Breve historia de Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico
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Breve historia de Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico

  1. 320 páginas
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Breve historia de Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico

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Descubra la apasionante historia del emperador Carlomagno, un estadista que se erigió en garantía de continuidad de la cultura clásica en Europa, consiguió una paz estable y en poco tiempo levantó un Imperio modelo en cuanto a administración y empuje cultural.

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Información

Año
2019
ISBN
9788497636001
Categoría
Historia

1

Los francos. Europa
antes de Carlomagno

Nuestra naturaleza está en la acción. El reposo presagia la muerte.
Lucius Annaeus Séneca
A mediados del siglo III, el Imperio Romano, que en épocas anteriores se había creído inexpugnable y eterno, al extender su poder por toda la cuenca del Mediterráneo (su Mare Nostrum), comenzó a desmoronarse como un castillo de naipes, donde estaba por emerger el Rey de corazones (en la baraja actual, esa carta representa la tradición de la Iglesia y por ello es ilustrada con el rostro de Carlomagno, símbolo por antonomasia de la religión cristiana).
En el interior del Imperio Romano, la propagación del cristianismo en vastos sectores de la población se tradujo en un cuestionamiento de las estructuras de antaño. Ya no bastaban los ejércitos de legionarios, con su entrenamiento y destreza militar para mantener incólumes fronteras tan ambiciosas. Si hasta el momento las legiones constituían la base del ejército romano y su entrenamiento, organización y estrategia militar habían servido para frenar los furores expansionistas y los conflictos entre la “barbarie” y la “civilización”, ya se vislumbraba una onda expansiva de pueblos sobre Roma, la Ciudad Eterna, como se la conocía entonces.
Desde el año 306, en que el emperador romano de Occidente, Constantino I, comenzó a gobernar la Galia, España y Britania, el monarca empezó a demostrar una actitud benévola hacia los cristianos.
Ya en el año 312, cuando derrota a su rival Majencio en una famosa campaña militar, confiesa públicamente haber tenido una visión celestial. Ello explica su bautizo en el lecho de muerte, el 22 de mayo del año 337, como un gesto de reconciliación con la religión cristiana, y su anterior proceso de reconocimiento a la fe católica, que lo lleva a la firma del Edicto de Milán, en el año 313, concediendo la libertad de cultos a todos sus súbditos y devolviendo a las congregaciones cristianas las posesiones que le habían sido despojadas.
El Edicto de Milán, también firmado por Licinio (emperador romano de Oriente), que puso fin a la era de las persecuciones religiosas e inauguró un nuevo período de la historia del cristianismo en el Imperio Romano, apunta en su texto que:
Habiendo advertido hace ya mucho tiempo que no debe ser cohibida la libertad de religión, sino que ha de permitirse al arbitrio y libertad de cada cual se ejercite en las cosas divinas conforme al parecer de su alma, hemos sancionado que, tanto todos los demás, cuanto los cristianos, conserven la fe y observancia de su secta y religión [...] A los cristianos y a todos los demás se conceda libre facultad de seguir la religión que a bien tengan; a fin de que quienquiera que fuere el numen divino y celestial pueda ser propicio a nosotros y a todos los que viven bajo nuestro imperio. Así, pues, hemos promulgado con saludable y rectísimo criterio esta nuestra voluntad, para que a ninguno se niegue en absoluto la licencia de seguir o elegir la observancia y religión cristiana. Antes bien sea lícito a cada uno dedicar su alma a aquella religión que estimare convenirle.
La anarquía y las guerras civiles en Roma habían terminado por devastar sus confines; el desorden interno no solo minó la industria y el comercio, sino que extenuó hasta tal punto las defensas fronterizas imperiales que privadas de la vigilancia de antaño, se convirtieron en puertas francas por donde penetraron las tribus germanas, que buscaron asiento al norte del Imperio Romano. Ya en pleno siglo III, estas realizan las primeras incursiones en busca de tierras y botín, pretendiendo obtener un lugar en ese territorio; en el IV, se asientan pacíficamente en él y en el siglo V, huyendo del avance de los hunos, procedentes de Asia, irrumpen incontroladamente por todos sus dominios.
Si antes el Imperio Romano había ido incorporando a los germanos como soldados comprometidos a defender la frontera y a los colonos para cultivar las tierras, y todos dispuestos a reconocer la autoridad del emperador, el ataque de los hunos, un pueblo de Europa Oriental, empuja a los germanos hacia el Oeste y los hace huir despavoridamente. Solo entonces comienza el éxodo en masa para esquivar a los terribles enemigos hunos, pero esta vez saquean las zonas recorridas y respetan solamente la autoridad de sus propios jefes, adelantando el derrumbe imperial.
Ante las oleadas migratorias de germanos, Roma decide legalizar su presencia creando los contratos de federación que permitieron a los foederatis (pequeños reinos o comarcas con sus propios reyes) retirar alimentos de los almacenes públicos y más tarde adquirir tierras, donde pudieron organizarse y establecer su trabajo. Estos terrenos conformaron pequeños reinos en los que el monarca bárbaro tenía completo poder, no solamente sobre sus tribus, sino también sobre los romanos que habitaban esa región.
Las prerrogativas de los foederatis fueron aumentando y sus jefes o reyes comenzaron a ocupar altos cargos en la administración y el ejército de una Roma en franco ocaso, al tiempo que se producía el proceso de transculturación y asimilación de las costumbres romanas. Los foederatis fueron la base de lo que serían después los estados federados.
Los temibles hunos eran estupendos jinetes, arqueros veloces y temerarios, de táctica militar impredecible. Conformaron una confederación de tribus procedentes de la zona de Mongolia, en el Asia Central, muchas de ellas de disímiles orígenes, pero unidas por una aristocracia que hablaba una lengua túrquica.
Aparecieron en Europa en el siglo IV y su máximo exponente fue el belicoso rey Atila (406-453), toda una figura legendaria y uno de los más acérrimos enemigos de los Imperios romanos Oriental y Occidental. De él se cuenta que tenía poderes chamánicos con su espada indestructible. También que durante una de sus tantas noches de bodas, amaneció muerto en su lecho nupcial, empapado en la sangre que brotaba como manantial de su nariz.
Relatan las crónicas de guerra que los hunos tenían por biotipo una baja estatura y que, consecuentemente, montaban caballos asiáticos también pequeños. Cuando se producía un enfrentamiento entre ellos y los robustos germanos o los adiestrados romanos integrantes de las legiones que cuidaban las fronteras hacían valer su gran ventaja: el dominio de la caballería y el uso de los estribos, lo que les daba una mayor estabilidad y rapidez; eran como un torbellino, una cabalgata imparable, con una capacidad de maniobra tal que sembraban el terror en el contendiente y lo desmoralizaban anulándolo militarmente.
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A Cayo Flavio Valerio Claudio Constantino, emperador de los romanos (306-337), se lo conoció con el nombre de Constantino I. Fue el primer monarca del imperio que reconoció a la fe católica.
Un jinete romano podía perder el equilibrio y caer al tratar de esquivar una lanza o una espada esgrimida por un soldado de infantería huno, por lo que los romanos solo usaban la caballería como refuerzo, mientras que el grueso del combate descansaba en los soldados de a pie. Este era su principal “Talón de Aquiles” y ahí estaban en inferioridad bélica.
Al referirse a la arremetida y la crueldad de estos conquistadores de origen mongol, el reconocido escritor argentino Jorge Luis Borges relata con tinte mágico en uno de sus cuentos:
Arrasaron el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron palimpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, perduró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei (en latín, nombre de la Ciudad de Dios, del obispo San Agustín), que narra que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñaría esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración especial.
La penetración germánica precipitó el proceso de descomposición del comercio, la circulación monetaria, ruralizó la economía y la vida urbana en Roma. En el año 476, Rómulo Augústulo, el último emperador romano, es destituido por Odoacro, elegido rey por sus tropas mercenarias germánicas, y la ciudad cae en poder bárbaro. Sobre tal episodio se lamentaría el presbítero romano San Jerónimo, el Padre de la Iglesia que tal vez más estudió las Sagradas Escrituras:
La voz se me corta, los sollozos me interrumpen, ha sido conquistada la ciudad que conquistó el mundo.
Ya en ese momento, Europa sería Roma y lo bárbaro y las palabras “imperio” y “emperador” cobraban sentido asociadas a la idea del dominio universal (ya, si se quiere, cristiano).

LA “DAMA DEL PONIENTEY LOS “BÁRBAROS

Europa era orignalmente una parte de un todo con Asia, al que llamaban Eurasia. Vista desde los territorios asiáticos menores (Turquía), la región europea ofrecía una traza dilatada; de ahí que la etimología grecolatina explicaba el origen del nombre de “Europa” como proveniente de la raíz semítica “ereb”, o “puesta de sol”, al occidente de la Hélade o tierra de los helenos, como se llamaba a la Antigua Grecia.
El término Europa será adoptado, posteriormente, por los griegos. También formaba parte de la mitología que Europa era una bella dama de la que se enamora Zeus (Dios griego del cielo y el trueno y gobernante del Monte Olimpo) y tras conquistarla, camuflado en forma de toro, la traslada a su Fenicia natal (Líbano) y de ahí hasta Creta (cuna de la civilización griega).
Lo cierto es que Europa, como territorio, tenía poco más de diez millones de kilómetros cuadrados de superficie (el 7 por ciento de las tierras del planeta), pero esa pequeñez territorial no ocultaba su grandeza como cuna de la civilización occidental, y maestra de ciencias y artes con grandes aspiraciones hegemónicas. Tampoco disimulaba que ya era un continente muy complejo y multicultural, pero con una matriz cristiana y clásica y grandes intenciones de crear un espacio que abarcase a los diversos moradores de la región.
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La Fiesta de Atila, cuadro del pintor húngaro Mór Than. El rey de los hunos no sólo era un gran estratega militar sino que también destacaba como político.
Los pueblos germanos, ubicados en el centro del territorio europeo y al norte de los ríos Rhin (Rhein o Rijn) y Danubio, eran calificados por los griegos y los romanos como “bárbaros” y estaban formados por ciudadanos de origen indoeuropeo, que hablaban diversas dialectos, y que no tenían como lengua culta el latín. Bajo la denominación de “bárbaros” eran nombrados los forasteros de las comarcas fronterizas con el Imperio Romano.
En un inicio esas tribus fueron contratadas por los romanos como soldados auxiliares de las legiones, aprovechando sus capacidades guerreras. Con el tiempo emprenden un proceso histórico que llevó casi cien años, de invasión de esos territorios y se apoderaron de su parte occidental, lo que trajo consigo el surgimiento y consolidación de nuevos estados con entidades políticas, económicas y culturales.
La naturaleza de la palabra “bárbaro” fue aceptada como sinónimo de “salvaje”, “bruto” o “tosco”, aunque su significado primero era “extranjero”, en el sentido de “los que balbucean” (por la forma de hablar) o de “los que no conocen el griego”.
Los bárbaros eran pueblos seminómadas y tenían una organización social constituida por clanes y tribus, conformadas por gran diversidad de grupos, entre los que se encontraban los germanos del norte, ubicados en las costas del Mar del Norte (sajones y anglos); los germanos orientales, asentados al este del río Elba (godos, divididos en visigodos y ostrogodos; vándalos, burgundios y suevos) y los germanos occidentales, situados al oeste del río Elba, donde se destacaban los francos (pueblo más prospero y duradero), alamanes y longobardos o lombardos, (nombrados así por las largas barbas utilizadas por sus hombres).
Su organización era patriarcal, sobre la base de dos pilares vitales: la familia, como célula básica, y el antepasado común como un elemento de cohesión. Estos grupos estaban asentados en poblados que practicaban la ganadería, la pesca y la caza y una rudimentaria agricultura, en los tiempos de paz; y el saqueo en épocas beligerantes. Como procedían del norte europeo, la escasez de alimentos y las bajas temperaturas los incitaban a grandes desplazamientos territoriales y al traslado sobre caballos.
Según apuntan los textos germanos primitivos, en la sociedad existían las castas o estamentos, donde los guerreros tenían un puesto privilegiado por ser la estirpe de los reyes e integraban una asamblea que intervenía en las decisiones políticas. También estaban los hombres libres, que se dedicaban a la artesanía, el comercio, las labores agrícolas y el pastoreo. Al final de esa escala social se ubicaban los prisioneros de guerra, que eran utilizados como sirvientes (más parecidos a los siervos de la gleba de la posterior etapa feudal que al esclavo romano).
La sociedad germana poseía un gobierno basado en el Consejo, conocido como el Thing, integrado por sacerdotes y jefes militares, que se reunía en clanes para tomar las decisiones y juzgar los delitos.
En tanto, sus ejércitos eran mercenarios al servicio del rey que prometía parte del botín de guerra y la religión era politeísta, basada en dioses guerreros, dentro de los cuales se veneraba a Odín (que era representado tuerto, con un cuervo en cada hombro, una lanza y las runas en la mano); a Thor, dios de la fuerza y el trueno, al que se representaba con un martillo y a Tyr, dios de la guerra y la justicia.
Aunque los germanos no eran muy desarrollados cultural e intelectualmente asimilaron muchas de las costumbres y hábitos romanos de manera rápida, contribuyendo a formar la raigambre europea, que cimentó las bases de la actual cultura occidental.
Uno de los cronistas que mejor retrató el talante de los pueblos germanos, sus valores y costumbres fue, sin dudas, el historiador, senador, cónsul y gobernador romano, Cornelio Tácito, que en su libro Germania, describe con detenimiento y autenticidad los códigos existenciales de estos reinos, al apuntar:
Cuando la lucha se ha establecido, es deshonra para el jefe (“princeps”) ser sobrepasado en valor por sus seguidores, y para éstos, no igualar en valor a aquél. Es infamia y baldón para toda la vida el retirarse a salvo de un combate en que ha muerto el jefe. El defenderlo y guardarlo, y unir cada cual sus propias hazañas a la gloria de aquel, es para ellos el principal juramento (“sacramentum”). Los príncipes luchan por la victoria; sus compañeros (“comites”) por el príncipe. Si la ciudad donde han nacido se enerva con una temporada de larga paz y calma, la mayor parte de los jóvenes nobles se dirigen a las naciones que entonces están en guerra, pues a esta raza es ingrato el reposo, y entre las vicisitudes de la guerra encuentran campo para esclarecerse. Además, solo así, con la bélica violencia, pueden mantener una gran comitiva, pues de la liberalidad de su caudillo uno saca el caballo más belicoso, otro la frámea hecha ilustre por la sangre y la victoria. En lugar de estipendio tienen unos banquetes gr...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Índice
  5. Introducción
  6. CAPÍTULO 1: Los francos. Europa antes de Carlomagno
  7. CAPÍTULO 2: Dinastía y primeros años de un líder
  8. CAPÍTULO 3: Bautismos y guerras, espada y cruz
  9. CAPÍTULO 4: ¿Una administración memorable?
  10. CAPÍTULO 5: ¿El renacimiento Carolingio?
  11. CAPÍTULO 6: Carlomagno y los francos en la literatura
  12. Bibliografía