La democracia como problema (un ensayo)
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A lo largo de varias décadas pensamos a la democracia como una solución...Hoy resulta claro que la democracia, en efecto, resuelve algunos problemas: el de la convivencia/competencia entre diversas corrientes políticas e ideológicas, el del relevo gubernamental sin tener que acudir al expediente de la violencia, el de la expansión de las libertades y el ejercicio de derechos políticos, entre otros. Pero también resulta inescapable que la democracia, por su propia complejidad, por ser un régimen en el que coexisten y compiten una diversidad de opciones políticas, tiende a hacer más compleja la gestión de gobierno, la relación entre los poderes constitucionales y entre éstos y los grupos de interés.

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1. EL CAMBIO DEMOCRÁTICO Y EL MALESTAR SOCIAL
UNA BREVE RECAPITULACIÓN
Entre 1977 y 1997 México vivió un cambio político de enormes dimensiones. Pasó de un sistema de “partido hegemónico”, como lo calificó Giovanni Sartori, a un sistema de partidos plural y equilibrado, de elecciones sin competencia a elecciones competidas, de un mundo de la representación política monocolor a la colonización de las instituciones representativas por una abigarrada diversidad partidista, y de una pirámide política subordinada a la voluntad presidencial a una auténtica división de poderes. En una palabra, México fue capaz de construir un incipiente sistema democrático y dejar atrás la fórmula autoritaria de organización política.
En 1977 el presidente de la República, todos los gobernadores, todos los senadores y 82% de los diputados eran del PRI. Treinta y ocho años después hemos vivido en dos ocasiones el fenómeno de la alternancia en el Poder Ejecutivo; el presidente y su partido (el PRI) no tienen mayoría absoluta ni en la Cámara de Diputados ni en la de Senadores, mientras los estados de la República son gobernados por el PRI, el PAN, el PRD y gobiernos de coalición entre los dos últimos. Las nuevas realidades son elocuentes y expresan que si bien el cambio político siguió una ruta electoral, su impacto modificó la mecánica de todo el entramado estatal.
En México, que contaba con una Constitución democrática (a diferencia de los países meridionales de Europa —España, Portugal, Grecia— o los de la órbita soviética) y que en el siglo XX no había conocido por largas etapas la vida democrática (a diferencia de un buen número de países de América Latina —Chile, Uruguay, Argentina y otros—), hacían falta dos piezas fundamentales para que el diseño constitucional se hiciera realidad: un auténtico sistema de partidos y una fórmula electoral capaz de dar garantías de imparcialidad y equidad a la contienda. Esos dos eslabones se construyeron en el último cuarto del siglo XX.
No fue un proceso sencillo ni lineal, sino cargado de conflictos y desencuentros. Pero visto de manera panorámica su mecánica resultó virtuosa: la conflictividad política y social demandó la apertura de las leyes electorales para que corrientes político-ideológicas a las que se mantenía artificialmente marginadas del escenario pudiesen participar. Una vez que eso sucedió, los nuevos y viejos partidos opositores demandaron una serie de reformas para hacer que los procesos electorales fueran imparciales, equitativos, legales, transparentes, es decir, legítimos. Y ello sucedió gracias a diferentes operaciones políticas (reformas constitucionales y legales sucesivas), creación de instituciones (el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación) y una nueva correlación de fuerzas.
Se modificaron los órganos y procedimientos electorales para inyectarles imparcialidad, se remodelaron las condiciones de la competencia para hacerlas equitativas, se creó una fórmula para procesar el contencioso electoral por una vía jurisdiccional (antes los colegios electorales calificaban las elecciones), se modificaron las disposiciones para la integración de las cámaras del Congreso para hacerlas receptoras de la pluralidad política, se crearon nuevas regulaciones para el registro de partidos, agrupaciones políticas y coaliciones y se democratizó la vida política del Distrito Federal.[1]
México vive por primera vez en su larga historia en democracia. Y en buena hora que así sea. Pero la democracia no es una estación terminal y su sustentabilidad no está garantizada.
LA MEDICIÓN DEL MALESTAR. CONOCIMIENTO, VALORACIÓN, SATISFACCIÓN
A pesar del cambio democratizador, que en sí mismo resultó venturoso, existe y se expande un profundo desencanto con la vida política del país que no resulta difícil documentar. Hay un malestar profundo con nuestra vida política. Basta con salir a la calle o hablar con los amigos o conocidos, hojear un periódico o una revista, encender la radio o la televisión, para darse cuenta de que una densa nube de molestia y fastidio acompañan a nuestros recientes logros en el terreno de la política.
Ese desencanto aparece también en los movimientos sociales que repudian a los políticos, los partidos y el mundo institucional; en los circuitos culturales donde se reproduce de manera reiterada una crítica generalizada a la vida política, y en los espectáculos donde la actividad política invariablemente es sinónimo de corrupción, tontería, impericia.
Por supuesto, ante ese malestar se puede responder que la democracia no es ni pretende ser una varita mágica ni un sombrero de mago, y que la misma no puede resolverlo todo. Y en efecto, los sistemas democráticos están diseñados para lograr dos objetivos fundamentales: la coexistencia y competencia pacífica de la diversidad política y posibilitar el cambio de los gobernantes sin el costoso expediente de la sangre (Popper).[2] Pero dicha respuesta sería insuficiente, porque el debilitamiento del aprecio por la democracia (y por sus instrumentos, que no es lo mismo), se nutre de fenómenos complejos que vale la pena señalar, si es que queremos robustecer nuestra incipiente convivencia/competencia del pluralismo. Debemos evitar lo que con elocuencia escribía Dante Caputo en el año 2004, que el malestar en la democracia se convirtiera en un malestar con la democracia: “Mediciones sobre la evolución de los humores públicos en relación con la democracia por fortuna existen y no se les debe dar la espalda”.
Parece que en nuestro caso ni comprendemos ni valoramos la democracia. Son dos dimensiones que no vale la pena confundir, pero ésa es la triste conclusión a la que llego luego de revisar el informe de Latinobarómetro de 2013. Se trata de una encuesta que se viene realizando en 18 países de América Latina desde 1995 para medir el pulso a los humores públicos oscilantes en relación con la democracia. Pues bien, la información sobre México no es para echar las campanas a vuelo.
No entendemos lo que es la democracia. Una fórmula de gobierno que permite la convivencia y la competencia institucional de la diversidad y que ofrece la posibilidad de cambiar los gobiernos sin el uso tradicional de la violencia. Se dice fácilmente pero es una auténtica construcción civilizatoria; y en nuestro caso arribamos a ella —como ya señalamos— luego de una combinación virtuosa de movilizaciones, conflictos y reclamos, y de sucesivas reformas para transformar normas e instituciones. La democracia se sostiene gracias a la existencia de grandes partidos políticos que actúan como agregadores de intereses, redes de relaciones, plataformas de lanzamiento electoral, referentes ideológicos y enlaces entre la sociedad civil y el Estado. Y cristaliza en el mundo de la representación, fundamentalmente en los congresos, donde habita la pluralidad de opciones políticas que cruzan y modelan un determinado país. Por ello, la democracia y su sustentabilidad son imposibles sin partidos y sin Congreso. No obstante, a la pregunta de si la democracia puede funcionar sin partidos, 45% de los mexicanos respondieron que sí. Se trata del porcentaje más alto de la región; 14 puntos por arriba de la media latinoamericana y muy lejos de Venezuela (14), Argentina (17), República Dominicana (18) o Uruguay (23). También quedamos en el último lugar (o en el primero, según se vea), cuando se afirma que la democracia puede funcionar sin Congreso nacional: 38% de los mexicanos respondieron que sí; otra vez muy lejos de Argentina (11), Venezuela (14) o Uruguay (17), y 11 puntos por encima de la media de los 18 países (27).
Pero tampoco la apreciamos con suficiencia. Dado nuestro pasado autoritario uno pensaría que la democracia sería bien valorada. No obstante, no es así. A los encuestados se les pregunta con cuál de las tres frases siguientes está más de acuerdo para medir su adhesión a la democracia: a] “La democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno”; b] “En algunas circunstancias, un gobierno autoritario puede ser preferible a uno democrático”, y c] “A la gente como uno, nos da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático”. En nuestro caso, la primera frase logró el apoyo de 37% de los entrevistados, la segunda de 16 y la tercera de 37% (el resto son no respuestas). Muy lejos de Venezuela, Argentina, Uruguay o Chile, donde el apego a la democracia llegó a los siguientes porcentajes: 87, 73, 71 y 63. Quedamos en el último lugar, a 19 puntos del promedio latinoamericano (56). Latinobarómetro aplica también otro “reactivo”; pregunta a los encuestados si están de acuerdo con el siguiente enunciado: “La democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno”; 66% de los mexicanos dijeron estar de acuerdo. Luego de la anterior, no parece que estemos tan mal. Pero somos el penúltimo lugar en la materia: sólo superamos a El Salvador (65) y estamos muy lejos de Venezuela (93), Argentina (90), Uruguay (88) y del promedio de la región (79).
Entre 1995 y 2013, en 11 países del estudio aumentó el apoyo a la democracia. Pero en siete decreció. Uno de ellos es México: 12 puntos porcentuales menos. Sólo nos gana Costa Rica, donde el apoyo disminuyó 16 puntos. Lo cierto es que existe una muy escasa satisfacción con la democracia. En México sólo 21% de los encuestados dijeron estarlo; le ganamos, eso sí, a Honduras (18), último lugar; y otra vez estamos muy lejos de los punteros: Uruguay (82), Ecuador (59) y Nicaragua (52), y de la media de la región (39). Y la satisfacción sin duda es otra cosa, distinta de la comprensión de lo que es la democracia y del valor que le asignamos. Quizá la profunda insatisfacción se deba a que el proceso democratizador ha coincidido con una larga etapa de minicrecimiento económico —por no decir estancamiento— que ha hecho que las condiciones materiales de vida de franjas enormes de mexicanos se hayan deteriorado. Porque en efecto, cualquier fórmula de gobierno es evaluada por los ciudadanos no sólo por la mayor o menor libertad que se pueda ejercer, sino por el mejoramiento o deterioro de las condiciones de vida y los derechos sociales que se puedan o no explotar. Solo 10% de los mexicanos consideran que la situación económica del país es buena (el promedio para Latinoamérica es de 25), mientras 46% cree que es mala o muy mala; y no se requiere demasiada sagacidad para considerar que eso influye —y mucho— en la insatisfacción con la democracia. Quizá lograremos multiplicar las adhesiones a la democracia si somos capaces de revertir esa situación.
En 2014 el IFE dio a conocer un importante estudio: Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México.[3] Los porcentajes varían en relación con el ejercicio de Latinobarómetro, pero mucho nos dicen. Si bien la mayoría de los mexicanos sostenemos que la democracia es preferible a cualquier otro sistema (53%), casi una cuarta parte piensa que en algunas ocasiones es preferible un sistema autoritario (23%) y a casi una quinta parte le da lo mismo (18%).
Lo más importante, sin embargo, es la escasa confianza que inspiran las instituciones de la democracia. Sólo el ejército, los maestros y las iglesias tienen la confianza de más de la mitad de los ciudadanos: respectivamente, 62, 56 y 55%. En el gobierno federal confían 36% y en los gobiernos locales 30. Diputados, partidos políticos, policías y jueces no llegan siquiera 30 por ciento.
Somos una sociedad profundamente desconfiada. El mismo trabajo midió la confianza interpersonal y resulta que en ese terreno también la desconfianza es superior a la confianza. Sólo 28% de los encuestados contestaron que sí se puede confiar en la mayoría de las personas, mientras que 72% respondieron que no se puede confiar. Vivimos, como sociedad, bajo el aura de la desconfianza.
Pues bien, los dos siguientes capítulos intentarán identificar algunas de las fuentes de la desconfianza, el malestar y el desprecio por nuestra germinal y contrahecha democracia. Habrá que detenernos en los problemas que son propios de la democracia y en los problemas que —como un aura— la rodean y que influyen en los humores públicos.
NOTAS AL PIE
[1] El desarrollo de estas ideas se encuentra en Ricardo Becerra, Pedro Salazar y José Woldenberg, La mecánica del cambio político en México, México, Cal y Arena, 2000. También puede verse un pequeño libro mío: Historia mínima de la transición democrática en México, México, El Colegio de México, 2012.
[2] Karl R. Popper, La responsabilidad de vivir. Escritos sobre política, historia y conocimiento, Barcelona, Paidós, 2012.
[3] IFE, con la colaboración de El Colegio de México, Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México, México, IFE, 2014.
2. LA DEMOCRACIA COMO PROBLEMA
No resulta difícil medir el malestar. Intento ahora rastrear sus posibles nutrientes. Hay dos grandes fuentes de insatisfacción con la democracia: a] las que se desprenden del código genético de la misma, y b] las que resultan de su entorno. Las primeras son los problemas que de manera natural porta el régimen democrático y las segundas son las que tiene que afrontar si se quiere fortalecer el régimen de gobierno ...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL
  3. ÍNDICE
  4. DEDICATORIA
  5. CITA
  6. INTRODUCCIÓN
  7. 1. EL CAMBIO DEMOCRÁTICO Y EL MALESTAR SOCIAL
  8. 2. LA DEMOCRACIA COMO PROBLEMA
  9. 3. LOS PROBLEMAS QUE DEBE ATENDER LA DEMOCRACIA
  10. BIBLIOGRAFÍA
  11. COLOFÓN
  12. CONTRAPORTADA