Eva Burgos
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Eva Burgos

  1. 92 páginas
  2. Spanish
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Eva Burgos

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Información del libro

«Eva Burgos» (1960) es una novela póstuma de Enrique Amorim que narra las aventuras y desventuras de Eva Burgos, una mujer forzada a prostituirse. Eva sufre al mismo tiempo la marginación por su condición de huérfana y la alienación provocada por la sociedad burguesa.-

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Información

Editorial
SAGA Egmont
Año
2021
ISBN
9788726682595
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
La cama era estrecha . Crujía a cada momento. Pero el ruido de los viejos elásticos lo conducía sin cesar a recordaciones juveniles. Así se quejaban las camas de sus años mozos. Con sensaciones de otros tiempos su cuerpo recuperaba un vigor de adolescencia, a pesar de frisar la cuarentena. Moverse un poco a la izquierda o a la derecha, ya para estar a gusto, ya para ceder un poco de espacio a la muchacha que tenía a su lado, resultábale tonificante. Carlos Pando sonreía. ¿Cómo no sonreír en la penumbra, si, por muy ingenioso que se tornara, jamás ella, Eva, entendería la sensación que lo embargaba? Pensó también que volvía a ser pobre y a frecuentar pensiones de segundo orden, con camas enclenques. A la sazón conocía lo que era un lecho de amor, y hasta podía contar a sus amigos en qué consistía “il letto napoletano”. ¿Cómo no sonreir bajo las sábanas en aquella precaria peripecia?
El frío de un crudo día de julio era matador. Si sacaba el puño para alcanzar uno de los barrotes de la cama de hierro, su mano huía despavorida y volvía a meterse bajo las mantas. Eva no tentaba semejante aventura. Quieta como una rama recién cortada que aun goza de los privilegios de las otras ramas del árbol, Eva respiraba con miedo, y en el aliento íbanse graduando las alteraciones de la sangre. Quizás pensaba en lo confortablemente que se puede estar en cama de una plaza cuando es ocupada por dos cuerpos sosegados. El hombre mantenía las vestimentas. Era de suponer que lo hacía para no enfriarse. Pero, como sonreía, Eva creyó que le jugaba una broma. La sonrisa estaba expuesta al frío de afuera y ella alcanzaba una migaja apenas del rostro satisfecho y triunfal del hombre.
Eva había cumplido el rito de desnudarse chispeada de quejas: “no mirés. . . ¿eh? ¡Qué frío hace, mamita mía! Te digo que no mirés. . .” Pero el trance inicial ya no servía para nada, Era el pasado. Lo que interesaba en ese instante era vencer el frío, derrotar por lo menos uno de los fantasmas de la miseria. Los dos cuerpos vencían.
El amor lo puede todo —pensó Pando—. Altera la respiración de Eva; la hace ritual, consabida y afín. Pensó también: el logro de lo cotidiano, aunque minúsculo, puede hacer feliz a una vida. Luego, ya con un calor animal que elaboraban las íntimas esencias de la cita, se preguntó si había realmente amor en aquel encuentro aparentemente desigual. En la desigualdad, en el contraste, imperaba un secreto.
Pando acababa de enviudar. Había sido feliz con su mujer, pues consiguió, después de largos años, borrarle la imagen del anterior marido de su compañera. Carmen era viuda, una viuda sin hijos. Se había casado con Pando segura de poder realizar el único sueño de que se sentía capaz: engendrar. Tampoco superó a su destino, pues murió de un ataque al corazón sin haber quedado nunca encinta.
Pando resultó, a la postre, mucho mejor persona de lo que la finada creía. Jamás le dijo que su esterilidad se debía a una enfermedad contraída con su anterior marido. El médico que consultaron así se lo explicó. Pando aceptó la mutua desgracia con una entereza que Carmen soslayaba. Pasaron los años, y el fracaso matrimonial en el propósito de reproducirse se fue diluyendo. La viuda olvidó su corto primer matrimonio y Pando era ahora un hombre sano de 38 años refugiado bajo las sábanas de una muchacha de espléndida belleza. Descubrió que las sábanas de la cama que ocupaba en una de las primeras tentativas de poseerla estaban raídas por el uso. Pando las miró como a seres familiares. Carmen, mujer práctica educada dentro del marco estricto de una burguesía acomodada, casi rica, no se había atrevido a pasar sus antiguas sábanas de rico hilado —las del primer matrimonio— a otras personas que pudieran aprovecharlas por necesitadas. Utilizó poco a poco la mantelería; y por fin las sábanas, mudos testigos de su primer matrimonio, sirvieron para amortajar la segunda tentativa de vencer al destino. Pero ella estaba muerta, a pocos pasos de la casucha vecina del cementerio del pueblo donde se hallaba con Eva.
Intransferibles sensaciones resultaban las suyas. Para amar con más ímpetu necesitaba recordar su pasado. Tal vez para sentir a Eva con mayor intensidad. Era el suyo un pasado convencional de estricta normalidad. Sus negocios fueron brillantes porque brillaban las maquinarias, y suyas fueron las mejores importadas. Debió levantar copas de champagne y hacerlas chocar con otras sostenidas por torvos hombres de negocios de acento extranjero. Recuerda ahora que alguien le había dicho, al saber que no tenía frac en su ropería, que sin la “vestimenta negra” no iría muy lejos. Quizás por ello no se puso luto a la muerte de Carmen. Tampoco a la de su madre. Fácil manera de ser original entre comerciantes al por mayor, a los que había de contrariar algunas veces para no ser del montón. En aquellos momentos evocativos de su pasado se hallaba vestido en la cama de hierro de una casucha del arrabal. Bien podía la muchacha asegurarle que nadie vendría a sorprenderle en paños menores. Se lo había dicho antes de que empezaran a transpirar levemente como si un rocío maravilloso invadiera las carnes firmes de Eva. Tenue rocío, casi como una ilusión, que transmitían las manos del hombre al palpar los seños de la muchacha.
El invierno los celaba. Ráfagas de viento helado oíanse, más que sentíanse, pasar por la calle. El lecho se fue transformando en el bello cubil que añoran las fieras de todas las montañas y logran, acaso, algunos pastores de raza. De la cabeza a los pies, Eva alcanzaba la categoría del leño ardiendo. La savia deja pasar su transpiración lentamente. Luego la llama hace rezumarse la vida acuosa de la astilla. Pando colocó el oído derecho sobre el grumo de lana mal cardado de la almohada. Y escuchó —después creyó que soñaba— lo que Eva le contó de su breve vida. Del lapso que va de su nacimiento a aquel instante en que se guarecía entre los brazos de un hombre fuerte, vestido de pies a cabeza y cuyas manos se detenían largamente en los hoyuelos de Venus que Eva ignoraba poseer, definidos, como en todo cuerpo escultural.
“Todos esos chicos que ustedes ven en las barriadas, todos, todos fueron hechos en Montevideo. Mi madre no es la única ni es la primera que viene a dar a luz aquí. Oí decir a uno de ustedes que no se ven más que mujeres encinta. Si vienen llenas. . . No se empreñan aquí. Vienen de Montevideo, de otros lados donde ellas no pueden tener hijos. ¿Comprende? Si los hombres lo saben no les miran más la cara. Las verguenzas las dejan por aquí. Una tía mía vino, parió y dejó el nene a una vieja. Todas esas viejas que andan entre los ranchos no hacen más que cuidar gurises. Se hacen cargo de los recién nacidos y los van alimentando poquito a poco. Esperan que la madre salga a trabajar y les pague el servicio. Las que regresan a Montevideo, a veces mandan plata. Las viejas quedan contentas y la gastan toda en los chiquitos. Por eso hay tanto muchachito y tanta vieja en el rancherío. Claro que alguna se va y no manda nunca nada. Muchas se olvidan. A mí me dejaron con una vieja que yo creía hasta hace poco que era mi madre. Pero no tenía nada que ver conmigo. No bien me bajó la regla, me cargaron. Había uno, un corredor de chocolatines “Aguila”, que parecía un carancho. Me preguntaba, desde los once, si me había bajado; y me tocaba los senos. Tanto hizo, que al fin me bajó. Pero el chocolatinero tuvo que bajar a Montevideo, y entonces un muchacho grande, sin darse cuenta de si podía hacer, me llevó abajo del puente del Cementerio. Como era verano nos gustó estar a la sombra del puente. Pasaba un arroyito. Cuando me hizo se nos vino la noche encima. No me animé a volver a casa. Ni sé por qué no me animé. Quedé en el mismo lugar, sin moverme. Me gustaba quedarme. Tenía miedo, pero tenía también ganas de seguir besándome con el muchacho. Pero él se fue. Dijo que la madre lo retaba si volvía tarde. A eso del medio día me vio desde arriba del puente y me preguntó que hacía. Yo no supe explicarle lo que me pasaba ni lo que hacía. Si hubiese sido el de los chocolatines, por lo menos algo me iba a dar de comer. Le hice señas de que tenía hambre. Se le ocurrió desaparecer, volviendo con un paquete, atado con hilo de pandorga que conservaba de la Semana Santa. Dejó caer un hueso de puchero y un pedazo de pan. No se animaba a bajar a verme. Me tenía miedo. Creo que había otro muchacho con él, porque se daba vuelta como consultándolo. Eran dos; si, eran dos; después fueron tres. Al segundo día aparecieron cinco, todos asomados al borde del puente. Cuando pasaba gente miraban para otro lado, haciéndose los bobos. Después me llamaban por mi nombre. Yo les pedía que se callaran. Me tiraron pan, galleta y queso. Eso les divertía, pero ninguno se animó a bajar. La segunda noche la pasé acariciando el lomo de un perro. La tercera me pareció que no terminaba nunca. Al amanecer pasó un vigilante a caballo y me vio. Quise esconderme. Fue para peor. Bajó y me llevó presa. Yo dije que andaba perdida. El vigilante era viejo y estaba sucio. Un sargento me quiso tocar y le bajé el casco de un sopapo. Como vino otro a ver qué pasaba, entre los dos me prometieron cosas horribles que entendí un mes más tarde. Pero me llevaron a mi casa, porque al fin dije que recordaba dónde vivía. La vieja no me hablaba. Creyó que yo había perdido la memoria. Lo demás no se notaba. ¿No sentís mucho calor? Yo me estoy asando”.
Pando sintió aquel cuerpo húmedo que inundaba el suyo como una marea inefable. Pero era la fragancia lo que lo cautivaba. Era el olor joven y auténtico que se escapaba de bajo las sábanas y ascendía como culebreo de serpiente fatal entre pliegues y momentáneos dobleces de las ropas. Necesitó pensar en algo muy remoto para evitar la imagen de Eva bajo el puente con la herida fatal y el yuyo seco que debió rociar la sangre. No quería pensar en Eva. Recordó al poeta Chesmann, que adquirió un islote en las islas Salomón, habitado por un centenar de indígenas. “Todos los días —le había dicho el poeta— se presentaban seis o siete muchachas que traían disueltos en sus manos los más atrayentes aromas. Ofrecíanme la palma de la mano abierta como una flor para que yo eligiera. Una vez seleccionada la preferida de ese día, por la noche, a mi regreso de la jornada de cacería, la hallaba, honrando a sus padres, instalada convenientemente en mi lecho de amor”.
Pando recordó al poeta millonario. Meditó luego sobre la vida, tan bien organizada para cierta gente. Y, bajando el hocico, reduciendo la barbilla, exhaló el vaho del calor animal que manaba de la cama.
Carlos Pando bien podía haber hecho el amor sobre la cama matrimonial. Pero no lo hacía. Necesitaba para su conciencia respetar los elásticos del pullman.
Eva, después que hubo contado la pequeña historia, al darse cuenta de que era la primera vez que honraba a alguien con su secreto, se quedó dormida. Tan dormida como la tercera noche entre las hierbas rústicas, en el pastizal que crece bajo los puentes, abonados de la escoria, la basura y los residuos.
Pando nunca había experimentado una delicia mayor. El abundante sueño de los jóvenes tiene un aroma singular que conduce al escondido camino de la muerte.
Eva no se mostraba satisfecha de un encuentro casual con Pando. Al acercar el automóvil, él frunció sus narices como si oliera mal o quizá muy bien. Eva sonrió. Se sentía linda aquel medio día, camino de su rancho del arrabal. La gente volvía a sus casas en busca de la sopa caliente, del jugoso asado, del puchero ritual. O, simplemente, del entretenido aperitivo del mate. Nadie se perdía la oportunidad de dirigirle un piropo. Algunos la miraban, nada más, con evidente temor de ser descubiertos. Pando detuvo el coche, de gran tamaño, que Eva bien reconocía, y le preguntó qué hacía, antes de fruncir las narices con aire gracioso.
—¿Qué te pasa? —se atrevió ella a tutearlo por vez primera.
—Olés demasiado —dijo él, antes de lisonjearla.
—Se me habrá ido la mano —respondió Eva con voz musgosa y matinal—. Salgo de la cama.
—¿De qué cama? —inquirió Pando.
—De la mía, estúpido. ¿De cuál, entonces?
—Por el perfume no me parece.
Y le hizo una seña para que subiera al coche.
Una vez instalada a su lado, a Pando le pareció que era cortesía suya preguntarle qué hacía.
—No hago nada —contestó Eva—; ¿que querés que haga?
—¿No te podés colocar?
—Imposible. Ya nadie me quiere tomar. Las dueñas de casa me creyeron siempre una de ésas. . . Y los patrones, no bien la señora mira para otro lado, me guiñan el ojo o me dan un manotón. Algunos esperan turno para disputarme a sus hijos.
Pando se sentía molesto. No por la compañía, sino por el perfume, cuyo rastro podía quedar impreso en los cojines del lujoso Nash, uno de los más hermosos coches del pueblo.
—¿A dónde te llevo? —consultó él con voz afectuosa.
—Déjame donde te venga bien. Me da lo mismo.
El sacó unos billetes y los puso en la mano de Eva.
—Gracias —dijo ella—; esta noche voy a dormir a gusto, por lo menos una noche.
—Explícame —dijo él, interesado.
—Y, claro, como es sábado, el mozo de Las Ranas trabaja hasta el amanecer. Me presta su cama y allí duermo lindo. Cuando regresa ya estoy bañada y me voy a ver la crecida del río. ¡Qué baño de agua caliente tiene el gordo!
—¿Te presta la cama? —preguntó Pando— ¿La casa?
—Vive solo. Qué le importa. . . Todos creen que ando con él. El pobre enano me deja libros de posturas para que yo los vea. . . O me señala una novelita del “Para Ti”. Me duermo con la luz prendida. ¿No te gusta dormir con la luz prendida? Es tan lindo. . .
Pando se aproximaba a un lugar en que lo comprometía la presencia de Eva en el coche. Saludó a un amigo que pasaba en otro automóvil.
—¿Quién es ese guacho?
—¿Por qué guacho? —preguntó Pando, molesto.
—No tiene más de veinte años —respondió Eva.
—¿Te gusta? —dijo Pando deteniendo el coche—. Es un lindo muchacho.
—Me da lo mismo, pero no es feo. Tiene buena pinta. ¿Es alto, ché? Porque los petisos me hacen vomitar.
—Creo que es alto —respondió Pando, sin ganas.
—¿Cómo se llama? —preguntó Eva, como cumpliendo una obligación. Poco le importaba el nombre del guacho.
—Se llama como yo —contestó Pando.
—¿Cómo vos?
Y haciendo una pausa extraña:
—Vos te llamás Carlos, ¿nó?
—Si, Carlos —dijo Pando con fastidio.
—Entonces es tu tocayo. . .
—Tu tocayo —replicó él sin darse cuenta.
Eva lo miró un momento y le dijo:
—Tenés puesto el mismo traje de aquel día. ¿Te acordás?
A Pando le dio verguenza verse vestido con la indumentaria de una inexplicable pero no olvidada tarde de invierno. Pensó también que el traje era del año pasado.
Eva, con ademán molesto por la innecesaria violencia, cerró la puerta del hermoso Nash de color gris perla repitiendo la palabra tocayo en una forma rara en ella. Carlos Pando no alcanzó a oir las últimas palabras, ocupado en desmadejar los sentimientos que lo rodeaban. ¿Qué pensaría Carlos Ochoa, “el vasquito Ochoa”, de su poca seriedad? Luego se distrajo con la idea de que Eva no podría trabajar ni aun de mucama en una casa cualquiera, con aquel cuerpo, con aquellas formas. Era una desgracia insólita. Tampoco p...

Índice

  1. Eva Burgos
  2. Copyright
  3. Chapter
  4. Sobre Eva Burgos