Mi París
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Mi París

  1. 420 páginas
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Información del libro

Mi París es un relato novelado que recoge visiones y pensamientos sobre la ciencia, la educación y la política que tienen a París como escenario. Pero París no es solo el escenario, también es el motor que impulsa hacia delante la personalidad del autor de la obra. Un París vivo, donde hechos históricos, descritos con solemnidad, se combinan con anécdotas personales, algunas descritas con un cierto humor.Narra la vida parisina de un joven idealista recién llegado de Madrid, apasionado en extremo por el conocimiento científico, pero que no se sustrae a lo que ocurre a su alrededor, como son la política y la literatura francesas o la lucha de los exiliados españoles por la recuperación de la libertad en su tierra. A lo largo de las páginas de la obra se va perfilando la formación de su pensamiento y su evolución, desde el tiempo de estudiante universitario en el Barrio Latino hasta el final de su labor como profesor y responsable de política universitaria en España y, a modo de cierre de su peripecia vital, su retorno a esa ciudad que tanto ama: París.El autor es un caminante inagotable que diariamente recorre las calles de París, cruza sus puentes, las orillas del Sena, busca los sitios donde acaecieron hechos históricos que cambiaron el curso de la historia de Europa. También reflexiona sobre la influencia de grandes pensadores en la construcción de su mundo de valores e ideas; es el caso de Victor Hugo, Albert Camus, Gustave Flaubert, Georges Danton, Aristide Brian, Jean Jaurès, Jean Moulin, André Malraux, Jean Monnet, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Manuel Azaña, Miguel de Unamuno, Max Aub o Pablo Neruda, todos ellos tienen en común haber nacido o vivido en la capital gala.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418381546
Edición
1
Categoría
Sociología
PRIMERA PARTE
1
VIAJE DE IDA
Aquel París que me abrió los ojos
Le hubiera gustado poder escaparse como un pájaro que se echa a volar, ir a beber juventud a algún sitio, muy lejos por espacios sin mácula.
Gustave FLAUBERT, 1857. Madame Bovary.
NO pude esperar más. Llevaba semanas aguardando la aceptación de mi solicitud como residente en la Casa Heinrich Heine, también conocida como la Casa de Alemania, de la Cité Universitaire de París. Me habían confirmado la concesión de la beca de la Fundación Juan March para ampliar mis estudios de matemática numérica en la École des Mines de París y ansiaba empezar cuanto antes esa nueva etapa de mi vida. Tenía 22 años, pero pasaban los días y la contestación de los alemanes no llegaba. Día tras día, abría, inquieto, el buzón de cartas de mi casa, sin éxito. Sentía el agobio de que se aproximaba el principio de curso y estaba todavía en Madrid.
Primero pensé alojarme en el Colegio de España, ese bello edificio que diseñó en 1927 Modesto López Otero, pero no era posible pues, tras los altercados ocurridos en mayo de 1968, el Colegio sufrió algún desperfecto, lo cerraron y no había vuelto a abrir. Quizás se debía a que el régimen franquista aprovechó esa circunstancia para alejar de allí a estudiantes que pudieran ser contestatarios con el régimen.
Como deseaba inicialmente ser partícipe de la vida y el ambiente de la Cité, que se anunciaba culto e internacional, opté como segunda opción por solicitar que me acogiesen los alemanes.
Decidí plantarme en París cuanto antes, al comienzo del mes de octubre. Diez minutos después de las seis de la tarde de su primer domingo, inicié el viaje en el tren que llevaba por nombre Puerta del Sol. Me aguardaban unas dieciséis largas e incómodas horas de estancia en un abarrotado, asfixiante, compartimento que al caer la noche se transformaría en un conjunto de seis literas, ordenadas en dos hileras de tres. Si algo tenía de novedoso ese tren hacia París era que, por primera vez, no se debía efectuar transbordo alguno en la frontera; aunque, eso sí, efectuaba una larga parada en Hendaya para adaptarse al ancho de vía existente al norte de los Pirineos, al que denominaban “ancho de vía europeo”.
Todo el trayecto transcurrió con rutina, y el sueño me ganó la batalla tras anochecer; descansé, más o menos incómodo, hasta que nuestro convoy efectuó otra parada a la mitad de su recorrido por tierras francesas. No sé si esa parada fue en Poitiers o Tours, no me acuerdo. Detenido el tren, al cabo de pocos instantes, empecé a oír a lo lejos en el andén de aquella estación los gritos del que supe luego era un vendedor de periódicos. “La grève, c’est la grève générale, messieurs”1 anunciaba a pleno pulmón cuando despuntaba el alba, propagando la noticia principal del momento.
Bajé de la litera, salí al pasillo para entender qué ocurría. Todo era nuevo para mí y, además, no comprendía el significado de las palabras que pregonaba aquel vendedor. Parecía que anunciaba un hecho destacado. La oscuridad dominaba el andén, y un halo extraño, cuando no misterioso, envolvía la escena.
Un joven, algo mayor que yo, había bajado la ventanilla frente a la puerta de entrada en el compartimento que ocupábamos los dos. Le pregunté, con cierta timidez o azoramiento, sobre qué pasaba.
Mi compañero de viaje, que protegía con una gruesa bufanda su garganta del frío que agrandaba la oscuridad, me escuchó con atención, con su mirada lo daba a entender. Su gesto reflejaba amabilidad e interés por cuanto le decía. Supe que se llamaba Eduardo, que no era la primera vez que hacía semejante viaje y que para él no había lugar en el mundo mejor que la ciudad a la que nos dirigíamos. Tras sus gafas de mediana graduación se escondía, intuí, una persona que sabía dialogar. Luego, con la voz pausada para no molestar a quienes dormían en sus literas, dirigió la conversación a averiguar el porqué de mi presencia en aquel vagón en penumbra, y que unas pocas horas después llegaría a su querido destino:
El tren reanudó la marcha y nosotros seguimos en silencio durante bastantes minutos. Con el clarear del día, siempre con la vista puesta en el horizonte que observabamos a través de la ventanilla, reemprendimos la charla, pero su contenido no fue más allá de unos cuantos lugares comunes.
Este joven, Eduardo Ruiz, poco tiempo después se convirtió en un verdadero amigo mío. Él también iba por motivo de estudios a París, era médico y se hallaba en el segundo año de su doctorado en cardiología que realizaba en Hôpital Pitié-Salpêtrière. Una de las personas más generosas que he conocido.
La llegada a Austerlitz fue tan desoladora como se anunciaba. La huelga de transporte era completa. Nadie me esperaba (supe tiempo más tarde que Vicky sí que acudió a la estación, pero llegó más de tres horas tarde por culpa de la huelga). Mi primera visión de Austerlitz fue la de hallarme en un hangar destartalado y semidesértico, a causa del paro. Empecé a sentir frío, debido al desamparo que se apoderaba de mí. Esa Gare de Austerlitz, a la que me hice asiduo en los meses siguientes, con las idas y venidas de los amigos y familiares que me visitaron, había sido reconstruida en su forma actual en la época del Emperador Napoleón III entre 1862 y 1867.
Noté que Austerlitz poseía elementos comunes con la Estación del Norte de Madrid de la que habíamos partido, y que en el siglo anterior construyeron reputados técnicos franceses. Esos mismos ingenieros diseñaron poco después el mítico Puente de los Franceses, cuyo nombre rinde homenaje al origen de sus creadores.
Dejamos, como solía ser costumbre en casos análogos, las maletas en la consigna de la estación. Al cabo de unos años esta costumbre se perdió, pues las consignas de las estaciones fueron suprimidas en Francia a causa de atentados terroristas que las utilizaron para colocar bombas que causaban víctimas indiscriminadas.
Eduardo se ofreció a ayudarme en la búsqueda de alojamiento. Me debió ver muy desvalido, y lo estaba.
Al salir de la estación, nos dimos de bruces con el Sena a la derecha y con el Jardin des Plantes a la izquierda. Con todo el día por delante, no pude aguantar la tentación de conocer, aunque fuese superficialmente, ese reputado centro naturalista creado en 1635 por Louis XIII, y que con la llegada de la Revolución cambió su primer nombre en 1793 por el que es conocido actualmente. Mi amigo aceptó complacido el papel de cicerone.
Justo a la entrada del Jardin, encontré el primer indicio de que la ciudad, como intuía, veneraba la Ciencia y respetaba la tarea que llevaban a cabo los científicos. Se trataba de la escultura de Jean-Baptiste Lamarck, que en 1908 inmortalizó Leon Fagel. Un monumento a Lamarck significaba para mí entonces, y ahora también, un monumento a la teoría de la Evolución y a los evolucionistas. Llamó fuertemente mi atención el carácter didáctico que guiaba la estructura de las diferentes zonas del jardín y el respeto por la actividad científica que se palpaba allí.
Tras la fugaz visita al Jardin des Plantes, tomamos la orilla izquierda del río y fuimos caminando al Office de Tourisme que se hallaba en Champs Élysées, cerca del Arco de Triunfo, pues, según Eduardo, allí siempre ayudaban a encontrar un lugar asequible de precio para dormir. Anduvimos más de dos horas, acaso tres, pero mereció la pena pues nuestra gestión dio el fruto esperado. Me reservaron habitación en un hotel en la céntrica rue Rivoli. Se trataba de un hotel sencillo y económico cuyo nombre he olvidado (con el tiempo he recorrido la zona con la curiosidad de encontrarlo, pero no he sido capaz de dar con él, supongo que debieron cerrarlo).
También en ese primer día en París, el bueno de Eduardo había quedado con una amiga suya —que posteriormente sería su mujer— para una celebración de cumpleaños de su conocida. Fuimos a buscarla a la casa donde vivía, en la rue de Villersexel del Barrio Latino. El nombre de la calle rendía homenaje a una batalla que tuvo lugar en 1871 durante la guerra franco-prusiana en la que el general Charles-Denis Bourbaki comandó las tropas francesas.
Magda, la amiga de Eduardo —que también realizaba por aquel entonces estudios de doctorado en medicina y con el tiempo se hizo buena amiga mía—, había preparado una sencilla comida para ellos dos. Sin embargo, me obligaron a quedarme y compartieron sus viandas conmigo, con lo que no tuve más remedio que hacer de “carabina” en su cita. No hubiese imaginado veinticuatro horas antes tantos imprevistos juntos en el comienzo de la aventura francesa.
Vivía Magda de alquiler en una de las chambres de la sexta planta de un típico edificio haussmaniano, en las que era habitual que durmieran las sirvientas (llamadas bonnes, o femmes de ménage, según...

Índice

  1. Portada
  2. Primeras páginas
  3. Créditos
  4. Nota editorial
  5. Dedicatoria
  6. Contenido
  7. Preámbulo
  8. Primera parte
  9. 2. La estatua de Danton
  10. 3. El drugstore de Saint-Germain
  11. 4. El anfiteatro Poincaré
  12. 5. Una visita a la embajada
  13. 6. Tras los pasos de Victor Hugo
  14. 7. Fiesta en la Maison du Liban
  15. 8. En la "rive droite"
  16. 9. Entre Jussieu y Fontainebleau
  17. 10. Una decisión importante
  18. Segunda parte
  19. 12. Pasión por la educación
  20. 13. Un regalo de los dioses
  21. 14. Entre el ayer y el mañana
  22. Notas biográficas
  23. Contraportada