Carlos V a la conquista de Europa
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Carlos V a la conquista de Europa

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Carlos V a la conquista de Europa

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Siglo XVI. España y Francia en guerra: Uno de los conflictos más decisivos de la Modernidad. El Imperio español, la etapa de mayor esplendor cultural y político de España, comienza a cimentarse cuando Carlos de Gante (Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico) se enfrenta a un joven rey de Francia, Francisco I, para luchar por la supremacía en el continente europeo.En los primeros años del siglo XVI Carlos I se enfrenta duramente a Francisco I de Francia. El objetivo: controlar gran parte del territorio italiano de cara a convertirse en el primer gran emperador de Europa. Italia, sede en esos momentos del poder temporal de la Iglesia, era una región débil políticamente y rica para atraer la voracidad de las grandes monarquías europeas.La batalla de Pavía, el Saco de Roma, la invasión de Saboya y las posteriores alianzas matrimoniales fueron los principales hitos que protagonizó Carlos I, futuro emperador del Sacro Imperio. El control del Milanesado, del Reino de Navarra ponen en jaque a las dos mayores potencias mundiales: Francia y España que ansían coronarse como grandes Imperios. Carlos I apoya su ejército gracias a las alianzas de sus hermanas con algunos de los grandes reyes de Europa (Dinamarca, Portugal, …). Nada parece frenar al emperador en la pugna por los derechos de la corona de Nápoles y del ducado de Milán, que se convirtió en el epicentro en torno al que se animaban todos los combates de una de las épocas más apasionantes de la historia de Europa.

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Información

Año
2019
ISBN
9788499675893
Categoría
History

Capítulo 1

La aventura de Carlos VIII

EL LABERINTO ITALIANO

Antes de la invasión francesa de 1494, Italia era una de las regiones más pobladas y ricas del continente europeo. La península italiana estaba habitada por unos diez millones y medio de habitantes en 1500, frente a España, con unos ocho millones y medio, y Francia, que contaba con entre dieciséis y dieciocho millones. Pese a la prohibición eclesiástica de la usura, en Italia se iba a ensayar un capitalismo financiero embrionario que, en el siglo siguiente, constituiría la base de poder de los nacientes imperios de la Europa septentrional, Inglaterra y Holanda. Los soberanos Habsburgo y Valois pretendían también utilizar la región como base para sus operaciones contra el turco, cuyo Imperio, homogéneo y grandioso, amenazaba las fronteras orientales de los Habsburgo tras destruir en 1453 los restos del Imperio bizantino. Después de la caída de Constantinopla, los ejércitos de Mehmed II habían comenzado su avance irresistible hacia el oeste.
Los cinco grandes Estados estalianos (Roma, Venecia, Milán, Nápoles y Florencia) mantenían en teoría una entente pacífica asegurada por los acuerdos de la paz de Lodi (1454). Pero en la práctica, todos los señores italianos se vigilaban unos a otros, conspirando y pagando a los partidos de la oposición, de los que prácticamente había uno en cada ciudad importante.
El antiguo Reino de Nápoles-Sicilia había sufrido durante la Edad Media graves trastornos políticos que provocaron su definitiva escisión en la segunda mitad del siglo XV. El Reino de Sicilia pertenecía a la corona de Aragón desde 1282, fecha en que la población había expulsado a los franceses en la sublevación de las Vísperas Sicilianas. Al morir el rey de Aragón Alfonso V el Magnánimo (1396-1458), las dos Coronas quedaron separadas y su hijo, Ferrante I, se convirtió en rey de Nápoles, mientras la corona de Aragón sería para su hermano, Juan II.
Al norte del Reino de Nápoles comenzaban los Estados de la Iglesia. El Cisma de Occidente (1378-1417) había debilitado considerablemente la imagen del papa. El pontífice era continuamente interpelado desde dentro y fuera de Italia para que comenzara una reforma de la Iglesia. Estas exigencias de reforma se veían complementadas con un estado de exaltación religiosa, de profecías milenaristas y de clima espiritual agitado que había convencido a los europeos de que algún tipo de acontecimiento extraordinario iba a suceder al romper el siglo. El descubrimiento de América, junto con la idea de que estos reinos debían ser incorporados al plan de redención de la humanidad, la amenaza turca sobre las fronteras de Occidente, o la elección de Carlos V, personalidad rodeada de un aura mítica por propagandistas e incluso por el mismísimo Lutero, fueron acontecimientos característicos de esta agitación social e ideológica.
La crisis cismática condujo a reforzar las Iglesias nacionales en Francia o el Imperio, lugares donde los soberanos se habían acostumbrado cada vez más a intervenir en los asuntos eclesiásticos y convenció a los papas de que su única oportunidad para bregar con la nueva situación era actuar como príncipes italianos. La necesidad de contar con personas de absoluta confianza en el frágil contexto hizo que los papas fueran contando cada vez más con miembros de su familia, practicando un descarado nepotismo.
Al norte de los territorios papales se encontraban Siena y Florencia, la rica capital de la Toscana gobernada por los Médicis, que la habían elevado a las cimas de la cultura humanista y del arte de su época. Lorenzo el Magnífico, prototipo de hombre del Renacimiento, había muerto el 8 de abril de 1492. Sin embargo, bajo el aspecto glorioso de su cultura y sus riquezas, Florencia era la sombra de la poderosa ciudad que había sido en la primera mitad del siglo XV. Los negocios de los Médicis, tejedores convertidos en banqueros y políticos, se encontraban en la más absoluta bancarrota. Varias ciudades gobernadas con mano de hierro por Florencia, como por ejemplo la antigua República comercial de Pisa, ansiaban ser liberadas de su yugo y no dudarán en ponerse de parte de Carlos VIII cuando este entre en Italia.
Dominando los pasos alpinos y las ricas llanuras de la Lombardía, se encontraban los territorios del ducado de Milán. El dominio de Milán se extendía a las ricas ciudades lombardas: Novara, Pavía, Cremona, Alessandría y Brescia y al puerto de Génova. La mayor parte de estas ciudades estaban fuertemente protegidas por murallas capaces de resistir la artillería de asedio de los ejércitos italianos; su posición estratégica las convertía en paso obligado para cualquiera que deseara bajar hacia Nápoles o marchar hacia el este. Así pues, no es extraño que la Lombardía fuera a convertirse en los próximos años en el teatro de operaciones militares más importante de Europa. Y esto se vio favorecido por la profunda enemistad que separaba a Nápoles de Milán y al peculiar giro que la política del ducado del Norte había dado al caer en manos de Ludovico Sforza el Moro, al que apodaban Il Moro por el color oscuro de su tez, que pretendía convertirse en el árbitro de Italia. Ludovico se había hecho con el poder en Milán después del asesinato en 1476 de su odiado hermano Galeazzo Sforza.
Ludovico se había ganado la hostilidad de la dinastía de Nápoles al arrebatarle el poder a su sobrino Gian Galeazzo, que estaba casado con Isabel de Aragón, la hija del duque de Calabria. Y para luchar contra la unión entre Nápoles y Venecia, Il Moro se volvió hacia Francia en busca de ayuda. Seguro de que podría manejar al joven Carlos VIII, Ludovico envió a sus diplomáticos para convencerle de que entrara en Italia a la cabeza de su poderoso ejército y arrebatara a los de Aragón la corona de Nápoles.
Al este de las posesiones del ducado de Milán comenzaban los territorios de la República de Venecia, la Serenísima. Desde la paz de Lodi (1454) Venecia mantenía una relación de paz armada contra Milán. Después de la caída de Constantinopla en 1453, los ricos patricios venecianos habían dejado de considerar el comercio marítimo como principal fuente de riqueza, invirtiendo en el interior y manteniendo las ciudades bajo su dominio con una sabia mezcla de refinamiento y de calculada ambición. Venecia seguía siendo una potencia naval de primer orden, con una flota de más de tres mil navíos en 1450. Aún mantenía extensas posesiones en la orilla oriental del Adriático, en Istria, en Dalmacia y las islas Jónicas, en Chipre y en Creta, y sus hábiles diplomáticos y mercaderes extendían sus operaciones por todo el levante mediterráneo.
No obstante, la preocupación comprensible de Venecia por los asuntos del Mediterráneo la habían conducido a un cierto aislamiento. Fue precisamente esta sensación de aislamiento y el odio que las demás potencias italianas sentían por Venecia lo que le hizo cometer un error que iba a revelarse fatídico: en 1484 comenzaron a animar a Carlos VIII, recién coronado, para que reclamara sus derechos a la corona de Nápoles. También intentaron convencer a Luis, duque de Orleans, futuro Luis XII, para que expulsara a los Sforza de Milán, pues el duque era nieto de Valentina Visconti y por tanto poseía legítimos derechos a sostener sobre su cabeza la corona ducal.
Sin embargo, los venecianos no serían los únicos en sembrar la semilla de la destrucción de Italia. En 1490 no había en Italia una sola ciudad importante que no contara con un partido de opositores a su gobierno o de exiliados dispuestos a correr a calentarle las orejas al rey de Francia. Los émigrés más activos eran los napolitanos. El reinado de Ferrante I se había iniciado de hecho en 1459 con una guerra civil de seis años contra una poderosa coalición de barones que los Anjou habían apoyado. Ferrante sólo consiguió destruir la coalición gracias a la ayuda del rey Juan II de Aragón, el papa y Milán. Pero esto no evitó que en 1486 los barones volvieran a alzarse, esta vez dirigidos por la poderosa familia Sanseverino.
Muchos de los más destacados miembros de las grandes familias napolitanas tuvieron que exiliarse tras el fracaso de esta rebelión. Los Sanseverino pidieron consejo a Venecia sobre la mejor forma de acabar con Ferrante. Los venecianos estaban encantados ante la idea de librarse de uno de sus peores enemigos, así que aconsejaron a los Sanseverino que fueran a pedir ayuda al rey de Francia, que ahora había «heredado» los derechos del duque de Anjou a la corona napolitana. Así pues, los barones se dirigieron a Blois, a la corte de Carlos VIII de Valois.

EL REY AFABLE

Carlos acababa de cumplir veinticuatro años. El joven rey soñaba con guerrear en Italia. Carlos VIII se iba a presentar allí como la reencarnación de Carlomagno, rey de la mística paneuropea, junto a sus paladines de inquebrantable fe en las virtudes de la caballería andante.
Carlos había heredado un reino fuerte y rico. Su padre, Luis XI había conseguido debilitar a la nobleza rebelde y mantener quietos a los Parlamentos ciudadanos durante décadas, mientras se fraguaba la unidad de Francia. Después de que una última resistencia de los contribuyentes fracasara en los Estados Generales de 1484, los franceses se habían resignado gradualmente a pagar a su rey impuestos, ayudas y otros cargos excepcionales que se convirtieron en una buena fuente de ingresos que se añadía a las rentas «ordinarias» del monarca para financiar operaciones en el exterior.
La cuestión de Nápoles era embrollada, como lo era cualquier cosa que pasara al sur de los Alpes. En 1265, Carlos de Anjou, hermano de san Luis de Francia, había aceptado el trono de Nápoles de manos del papa. En 1421, la reina Juana I de Nápoles, sin heredero varón, había elegido para sucederle no a un Anjou, sino a Alfonso V el Magnánimo, rey de Aragón. Poco después se arrepintió de la elección y nombró como sucesor a Luis III de Anjou, que murió en 1435. Su hermano René esperaba obtener la corona, pero Alfonso V se apoderó de ella aquel mismo año. René se coronó rey de Sicilia en 1438, pero en 1442 la población de la isla, descontenta con los franceses, les expulsaron de allí, y los aragoneses se apoderaron de la otra parte del Regno. En virtud de los derechos transmitidos a Luis XII por Charles, conde de Maine, nieto de René de Anjou (muerto en 1480 y cuyas posesiones en Francia pasaron a la Corona), Carlos VIII pretendía que el papa le coronara rey de Nápoles.
En enero de 1493 los representantes de Carlos VIII habían firmado en Barcelona un acuerdo con Fernando el Católico, y parecían demostrar que el rey de Francia estaba dispuesto a los mayores sacrificios territoriales para tener las manos libres en el sur: el Rosellón y la Cerdaña volvían a ser españolas. Las negociaciones incluían un compromiso para prorrogar los antiguos tratados de amistad de la corona de Castilla, profrancesa desde la época de la guerra de los Cien Años, a los que ahora se sumaría la corona de Aragón. También se incluía una cláusula –tradicional en este tipo de acuerdos– en la que se especificaba que en el caso de que una de las dos potencias atacara al papa, la otra no estaba obligada a darle apoyo.
Quedaba a Carlos VIII asegurar la frontera con el Imperio, cuyo litigio con Borgoña y Picardía continuaba. El 23 de mayo de 1493 se firmó un acuerdo en la ciudad flamenca de Senlis por el que el Franco Condado y el Artois volvían al Imperio alemán después de no pocas disputas.
Con Francia y los Habsburgo en paz, la posición del señor de Milán se volvía cada vez más precaria. Ludovico comenzaba a preguntarse si finalmente el blanco de las ansias expansionistas francesas no acabaría siendo Milán antes que Nápoles. Agobiado por la sospec...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Prefacio
  4. Introducción
  5. Capítulo 1. La aventura de Carlos VIII
  6. Capítulo 2. El Gran Capitán
  7. Capítulo 3. Duelo de gigantes
  8. Capítulo 4. Tempestad sobre Roma
  9. Capítulo 5. El Garellano
  10. Capítulo 6. Todos contra Venecia
  11. Capítulo 7. La Santa Liga contra Francia
  12. Capítulo 8. El Rayo de Italia
  13. Capítulo 9. Las espuelas de madera
  14. Capítulo 10. Como dos hojas en blanco
  15. Capítulo 11. La batalla de los gigantes
  16. Capítulo 12. Monarchia Universalis
  17. Capítulo 13. La guerra de los ríos
  18. Capítulo 14. La Bicocca
  19. Capítulo 15. El traidor
  20. Capítulo 16. El largo invierno antes de la batalla
  21. Capítulo 17. Pavía: la batalla decisiva
  22. Epílogo
  23. Cronología
  24. Bibliografía
  25. Índice
  26. Contraportada