La incógnita de la evolución humana
La mayor incógnita a la que se enfrenta el ser humano es su propia existencia. En nuestra infatigable búsqueda de respuestas hemos logrado despejar algunas brumas del pasado pero los grandes nubarrones siguen ocultando el horizonte. A pesar de ello, la tenacidad de los paleontólogos y su metódica y paciente labor desenterrando fósiles primero y analizándolos después nos ha permitido disponer de una imagen veraz de la evolución de la vida y de nuestra especie durante los últimos dos mil millones de años.
Esta excitante aventura científica comenzó en 1859; el año en el que Charles Darwin publicó su obra cumbre: Origin of Species. Las ideas recogidas en sus páginas eran tan radicales para la época que a la hora de exponerlas al gran público la editorial apostó por la clásica ilustración de la «evolución del hombre» en la que se escenificaba la paulatina transformación del mono en ser humano. Darwin era plenamente consciente de esta estrategia de comunicación en la que se obviaban numerosos detalles y aspectos de suma relevancia pero entendió, desde un principio, que a pesar de no ser la manera más ortodoxa de explicar la complejidad de su teoría era, sin embargo, la más eficaz para hacer comprender a la sociedad de su tiempo una idea tan revolucionaria.
Las ideas de Charles Darwin cambiaron para siempre nuestra percepción de la vida y el génesis de las especies. Básicamente todos los seres vivos de este planeta han evolucionado a lo largo del tiempo a partir de un antepasado común; y lo han hecho gracias a un proceso denominado selección natural. La ciencia moderna no ha hecho otra cosa que corroborar las conclusiones del naturalista inglés.
Naturalmente, ni entonces ni en el presente las ideas de Darwin fueron bien acogidas por el fundamentalismo religioso; y ello a pesar de que el registro fósil evidencia, sin atisbo de duda, que el naturalista inglés tenía más razón que un santo. Ahora gracias a este importante paso dado por Darwin nos es más fácil asimilar y comprender las circunstancias que modelaron a lo largo de millones de años las formas de vida actuales, herederas de una larga cadena de mutaciones encaminadas a la adaptación de la diversidad animal y vegetal.
Pocos años después de que Darwin pusiera patas arriba el paradigma evolutivo del hombre con su revolucionario trabajo, otro científico, Thomas Henry Huxley, asombró a la opinión pública del siglo XIX con su obra Evidences as to Man’s Place in Nature. En ella, el biólogo británico corroboraba la idea esgrimida por su colega Darwin de que «nuestros orígenes tenían más que ver con lo natural que con lo sobrenatural».
La revolucionaria obra de Darwin, Origin of species,
en su edición de 1859.
Durante siglos se había aceptado el dogma de que el génesis de nuestra especie estaba escrito con claridad en las páginas de la Biblia. Sus textos eran la prueba de que Dios no sólo había hecho al hombre a su imagen y semejanza sino que además había tenido la deferencia de brindarnos las pistas que nos conducirían a datar el año de fabricación del Homo sapiens: el 4004 a. C. El conflicto entre ciencia y religión estaba servido. La batalla de argumentos fue feroz. El sector eclesiástico, escandalizado por las nuevas ideas de Darwin, se enfrentó duramente a sus paladines evolucionistas. Incluso cuando las teorías sobrenaturales fueron perdiendo terreno, los obstinados abogados creacionistas consiguieron algunos triunfos dignos de mención como que durante un tiempo se siguiera instruyendo a la población británica en estas falsas ideas durante años.
Conforme al nuevo paradigma, los humanos presentaban una relación evolutiva muy estrecha con los grandes monos, por lo que su génesis se remontaba más lejos –cronológicamente hablando– que la fecha señalada por el dogma religioso. La sintonía de Huxley con Darwin se percibe claramente en sus conclusiones de campo y como era de esperar el colofón de esta línea de pensamiento fue –en palabras del antropólogo Roger Lewin– un elemento clave para la mayor revolución de la historia de la filosofía occidental: los humanos pasaron a ser considerados como formando parte de la naturaleza y no como algo ajeno a esta.
Históricamente, el debate sobre el origen del hombre ha sufrido importantes modificaciones. Desde la época de Darwin y Huxley hasta poco después de la entrada en el siglo XX, se estimó que los parientes más cercanos a nosotros eran los grandes simios africanos, tales como el chimpancé y el gorila, mientras que el orangután (el gran simio asiático) no se consideró tan cercano a nuestra especie. Desde los años veinte a los sesenta los humanos fueron distanciados por los grandes simios, que fueron considerados como pertenecientes a un grupo evolutivo singular. Desde los años sesenta, sin embargo, el punto de vista convencional retornó a la perspectiva darwiniana.
En medio de todo este proceso deductivo algunos investigadores se devanaban los sesos tratando de localizar la mítica «cuna de la humanidad»; y ello a pesar de que años antes Darwin ya había apostado por África como el escenario más probable en el que surgió nuestra especie. De nada sirvió. Durante las primeras décadas del siglo XX Asia se perfiló como la mejor candidata pero el paso del tiempo ha demostrado, una vez más, que la intuición de Darwin era correcta.
En la década de los sesenta, con el descubrimiento del espécimen fósil del Ramapithecus, pareció confirmarse la visión evolutiva paralela que trataba de explicar las semejanzas entre los simios africanos y el hombre. Este simio vivió hace quince millones de años en Eurasia y llamó la atención de la comunidad paleontológica por sus especiales características anatómicas, muy similares, a grandes rasgos, a las de los homínidos. Sin embargo, las posteriores evidencias brindadas por los fósiles y la biología molecular demuestran que el Ramapithecus no es, en absoluto, el primer homínido, sino más bien un mono, lo que confirma la idea de que el origen de la línea evolutiva humana es relativamente reciente: aproximadamente entre cinco y puede que algo más de diez millones de años.
GENÉTICA Y PALEOANTROPOLOGÍA
Desde que se descubriera el potencial de la genética como herramienta de investigación del pasado la antropología ha sufrido su particular revolución dando lugar a una especialidad imprescindible: la paleoantropología; una rama de la antropología física que se ocupa del estudio de la evolución humana a través de sus antepasados fósiles y que está estrechamente vinculada con la biología y la genética. Esta rama de la antropología nos muestra que la historia evolutiva de los organismos vivos se camufla en sus genes, de ahí su utilidad práctica en el estudio del pasado remoto de nuestra especie. La antropología molecular ha demostrado su eficaz contribución; en primer lugar, proporcionándonos una visión coherente de la forma que realmente presenta el árbol hominoide. Y, en segundo término, dándonos una perspectiva temporal mucho más precisa de los momentos en que los distintos linajes se han separado unos de otros, lo que se conoce como reloj molecular, tema sobre el que volveremos.
De este modo, antes de que la ciencia nos brindara las pruebas moleculares a las que estamos haciendo referencia, se pensaba que los homínidos se alejaron de los antropomorfos africanos y asiáticos hace unos quince millones de años. Sin embargo, con los datos moleculares en nuestro poder, podemos concluir que los antropomorfos asiáticos y africanos difieren entre sí y a su vez se separaron de los homínidos probablemente hace tan sólo unos cinco millones de años, por lo que el Ramapithecus no es un homínido, sino un prosimio.
Ahora entendemos que a lo largo de los tiempos estas escisiones han sido la norma en la evolución de los linajes de las numerosas especies que han interactuado a lo largo de los tiempos en nuestro planeta. Así, por ejemplo, el hombre no evolucionó a partir de otros antropoides, sino que se separó de ellos. Por lo que durante el natural proceso evolutivo de los diferentes linajes se producen escisiones y es precisamente en esos momentos cuando surge una nueva criatura cuyas características denotan el primer paso hacia un nuevo tipo: es lo que se conoce como eslabón perdido o más técnicamente «especie de transición».
Esquema genérico de la evolución de nuestra especie.
EN BUSCA DEL ESLABÓN PERDIDO
Todas las criaturas que existen sobre el planeta Tierra descienden de los mismos antepasados primordiales de hace unos tres mil ochocientos millones de años. Ha sido el paso del tiempo el que ha definido las formas en que aquellos remotos antepasados acabaron convirtiéndose, por ejemplo, en seres humanos. En ese proceso evolutivo hacia nosotros resulta pertinente preguntarse cuál es el antepasado común más reciente de todos los primates. Pues estas criaturas marcan el camino hacia los seres humanos.
Nuestra visión de los tiempos remotos es poco nítida en sus detalles debido a que está muy fragmentada. De hecho, no hay nada más frustrante para un paleontólogo que tratar de discernir las implicaciones de unas especies con otras o cómo era su vida cotidiana. La erosión ha difuminado o borrado gran parte de esa información tan valiosa, por lo que lo lógico es que, en lo que respecta al génesis evolutivo de nuestra especie, la situación no sea distinta.
Así pues, la fragmentación del registro fósil no nos permite profundizar en los detalles y las complejidades evolutivas de nuestro género como hubiésemos que...