I. PASADO IMPREDECIBLE
Recuerdo de mi padre en el durazno
El amor pasa como pasa el tiempo.
Tumbado en el solar, bajo el durazno, mi padre repetía
esas palabras
con una convicción de buen maestro y un timbre de abogado.
Lo puedo recordar, es decir, verlo,
con esa nitidez que da a los muertos la suma atroz
de navidades lejos.
Me veía llegar, adolescente,
partido por el rayo de mis primeros besos,
árido como todo niño roto, esperanzado como todo pájaro.
Sentate, me decía,
y yo me imaginaba la esperanza como sus manos largas,
como su tono lento,
como su forma pálida de adelantarme el cielo.
Sentate, me decía. No llorés. No hagás eso.
El amor pasa como pasa el tiempo.
Decía cosas bellas mi viejo bajo el árbol.
Cosas bellas, decía.
Cosas bellas y falsas.
Mentía y no lo culpo.
¿Cómo podía saber que tu amor vencería la miseria del tiempo
si no te conocía, si yo estaba pequeño
y vos eras apenas la más remota espina del más lejano espejo?
Caracolas
En una esquina rota del D. F.
hay una placa vieja, tiznada y algo tímida:
Aquí vivió el Marqués Juan de Altamira.
En la contraportada del libro de poesía de un tal Aurelio Pozo
que me vendió el librero de la Plaza de Armas de La Habana
hay una firma en lápiz, ya casi diluida:
Familia Macías Muguercia, mil novecientos sesenta y nueve.
En Medellín, parábola del humo,
a igual distancia del amor y de la herida,
en el Café Bastilla,
don Ismael González, con ademán de prócer,
saca de la vitrina en la pared
un estuche tatuado hace tres vidas:
Colección de tangos de don Marcos Aguinaga.
Creemos en la huella y en la rúbrica,
persistentes e ingenuos,
pero no somos más que caracolas
vencidas por la paz de los relojes.
Me doy por aludido
Para mí, esta mañana, lleve o no mi apellido,
es cada nube espesa,cada canción con filo
y cada telegrama con mortajas;
en suma, cada señal de humo que dispara el pasado.
Encuentro signos en la forma en que el viento se aferra
a los manzanos.
El chiquillo en la esquina es señal de aguaceros
y el pájaro en el cable es muestra irrefutable
de que una niña llora su novio ennegrecido.
Me doy por aludido. Entiendo casi todo.
El guayacán me habla. La ventana me habla.
El pararrayos hosco tan solo a mí me habla.
Yo repaso el susurro. Me doy por aludido.
Es para mí esa flecha.
Esa piedra. Esa púa.
Para mí, el diluido.
Para el que escucha y teme.
Para el que teme y calla.
Para el que calla y tiembla.
Para el que tiembla y ama.
Y cada cosa sola y cada cosa junta,
cada matryoshka dentro de otra matryoshka
dentro de otra matryoshka
dentro de la peor vitrina
dice que nada espera quien ha olvidado todo;
dice que quien espera es porque nada olvida.
Mayúsculas
Mientras busco la tecla de las mayúsculas,
con la que me permito dar estatura al Viento,
el guayacán me enseña sus ramas incendiadas
como un mapa de fuego en la ventana.
Es un sobreviviente.
Entre muro y asfalto, por fuerza desposado a las aceras,
sigue esperando cada nuevo agosto
para vencer el gris que lo acorrala
a fuerza de obstinados manojos amarillos.
Y mientras lo solemne, lo que en verdad importa, sucede
en mi ventana,
tanteo las mayúsculas y nombro nimiedades
y me vendo la idea estúpida y nubosa de que valen o importan:
Ciudad Futuro Hijos Poesía Sexo Literatura Dios Mañana.
La línea amarilla
Desde la estación elevada del metro
se ven las canchas del colegio.
En ellas fui portero inolvidable
en campeonatos mundiales
que duraban lo que un jugo de mango y una pizza.
Con las mismas paredes amarillas
y las mismas estatuas intocables
veo el colegio lleno de muchachos
iguales a nosotros, pero de otro planeta.
Tienen la ca...