entre lo viejo y lo nuevo.
No eran pocos los desafíos al fin de las guerras de independencia: la ruralización y militarización del poder, la dispersión regional heredada tanto de la disolución del aparato administrativo colonial como de la desarticulación de los circuitos económicos de virreinatos y capitanías, los conflictos de intereses entre las élites económicas tradicionales y las que se creaban en el nuevo escenario económico posmonopolio comercial, los poderes de caudillos militares, las ambiciones de las potencias mundiales.
Modelos monárquicos constitucionales o republicanos, liberales o conservadores, centralistas o federalistas fueron ensayados en formas nunca del todo puras intentando horadar las lógicas corporativas del antiguo régimen. Fueros, privilegios, estancos, alcabalas, aduanas secas, resabios del monopolio comercial, las antiguas disputas regionales antes ahogadas o prohijadas por la antigua estructura virreinal habsburguesa o la menos arraigada pero vital borbónica, se interponían una y otra vez a las ideas del individuo, el ciudadano, el principio intrasocietal y secularizado del poder, el librecambio económico.
Por ejemplo, no es excepcional la afirmación de Juan Bautista Alberdi, republicano convencido y arquitecto de la Constitución argentina de 1853, acerca de que “los nuevos Estados de la América necesita[ban] reyes con el nombre de presidentes” fuerte como el de Chile, “republicano en la forma y casi monárquico en el fondo”.
Frente a los desafíos antes descritos, la preocupación central era la defensa de las independencias ya no de cara a la dominación colonial española o portuguesa sino para conjurar dispersiones y luchas fratricidas. Lo que, en ocasiones, abrió una cesura más: la de militares/caudillos y letrados o bien las pragmáticas del poder contra el pensamiento teórico.
“El hermoso ideal de los visionarios políticos, de los arquitectos de utopías” resultaba anacrónico, como afirmaba a principios de la década de 1830 Andrés Bello, maestro de Bolívar y referencia intelectual del periodo. El primer impulso liberal se había caracterizado por el excesivo optimismo de las élites ilustradas respecto de las leyes inspiradas en las nuevas ideas para organizar las sociedades latinoamericanas. En el contexto de las crudas lógicas postindependentistas el común denominador del segundo impulso constitucionalista fue la centralización política y el abandono de las ideas jacobinas en pos de las costumbres, la historia y el “estado de civilización” de los pueblos americanos. También, una revisión de los principios de libertad e igualdad, considerados excesivos y tendientes a la “tiranía de las mayorías”. Moderación, apego a las realidades y prudencia, eran palabras frecuentes en el cielo de los legisladores.
La Constitución de Bolivia de 1826, diseñada por el Libertador, contemplaba los principios de república, soberanía popular, democracia representativa y una división de poderes cuatripartito, pero también concentraciones de poder personal prohijado de manera inocultable por un grupo nada desdeñable: los hacedores militares de la revolución. El 25 de septiembre de 1826 Bolívar le escribía al vicepresidente de Colombia, Francisco de Paula Santander, que la Constitución sería “fuerte y nueva, ligando las ventajas de las repúblicas de América y Holanda, habría algo de gobierno vitalicio y algo de las libertades del federalismo, es decir, la Carta no dejaría de tener amigos y enemigos”. Simón Bolívar tenía muy presentes las cruentas disputas en Nueva Granada e intentaba sortearlas profundizando la Constitución de Angostura (1819). Otra preocupación recurrente era la adaptación de los modelos de la modernidad ilustrada conforme al estado de “virtud”, como se decía por entonces, de ciudadanos y habitantes de las ex colonias. Los varios desencantos por enfrentamientos, felonías y traiciones entre caudillos y regiones, pasiones desatadas al calor de las luchas independentistas, animaba diseños que compatibilizaran un equilibrio de poderes para limitar posibles despotismos, al tiempo que garantizaran herramientas para la gobernabilidad.
La Constitución boliviana planteaba un ejecutivo fuerte con un presidente vitalicio y un vicepresidente nombrado por él (que en este caso tenía nombre y apellido: el mariscal José Antonio Sucre). Para Bolívar la figura presidencial debía ser “como el sol que —firme en su centro— da vida al universo”, metáfora heliocéntrica criticada por su personalismo y sus resonancias monárquicas. Para entonces Bolívar no era monárquico. Según David Brading, su republicanismo se inspiraba en una filosofía secular que enseñaba que el hombre sólo puede alcanzar o perseguir la virtud como ciudadano de una república. Así, el poder legislativo contaba con tres cámaras: senadores, tribunos y censores vitalicios. En estos últimos depositaba la ilusión de salvaguardar el cumplimiento de la constitución y las leyes tanto del poder como de la sociedad. Estos “sacerdotes de las leyes” debían ser los “fiscales contra el gobierno” y encarnarían una misión pedagógica “para un pueblo que no se contenta con ser libre y fuerte sino que quiere ser virtuoso”. Ese “poder moral”, inspirado en el poder neutral de Benjamin Constant, debía promover la educación, guiar la opinión pública, orientar las cualidades ciudadanas. En él Bolívar cifraba la esperanza de inhibir y sancionar las pulsiones rústicas de caudillos y advenedizos y crear una ciudadanía activa y responsable. La división cuatripartita del poder se completaba con el Poder Judicial y el Poder Electoral, en el que fundamentaba un tenue federalismo. Esta Carta crepuscular de Bolívar fue tan efímera como cuestionada por parte de muchos de sus contemporáneos —sobre todo letrados—, antes sus admiradores, como el ya mencionado Andrés Bello, fray Servando Teresa de Mier, Vicente Rocafuerte, José María Heredia y Manuel Lorenzo de Vidaurre.
No todas las constituciones de la primera mitad de siglo siguieron máximas tan napoleónicas. Entre 1819 y 1845, la mayoría se inspiraron con matices en la Constitución de Cádiz: la de la Gran Colombia de 1814, la de Nueva Granada en 1830, la de Perú en 1823 y 1828, la Argentina de 1826, por ejemplo. Los constitucionalistas veían en ella la ventaja de tramar los ideales liberales de la ilustración anglofrancesa en la tradición española, aunque advirtieran el mar de diferencias que separaba ambas situaciones. Si en Cádiz se trataba de poner frenos al poder absolutista del monarca, de recortar, disciplinar y redefinir esa soberanía, en las ex colonias la urgencia era afianzar el poder de la autoridad central. El rasgo unitario o centralista es común. En algunos casos incorporaron matices del poder neutral de Benjamin Constant: muy claramente en la constitución monárquica de Brasil de 1824, pero también en la de Venezuela de 1819, Chile de 1823, Costa Rica y México de 1836.
Esas prudencias recogían ecos de lecturas de Montesquieu y Rousseau, pasadas por el tamiz del muy leído Benjamin Constant y también de las interpretaciones de la Revolución francesa de madame de Stäel, para quien —como señala Antonio Annino— la revolución había fallado por haber sufrido un desplazamiento de ideas: las libertades civiles habían sido subordinadas a la libertad política, en una dramática inversión del camino inglés, con la cristalización de dos nuevos despotismos: el jacobino de “la mayoría” y el napoleónico de “uno solo”.
Las constituciones consagraban el principio de soberanía popular, la división de poderes, las garantías civiles, el derecho de propiedad, una ciudadanía política reservada a propietarios y/o alfabetos y un empeñoso centralismo ligado a la figura presidencial que extendía su potestad hacia provincias, regiones e incluso municipios cuyas autoridades eran encumbradas desde el Ejecutivo. Una excepción es el carácter federal de la Constitución de México de 1824. A la caída del imperio de Iturbide, en el Congreso de 1823 los debates giraron en torno a la pregunta acerca del lugar y la entidad de la soberanía. Concretamente: ¿de quién era?, ¿de la nación o de las provincias? Para muchos congresistas, en las respuestas se jugaba nada menos que la unidad nacional, pensada esta desde sus más elementales atributos, es decir, el territorio. Mirado en términos regionales (asunto que estaba muy presente en los ánimos legislativos) el mundo novohispano era complejo, diverso y sobre todo extenso. El otro país que podía asemejársele era Brasil, que por esa y otras razones se había erigido casi contemporáneamente en una monarquía constitucional. Fray Servando se preguntaba en controversia con los federalistas más radicales, como su amigo Miguel Ramos Arizpe, artífice protagónico del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana: ¿no hay más que una manera de federarse? Y señalaba las desdichas y los “arroyos de sangre” corridos en los países que habían abrazado el credo federalista a ultranza: Venezuela, Colombia “y en Buenos Aires en el que el rey de Brasil se apoderó impunemente de la mayor y mejor parte de la república”. Mier sentenciaba “federarnos estando unidos, es dividirnos y atraernos los males que ellos procuraron remediar con esa federación”. Y defendía una “federación razonable” que no fuera en contra de la historia.
Los debates historiográficos acerca de las relaciones entre federalismo, republicanismo y liberalismo han estado muy activos en la última década, asunto que apenas enunciamos. El federalismo de la Constitución de 1824 parece ser una consecuencia menos doctrinaria que territorial. Josefina Vázquez, por ejemplo, señala que a diferencia del federalismo norteamericano, el mexicano gobernaba regiones, no ciudadanos. Unas regiones vigorosas desde Cádiz en adelante como consecuencia de la retroversión de la soberanía en los pueblos. No faltaron defensores del poder central (por caso, Florentino Martínez o José María Cabrera que abogaban por el principio indivisible e inalienable de la soberanía de la nación) tanto como federalistas más radicales. En el interesante debate de 1823 y la Constitución del año siguiente quedó plasmada una inestable fórmula transaccional entre las soberanías en pugna: la de los pueblos, la de las regiones/estados y la de aquellos que pretendían crear un espacio con cierta autonomía para la nación.
En el espectro decididamente conservador y centralista, la Constitución chilena de 1833 y la experiencia de Diego Portales es significativa. La frase “Por la razón o por la fuerza”, que puede leerse hoy en el escudo nacional y en el canto de las monedas chilenas, expresa la dominancia de las ideas que construyeron el Estado. El pensamiento conservador no suele ser programático sino reactivo. Por eso una palabra frecuente en el discurso conservador es “anarquía” contra un orden que se ve amenazado. En el caso de Chile la temprana aparición de un partido que se autodenomina conservador se constituyó en una experiencia programática afirmativa y exitosa.
Los principios de orden, jerarquía y centralización que estableció la Constitución de 1833 rigieron la política chilena hasta la década de 1890. Incluso sectores de tendencias liberales, como el ministro de Hacienda Rodríguez Aldea, defendiendo sus políticas arancelarias en 1822, afirmaba: “somos liberales en todo lo que no tienda a arruinarnos”. Como advierte Simon Collier, el orden no sólo se refería a la esfera política sino que se erigía en toda una cosmovisión. “En todas las sociedades del mundo hay pobres y ricos, porque así lo dispone la Providencia”, escribía un publicista en el periódico El Artesano del Orden (1846): “No hay individuo tan pobre que no tenga algo que le pueden robar o que no pierda algo cuando el orden social experimenta algún trastorno. Por eso la conservación del orden es interés de todos”.
La Constitución de 1833 era para los pelucones la garantía de la estabilidad social chilena. Su carácter centralista, los amplios poderes con los que investía al ejecutivo, la facilidad para dotarlo de “facultades extraordinarias”, la posibilidad de la reelección presidencial por dos periodos consecutivos (prácticamente durante todo el siglo XIX se establecieron periodos decenales de gobierno, lo que redundó en una continuidad poco frecuente), eran normas a las que los conservadores adjudicaban el éxito de la organización política chilena, comparándola con el caos reinante en los países vecinos. Sin embargo, aun los muy conservadores cánones podían ser pragmáticamente desestimados si la acción política lo requería. Frente al requerimiento del cumplimiento del habeas corpus y en polémica con Mariano Egaña, uno de los artífices de la Constitución de 1833, Diego Portales sentenciaba que en Chile las leyes liberales y las garantías constitucionales no servían
para otra cosa que no sea para producir la anarquía, la ausencia de sanción, el libertinaje, el pleito eterno, el compadrazgo y la amistad… De mí sé decirle que con ley o sin ella, esa señora que llaman la Constitución hay que violarla cuando las circunstancia son extremas… A Egaña, que se vaya al carajo con sus citas y demostraciones legales. Que la ley la hace uno, procediendo con honradez y sin espíritu de favor.
Otra sección áurea de las ideas políticas de la primera mitad del siglo XIX es la relación entre liberalismo y democracia, tema clásico de la filosofía política desde hace por lo menos dos siglos. La encrucijada entre libertad e igualdad, marcapasos de la modernidad occidental, suponía la interrogación acerca de los bordes y espesores de la soberanía popular, la representación y los derechos.
José María Luis Mora en La suprema autoridad civil no es ilimitada (1822) exponía una preocupación frecuente en esta generación política: poner freno a las interpretaciones “desmesuradas” del concepto de soberanía, su naturaleza y extensión: “La idea que hasta aquí se ha tenido es la del absolutismo… y nosotros al variar de gobierno y hacernos independientes, no hemos hecho otra cosa que trasladar ese poder formidable de uno a muchos, o lo que es lo mismo del rey a los congresos”. Ligado a lo anterior se impuso una definición más ajustada del principio de igualdad, analizado en clave de derechos civiles y políticos. El principio de igualdad, consensuado entre las distintas lectu­ras del liberalismo, es el de igualdad jurídica. Esto supone la consumación de los derechos individuales y la superación de la sociedad corporativa, jerárquica y estamental del Antiguo Régimen. El principio de igualdad, según Mora,
ha sido siempre uno de los tropiezos más peligrosos para los pueblos inexpertos que por primera vez han adoptado los principios de un sistema libre y representativo. Alucinados con esta idea seductora y halagüeña, se han persuadido que para serlo todo, bastaba el título de hombre… de esto ha resultado que todos y cada uno de los miembros del cuerpo social… han aspirado a ocupar todos los puestos públicos, pretendiendo que se les hace un agravio en excluirlos por su falta de disposiciones y que éste no es más que un pretexto para crear una aristocracia ofensiva de la igualdad.
Como señala Natalio Botana, las ideas políticas dominantes de este periodo resultaban de esta combinación que era al mismo tiempo conservadora y liberal, proponía una república restrictiva en manos de una minoría de ciudadanos que regía una república abierta a todos los habitantes. Sin embargo las combinaciones podían ser muy mestizas si se cruzaban con proyectos de centralización o federación. Hubo liberales centralistas (por ejemplo el rioplatense Bernardino Rivadavia o el colombiano Francisco de Paula Santander), liberales federales (José Artigas, los centroamericanos José Cecilio del Valle y Francisco Morazán o el mexicano Guadalupe Victoria), conservadores centralistas (el chileno Diego Portales o el colombiano Rafael Núñez), incluso conservadores federales (el argentino Juan Facundo Quiroga, el colombiano Mariano Ospina Rodríguez).
El tercer ciclo constitucional de la segunda mitad del siglo xix reforzó otro elemento que estaba presente pero subordinado en las primeras décadas: la idea de “felicidad y progreso”, en térm...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL
  3. ÍNDICE
  4. MACROSCOPIO
  5. PRIMERA PARTE
  6. SOBERANÍAS Y EMANCIPACIÓN
  7. FIN DE LA REVOLUCIÓN Y PRINCIPIO DEL ORDEN. IDEAS PARA CONSTRUIR ESTADOS
  8. DE LA REVOLUCIÓN A LA EVOLUCIÓN. ORDEN Y PROGRESO
  9. LOS CENTENARIOS DE LAS INDEPENDENCIAS. ¿CANTO DEL CISNE DEL ORDEN OLIGÁRQUICO?
  10. SEGUNDA PARTE
  11. LA UTOPÍA DE AMÉRICA. BÚSQUEDAS Y FUNDACIONES
  12. REVOLUCIÓN EN LAS IDEAS E IDEAS DE REVOLUCIÓN
  13. ANTIIMPERIALISMO Y LATINOAMERICANISMO
  14. LOS ADJETIVOS DE LA DEMOCRACIA
  15. BAJO EL SIGNO DE UN NUEVO ORDEN. NACIONALISTAS, CORPORATIVISTAS, INTEGRISTAS
  16. ESTADOCENTRISMO, NACIONALISMO E INCLUSIÓN
  17. ¿POPULISMO O POPULISMOS?
  18. TERCERA PARTE
  19. HOMÉRICA LATINA. DONDE INTERESANTES EVENTOS ESTÁN TENIENDO LUGAR
  20. REVOLUCIÓN Y TERCER MUNDO
  21. DESARROLLO Y DEPENDENCIA
  22. INTELECTUALES Y COMPROMISO
  23. IDEAS DE PLOMO. LAS DICTADURAS DE LAS FUERZAS ARMADAS EN EL CONO SUR
  24. PROHIBIDO PENSAR AMÉRICA LATINA. DE LA DESAPARICIÓN Y LA RECUPERACIÓN DE IDEAS
  25. LA MEMORIA OBSTINADA
  26. NOTA BIBLIOGRÁFICA
  27. SOBRE LA AUTORA
  28. COLOFÓN
  29. CONTRAPORTADA