Mundo Sin Dueño
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Mundo Sin Dueño

  1. 93 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
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Información del libro

Se Dios no existe, hay que crearlo.
Este es un libro sobre poder, política, sexo, religión y ciencia.La presentación de un mundo futuro donde la economía está en declive y varias corporaciones luchan entre sí por el poder global, mientras nace una nueva tecnología revolucionaria, una deidad artificial dispuesta a ayudar a las personas a derrotar a los controladores del capital y el planeta. Todo lo que las teorías de conspiración nunca te dirán.

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Información

Editorial
Antonio Kuntz
Año
2019
ISBN
9781071505533
Categoría
Art
Categoría
Art General
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Traducción al español de

Elvira García Alonso

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2019

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MUNDO SIN DUEÑO
Copyright © 1995 Anthony Koontz
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, a través de cualquier medio, sin autorización previa por escrito del autor (Ley 9.610 de 19/2/1998)
Kuntz, Antonio Valter
Mundo sem Dono – Lady Power
Fundación Biblioteca Nacional – Ministerio de Cultura
Número de registro 150.921 – Libro 247 – Hoja 4.
Nosotros, indios de los Andes y de América, decidimos aprovechar la visita de Juan Pablo II para devolverle su Biblia, porque en cinco siglos no nos ha dado ni amor, ni paz, ni justicia. Por favor, tome de nuevo su Biblia y devuélvala a nuestros opresores, porque ellos necesitan sus preceptos morales más que nosotros.”
Ramio Reynaga, líder indígena, durante la visita del Papa Juan Pablo II a Bolivia en 1985, siglo XX.
Retrato del fin de los tiempos.
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Una crítica positiva que se escuchaba a menudo en los consejos internacionales era que no existían musulmanes famélicos. En estas regiones, más que en otros países o naciones, la caridad no sufría de un monopolio estatal o institucional, sino que era una obligación directa del ciudadano y pedir limosnas era un oficio respetable.
En occidente, una mayoría de estados fallidos llenos de aristocracias millonarias confiaba la administración de la economía a una entidad supranacional. La Fundación Jus. Esta organización no tenía acceso a ninguno de los organismos filantrópicos del islam, ni ningún control directo de las fortunas bajo los ojos de Mahoma.
Mientras que en el Islam había una competencia entre las instituciones de caridad, en América Continental y Europa se llenaban las arcas de un Estado paralelo que impedía el fin de las regiones de miseria del hemisferio sur. Su poder llegaba tan lejos que William F. Jus había conseguido personalmente la aprobación en el congreso de los Estados Unidos, Canadá y México de leyes que eximían del pago del impuesto de la renta a los ciudadanos que contribuyesen a la Fundación.
De los nueve mil millones y medio de personas que habitaban en el mundo, más de la mitad vivían con graves problemas de nutrición. La expansión demográfica se había vuelto negativa una década antes y los más favorecidos admitían que esa era la mejor respuesta natural para la supervivencia de la especie.
Sin embargo, la reducción de la población no era proporcional a la reducción de producción de bienes. La Fundación Jus se abastecía de la proliferación de la miseria y manejaba la distribución de la riqueza seleccionando a familias remanentes de conglomerados evangélicos y católicos. Su poder provenía de los fondos privados de protección a la herencia familiar, invención empresarial que había surgido para proteger a los hijos y nietos de la hambruna creciente de los Estados y de sus monedas en decadencia.
Sustituyendo las leyes y los poderes de estado de diversos países, la moral y la justicia de las calles, la Fundación Jus creía que una reducción de la natalidad contribuiría al equilibrio ecológico, pero no financiaba su control con métodos anticonceptivos bioquímicos o físicos. «Los pobres tienen derecho a nacer» era uno de sus eslóganes publicitarios.
Y en un mundo dividido desde el colapso financiero de 2027, el dominio que ejercían era casi total, ya que se limitaba exclusivamente a los países de tradición cristiana. Debido a la expansión islámica, las naciones teocráticas bajo el dominio de la sharía no estaban sometidos los programas de la Fundación, pero sí estaban a merced de los experimentos genéticos de masa desarrollados en China y en Japón. Del paraíso no había quedado ni la leyenda.
De este modo, a mitad del siglo XXI, el hemisferio occidental mantenía sus ruinas, Oriente Medio estaba en paz y gran parte de Asía y Oceanía vivían en equilibrio económico. La historia del mundo seguía su ritmo normal. Pero, en un futuro próximo, siete gigantes y armados portaviones estarían paralizados en el Océano Pacífico delante de una flota, flotando en el cielo, de esferas blindadas y oscuras. Y la historia sería otra.
Anno domini, 2045.
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Con las piernas abiertas, sudadas y mojadas, Melina Evren dio lo mejor de sí a Juan, Carlos, Castañeda, Pericles, Hugo, Smith, Mussolini y a los hombres más destacados desde que tenía 13 años. Culo terso, pezones esculpidos. Su boca larga y servicial volvía locos a sus amantes. Algunos, los más sumisos, sucumbían solo con una mirada. Y así es como ella consiguió el puesto de primera dama el pasado 8 de agosto, a los 38 años de edad, sin celulitis, arrugas, estrías ni barriga.
Nueva York.
Mientras bajaba la cremallera de su pantalón, Juan Canarió se aflojaba el cinturón sobre la barriga flácida y recordaba el día en el que decidió que Melina era la mujer de su vida. La misma que ahora estaba en el cuarto de baño llenando sus mejillas de agua y de pasta de dientes, rociando espuma sobre el enorme espejo de pared. El mármol pulido en el suelo reflejaba su belleza desnuda, rosada, deliciosa... «¡Qué delicia!» Qué delicias le esperaban después de esa tarde. Juan dictó el número del consulado y al otro lado una voz femenina, de una secretaria de edad avanzada le atendió educadamente. Anotó las órdenes de Juan y colgó el teléfono. Al otro lado, la secretaria, mirando su reflejo en la ventana de cristal, se retocó el pintalabios, limpió la mancha rojiza del micrófono y vislumbró la panorámica del séptimo piso hasta el horizonte gris azulado. «Una vez más», pensó la mujer, olvidadiza con el tiempo por un vicio y otro. Juan había pedido la confirmación de su encuentro con Hervé y también las reservas del vuelo de vuelta.
Japón
En el otro lado del mundo, aunque no tan lejos, Kiruo terminaba su ensayo número 76 del año, sin ayudantes desde hacía dos meses, sin presupuesto, con un contrato ya acabado con la agencia espacial japonesa y en un laboratorio de tercera clase en el edificio más antiguo de la universidad. Con metal intrapulido y electrones en las zonas correctas, el revestimiento superconductor con 150 kg de masa y un peso negativo se alzó medio metro del suelo. Realizó alteraciones de masa y temperatura, registrando las alternativas de potencia en relación a los movimientos horizontales y verticales. Así, el revestimiento se balanceaba hacía delante, para atrás y para los lados obedeciendo los focos láser de diferentes colores y graduaciones. Una sonrisa japonesa se dibujó en la boca femenina.
Nueva York
Ocurría todas las mañanas. El sol aparecía y, como hacían algunas mujeres, ella cerraba las piernas. La luz entraba iluminando motas de polvo y el hombre que abandonada la cama intentaba atraparlas con las manos. Ser el centro del universo era lo máximo. La falta de espacio lo echó de la cama y, todavía desnudo, abrió de par en par las ventanas y aspiró la brisa marina. «¡Jus, cierra eso!», murmuró ella escondiendo la cabeza bajo la almohada. Jus se volvió, observó la belleza exagerada en el dorso de la joven y sonrió. Sintió una súbita ternura, que él sabía que no duraría más de un instante, pero era muy satisfactoria. La felicidad era un sentimiento efímero en su vida.
Y ya. Ese momento acabó. La pantalla de la mesita de noche parpadeó y una voz barítona del UVC[1]anunció un nuevo día. Siete y media, uno de febrero. El hambre continuaba en el mundo y Jus tenía cosas que hacer. A las ocho en punto, Ketrin tecleaba el código de acceso a la red mundial, permitiendo al universo entrar en la oficina. Algunos segundos después centenares de canales de comunicación mostraban la voz y las imágenes sintetizadas de Ketrin contestando de la misma manera: «Fundación Jus, buenos días. Espere un momento, por favor». La central identificaba el origen de cada llamada y repetía la frase en el idioma pertinente, remitiendo la conexión para el interlocutor de la Fundación Jus para tratar el asunto en cuestión, a veces un humano, a veces una unidad de UVC. La mayoría de las llamadas provenían de empresas vinculadas y de instituciones filantrópicas, lo que provocaba un círculo vicioso entre acuerdos operacionales y regateos, bajo la intermediación de la Fundación Jus. La sede central de la industria de la miseria, el hambre y la caridad había desarrollado y encontrado a su más poderoso benefactor. William F. Jus era el responsable de la manutención de los sistemas de equilibrio.
Su principal logro era el haberse transformado en el mayor símbolo de la caridad cristiana en el hemisferio occidental tras la expansión árabe sobre la Europa mediterránea. Exsacerdote, pastor evangélico a los cuarenta años, comenzó su carrera como un personaje internacional liderando las primeras de las muchas marchas transcontinentales, dirigiendo grupos humanos a pie a través de las fronteras de países enemigos, uniendo a pobres y a ricos, a paganos y a religiones. Reuniendo a centenas de miles de cristianos africanos, rusos, turcos, eslavos y latino-americanos para exigir mejores condiciones sanitarias y laborales durante los peores años de la crisis.
El Primer Mundo se empobreció y el imperio de los desamparados por la suerte floreció. En menos de una década, William F. Jus capitalizaba ciento treinta billones de eurodólares al día. Suficiente para enorgullecerse cada vez que pasaba por el portal electrónico de Christmas Building[2], punto neurálgico de la Fundación Jus, entidad que mantenía más de cien mil agroindustrias de producción alimenticia, administraba en 14 zonas transnacionales, abarcando la industria aeroespacial, petróleo y redes de telecomunicaciones, colaborando con apoyo financiero y tecnológico con países enteros y, al mismo tiempo, ofreciendo apoyo al poder eclesiástico remanente, aglutinando bajo la misma bandera a cientos de sectas y cultos evangélicos y sincréticos. Finalmente, era la entidad encargada de las fuerzas armadas de la América Continental y la representante oficial del bloque occidental norte. La verdadera raíz de un imperio.
«Buenos días, Ketrin».
«Buenos días, Jus. El representante del comité internacional de niños desprovistos está a la espera desde hace veinte minutos. Me tomé la licencia de dejar que permaneciese en su oficina. Está hecho una fiera y no encontré otro modo de tranquilizarlo».
Ketrin terminó de hablar levantando las cejas y los hombros. Jus estiró los labios, se pasó las manos por las sienes, respiró hondó y entró en la oficina. La puerta estaba mal cerrada y escuchó el fuerte acento del hombre: «¡Hijo de puta!» Fueron las primeras palabras de Herculano Valente, europortugués seguidor del maniqueísmo y diputado electo por el partido cristiano popular con apoyo de la Fundación. Delante de él había algunos mega-pósters en 3-D, enmarcados en cristal, en los que se veían niños pálidos y de piel morena. En cada póster se leía Feed Me[3], y más abajo el número de una cuenta bancaria internacional con las iniciales FJ. «Teníamos un acuerdo, Jus. Y usted lo ha roto. Conseguí el préstamo a fondo perdido, la impresión y la distribución de más de doce millones de carteles iguales a este en trece idiomas diferentes. El Congreso Libre Europa me dio carta blanca confiando en el éxito del proyecto. Ayudé para rejuvenecer esta campaña. Invertí mi carrera en esto. ¡Y ahora me encuentro con este absurdo número impreso en mi póster! ¡La cuenta original debería ser 315597-81 y aquí pone 315597-91! ¿Cómo voy a explicar algo así ante los diputados?»
«Diga la verdad», contestó Jus, apretando los hombros de Herculano, en un gesto fraternal, antes de sentarse. «Nosotros trabajamos en nombre del Bien y no en nombre de los beneficios. Un número diferente de una cuenta bancaria no va a alterar nuestros objetivos principales. Use eso para afirmarse ante la opinión pública en el caso de que sus compañeros intenten minar algunas de sus acciones. Los tiene en el bote y la Fundación no cobrará nada por este regalo. Además, la Fundación nunca cobra. Solo da lo que recibe».
«¡¿Regalo?!» reaccionó Herculano a punto de caerse con el balanceo de su enorme barriga y sus mejillas. «Cambiar el número de la cuenta bancaria de los posters, impidiendo mi acceso a las contribuciones no fue un regalo, fue una traición. Todos los contratos que cerré contaban con una gestión de la cuenta por mi parte. Usted me ha atado de pies y manos. Joder, la idea era mía. La Fundación tendría el 60% de los fondos. Era más de lo merecido, era más de lo necesario». Jus respondió con las manos juntas en oración: «¿Suficiente? ¿Qué significa suficiente para los pobres de este planeta? Necesitan de todo. El cien por cien de todo. Usted debería estar contento por ayudarlos. Yo he sido un buen proveedor en los últimos años. Confíe en mí. Cuando usted necesite dinero para mantener su estatus, lo tendrá...»
Herculano bajaba la mirada y apretada los puños en el sentido opuesto a la mesa. Jus siguió en un tono más amable: «Bien, una vez arreglado este asunto, ¿por qué no aprovechamos y hacemos el registro de la primera contribución ahora mismo? En la divulgación de la lista de samaritanos su nombre estará en la parte más alta... ¿cuánto tiene usted en el banco?»
«Hay algo que supera su inteligencia, Jus. Su cinismo». Herculano se levantó, ágil para sus 76 años, y se dirigió hacia la puerta, que se abrió sin hacer ruido. Antes de que la puerta se cerrase de nuevo, Herculano tuvo tiempo para girarse y ver a Jus esbozando una sonrisa, aprovechando que tenía las manos cruzadas para llevarlas hasta la nuca y apoyarse en ellas y recostándose en la cómoda silla. La puerta se cerró antes de que Jus colocase los pies sobre y mesa y dijera para sí mismo: «Ve en paz».
Martirio
En la Quinta Avenida, Hugo tiró un dólar de verdad cerca de una mujer gorda y de raza negra sentada en la acera y entró en un viejo taxi con un motor de hidrógeno. El conductor insistió en salir del coche y en cerrar la puerta para aquel muchacho forrado de pasta. En aquella época el dinero era electrónico-digital, los billetes de papel se convirtieron en un souvenir para billionarios y en un privilegio para los pobres. Encendió la radio y le preguntó al chico que qué emisora deseaba escuchar. Hugo solo contestó con una dirección sin mirar al conductor. El coche arrancó con una sacudida. El joven bien vestido observó el cuello desgastado de la camisa del conductor y decidió que le daría una generosa propina cuando llegase. Ante él, desde la ventana, se alzaba la vieja ciudad hasta que aparecían las brillantes construcciones de Nuevo Manhattan. Abrió su Biblia de bolsillo y leyó con el dedo el Libro del Eclesiastés. Comenzó a rasgar las páginas y a tirar los trozos por las ventanas eufóricamente. El conductor lo espiaba por el espejo retrovisor mientras calculaba mentalmente la multa que le podía caer a su taxi por tirar papeles en la calle. Si quería tirar su fortuna que lo hiciese dentro del coche. Cualquier día, su taxi podría ser localizado, incluso sin llevar permiso. Seguro que cualquier agente de policía podría darse cuenta.
Cuando el coche paró en frente de la iglesia, Hugo le pidió que esperase y le dejó una cartera llena de dinero. Tardaría unos minutos en contar cuánto dinero había. Hugo subió las escaleras hasta tener una visión del interior del templo lleno de fieles. En ese lugar, las personas levantaban sus brazos, cerraban los ojos y se olvidaban de ellas mismas. El ayudante del pastor hacía señales para que el DJ subiera o bajara el volumen, aumentara la ecualización y encontrara el equilibrio entre el canto y los efectos especiales de eco y de luces. El hombre emocionado gritaba con todas sus fuerzas: «¡Jesús es el Señor! ¡Aleluya! ¡Jesús es Amor! ¡Jesús es Caridad! ¡Jesús es Libertad! Entrega tu corazón. Deja que el amor de Dios entre dentro de ti y sacie la sed del alma. Jesús te quiere. ¡Ahora! ¡Aleluya!»
«¡Aleluya!», gritó Hugo sin ser visto. Gritó una y otra vez, con todo el aire de sus pulmones, interrumpiendo en ocasiones la omnipresencia del Señor. Los fieles continuaban con los brazos en alto y con los ojos cerrados mientras Hugo caminaba por la nave en dirección al Pastor. La blanca saliva salía de la boca del orador al cantar. El sudor recorría la cabeza del joven Hugo. Con cada palabra, la angustia se esparcía por la platea. Hugo tragaba en seco, bajo sus axilas el sudor se encharcaba, enfriado ya por la brisa que entraba por las puertas de la iglesia. Levantó los abrazos, cerró con fuerza los ojos, «¡Aleluya!, ¡Aleluya!».
Nadie se inmutó, nadie pareció escapar de su éxtasis. El joven, que caminaba por la nave del templo, enmudeció penitente, fijó sus ojos en los ojos del pastor, que notó un brillo en las manos del muchacho. El pastor pensó en él como un ejemplo del tema del día. Cuando el pastor se preparaba para ofrecerle un abrazo de fe, sintió una fría cuchilla lacerando sus extrañas y sangre saliendo en intervalos. No hubo dolor. Odio. No hubo dolor. El techo se desmoronaba y el suelo ascendía. Un joven con las manos rojas corría saliendo de la iglesia. Los fieles con ojos cerrados. Una delgada mujer en la primera fila gritó con desesperación. El fin. La piel negra iba perdiendo su vigor.
Fuera, el conductor no había terminado de contar el dinero cuando Hugo saltó dentro del taxi y huyó quemando rueda. El hombre dejó de contar el dinero y vio cómo se marchaba su coche de lejos y pensó que había salido ganando. Cuatro matones del equipo de seguridad del templo pasaron delante de él como si no existiera. Desde allí fue hasta la estación...

Índice

  1. Título
  2. Derechos de Autor
  3. MUNDO SIN DUEÑO | Anthony Koontz
  4. Traducción al español de | Elvira García Alonso | 2019
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