MÉXICO VISTO DESDE EL VATICANO EN LA ÉPOCA DE LA REFORMA (SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX)
Riccardo Cannelli
La atención del Vaticano sobre México va creciendo durante la segunda mitad del siglo XIX y se da en el marco de una estrategia más general con el fin de fomentar un acercamiento entre las Iglesias latinoamericanas y la sede apostólica. A lo largo del siglo se produce una paulatina romanización de la antigua Iglesia colonial, en medio de agudos conflictos entre las nuevas élites liberales latinoamericanas y la Iglesia católica.
El contraste con la Iglesia interesó en el siglo XIX a las élites de todas las repúblicas latinoamericanas, asumiendo el significado de una lucha entre modernidad y ancien régime. El resultado final se tradujo en un nuevo y fatigoso equilibrio entre los dos poderes —el temporal y el espiritual—, redefiniendo las modalidades de las relaciones reciprocas y el espacio respectivo de intervención en la sociedad. Si este proceso comprendió también a Europa, sobre todo a las naciones neolatinas, en las repúblicas nacidas de la caída de los imperios coloniales el conflicto resultó más dramático por la necesidad advertida por las nuevas clases dirigentes de construir la identidad nacional, pensada casi siempre en contraposición a aquel pasado colonial del cual la Iglesia era considerada la guardiana y depositaria.
LA HERENCIA DEL PATRONATO REGIO Y LA CRISIS DE LA IGLESIA DESPUÉS DE LAS INDEPENDENCIAS
Los agitados acontecimientos en las nuevas naciones americanas, surgidas de un proceso de emancipación que —salvo el caso de Brasil— fue pagado al precio de más de 10 años de sanguinarias guerras contra España, llevaron por primera vez a la Santa Sede a ocuparse directamente de aquellas lejanas tierras. En el siglo XIX, el centro romano descubre el catolicismo iberoamericano, conoce de cerca sus rasgos y dificultades, así como se asume el peso de sus problemas durante una larga etapa marcada por la crisis. Libertad y crisis: son los dos términos que mejor definen la nueva condición a la que se enfrenta el catolicismo latinoamericano después de las independencias.
La Iglesia en su conjunto —centro y periferia, Vaticano y jerarquía de las antiguas colonias— tenía más de un motivo para alegrarse del fin de un sistema que, sobre todo durante la segunda mitad del siglo XVIII, le había traído penas y sufrimientos. El Patronato Regio había sido por siglos el elemento cardinal del sistema de relaciones entre las autoridades temporal y espiritual de los imperios coloniales ibéricos. Sin embargo, en la última fase del periodo colonial el sistema del patronato había entrado en una crisis profunda. Los monarcas de la Península eran llevados, cada vez más, a concebir como un derecho aquello que los papas desde los tiempos de Cristóbal Colón habían considerado como una concesión, siempre revocable en caso de que los soberanos hubieran dejado de ejercer el rol de defensores y propagadores de la fe católica. Con base en los nuevos principios del jurisdiccionalismo, según los cuales la Iglesia y el Estado no se encuentran en el mismo plano, el regalismo del siglo XVIII había afirmado la supremacía del monarca.[1]
La ofensiva de los Borbón de España y del marqués de Pombal habían golpeado la Iglesia en el plano jurídico, pero los efectos habían sido devastadores también en el plano pastoral. La expulsión de los jesuitas en 1767 había representado una brusca y grave interrupción de la acción misionera de la Iglesia católica en todas las colonias iberoamericanas.[2]
El Patronato Regio de las Indias es la herencia de los monarcas ibéricos a las nuevas repúblicas. Con esta herencia, los pontífices deben confrontarse en la primera mitad del siglo XIX. Los gobiernos republicanos tienden a reivindicar todo el conjunto de privilegios otorgado por la Santa Sede a los reyes católicos: el ius praesentandi, el exequatur sobre decretos conciliares, bulas, breves y rescriptos del pontífice, como la facultad de establecer la repartición territorial de la Iglesia y de forma más general un estrecho control sobre las instituciones eclesiásticas. En contrapartida, los nuevos gobiernos podían ofrecer a la Iglesia mucho menos de aquello que en su tiempo habían concedido las monarquías ibéricas. En las primeras décadas después de la independencia, entre los problemas institucionales relativos al sistema de relaciones entre el Estado y la Iglesia, además del reconocimiento de las nuevas repúblicas por parte del Vaticano, el nudo gordiano que había que desatar era justamente aquel de la herencia del patronato. Al afrontar la cuestión, Roma mostraría cierta flexibilidad, según los países con los cuales entablaría negociaciones, haciendo en algunos casos concesiones, rechazando en otros las pretensiones jurisdiccionalistas de los gobiernos.
La Iglesia en América Latina, mucho más que en Europa, debe confrontarse con una nueva élite liberal que concibe las relaciones con las instituciones religiosas en términos de control de jurisdicción más que de separación. Es esta formación regalista de las nuevas clases dirigentes la que ha llevado a algunos historiadores a hablar de jurisdiccionalismo aconfesional:
… en la edad liberal… el jurisdiccionalismo no sólo desconoce a la Iglesia como una sociedad soberana, independiente, con poderes legislativos, sino que en muchos casos no le concede ni siquiera los derechos que corresponden a las sociedades privadas, y que son atribuidas normalmente al régimen separatista (derecho de propiedad)… casi siempre, al menos en las naciones latinas, los liberales han aplicado criterios rigurosamente jurisdiccionalistas mientras continuaban hablando de separación: la fórmula era convertida en una etiqueta que escondía mercancía de contrabando, una palabra amada por los liberales que cubría auténticas lesiones a la libertad. Desde este punto de vista, surge siempre más verdadera la tesis de Tocqueville, sobre la continuidad histórica entre el régimen absoluto y la sociedad liberal.[3]
La construcción del Estado, que por doquier, al menos en la América Latina de lengua española, asume el aspecto de un largo y fatigoso parto, lleva a la luz las debilidades estructurales de una institución —la católica— que no puede confiarse más a la tutela estricta y paradójicamente tranquilizadora del Patronato Regio. Los conflictos por la independencia, que tocan todas las regiones de la América hispánica, contribuyeron a desarticular una jerarquía ya de por sí poco sólida. Muchos obispos de origen español, después de la derrota de la madre patria, abandonan sus diócesis y retornan a España. En el transcurso de dos décadas la Iglesia latinoamericana conoce un radical y violento proceso de desarticulación y desmembramiento de la unidad del corpus ecclesiale. Los seminarios son cerrados, las ordenaciones sacerdotales suspendidas.
Un dato cuantitativo sintetiza esta decadencia: de los seis arzobispos y los 32 obispos que componen la jerarquía católica al inicio de la guerra de independencia, en 1826 han quedado en toda la América española solamente un arzobispo y nueve obispos. Las distancias, las vías de comunicación casi inexistentes, las condiciones geográficas ambientales, lo inaccesible del territorio, determinan en aquel gran continente un contexto ambiental hostil. Las diócesis al mismo tiempo que inmensas, son sobre todo pobres. Los obispos viven una condición de aislamiento, no se comunican entre ellos y, al menos hasta las guerras de independencia, tienen como únicos puntos de referencia a Madrid y a Lisboa.
Hay que agregar que en el siglo XIX, las diócesis latinoamericanas son privadas a menudo, aun por largos periodos, de sus legítimos pastores. La sede vacante, más que una condición extraordinaria, representa la normalidad.
En el Vaticano son pocos los prelados que han visitado aquellas tierras y que conocen por experiencia directa sus problemas políticos, sociales y religiosos. Durante más de tres siglos, la Iglesia colonial había sido una suerte de “apéndice periférico”, por demás desconocida por el aparato eclesiástico romano. Los obispos residenciales, de hecho, habían sido exonerados de la obligación de las visitas ad limina, a causa de la enorme distancia entre sus sedes y la ciudad eterna. Madrid y Lisboa se habían convertido en “las nuevas Roma”, obligando a la Iglesia de las colonias a vivir una especie de autocefalia.
Después de las independencias, se añade el grave problema del clero. Sobre todo el regular está en total decadencia. Durante la época colonial, el Nuevo Mundo había sido la meta de un clero predominantemente misionero. Se trataba de hombres de acción, más que de pensamiento y meditación, que no podían dar vida a un clero intelectualmente relevante y dotado de gran ...