El soberano incapaz
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El soberano incapaz

Debate sobre la caída del movimiento soberanista en Quebec

  1. 117 páginas
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El soberano incapaz

Debate sobre la caída del movimiento soberanista en Quebec

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En Quebec, la noción de soberanía se ha vuelto tan trivial que ya no parece guardar ningún secreto para nadie. Los independentistas repiten desde hace cincuenta años que es fundamental que Quebec se adueñe de la soberanía para poder tomar las riendas de su propio destino. Sin embargo, al centrarse tanto en lo que la soberanía les permitiría hacer, tal vez hayan olvidado hablar de la soberanía en sí misma, de dónde viene, a dónde va, cómo funciona. No obstante, ya existe una soberanía canadiense que está muy viva y podría ocurrir que, a pesar de sus intentos de subversión, sea más inherente a la sociedad quebequense de lo que nunca querrán admitir.

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Información

Año
2020
ISBN
9781071565223
Categoría
Filosofía
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Un señor mayor, un poco embriagado, sentado en la barra de un pub del Viejo Quebec, en donde mi viejo amigo y yo mismo teníamos por costumbre tomar un trago después del trabajo, se giró hacia nosotros e inició un largo monólogo marcado por consideraciones que nos parecieron, como aficionados a la filosofía política, tan profundas como inusitadas. En aquel momento estábamos debatiendo sobre el hundimiento del Partido Quebequés en las elecciones generales de 2018.
El señor mayor
El Partido Quebequés está por fortuna moribundo, y es de esperar que los jóvenes electores sepan pronto librarnos de él para siempre. Como cada generación tiene derecho a sus propias extravagancias, es normal que las nuevas ideas borren por completo las ideas preconcebidas, aunque eso indigne a los viejos que las difundieron en el pasado. De hecho, eso es exactamente lo que hizo la gente de mi generación en los años sesenta con respecto a las costumbres de posguerra; y no existe ningún motivo, no más de los que existían en mayo del 68, para que el proceso sea bloqueado por una generación cualquiera cuando esta venía siendo más pretenciosa que las anteriores.
Su pelo despeinado y su barba desgreñada apenas dejaban presagiar una elocución tan refinada, y aún menos, teniendo en cuenta el alcohol, y tal vez también, pensaba yo en ese momento, la miseria, una voz tan clara y agradable de escuchar. Su acento medio francés medio quebequés traicionaba su origen europeo atestiguando una asimilación desde hace mucho tiempo del dialecto francocanadiense.
Y digo esto yo, agregó, sin ningún lamento, que fui un partidario salvaje del movimiento independentista en los años setenta y ochenta, hasta que entendí, en mitad de los ochenta, paradójicamente en el momento en que el independentismo estaba más en auge, cuan pueriles eran tanto sus motivaciones como sus justificaciones. Por poco que se confronte el movimiento independentista a una crítica mínimamente respaldada, resulta fácil identificar la futilidad de los fundamentos, que se componen esencialmente de tres ingredientes viejos como el mundo, concretamente, el orgullo, el resentimiento, y el miedo, y que, no obstante, hacen de este movimiento intrínsecamente conservador su cubierta progresista. Esa es la razón, me di cuenta entonces, por la cual el discurso de los voceros del PQ me había parecido siempre tan escasamente articulado desde el punto de vista conceptual, como si se tratase más de difundir sentimientos, incluso una creencia, que de demostrar racionalmente la necesidad del proyecto de secesión.
Se trataba de alimentar, como lo habían hecho antes los curas con tanta brillantez, el egocentrismo cultural de los canadienses franceses, fomentando la psicosis de una inevitable asimilación, en el hipotético caso de una distensión de este lastre nacionalista en el que el clero les había encerrado. Por mucho que los dirigentes del PQ entonen alto y claro su aversión visceral al clericalismo, mantienen de él un vicio ancestral en el ADN quebequés.
Tal y como Alexis de Tocqueville lo dejó ver de forma tan brillante, las revoluciones, por muy tajantes que puedan ser, no separan tan fácilmente al pueblo de su pasado. En esta perspectiva, la anexión de una parte de la Unión Nacional en los años sesenta no tenía nada antinatural: las tendencias intervencionistas no ofendían tanto a los viejos papistas de la Unión nacional como lo que les colmaban con ese placer narcisista que les proporcionaba la propaganda nacionalista.
Y ahí estábamos nosotros, los pocos marxistas, ensalzando la Internacional a individuos que habían defendido, veinte años antes, el dominio del clero sobre los sindicatos francófonos, y que habían aplaudido, en 1949, la represión de los menores de Asbestos y de Thetford Mines por la policía de Maurice Duplessis. Pero hay que decir que estas divergencias ideológicas, a pesar de ser fundamentales, no tenían en esta ocasión ninguna importancia, ya que lo esencial consistía en asegurar la realización del proyecto de secesión, como si importase poco al final que el nuevo Estado se convirtiese en fascista o comunista, siempre y cuando llegase a ser totalmente independiente desde el punto de vista político de la federación canadiense. Obviamente el fin justificaba los medios cuando hizo falta reunir a Robespierre y al abad Maury en el mismo partido.
En aquel momento me quedé asombrado al oírle hablar de Robespierre y de Maury, sin ni siquiera haberse preocupado previamente de saber si nosotros ya habíamos oído hablar de ellos.
Ingenuamente, prosiguió, pensé que esta ambigüedad ideológica era solo temporal, y que las bases conceptuales del movimiento independentista serían más tarde o más temprano elaboradas en favor del ideal socialista, al menos hasta que me di cuenta de que las esperanzas eran completamente inútiles. Me di cuenta demasiado tarde de que confundir el fin con los medios constituía una metedura de pata monumental: mientras que para nosotros, los marxistas, la soberanía de Quebec constituía un medio, sin duda esencial, habida cuenta del liberalismo visceral de los anglosajones, pero a pesar de todo un simple medio, en tal caso, de instaurar un Estado verdaderamente socialista en Norteamérica, para la mayoría de los dirigentes del PQ constituía, por el contrario, un verdadero fin en sí mismo, para el que ese socialismo de pacotilla, que habitualmente llamamos socialdemocracia, constituía un medio utilísimo, ya que permitía seducir tanto a la clase obrera como a la pequeña y media burguesía, a quien la perspectiva de Estado rojo provocaba graves sarpullidos.
Por lo demás, esta elaboración conceptual, si hubiese tenido lugar, habría sonado falsa a las mentes remotamente atentas, teniendo en cuenta el contenido básicamente afectivo de las motivaciones supuestamente soberanistas.
Entonces, surgió la ocasión de transformar el monólogo en dialogo mientras mi interlocutor daba un sorbo a su cerveza.
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Eric
Entiendo que a juicio del marxista y del hegeliano, el Estado debe basarse en fundamentos racionales que deben dimanar del proceso dialéctico inherente a la búsqueda de la realidad, pero tal vez pueden basarse en fundamentos intrínsecamente afectivos justificándose con argumentos racionales con el fin de convencer unas veces mediante el raciocinio, y otras mediante los sentimientos, según las disposiciones psíquicas de aquellos a quienes el mensaje va dirigido. ¿Acaso no es el enfoque que han elegido los partidos soberanistas europeos como el Frente Nacional que recurre tanto a la argumentación ideológica como a la exaltación de los sentimientos nacionalistas?
El señor mayor
Es verdad que no le faltan intelectuales para justificar la explotación de los pueblos mediante sofismos de una gran sutilidad hasta el punto en que estos últimos vengan a determinar la necesidad de su propia degradación, pero deberá coincidir conmigo en que, aunque esta justificación a posteriori existe definitivamente en los dirigentes del PQ, que algunos de ellos le explican entre otras cosas que sería económicamente rentable abandonar la federación, cosa obviamente falsa, o que es necesario que cualquier pueblo minoritario llegue a ser algún día mayoritario, lo que conduciría en última instancia, a esa situación absurda en la que los Estados se encuentran fragmentados en mil pedazos, casi nunca explican lo que entienden por esta noción de soberanía, que citan como una verdadera cantinela sin imaginarse que a los mejores pensadores de la ciencia política les cuesta ponerse de acuerdo sobre su significado.
Hizo una pequeña pausa y aprovechó para darle otro sorbo a la cerveza. Después, nos miró con un aspecto severo antes de proseguir.
Sin querer ofenderle, en raras ocasiones he oído a tanta gente hablar tan a menudo de algo que conoce tan mal. Lo primero de todo, como acabo de mencionar, el significado.
Como ocurre muy a menudo en Quebec, las palabras designan algo diferente de lo que se supone que tienen que designar, al menos si presuponemos que se trata de la lengua francesa. Es así como abrir una puerta se convierte en «cerrar una puerta», como ordenar la ropa se convierte en «estrechar la ropa, como fotografiar se convierte en «posar», como apoyar se convierte en «pesar», como caro se convierte en «oneroso», como distraído se convierte en «lunático», y así todo...
El término soberanía no escapa a esta redefinición local, a estos «canadianismos», para emplear un término apreciado por los nacionalistas. Y los dirigentes del PQ son los primeros responsables de esto porque no sé si lo sabe, pero la noción de soberanía fue empleada en Quebec para sustituir a las nociones de separación e independencia, ya que supuestamente estos términos daban miedo a la población.
Es así como los quebequeses han terminado por asociar el secesionismo, término que por otra parte no conocen muy bien y en cuyo lugar prefieren el de separación, con la soberanía. De hecho, disfruto tocándoles las narices cuando les hablo de soberanismo francés, incluso de soberanismo canadiense. «¿Qué?, me responden, ¿Los franceses también quieren separarse? ¿Acaso no son ya soberanos? ¿Qué? ¿Soberanos canadienses? ¿De quién quieren separarse? ¿De Quebec?»
Este enredo semántico también vale para la noción de libertad que los independentistas no paran de repetir desde hace cincuenta años sin tomarse nuca el tiempo para definirla, lo que no les impide vitorear alto y claro, como evangelistas, que la libertad de los quebequeses pasa necesariamente por la soberanía de Quebec. Pero, a veces me pregunto, ¿en qué sentido los quebequeses serían más libres en un hipotético Quebec soberano que en la actual Canadá soberana?
Si el ejercicio de la soberanía popular consiste en tachar una casilla en un trozo de papel, ¿por qué el pueblo sería más libre obedeciendo las leyes dictadas por élite de Quebec en vez de por una élite de Ottawa? ¿Sería porque hay más Tremblay[5] en la élite de Quebec que en la de Ottawa? ¿O se trata más bien de una cuestión de proximidad puesto que el Estado quebequés se sitúa más cerca del ciudadano de lo que se sitúa el Estado federal? En el caso afirmativo, ¿por qué no desplazar los poderes hacia las comunas donde residen los ciudadanos?
Martin
¿Y por qué no desplazarlo hacia los mismos individuos? ¿La libertad no atañe igual al individuo que a la colectividad? De hecho, ¿de qué clase de libertad hablan? ¿Somos más libres teniendo más servicios públicos y pagando más impuestos o teniendo menos servicios públicos y pagando menos impuestos?
Durante un momento, pareció que el señor mayor iba a responder a la intervención de Martin, pero no hizo nada
El señor mayor
En raras ocasiones los líderes del PQ se toman el tiempo de definir esas dos nociones, y cuando lo hacen, son bastante rancios en cuanto a las explicaciones. Jacques Parizeau dedica dos líneas de su obra de doscientas cincuenta páginas La soberanía de Quebec al significado de la soberanía, el cual resume con los siguientes atributos: poseer pleno control sobre las leyes, impuestos y tratados internacionales.
Parizeau no dice nada sobre la naturaleza de la cuestión y ni si quiera se molesta en distinguirla de las nociones más vagas, las cuales considera sinónimos[6]. Ahora bien, me parece que estas dos líneas de definición no bastan para iluminar al electorado sobre las elecciones que deben hacer en un referéndum sobre la soberanía.
Sin duda, es importante saber que un Estado soberano está en condiciones de votar leyes, recaudar impuestos, y firmar acuerdos con las potencias extranjeras. Incluso podría haber añadido Parizeau el poder de acuñar moneda, impartir justicia y decidir sobre la paz y la guerra, en conformidad con la definición tradicional que prevalece en Francia desde Jean Bodin. Pero, a parte de lo que hace la cosa, es necesario saber de qué se trata, de donde viene y a dónde va.
Los dirigentes del PQ reivindican la soberanía de Quebec, pero ¿dónde piensan encontrarla? ¿Se trata de la transferencia de algo existente o más bien de una generación espontánea? ¿Se trata de algo puramente convencional, natural o de una mezcla de los dos? ¿Y qué papel desempeña el pueblo en todo este proceso? Si ni posee la soberanía, ni participa en su realización, y aún menos en su ejercicio concreto, ¿por qué hace falta obtener su aprobación mediante un referéndum? Y, sobre todo, ¿por qué sería más soberano en un Quebec independente que en Canadá?
Coincido en que es más tarea de los intelectuales que de los políticos responder a este tipo de preguntas. Preocupados como están por la resolución de problemas eminentemente prácticos, entre los cuales está especialmente su reelección cada cuatro años, a los representantes electos apenas les queda tiempo para dedicarle a este tipo de investigación filosófica.
Sin embargo, habida cuenta de sus ambiciones soberanistas, habríamos esperado por su parte un poco más de profundidad conceptual, aunque solo fuesen referencias a pensadores contemporáneos como hace regularmente el Frente Nacional, para retomar su ejemplo, con intelectuales como el economista Jacques Sapir cuyas posiciones sobre la soberanía están inspiradas en las de Jean Bodin.
Esta falta de profundidad conceptual corre un día el riesgo de volverse en su contra, una vez que la exaltación habrá dado paso, llegado el hipotético día de la victoria del SÍ, a la realización concreta del proyecto de soberanía. Fíjese por ejemplo en su actitud frente a las reivindicaciones soberanistas de las Primeras Naciones, las cuales no pueden al parecer ser reconocidas legalmente con el pretexto de que un tratado sobre la supuesta autodeterminación fue suscrito por el Gobierno del PQ en 1985[7].
Teniendo en cuenta este tratado, afirman, la indivisibilidad del territorio quebequés resulta incuestionable[8]. Ahora bien, resulta faso que esta actitud concluyente impedirá a las Primeras Naciones reivindicar la creación de su propio Estado soberano, o incluso de la anexión a Canadá, cuando los dirigentes del PQ encuentren la manera de invalidar jurídicamente el principio de soberanía nacional alzando la soberanía territorial como el único principio legítimo de soberanía.
Después de haberse apoyado ellos mismos en el principio de soberanía nacional para poner trabas a las reivindicaciones territoriales de Canadá, estará de acuerdo conmigo en que sería como mínimo desleal por su parte ejecutar tal vuelco.
Martin
Perdóneme por interrumpirle, pero debe admitir que ese tipo de maniobra jurídica por la cual el legislador vuelve la soberanía popular completamente caduca está lejos de ser inusitada ya que todas las naciones tienen recurso a ella, salvo quizás Suiza, uno de los raros lugares en el mundo donde el pueblo es convocado para dar su opinión sobre las propuestas del Parlamento aun cuando se trata de democracia directa más que de soberanía popular en sentido estricto.
El señor mayor
Sí, tiene razón. Desde la Revolución francesa, y quizás incluso desde la Guerra de Independencia de Estados Unidos, los Estados se sirven del concepto de soberanía nacional para justificar su control sobre la soberanía dando la impresión de que el pueblo, como elemento vertebrador de la nación, es el último dueño de la misma, incluso si está fuera de toda duda que pueda ejercerla por sí mismo o que ni siquiera pueda recuperarla para dársela a otro mandatario, como lo hizo en tantas ocasiones en Francia entre el fin del siglo XVIII y el siglo XIX.
El PQ cuenta así jugar ciertamente sus cartas jurídicas como lo hacen la mayoría de los Estados, incluso si para eso los aborígenes y los anglófonos deben estar frustrados en sus aspiraciones a constituir su propio Estado soberano, o solicitar su anexión a Canadá.
Dicho esto, ningún Estado, ni siquiera Quebec, no está por ello inmunizado contra los desórdenes civiles y las insurrecciones, con mayor motivo si este Estado impone a los pueblos involucrados su integración a un país del cual no quieren saber nada. A falta de interesarse en la filosofía política, los dirigentes del PQ podrían al menos interesarse un poco en la historia de forma que tengan una mínima idea de lo que puede parecer, concretamente, el proceso de destitución de un soberano en beneficio de otro.
Se darían cuenta muy pronto de que las cosas no suceden siempre en el respeto a las leyes y que el derecho no prima siempre sobre la fuerza. No creo que tengan la curiosidad, y aún menos, el coraje, de medir sus convicciones independentistas en función de la historia, si no es para encontrar en ella los ejemplos que les son favorables ocupándose de evitar aquellos ejemplos que les contradicen de lleno.
Pero como la estrategia de lo...

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