CAPÍTULO 1: LA CAUSA DE REBELIÓN.
Cuando nací en Albany, Nueva York en 1761, el Alto Canadá era un lugar inhóspito. Escribo esto en el otoño de 1841, las vías férreas están siendo planificadas. Miro hacia atrás y percibo una transformación continúa y acelerada.
Mi madre nos llevó a Robert, mi hermano mayor, y a mí sobre el rio Hudson desde Albany hacia Nobletown para visitar a su tío Robert Noble a quien recuerdo como una fuerza mayor. Era un hombre alto, de brazos fornidos, con una larga cabellera gris y una sonrisa franca.
Con tan solo cinco años un incidente dejó grabados en mí la tensión y el miedo. Robert Noble, mandó a callar a sus hombres y se incorporó de la mesa para escuchar. El grito de un hombre caló en mi corazón.
— ¡Ya vienen!
— ¡Iremos a su encuentro! – dijo Robert Noble con fimeza – ¡No lleven sus armas!
Treinta hombres se levantaron y se enfilaron a la puerta mientras Noble tomaba a su esposa, a mi madre y sus dos hijos hacia la parte trasera de su casa.
— Se nos avecina un poco de peligro. – dijo preocupado – No se alarmen, manténgase fuera de la vista. Estaremos bien. – Se dio la vuelta para irse, pero se detuvo de súbito y sonriéndonos a mi hermano y a mí nos dijo: “¡Cuiden a las mujeres!”
Noble, quien era el arrendatario más robusto, grande y más audaz, se apresuró para alcanzar a sus hombres. Por años había dirigido a esos agricultores en contra las severas condiciones establecidas por los señores feudales. Los inquilinos querían que la tierra que habían trabajado y mejorado fuera de ellos. Los feudalistas, además de arrebatar a los granjeros un alto porcentaje de sus cosechas anuales, tenían el derecho de echarlos de la tierra en cualquier momento. La unión era la única manera que habían encontrado para oponerse al derecho divino con el que actuaban los latifundistas. No obstante, la oposición era considerablemente dura, e implicaba un desgaste espiritual y físico inconmensurable.
Los inquilinos habían tratado de obtener apoyo de los tribunales, y junto con los indios Stockbridge y Wappinger quienes los respaldaban porque la tierra realmente les pertenecía, llevaban en vano de una corte a otra sus argumentos de libertad de posesiones. Los indios testificaban que ellos habían invitado a esos hombres de Massachussets a establecerse entre ellos, y mientras los indios estuvieron fuera, peleando con los británicos en contra de los franceses, los feudalistas de Nueva York, como los Livingston, habían tomado sus tierras por la fuerza, desalojado a sus mujeres e hijos, haciendo a los blancos sus inquilinos. Los señores feudales controlaban los tribunales. Siendo la unidad su única defensa, los inquilinos reclutaron a los que estaban más aterrados o a los que esperaban obtener favores especiales de ellos a cambio de que se levantaran en contra de los señores.
Una cuadrilla de alrededor de 130 hombres con mosquetes al hombro marchó detrás de sus cabecillas que refrenaron sus caballos frente a la propiedad de Noble en donde él y sus hombres habían hecho una barrera que atravesaba el camino. La patrulla de los feudalistas la conformaban los inquilinos de Livingston y Van Renssealer quienes fueron llevados por la fuerza bajo el estandarte de los señoríos. Algunos eran sirvientes, unos cuantos eran esclavos; pero, en su mayoría eran pobres desdichados que temían perderlo todo y que sus familias murieran de hambre si no obedecían.
Robert Livingston Jr., con sus arrogantes y aristocráticos amigos, los hermanos Van Renssealer, apuntaron sus armas hacia Noble, exigiendo su rendición y la de sus hombres.
— ¿Bajo la autoridad de quién? – preguntó Noble riéndose.
— La mía – gritó un joven barbado que se dirigía al frente de los otros sobre el lomo de su caballo — Harmanus Schuyler, alguacil de Albany, como sabes bien. – replicó viendo con furia a los arrendatarios y alzando su mosquete como para disparar.
Noble lo ignoró y miró a Robert Livingston, un hombre de unos treinta años, de rostro lampiño quien se dirigió despectivamente a los arrendatarios rebeldes que se atrevían a cuestionar su autoridad.
— Su alguacil debería arrestarles por quebrantar la paz — dijo Noble bruscamente – Es una hermosa tarde de junio y estamos disfrutando de un pacifico encuentro de amigos.
— Entiende Noble – dijo Livingston aireado – que tus rufianes han estado molestando a mis arrendatarios, amenazándoles de prender fuego a sus casas si no se unen a sus acciones ilegales, y has tenido la temeridad de parar en mi casa. Cuarenta de mis hombres defendieron mi señorío, en cambio tu ¿no es que simplemente deberías estar defendiendo tu casa? Vamos a poner un punto final a tu terrorismo y al robo de mi tierra.
— ¡Ustedes, villanos apártense! – gritó Jonh Van Renssealer.
— Entonces — dijo calmadamente Noble — quieres que renunciemos a nuestras propiedades que nos han costado años de ardua labor y las entreguemos a algunos de los pobres sujetos que han obligado a seguirte hoy ¿Por qué? ¿para que puedas enriquecerte aún más exprimiéndoles todo lo que produzcan y matarlos de hambre como lo has hecho con centenares antes de ellos?
— ¡Fue suficiente! – vociferó Van Rensselaer — Tomen a sus familias y lárguense de aquí o los mataremos a todos.
— ¡Esta es la tierra de Van Rensselaer! – dijo violentamente el alguacil Schuyler— Tiene todo el derecho de expulsarlos. ¡Así que fuera!
Los inquilinos detrás de Noble refunfuñaron y recogieron los garrotes que habían puesto cerca del cerco de troncos que los separaba de la cuadrilla de Livingston.
— Estas cometiendo un error – advirtió Noble — La gente será lastimada.
— ¡Tanto mejor! — gritó secamente John Van Rensselaer — Luego tendremos a los militares para que finalicen el trabajo.
— Nos obligas a derramar tu sangre – gritó un muchacho regordete de unos veinte años, de grandes ojos azules, cabello rizado y rubio quien era el más joven de los Van Rensselaer — y nos han dicho que te harán largarte para siempre.
Su hermano hizo un gesto cortante con el brazo y lo silenció.
Noble, con ira súbita blandió su puño en Van Rensselaers.
— ¡Ladrones, podrán tener al ejército británico tras de ustedes, pero no pueden robarnos! ¡No crucen esa barrera! ¡Estarás abusando!
Harmanus Schuyler, se acercó a la valla y desmontando de su caballo empujó el tronco de arriba, le devolvió una sonrisa a Robert Livingston y balanceó su pierna sobre el cercado. Un garrote cayó con fuerza sobre su hombro y aulló como un perro herido. Van Rensselaer ordenó entonces a sus hombres trepar la barrera, pero al hacerlo los hombres de Noble blandieron sus garrotes sobre ellos golpeando sus brazos y piernas, y en algunos casos las cabezas, obligándoles a la retirada. Robert Livingston entonces dio la orden de abrir fuego. La explosión de los mosquetes estalló sobre los hombres de Noble, quienes no pensaron que Livingston trataría de matarlos, y tres de ellos cayeron al suelo. Noble ordenó la retirada a sus hombres hacia la casa, quienes dejaron atrás a los heridos y entrar a la casa para coger sus mosquetes, mientras que los hombres de Livingston recargaban sus armas apisonándolas para que estuvieran listas para disparar nuevamente.
Harmanus Schuyler dejó un puñado de hombres a cargo de la casa, pero uno de los hombres de Noble, con un tiro certero, voló su sombrero y peluca lo que causó que Schuyler se desplomase de espaldas a sus hombres y estos abandonaran el puesto.
Los disparos por relevo de los hombres de Noble mantuvieron a raya a la cuadrilla inmovilizándola detrás de los árboles y las rocas. Cuando los invasores trataban de tirar, las siluetas aparecían en las ventanas. Henry, el más joven de los Van Rensselaer, fue herido en el brazo y lloraba como un crío. En la medida que la batalla seguía la pequeña fuerza de los hombres de Noble, que temian quedarse sin municiones, hacía que cada tiro contara. Cerca de la barrera dos de los hombres de Noble yacían sin vida. La esposa de Noble y mi madre, María Beasley, atendían en la casa a algunos de los heridos con agua fría y vendajes para detenerles el sangrado.
Noble, mientras se disponía a disparar se dio cuenta que uno de los atacantes había sido abatido y que lo llevaban a rastras se dio la vuelta y dio un grito de ánimo a sus hombres y en un momento de descuido se expuso frente a la ventana, cayó al suelo en seco de espaldas herido. María le gritó a su tía para que le ayudara a arrastrar a aquel hombre tan grande para ponerlo a buen resguardo. Lo cargaron y halaron a medias hacia la parte trasera de la casa con los otros heridos mientras el susurraba palabras de ánimo a los hombres que disparaban a la cuadrilla.
— No te preocupes por mí — le dijo a su esposa — estaré bien, cuida de los otros.
— ¡No! Tú no estás bien — afirmó con firmeza mientras le arrancaba la camisa para empezar a limpiar la herida.
— María, querida — dijo mientras señalaba a un joven que se retorcía de dolor en el piso – hay otro con dolor, por favor, ayúdale.
María tomó unos segundos para asegurarse que sus hijos estaban aún en el armario donde los había dejado. Robert, el mayor, estaba ahí mirándola fijamente con terror, pero ¿dónde estaba el pequeño Richard de tan solo cinco años? Robert agitó su cabeza y se encogió de hombros como metal pegado a la puerta del armario sobre la cabeza de su madre.
El hombre herido gemía por ayuda. Tenía las tripas de fuera. María tuvo que detener la sangre con firmeza, pero a la vez me llamaba a gritos con desesperación mientras atendía a ese pobre hombre; ella tenía la esperanza de que yo no estuviera lastimado.
Yo estaba de pie en una ventana abierta observando el movimiento de la cuadrilla detrás de la barrera y en los árboles cercanos. Me reí con alegría de ver a Robert Van Rensselaer caer al suelo cuando su caballo fue fulminado por un tiro al corazón. Un hombre mayor me agarro arrastrándome al piso con él.
— No te expongas amiguito – sonrió indulgentemente — podrías salir lastimado también.
— ¿Por qué nos están disparando? – pregunté y reí luchando por liberarme
— Todo es por la tierra – dijo el viejo, mientras se limpiaba el sudor del entrecejo – Quien posee la tierra, – continuó mientras yo le veía perplejo — ¡Algún día entenderás!
Dejé que la palabra “tierra” sonase en mi cabeza en la forma que el viejo la dijo, con el tono, la solemnidad de la voz, la desesperación tras la palabra, y con la reverencia que percibí por ella. Una frenética María apareció y me asió por detrás. El viejo sonrió y dijo: “Es un buen tipo y valiente. Tiene a un guerrero señora Beasley”.
María asintió con la cabeza, me llevó de regreso al armario y me dijo que permaneciera ahí. Regresó con el herido que había estado atendiendo solo para verle morir. El tiroteo continuó, los combatientes daban gritos de aliento o lloraban de dolor. María temía que sus pequeños perecieran accidentalmente. De repente cesó el tiroteo y hubo un silencio absoluto. Los hombres de Noble dieron un grito de victoria. Los integrantes de la cuadrilla huyeron hacia el bosque, algunos de ellos se amontonaron para protestar contra Walter Livingston que los engatusaba para volver a la batalla. Ignorando las amenazas del joven, la cuadrilla, caminó afanosamente de regreso cargando a sus heridos por el camino.
Walter Livingston levantó inútilmente sus brazos hacia sus aristócratas camaradas que se veían desalentados. Robert Livingston Jr., había conseguido otro caballo el cual montó volviendo su rostro hacia la casa de Noble.
— La próxima vez te quemamos – rugió con furia.
Robert Noble instruyó a alguno de sus hombres a seguirlos con el fin de asegurarse que no montarían un nuevo ataque.
— Les hemos mostrado que somos más fuerte que ellos – dijo – No tratarán de luchar con nosotros de nuevo.
— ¿Y qué hay de las tropas Bob? – preguntó alguien – ¿Vendrán por nosotros?
— Si los soldados vienen desolarán el campo, entonces nosotros también podríamos regresar a Massachusetts – dijo con un gesto de dolor, mientras trataba de recostarse contra la pared de la cocina.
Los hombres quedaron en silencio mientras contemplaban la destrucción del sitio al que llamaron Nobletown en honor a su líder.
— Tendremos que llevar a las mujeres y a los niños a un lugar más seguro hasta que conozcamos las intencion...