El hombre que sería Luis Foret
(Una biografía)
POR AGNES ROMANÍ
(CON LA COLABORACIÓN DE LUIS FORET)
1
El relato de Shahriar
Hydra (Grecia), junio de 2011
Las verdaderas historias no suceden en orden cronológico, esa fue una de las primeras cosas que me dijo Luis Foret cuando me encargó escribir su biografía. Una vida es un mosaico hecho con un puñado de fragmentos, no un millón de teselas como aquel de Pompeya, dijo, sino tan solo nueve o diez: esa es la dificultad para una biógrafa, dar sentido a un dibujo con diez teselas sin que parezca un garabato infantil. Tendrás que saltar hacia adelante y hacia atrás, dijo, y luego volver a saltar, solo así hallarás el significado del conjunto, como un cuadro, no como una melodía. Luego añadió: si yo escribiese la historia de Luis Foret, colocaría como primera tesela una imagen del golfo Sarónico un año antes de que existiese un hombre llamado Luis Foret.
Un músico con bigote y camisa blanca de lino toca el buzuki en el puerto de Hydra sentado en un bolardo de amarre plano como la cabeza de una serpiente. El sol cuelga sobre el Peloponeso negándose a iniciar el descenso e ilumina un día eterno. Shahriar canta al compás de las notas sincopadas, altivas y discretas como las mujeres griegas:
—Ena dio kai tria kai tessera...
El hombre que sería Luis Foret no puede dejar de admirar la facilidad de Shahriar con los idiomas. A decir verdad, en esa soleada tarde de junio, no puede dejar de admirar a Shahriar. Con el paso de los años, afirma, si le hicieran elegir una tarde, solo una, en la que sintiera eso que se suele llamar felicidad, elegiría las primeras horas de aquella tarde.
Aunque es cierto que el paso de los años tiende a confundirlo todo.
—Es muy fácil —explica ella leyéndole el pensamiento—: uno, dos y tres y cuatro, ena, dio, tria, tessera, hasta tú eres capaz de aprender eso en griego.
Le gusta verla sonreír a golpes de buzuki, con los brazos descubiertos, los poros diminutos abiertos al sol. Su sonrisa dibuja un futuro halagüeño; en sus ojos persiste un poso de tristeza. Ha pasado los dos últimos días encerrada en el hotel por culpa de una gastroenteritis. O eso creen aún en esa soleada tarde de junio.
—Así que esta es la luz de Grecia —dice estirándose en la silla como una niña perezosa.
Una pequeña embarcación de recreo se aproxima al puerto dejando una estela en el agua. El barco se llama Calipso, como la amante con la que Ulises se entretuvo mientras Penélope aguardaba su regreso. Una mujer se asoma en la cubierta de Calipso y silba al hombre del buzuki metiéndose dos dedos en la boca.
—Creo que me quedo con la luz antes que con la Acrópolis —dice Shahriar sorbiendo té helado por una pajita—. Si tuvieras que escoger una cosa de Grecia, ¿con qué te quedarías tú?
La mujer amarra un cabo donde antes estaba el músico, que se aleja sin dejar de tocar su instrumento y sonríe a Shahriar. Ella se despide con un gesto de la mano. Un hombre nórdico sale de la carlinga con una silla de bebé. La mujer coge de dentro a un niño que balancea el cuello como si, agarrado apenas por un clavo, se fuera a desmontar. De un salto, madre e hijo abandonan el barco y ponen pie en el muelle.
—¿A quién se le ocurre? —dice el hombre que sería Luis Foret—. Traer a un niño tan pequeño en ese barco.
—Calla, pesado —dice Shahriar sin dejar de sonreír—, es maravilloso. ¡Cómo me gustaría ser ese niño! ¿No te habría gustado que tus padres te trajeran a Grecia? Los niños de ahora tienen suerte. Para ellos el mundo es un lugar muy pequeño.
—¿Y eso es una suerte?
—¡Claro que sí! Yo solo quiero ver el mundo. Pero ya soy tan mayor...
Luego lo mira durante unos segundos y se echa a reír haciendo burbujas con la pajita en el té. En esa soleada tarde de junio Shahriar no supera los veinticinco años.
—¿Podemos volver al hotel en burro? —pregunta como la niña que pide permiso al adulto.
En Hydra no circulan vehículos a motor. Por la isla solo puedes desplazarte a pie, en burro o en barco. En la pinza de la herradura que forma el puerto, una hilera de asnos con jaeces de colores espera a los turistas para ascender a los hoteles de las colinas.
—¿Ya quieres volver al hotel?
—¡Nooo! —dice estirando la o—. Quiero ver el sol, quiero verlo hasta que se ponga.
En la mesa de al lado unas chicas juegan al tavli, el backgammon griego; capturan fichas a gran velocidad golpeando con las suyas el tablero de madera. Cuando se han ido los excursionistas, Hydra es un remanso de paz; solo las partidas de tavli y las notas de buzuki desafían la parsimonia.
—Pero podemos volver en burro —insiste Shahriar.
Él hace un gesto de indiferencia con los hombros.
Por el horizonte azul se aproxima a saltos una araña gigante que enturbia la tranquilidad. Es un Delfín Volador, un aerodeslizador que une Hydra y el Pireo en menos de dos horas. Las jóvenes griegas recogen el tablero y las fichas discutiendo quién ha ganado la partida inconclusa. La más bajita de las dos enciende un cigarrillo, la más alta utiliza el pitillo de su amiga para prender el suyo. Mientras aspiran el humo, el hombre que sería Luis Foret se da cuenta de lo mucho que le gusta oírlas hablar en griego.
—... ena dio kai tria kai tessera... —canturrea Shahriar al verlo distraído con las otras chicas.
A Shahriar parece satisfacerla ese juego. Disfruta haciéndose la celosa aunque ellos dos nunca hayan sido más que compañeros afectuosos. En esa soleada tarde de junio, al hombre que sería Luis Foret le resulta sencillo explicar por qué no han sido más que amigos: él es mayor, está casado en segundas nupcias, tiene una niña pequeña, es el jefe de Shahriar en el departamento de Literatura Comparada. Motivos de sobra por separado, abrumadores en conjunto.
Pero una cosa son los motivos y otra la realidad: rara vez coinciden. La realidad es que nunca han sido más que amigos porque ella no ha querido. Aunque, a veces, afirma Foret, parezca lo contrario.
Están en Hydra recopilando información para una investigación sobre Leonard Cohen que él paga de su bolsillo —así no tiene que dar explicaciones en la universidad—, y comparten habitación de hotel.
—Con camas separadas —había insistido ella.
—Con camas separadas, por supuesto. ¿Quién te crees que soy? Tengo una hija, ¿recuerdas?
—Ya —había dicho ella—. Pero con camas separadas.
Que su mujer piense que duermen en dos habitaciones no le genera remordimientos. No ha ocurrido nada de lo que arrepentirse.
O sí, afirma Foret. Quizá de lo que uno deba arrepentirse más a menudo es de las ocasiones en las que no ha ocurrido nada.
Las jóvenes griegas esperan ya en el borde del muelle al Delfín Volador, que rodea la muralla mientras escupe agua. El ruido del motor parece el de una enorme cisterna. La chica más alta, de nariz aguileña y hombros caídos, tira el cigarrillo al suelo y un par de gatos escuálidos se acercan corriendo pensando que la colilla es comida.
En Hydra hay tantos gatos que se hace difícil no tropezar con ellos. Negros, alargados y huesudos, como pequeños acordeones, duermen en cada escalón, en cada esquina en la que encuentran sombra. Al contrario que Shahriar, los gatos de Hydra aborrecen la luz de Grecia.
—Putos gatos —dice Shahriar y por vez primera en el día se le borra la sonrisa.
Shahriar sigue a rajatabla los extraños preceptos de sus supersticiones. Le repugnan los gatos, le inquietan los treces, evita a los pelirrojos, congela a las personas. Cuando cree que un compañero de la universidad tiene malos deseos hacia ella, escribe su nombre en una tira de papel y la deposita en el fondo del congelador. Así, dice, neutraliza el mal de ojo.
De la pajita de Shahriar se desprenden pequeñas gotas de té helado que ahora llueven sobre su ejemplar en inglés de Zorba el griego, con un burro negro y casas blancas de estilo naif en la portada. En la página de guarda ha dibujado con lápiz de grafito unos trazos que dice que le recuerdan al hombre que sería Luis Foret bailando sirtaki.
—¿Te puedes creer que nunca lo he leído?
Se lo dice blandiendo el libro en su mano huesuda como los gatos negros de Hydra. En esa soleada tarde de junio, Shahriar no sabe que ya no tendrá tiempo de leer Zorba el griego.
Aquella mañana por fin habían podido abandonar la habitación compartida y pasear por la isla.
Los días anteriores ella le decía que se marchase y la dejara sola, pero de ninguna manera podía abandonarla como estaba, escurriéndose en el retrete, enroscada sobre sí misma, con el rímel corrido alrededor de sus ojos enormes, el rostro descompuesto como si uno de sus pómulos se hubiese dislocado, un amargo olor en el aliento.
—Debo de estar preciosa —le decía—. En breve me dejarás por una griega.
Como si él pudiera dejarla por alguien. Como si pudiera.
—Camas separadas —objetaba el hombre que sería Luis Foret agitando un dedo y ella entornaba los ojos con ternura.
Luego, cuando se encontraba algo mejor, se daba un baño de espuma y le concedía permiso para que permaneciese junto a la bañera, sentado sobre el inodoro. Del agua sobresalían rodillas, brazos y cabeza, el resto de Shahriar estaba cubierto por un manto de burbujas blancas. Hablaban hasta que se le arrugaba la piel.
—Ya parezco tan mayor como tú —le decía ense...