El leopardo del Kilimanjaro
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El leopardo del Kilimanjaro

  1. 224 páginas
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El leopardo del Kilimanjaro

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Información del libro

Una historia de reorientación profesional protagonizada por un ejecutivo de éxito sumido en una profunda crisis de identidad que decide realizar, junto a unos amigos, el ascenso al monte Kilimanjaro. A medida que van sucediéndose las etapas, el protagonista va hallando las respuestas que buscaba guiado por un amigo, psicólogo de prestigio. Esta obra combina un programa de coaching ejecutivo con una historia propia del género de literatura de viajes.

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Información

Año
2019
ISBN
9788499671758
DÍA DOS: INICIO DEL ASCENSO Y LLEGADA A MACHAME CAMP
Sé quien en verdad eres.
Descubre tus talentos y tu propósito en la vida.
Esto te llevará a hacer lo que amas.
Y porque haces las cosas con amor,
obtendrás lo que necesitas.
Erich Fromm
Eran las siete de la mañana cuando la alarma del despertador me trajo de vuelta al mundo de los conscientes. La mirada del antílope cuya cabeza colgaba disecada en la pared opuesta, me recordó que estaba en África; a punto de dar paso a la aventura del Kilimanjaro. Con la ilusión de aquel pensamiento, de un salto me colé en la ducha. Sabía que en breve iba a considerar como un lujo aquella sensación de limpieza y frescura que genera el agua cayendo sobre el cuerpo.
Enseguida revisé el contenido de mi escuálida mochila de mano y me enfundé una camiseta técnica de color verde militar elaborada con un finísimo tejido de punto entrecruzado, pensado para permitir la transpiración y mantener la prenda siempre seca. Pantalones beige de trekking y bambas, completaron mi atuendo. Las botas de trekking y el resto del equipo iba a tener que alquilarlo por cortesía de la compañía aérea.
Con premura, bajé las escaleras que conducían al vestíbulo. Este comunicaba con el comedor que había sido el escenario de la conversación de la noche anterior. En esta ocasión ofrecía un generoso bufé libre como desayuno. Allí advertí que había sido el último en llegar. Todos los demás ya conversaban alegremente alrededor de una mesa redonda situada en un extremo de la estancia.
—¡Carla! ¡Caballeros! ¡Buenos días a todos! —exclamé. A continuación extendí mis brazos ofreciendo a cada uno un fuerte y cariñoso abrazo, con palmadita en la espalda—. Me alegro de veros a todos. Por cierto, Iñaki, no veo por aquí a tus italianas. ¿Qué ha pasado? ¿Se han cansado de la hospitalidad vasca? —le pregunté burlonamente.
—¡Qué va! Acaban de ir a por pizza —contestó al instante, soltando una sonora carcajada que contagió a todos.
—¿Cómo fue vuestro viaje por Nairobi? ¿Valía la pena? —pregunté de forma genérica.
—En realidad no lo sabemos, no tuvimos tiempo para visitar Nairobi. Llegamos al anochecer y cenamos en el bar del hotel. Una cerveza llevó a otra hasta que se nos hicieron las tres de la mañana celebrando nuestra llegada a África. Ayer nos levantamos prácticamente una hora antes de que saliera el último autocar hacia Arusha. Así que no nos dio tiempo a visitar más que la estación de autobuses —comentó Carla.
—No te puedes imaginar lo suave y sabrosa que es la cerveza keniata —corroboró el alemán.
—Ya veo. Y con la resaca de vuestra fiesta de bienvenida, el trayecto en tartana hasta Arusha os ha debido de parecer de lo más auténtico —pregunté con sarcasmo.
—Una experiencia impagable. Deberías probarla —contestó Iñaki, dejando escapar una sonrisa.
—En fin, pues nosotros llegamos ayer al aeropuerto del Kilimanjaro y, no os lo vais a creer, pero se ha extraviado la maleta que facturé con todo mi material de montaña, medicinas, saco de dormir, ropa interior, etc. Me han prometido que, si llega en el próximo vuelo, los de la agencia me la harán llegar hasta el campamento en el que me encuentre —dije con incredulidad.
—Desconozco si es vuestro caso —concedió Pablo—, pero yo he traído camisetas térmicas y un forro polar de sobra. Propongo que hagamos un fondo común para que Santi pueda salir del paso alquilando el resto del equipo.
—Sí, yo te puedo dejar unos pantalones de trekking, calcetines y una cantimplora. Seguramente Carla te podría prestar algo de su ropa interior —dijo socarronamente Iñaki.
—Gracias vasco, aunque creo que me las puedo apañar sin tus consejos —contesté riendo.
—Yo he traído parte de mi equipo por duplicado —señaló el banquero alemán. Al observar nuestra cara de asombro, continuó—: Pensad que en un viaje de estas características es fácil sufrir el extravío, rotura, robo, etc., de una prenda imprescindible. Además, en este caso, no tenía coste ser prevenido ya que al disponer de porteadores, ¡el sobrepeso lo asume otro! —dijo soltando una carcajada—. Es broma. Pesé las prendas adicionales y no suponían más de dos kilos. Santi, ¡te puedo prestar unas cuantas! Además, llevo preparadas, para los seis días del viaje, ocho bolsitas que contienen, cada una, bebidas isotónicas en polvo y barritas energéticas como complemento alimentario. Así que también pongo a vuestra disposición este pequeño superávit.
—Carla, recuérdame que en mi próximo viaje incluya un alemán entre el listado de elementos necesarios que debo llevar —dijo Iñaki, plenamente deslumbrado por la minuciosidad con la que Andreas había preparado su equipaje.
—Muchas gracias a todos —concedí—. Hablaré con el guía para alquilar un saco y botas. Creo que también un anorak por si no recupero la maleta a tiempo. Por cierto —añadí—, nuestro vuelo venía repleto de pasajeros. Me gustaría pensar que la mayoría va a ir de safari o a subir al Kili por la ruta Marango.
—¡Si no tenían pinta de aguerridos montañeses, ¡serán meros marangotarras! —exclamó el vasco.
—Eso espero —contesté—. Como te equivoques, la ascensión hasta la cumbre por nuestra ruta Machame te va a parecer una manifestación.
Con conversaciones de esa guisa fuimos liquidando el desayuno. Me resultó curioso comprobar cómo se ponía de manifiesto la idiosincrasia de cada uno en la forma de preparar el equipaje. Por ejemplo, Andreas, con un perfil totalmente ejecutivo, había dispuesto sus pertenencias con la precisión de un cirujano, dividiéndolas por días y añadiendo un porcentaje adicional para cubrir imprevistos. También era el que, a juzgar por las apariencias, había invertido más en su equipo técnico de montaña. Es decir, Andreas había convertido la ascensión a la cumbre en un objetivo militar cuya consecución debía ser perfectamente planificada. Para todos los miembros de nuestra particular expedición, era crucial llegar a la cumbre. Pero intuía que para Andreas significaba algo más. No contemplaba la posibilidad de fracasar, de que le fallaran sus fuerzas y de defraudarse a sí mismo o a los demás.
Por otro lado, Andreas, Carla y Pablo habían coincidido en el tipo de bolsas con que empaquetar sus enseres: dos mochilas de montaña de 80 y 50 litros de capacidad, respectivamente. La primera contenía la mayor parte del equipo y la habían adquirido para que fuera transportada por el porteador. La segunda, que sería cargada por ellos mismos, ofrecía espacio para llevar holgadamente las cantimploras, comida del día y algo de abrigo. Es decir, los tres se habían preocupado por facilitar al porteador su trabajo proveyéndole con una verdadera mochila para trekking de larga duración, con respaldos regulables, hombreras y cinturón anatómicos, barras de aluminio, etcétera.
En cambio, Iñaki y yo disponíamos de una única mochila técnica, también de 50 litros de capacidad para cargar sobre nuestra espalda. El resto del equipaje lo habíamos empaquetado en una bolsa de viaje tan estándar que, muy probablemente, quien pretendiera cargarla durante más de un kilómetro acabaría con su columna vertebral convertida en un acordeón. A mi favor, he de decir, que mientras preparaba la bolsa advertí ese inconveniente y que pretendía subsanarlo alquilando sobre el terreno la mochila que el porteador necesitase. Iñaki, por supuesto, también.
Estaba claro que el equipo humano que habíamos reunido destilaba generosidad y compañerismo, cualidades importantísimas en todo momento, pero muy particularmente en situaciones de absoluta ausencia de confort como las que estábamos a punto de experimentar.
Había algo, no obstante, que nos preocupaba a todos de igual manera: el mal de altura. Era una auténtica incógnita cómo reaccionaríamos frente a él. Al parecer, no se conoce con exactitud de qué depende padecer sus síntomas de forma más o menos acusada. Por otro lado, sabíamos que una buena condición física ayudaba a combatirlo, pero tampoco lo prevenía. Lógicamente veníamos equipados con medicinas adecuadas para forzar el proceso de aclimatación a la altura. Sin embargo, si los síntomas persistían, la única forma de no desarrollar un edema cerebral o pulmonar, según la prescripción facultativa, era descendiendo de forma inmediata a cotas mucho más bajas, con lo que, a quien le sucediera, tendría que renunciar a hacer cumbre.
Con bellaquería, Iñaki comentó que después de la minuciosidad con la que el alemán se había preparado el viaje, se iba a partir de risa si al final era Andreas el único que pillara el mal de altura. Dijo:
—Mirando con impotencia tu flamante equipo vas a gritar un «¡¡¡NEIN!!!» tan desgarrado… ¡que te oirán desde Alemania!
Todos reímos aquel comentario. Incluido el propio Andreas, aunque algo menos.
Luciendo una exquisita puntualidad británica, apareció John en la recepción del hotel. Esta vez, conducía un gran todoterreno de color blanco en lugar de la vieja furgoneta granate con la que nos había recogido en el aeropuerto la noche anterior. Cargamos en su vehículo nuestros petates y marchamos en dirección al parque nacional del Kilimanjaro.
Según estaba previsto en el itinerario preparado por la agencia, la provisión de agua potable del primer día corría de nuestro cargo. En los demás, se encargaría de ello el equipo de porteadores. Por este motivo, John efectuó una breve escala en un precario establecimiento con ínfulas de colmado situado al borde de la carretera. La tienda estaba regentada por un indígena desdentado que sonreía amablemente desde la entrada. En su oscuro interior, sobre los productos se acumulaba más de un dedo de polvo. Tuve la sensación de que habíamos descubierto la despensa de Tutankamon. Con paciencia arqueológica dimos por fin con las botellas de agua. Cada uno adquirió 4 litros y un par de chocolatinas. Finalizado ese trámite, subimos al vehículo y retomamos la marcha, rumbo hacia la entrada del parque.
Durante el trayecto, Carla intentó obtener algún tipo de información sobre el Kili, pero John se mostró igual de dicharachero que la noche anterior. Al final, cansada de recibir monosílabos por respuesta, desistió. Como yo ya era conocedor de su natural misticismo,no efectué ningún amago de conversación. Únicamente me aseguré de que comprendiera la urgencia de recibir mi equipaje y la necesidad de encontrar un lugar donde alquilar parte del equipo. Como no, la respuesta volvió a ser: Hakuna matata.
El día era gris. El ambiente, húmedo y fresco. Las nubes habían tapado por completo el sol, pero no daba la sensación de que fuera a llover. Sin embargo, a medida que nos íbamos aproximando a las faldas de la montaña, el panorama empeoraba. La niebla se hacía mucho más espesa, la humedad, más intensa y venía acompañada de breves chubascos que parecían presagiar el inicio de una gran tormenta tropical.
La vegetación que se veía a ambos lados de la carretera era frondosa. Tan exuberante que parecía un espeso tejido en el que se entrecruzaban árboles de enorme tamaño, lianas que iban de un lado a otro, helechos gigantes, algunas palmeras y otras plantas que, sin duda, en los días de sol, debían competir por alcanzar sus rayos.
Al rato, llegamos a Machame Gate, la entrada del parque nacional que correspondía a nuestra ruta de ascenso. Estaba situada a 1.828 metros sobre el nivel del mar. Ese punto iba a marcar el comienzo de nuestra expedición a pie.
—Pero ¿esto qué es? Parece una manifestación no autorizada. ¡Dispérsense! —gritó con guasa el vasco al observar el inesperado gentío que aguardaba en los aledaños de la Machame Gate. Como mínimo habíamos podido identificar hasta cinco grupos de montañeros integrados por un mínimo de seis personas cada uno. Además, cada grupo parecía disponer de una infinidad de porteadores nativos.
Abriéndonos paso entre aquella aglomeración, John nos condujo hasta el guía responsable del ascenso. Se llamaba Alfred. Presentaba una apariencia muy similar a la del resto: raza negra, pelo muy corto, fornido, de complexión atlética. Iba ataviado con una camisa marrón de manga corta y unos pantalones color turquesa que facilitaban su identificación entre aquella masa de gente cuyos rostros nos resultaban tremendamente semejantes.
Alfred nos indicó que debíamos contratar tres porteadores por persona y, además, un guía, un asistente de guía y un cocinero por grupo. Lo cual sumaba la friolera de 18 personas de apoyo para nuestro grupo de cinco turistas. En la agencia nos habían indicado que el número de porteadores por persona normalmente era de dos. Sin embargo no parecía fácil hacérselo entender y nadie quiso forzar la situación.
Antes de marcharse, John me preguntó qué talla de botas calzaba y luego se perdió entre la muchedumbre. Breves instantes después apareció con un par de botas de montaña, un anorak y dos sacos de dormir, uno para Iñaki, que también necesitaba alquilarlo, y otro para mí. Me probé las botas y tuve la sensación de que acababa de meter los pies en un bidé con agua fría. Estaban completamente empapadas por dentro. Por suerte eran de mi talla, así que me las quedé. Le entregamos a John 10 dólares por el alquiler de cada pieza, propina incluida, y se despidió.
Alfred asignó un porteador específico para cada uno de nosotros. Siempre sería el mismo el que cargaría con el equipaje durante todo el trayecto. Allí pudimos dar respuesta al interrogante de cómo pensaban transportar nuestro equipaje. Las mochilas técnicas con respaldos regulables eran recibidas con la misma indiferencia que sus homónimas, más estándar. En ambos casos eran directamente introducidas en unas grandes bolsas blancas de lona, como si de patatas se tratase. Luego, cerraban la bolsa anudando los extremos superiores de la misma y la cargaban sobre sus cabezas.
Mientras contemplábamos aquel ritual, Alfred nos conminó a que efectuáramos nuestro registro ante las autoridades del parque. En la práctica este trámite equivalía simplemente a incluir el nombre, nacionalidad, profesión, edad, nombre del guía, la firma y algún detalle más en un libro custodiado por un indígena que se resguardaba tras la ventanilla de una caseta de cemento con tejado de Uralita.
A unos escasos metros de la caseta, sobre un terraplén cubierto de césped mojado, se levantaba un gran cartel de madera oscura en el que, con letras amarillas y en inglés, se recordaba a los montañeros una serie de extremos a tener en cuenta durante el ascenso. Entre ellos, la necesidad de estar en forma, de beber cuatro o cinco litros de líquidos al día, o, la archiconocida de descender inmediatamente en caso de acusar de forma grave los síntomas del mal de montaña.
Por momentos, las condiciones atmosféricas parecían empeorar. Soplaba un viento racheado que espoleaba a las nubes a escupir chubascos intermitentes, convirtiendo el sendero en un auténtico barrizal. Cual Moisés provisto de su bastón, Alfred se situó al frente del grupo y nos invitó a seguirle iniciando ya por fin el ascenso.
Caminamos animadamente entre la jungla por una pista bastante ancha al principio, que luego se fue estrechando hasta convertirse en un magnífico sendero que permitía la ascensión en columna de a dos. Aproveché esa circunstancia para situarme al lado de Pablo y continuar con la conversación del día anterior.
—Pablo, he estado meditando sobre las reflexiones que mi hiciste ayer acerca de la necesidad de descubrir la verdadera vocación y de prestarse mayor atención para que esta aflorase en caso de que no se revelara con claridad. Aún sigo estupefacto por cuán confundido estaba al creer que yo no tenía ninguna vocación. Ahora empiezo a comprender con meridiana claridad por qué me seguía sintiendo vacío pese a haber alcanzado las metas profesionales que me había marcado. Por qué la insatisfacción seguía anidando en lo más profundo de mi alma, pese a que, en teoría, había obtenido el éxito profesional, económico y social que perseguía. ¡Me había olvidado completamente de atender al éxito personal! ¡De descubrir cuál era mi pasión y de encontrarle un sentido verdadero a la vida! —exclamé con cara de «¿te lo puedes creer?».
—Suele pasar —interrumpió Pablo—. Cuando alguien consigue mirar el problema desde una nueva perspectiva, de repente, la solución aparece con una claridad asombrosa.
—Desde luego— le ratifiqué, convencido—. Es curioso, pero creo que hoy he logrado descifrar el significado de ciertas señales con las que me topé a lo largo de mi carrera. Todas apuntaban a la misma dirección. En su día me impactaron de alguna forma, pero al no acabar de comprenderlas, acabé por ignorarlas. Por ejemplo, recuerdo perfectamente el día en que me licencié como ingeniero. A la fiesta de graduación acudió un prestigioso catedrático de Ingeniería de Procesos que me había impartido clases durante la licenciatura. Era una persona cercana y brillante. Destilaba una enorme pasión por su trabajo. Allí, le comenté orgulloso:
»—Don Paco, ya se ha acabado, ¡ya soy ingeniero! —Aquel hombre me dedicó una compasiva sonrisa y, observándome como el maestro shaolín contemplaba al pequeño saltamontes, me corrigió:
»—No, hijo. Esto no ha acabado. De hecho, ahora es cuando todo empieza. Piensa que, contrariamente a lo que crees, todavía no eres ingeniero. Eres licenciado en Ingeniería. Para ser ingeniero has de trabajar como tal —sentenció.
»—Ya, claro —admití—. Pero yo me refería a que a partir de ahora ya se acabaron el estudio y la angustia de los exámenes. Ahora sólo queda trabajar —dije rebosando candidez por los cuatro costados.
»Aquel catedrático, que debió de hacer un gran...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. PORTADILLA
  3. TíTULO
  4. COPYRIGTH
  5. DEDICATORIA
  6. ÍNDICE
  7. LA LLAMADA DE ÁFRICA
  8. DÍA UNO: TRASLADO A ARUSHA
  9. DÍA DOS: INICIO DEL ASCENSO Y LLEGADA A MACHAME CAMP
  10. DÍA TRES: MACHAME CAMP – SHIRA CAMP
  11. DÍA CUATRO: SHIRA CAMP – BARRANCO CAMP
  12. DÍA CINCO: BARRANCO CAMP – BARAFU CAMP
  13. DÍA SEIS: BARAFU CAMP – UHURU PEAK – MWEKA CAMP
  14. DÍA SIETE: MWEKA CAMP – ARUSHA – BARCELONA
  15. APÉNDICE
  16. EJERCICIOS:
  17. CARTA AL LECTOR
  18. AGRADECIMIENTOS
  19. BIBLIOGRAFÍA
  20. OTROS TíTULOS
  21. CONTRAPORTADA